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IX
ОглавлениеDiscurso de Pericles al pueblo de Atenas para aquietarlo y exhortarle a continuar la guerra y a sufrir con resignación los males presentes.
«La ira que contra mí tenéis, varones atenienses, no ha nacido de otra cosa sino de lo que yo había pensado. Y porque entiendo bien las causas de donde procede, he querido juntaros para traeros a la memoria estas causas, y también para quejarme de vosotros, que estáis airados contra mí sin razón, y ver si desmayáis y perdéis el ánimo en las adversidades. En cuanto a lo que al bien público toca, pienso que es mucho mejor para los ciudadanos que toda la república esté en buen estado, que no que a cada cual en particular le vaya bien y que toda la ciudad se pierda. Porque si la patria es destruida, el que tiene bienes en particular también queda destruido con ella como los otros. Por el contrario, si a alguno le va mal privadamente, se salva cuando la patria en común está próspera y bien afortunada. Por tanto, si la república puede sufrir y tolerar las adversidades propias de los particulares, y cada cual en particular no es bastante para sufrir las de la república, más razón es que por todos juntos sea ayudada que desamparada por falta de ánimo y poco sufrimiento de las adversidades particulares, como hacéis vosotros ahora, culpándome porque os di consejo para emprender esta guerra, y a vosotros porque le tomasteis.
»Y os ensañáis con un hombre como yo, que a mi parecer ninguno le lleva ventaja, así en conocer y entender lo que cumple al bien de la república como en ponerlo por obra, ni en tener más amor a la patria, ni que menos se deje vencer por dinero, que todas estas cosas se requieren en un buen ciudadano. Porque el que conoce la cosa y no la pone por obra, es como si no la entendiese. Cuando hiciese lo uno y lo otro, si no fuera aficionado a la república, ni dirá ni hablará cosa que aproveche en común. Cuando tuviese también lo tercero y se deja vencer por dinero, todo lo venderá por esto. Por lo cual, si conocéis que todo esto cabe en mí más que en ninguno de los otros, y si en mí os confiasteis para emprender esta guerra, no cabe duda de que me culpáis sin razón.
»Porque así como es locura desear la guerra antes que la paz, cuando se vive en prosperidad, así cuando precisa a obedecer a sus convecinos y comarcanos y cumplir sus mandatos, o exponerse a todo peligro por la victoria y libertad, los que en tal caso rehuyen el trabajo y riesgo, son más dignos de culpa.
»En lo que a mí toca, soy del mismo parecer que era antes, y no lo quiero mudar. Y aunque vosotros andéis dudando y vacilando al presente, cierto es que al comienzo fuisteis de mi opinión, sino que después que os llegaron los males os arrepentisteis: y midiendo y acompasando mi opinión, según vuestra flaqueza, la juzgáis mala, porque cada cual ha sentido ahora los males y daños de la guerra, sin conocer el provecho que seguirá de ella. Por lo cual estáis tan mudados en cosa de poca importancia, que ya os falta el corazón y no tenéis esfuerzos para lo que habíais determinado antes sufrir. Así suele comúnmente acontecer, porque las cosas que vienen de súbito y no pensadas quebrantan los corazones, como ha ocurrido en nuestras adversidades, mayormente en la de la pasada epidemia. Empero, teniendo tan grande y tan noble ciudad como tenemos, y siendo criados y enseñados en tan buenas doctrinas y costumbres, no nos debe faltar el ánimo por adversidades que nos sucedan y grandes que sean, ni perder punto de nuestra autoridad y reputación.
»Que así como los hombres aborrecen y odian a quien por ambición procura adquirir la honra y gloria que no le pertenece, así también vituperan y culpan al que por falta de ánimo pierde la gloria y honra que tenía. Por tanto, varones atenienses, olvidando los dolores y pasiones particulares, debemos amparar y defender la libertad común.
»Muchas veces, antes de ahora, os he declarado que yerran los que temen que esta guerra será larga y peligrosa, y que al fin habremos lo peor. Empero quiero al presente manifestaros una cosa que me parece no habéis jamás pensado, aunque la tenéis, que es tocante a la grandeza de vuestro imperio y señorío, de que no he querido hablar en mis anteriores razonamientos, ni tampoco hablara al presente (porque me parecía en cierto modo jactancia y vanagloria) si no os viera atónitos y turbados sin motivo; y es que, a vuestro parecer, el imperio y señorío que tenéis no se extiende más que sobre vuestros aliados y confederados: yo os certifico que de dos partes, la tierra y el mar, de que los hombres se sirven, vosotros sois señores de la una, que es lo que ahora tenéis y poseéis; y si más quisiereis, lo tendríais a vuestra voluntad. Porque no hay en el día de hoy rey ni nación alguna en la tierra que os pueda quitar ni estorbar la navegación, por cualquiera parte que quisiereis navegar, teniendo la armada que tenéis; y asimismo, entendiendo que vuestro poder no se muestra en casas ni en tierras, de que vosotros hacéis gran caso, por haberlas perdido, como si fuese cosa de gran importancia.
