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Capítulo 3
ОглавлениеTANZANIA era húmeda, tórrida e impresionantemente bella, como Violet tuvo ocasión de comprobar cuando bajaron por la escalerilla del avión privado de Zak y se dirigieron a la ciudad más grande del país, Dar es-Salam.
El aire acondicionado de la furgoneta que los llevaba solo equilibró levemente la incomodidad de viajar por carreteras llenas de baches, pero ella estaba tan entusiasmada que ni siquiera se dio cuenta. No podía creer que hubiera conseguido un trabajo de campo.
Al cabo de un rato, se detuvieron en un restaurante de carretera, un lugar de vistas preciosas que consistía en unas cuantas chozas de paja frente a las que habían puesto, mesas, sillas y sombrillas. Aún estaban a dos horas de su destino final, el lago Ngorongoro, y Violet frunció el ceño al ver que un grupo de guardaespaldas trajeados descendían de los tres vehículos que los seguían.
–¿Qué te molesta tanto? –preguntó Zak con sorna–. ¿El calor, quizá? ¿O el hecho de que no paremos en un restaurante de cinco estrellas?
Violet apretó los dientes, irritada.
–Ni lo uno ni lo otro –respondió.
–Entonces, ¿qué?
–¿No te parece que llevar seis guardaespaldas es un poco excesivo?
–Son obligaciones del protocolo. Y, francamente, prefiero no oponerme a los deseos de mi madre. Tiene muy mal genio.
Violet asintió. Conocía a la reina, con quien había coincidido un par de veces, y sabía que era una mujer formidable. De hecho, se había quedado impresionada con su carisma, su fortaleza de carácter y la inteligencia que brillaba en los ojos grises que habían heredado sus hijos.
–¿Siempre es tan apabullante?
Él abrió una botella de agua y le llenó un vaso antes de beber.
–Eso es como preguntar si la Tierra es redonda. Evidentemente, sí.
–¿Cambiarías el protocolo si pudieras?
–¿Por qué querría cambiar una situación de la que solo disfrutan un puñado de personas en todo el mundo? Hay quien diría que tengo suerte de estar rodeado de hombres y mujeres que harían cualquier cosa por mí.
–Quizá, pero tu tono de voz no indica eso.
Zak la miró con sorpresa, porque no esperaba que fuera tan perceptiva.
–¿Qué puedo decir? Me enseñaron a apreciar las ventajas de mi estatus social, a preservarlas en lo posible y a quitarme de encima a los parásitos que quieren acceder a la fortuna de mi familia –replicó.
Violet supo que se estaba refiriendo a ella, y lo maldijo para sus adentros.
–Pero eso no impide que uses a la gente para alcanzar tus objetivos, ¿verdad?
Zak entrecerró los ojos.
–¿Insinúas que me aprovecho de ellos?
–No lo sé. ¿Te aprovechas?
–Soy generoso en los negocios y en el placer. Nadie se queda insatisfecho cuando está conmigo. Salvo que lo merezca, por supuesto.
Violet tuvo que refrenar el impulso de quitarle las gafas de sol para verle los ojos y salir de dudas. ¿Se estaba refiriendo a la noche en que cumplió dieciocho años? Y, si sus sospechas eran ciertas, ¿por qué insinuaba que se lo había merecido?
La aparición de un camarero, que empezó a servir la cena, interrumpió sus pensamientos. Y, veinte minutos después, Zak miró su plato y preguntó:
–¿No vas a comer más?
Ella bajó la mirada. La comida estaba muy buena, pero no le apetecía.
–No tengo hambre.
Zak frunció el ceño, pero guardó silencio.
De vuelta en la furgoneta, él se sentó al volante y condujo con su elegancia habitual, cargado de un poder latente que la dejaba sin aire cuando le lanzaba una mirada. No podía negar que su cuerpo era extremadamente sensible a su cercanía.
Dos horas más tarde, llegaron al lago Ngorongoro. Violet se sintió aliviada al ver los verdes paisajes de sus alrededores, que se combinaban con un aire fresco y limpio. Pero no tuvo tiempo de relajarse, porque se pusieron a trabajar de inmediato.