»No es justo que os pese en tanto grado que se pierdan, antes las debéis estimar como si fuese un pequeño jardín o unas lindezas, en comparación del gran poder que tenéis, de que yo hablo al presente, reflexionando que, mientras conservemos la libertad, fácilmente podéis recobrar todo esto. Si por desdicha caemos en la servidumbre de otras gentes, perderemos todo lo que teníamos, y nos mostraremos ser para menos que nuestros padres y abuelos, los cuales no lo heredaron de sus antepasados, sino que por sus trabajos lo ganaron y conservaron, y después nos lo dejaron. Y mayor vergüenza es dejarnos quitar por fuerza lo que tenemos, que no alcanzar lo que codiciamos. Por tanto, nos conviene ir contra nuestros enemigos, no solamente con buena esperanza y confianza, sino también con certidumbre y firmeza, menospreciándolos y teniéndoles en poco. La confianza, que viene las más veces de una prosperidad no pensada, antes que por prudencia, puede tenerla un hombre cobarde y necio; mas la que procede de consejo y razón para abrigar esperanza de vencer a los enemigos, como vosotros la abrigáis ahora, no solamente da ánimo para poder hacer esto, pero también para tenerlos en poco.
»Y aunque la fortuna y el poder fuesen iguales, la diligencia e industria que proceden de un corazón magnánimo, hacen al hombre más seguro en su confianza y osadía; porque no se funda tanto en la esperanza, cuyos términos son dudosos, cuanto en el consejo y prudencia por las cosas que ve de presente. Así que, conviene a todos de común acuerdo mirar por vuestra honra, dignidad y seguridad de vuestro estado y señorío, que siempre os fue agradable, sin rehusar los trabajos, si no queréis también rehusar la honra, y pensar que no es solo la contienda sobre perder la libertad común, sino sobre perder todo vuestro estado y señorío, además el peligro que crece por las ofensas y enemistades que habéis cobrado por conservarle. Por lo cual, aquellos que por temor del peligro presente, so color de virtud y bondad, procuran el reposo y la paz, sin mezclarse en los negocios de la república, se engañan en gran manera: que no está en nuestra mano el despedirnos de ellos, porque ya hemos usado de nuestro imperio y señorío en forma y manera de tiranía, la cual así como es cosa violenta e injuriosa tomarla al principio, así también al fin es peligroso dejarla. Los hombres que por el temor de la guerra persuaden a los otros que no la sigan, destruyen a la ciudad y a sí mismos, y dan la libertad a los que sujetaban antes. El reposo y sosiego no pueden ser seguros, sino encaminados por el trabajo; ni conviene el ocio a una ciudad libre como la nuestra, sino para las que quieren vivir en servidumbre.
»Por tanto, varones atenienses, no debéis dejaros engañar de tales ciudadanos ni menos tener saña contra mí, que con vuestro acuerdo y consentimiento emprendí la guerra; ni porque los enemigos os hayan hecho el mal que estaba claro os habían de hacer, si no los queríais obedecer. Y si sobrevino la epidemia, que era la cosa menos esperada, a causa de la cual he sido odiado por la mayoría de vosotros, sin razón ciertamente me queréis mal, pues cuantas veces os acaeciese una prosperidad inesperada no me la atribuiríais ni me daríais gracias por ella.
»Por necesidad debemos sufrir lo que sucede por voluntad divina: y lo que procede de los enemigos, con buen ánimo y esfuerzo. Esta es la costumbre antigua de nuestra ciudad, y así lo hicieron siempre nuestros antepasados; hacedlo también vosotros, conociendo que el mayor nombre y fama que tiene esta ciudad entre todas es por no desmayar ni desfallecer en las adversidades: antes sufrir los trabajos y pérdidas de muchos buenos hombres en la guerra. Así ha adquirido y conservado hasta el día de hoy este gran poder, que si ahora se pierde o disminuye, como naturalmente sucede a todas las cosas, se perderá también la memoria para siempre entre los venideros, no solamente de Atenas, sino también del imperio de los griegos.
»Nosotros, entre todos los griegos, somos los que tenemos el mayor señorío y hemos sostenido más guerras intestinas y extranjeras, y habitamos la más rica y más poblada ciudad de toda Grecia. Bien sé que los temerosos y de poco ánimo, menospreciarán y vituperarán mis razones; mas los buenos y virtuosos las tendrán por verdaderas. Los que carecen de mérito me tendrán odio y envidia, lo cual no es cosa nueva, porque comúnmente acontece a todos los que son reputados por dignos de presidir y mandar a los otros el ser envidiados. Pero el que sufre tal envidia y malquerencia en las cosas grandes y de importancia, puede dar mejor consejo, pues, menospreciando el odio, adquiere honra y reputación en el tiempo de presente y gloria perpetua para el venidero.
»Teniendo estas dos cosas delante de los ojos, la honra presente y la gloria venidera debeislas tomar y abrazar alegremente, y no cuidaros de enviar más farautes ni mensajes a vuestros enemigos los lacedemonios, ni perder el ánimo por los males y trabajos ahora, porque aquellos que menos se turban y afrontan con más ánimo las adversidades y las resisten, son tenidos por mejores pública y privadamente.»