Tal como imaginaba, los ricos y famosos les aseguraban un flujo constante de donaciones, suficiente para financiar cinco proyectos más ese mismo año. No tenían más problema que la inminencia de la temporada de lluvias, lo cual la llevó a acelerar las cosas. Leyó cientos de currículos, entrevistó a los candidatos por videoconferencia y se aseguró de que los trabajadores elegidos estaban a la altura del proyecto.
Al día siguiente, mientras Zak y ella contemplaban la marcha de las obras, se les acercó un hombre de piel oscura, pelo castaño y ojos claros. Su camiseta estaba empapada de sudor, pero tenía una sonrisa encantadora.
–Soy Peter Awadhi, capataz y representante de la Junta de Turismo –dijo, dirigiéndose a Zak–. Hemos hablado un par de veces por teléfono, pero quería saludarlo en persona, señor Montegova… ¿O debo llamarlo Alteza?
–No, llámame Zak.
Peter asintió y se giró hacia ella, que se apresuró a presentarse.
–Hola, soy Violet Barringhall. Asesora, coordinadora y chica para todo del proyecto –ironizó.
–Ah, ¿estás a cargo de la plantilla? Me alegro, porque me gustaría hablar contigo dentro de un rato. Tengo que hacerte un par de preguntas.
–Por supuesto. Para eso estoy.
Peter sonrió a Violet, y Zak lo miró con cara de pocos amigos.
–¿Ya han montado las tiendas de campaña? –preguntó el príncipe.
Peter se giró hacia el lugar donde estaban los vehículos, y habló en suajili con uno de los trabajadores.
–Sí, parece que sí –respondió momentos después–. Me encargaré de que os lleven el equipaje.
–Excelente –dijo Zak–. ¿Se puede ver el piso piloto?
Peter asintió.
–Está en el recinto del oeste, como pediste.
–Llévame. Quiero echarle un vistazo.
–Claro.
–Cuando hayamos terminado, me gustaría dar una vuelta, si no es demasiada molestia –intervino Violet.
Zak frunció el ceño.
–¿Estás segura de eso? Llegamos ayer –le recordó–. Deberías descansar un poco.
Ella sacudió la cabeza.
–No estoy cansada. Además, me gustaría estirar las piernas y familiarizarme con los terrenos antes de que lleguen los trabajadores que hemos contratado.
Zak se giró entonces hacia uno de sus guardaespaldas y le dijo algo en voz baja. Segundos después, el hombre apareció con un sombrero de ala ancha y se lo puso a Violet, que se quedó atónita.
–¿Y esto?
–Las insolaciones son habituales en esta zona –le explicó–. No quiero tener que llevarte a un hospital en el helicóptero.
–Está bien. Gracias.
Al cabo de unos momentos, se dirigieron al corazón de la propiedad, donde se alzaba el enorme edificio que albergaría la recepción, el restaurante y el spa.
Los trabajadores que estaban allí desde el principio ya habían puesto los cimientos de los primeras cabañas ecológicas. Violet se alegró de lo bien que marchaban las obras, y pensó que irían aún mejor cuando llegaran los que había elegido ella.
Justo entonces, vio el helicóptero al que Zak se había referido, y le sorprendió que llevara la pequeña cruz roja de los servicios médicos.
–¿Por qué necesitamos un helicóptero médico? ¿Se producen muchos accidentes? –preguntó a Peter.
–No es un helicóptero estrictamente médico. Pero nos viene bien, porque el ambulatorio más cercano está a sesenta kilómetros de aquí –respondió.
Violet supuso que Zak habría tenido algo que ver, y sus sospechas se confirmaron al divisar el emblema de la Casa Real de Montegova. Obviamente, las autoridades de su país no podían permitir que al segundo príncipe de la línea dinástica le pasara algo.
–No es lo que estás pensando –dijo Zak, adivinando sus pensamientos–. No está aquí para llevarme al hospital si me clavo una astilla en un dedo. Lo trajimos porque la mujer que se encarga de la comida y las provisiones está embarazada de ocho meses y se niega a dejar el trabajo. Es por cautela, por si da a luz antes de tiempo.
Violet se sitió avergonzada de sí misma, y se alegró de que el ala del sombrero ocultara su expresión cuando giraron a la izquierda y se dirigieron al oeste.
El piso piloto era una cabaña de una sola planta, pequeña pero preciosa. Se fundía con el paisaje a la perfección, y tenía un porche delantero para disfrutar de las vistas a la puesta de sol.
Zak subió al porche y abrió la puerta principal.
El interior se dividía en un salón, una cocina y dos dormitorios, que estaban al fondo. Pero Violet estaba más interesada en otras cosas, así que dijo:
–Supongo que el agua de la ducha se recicla para el inodoro, ¿verdad?
Zak asintió.
–Sí, y hay un pozo central para aprovechar el agua de lluvia, que dará servicio a todo el complejo.
–¿Y la electricidad?
–De paneles solares, claro.
Violet se dio cuenta de que aquel proyecto, que Zak había diseñado en colaboración con un grupo de arquitectos tanzanos, le interesaba mucho. Lo supo porque lo miró absolutamente todo y señaló los detalles que no le convencían para que se hicieran los cambios oportunos en las cabañas prefabricadas que se iban a montar.
Peter respondió a sus preguntas con inteligencia y profesionalidad, ofreciendo soluciones a todo. Y, cuando salieron de allí, Violet no tuvo ninguna duda de que habían elegido al capataz adecuado.
Por desgracia para ella, no fue él quien la acompañó a dar la vuelta, sino su jefe. Peter se tuvo que ir a hablar con unos trabajadores, y Violet no tuvo más remedio que seguir adelante, algo enfadada con el hecho de que Zak estaba fresco como una rosa y ella, sudorosa y acalorada.
–¿Y bien? ¿Qué te ha parecido? –preguntó él.
–Magnífica –respondió.
–Tendremos un especialista de Montegova durante los tres primeros meses, que formará a los dueños y les enseñará a arreglar cosas básicas, por si se estropean.
Zak lo dijo con un orgullo que sorprendió a Violet, porque no encajaba en la imagen que tenía de él. Si no se andaba con cuidado, terminaría creyendo que el príncipe se había escapado de un cuento de hadas para ayudar a los pobres.
–¿Por qué frunces el ceño? ¿Hay algo que no te guste?
Ella sacudió la cabeza.
–No, estoy encantada con lo que he visto –afirmó–. Pero tu actitud me extraña, la verdad. ¿Por qué estás aquí? Tienes cientos de empleados que podrían hacer este trabajo.
Zak se había quitado las gafas al entrar en el piso piloto, y la miró con toda la potencia de sus ojos grises.
–¿Quieres saber por qué superviso un proyecto que lleva mi nombre?
–No lo pregunto por eso, sino por lo que la gente pueda pensar. ¿No te preocupa que desconfíen de ti? No serías el primer rico y privilegiado que se mancha un poco las manos para llamar la atención de los medios.
Él se encogió de hombros.
–Por suerte, mi posición es tan excepcional que no tengo que impresionar a nadie ni preocuparme por lo que piensen.
–¿Ni siquiera cuando quieres hacer algo grande? –se interesó ella.
–Ni siquiera. Los resultados de mi trabajo hablan por sí mismos.
Violet no lo podía negar. Además de su carrera militar y sus galardones académicos, Zak se había hecho famoso por su labor al frente de la fundación. De hecho, había mejorado la imagen de su familia incluso más que su solitario hermano, quien se había retirado de la vida social tras perder a su prometida.
Al pensar en el príncipe Remi, supuso que su retraimiento habría aumentado la presión sobre Zak, que ahora se veía obligado a representar públicamente a los Montegova. Y se preguntó si ese era el motivo de que hubiera empezado a vivir de forma estoica.
Sin embargo, no quería analizar al enigmático hombre que la acompañaba, de modo que se apartó de él con intención de seguir andando. Pero Zak la detuvo en seco.
–Puede que el arbusto que has estado a punto de rozar te parezca inofensivo, pero sus púas son venenosas. No te salgas de los caminos designados. Estás en África, y nunca se sabe lo que te puedes encontrar.
Violet se dijo que Zak la incomodaba más que la posibilidad de toparse con una serpiente, y replicó:
–Si me preocupara en exceso por lo que me puedo encontrar, no disfrutaría mi estancia en Tanzania.
–Bien dicho –sentenció Peter, quien apareció de repente.
Zak le dedicó una mirada tan dura que Peter dejó de sonreír y se volvió a marchar.
–No has venido a disfrutar, sino a trabajar –declaró el príncipe, molesto.
–Esa es la diferencia entre nosotros. Yo me doy permiso para disfrutar de las cosas. Y eso no significa que no esté absolutamente comprometida con lo que hago.
–Puede que lo estés, pero no permitiré que un descuido tuyo cause problemas a los demás o interrumpa el programa de trabajo.
Ella suspiró.
–¡Pero si acabo de llegar! ¡No he tenido tiempo de ser descuidada!
–¿Ah, no? –dijo, señalando el sombrero que le habían puesto.
–No soy tan frágil como crees –se defendió–. Ni estamos en las horas más cálidas del día.
Zak la miró de arriba abajo, causándole un estremecimiento que, desde luego, no tenía nada que ver con la temperatura.
–¿Cuándo te has puesto crema protectora por última vez?
Violet no lo pudo recordar, y reaccionó de mala manera.
–¿Y a ti qué te importa? Soy una mujer adulta, que sabe cuidar de sí misma. Si quieres criticar a alguien, búscate a otra.
Para entonces, ya habían regresado al lugar donde estaban los vehículos, y ella se alegró al ver que estaban sacando su equipaje. Era la excusa perfecta para quitarse de encima a Zak.
–Voy a guardar mis cosas. Si no tenemos que hacer nada más, te veré por la mañana.
–No, me verás dentro de una hora y media, cuando nos reunamos para cenar y hablar del trabajo –puntualizó él, tajante.
Violet tuvo que recordarse que estaba hablando con su jefe, y que no tenía más remedio que obedecer. Además, su futuro profesional estaba en manos de Zak, lo cual la condenaba a ser paciente durante el tiempo que trabajaran juntos.
Sin embargo, aún seguía enfadada cuando llegó a las tiendas de campaña, que habían instalado en el extremo este de la propiedad. Y no tuvo que esforzarse mucho para reconocer la del príncipe, que habían instado lejos de las otras: era la más grande con diferencia, y tenía dos guardias en la entrada.
–¿Señorita? –dijo el trabajador que la había acompañado–. Su tienda es esa.
Violet se quedó perpleja al ver la dirección que señalaba el hombre. ¿Sería posible que Zak quisiera vivir con ella?
–Pensaba que me darían una de las pequeñas…
–Y pensaba bien, aunque es de tamaño mediano. Está detrás de la del príncipe y, como podrá usar su ducha, no tendrá que asearse en la colectiva.
Ella se sintió aliviada y decepcionada al mismo tiempo. Aliviada, porque no tendría que vivir con él y decepcionada, porque la idea de estar juntos le había parecido perturbadoramente atractiva. Pero se quitó el asunto de la cabeza y dio las gracias al trabajador, que dejó su enorme macuto en el suelo y se fue.
Violet arrastró su equipaje al interior y echó un vistazo. A un lado, habían puesto una silla y una mesa sobre la que había una jarra de agua y unos vasos; al otro, una cama de aspecto sorprendentemente cómodo, una mesita de noche con una lámpara y un pequeño armario con estantes, además de una palangana, que estaba en el suelo.
Era un lugar tan sencillo como rústico. No se parecía nada a la opulenta sede del Royal House of Montegova Trust. No tenía ni el glamour ni el lujo de la embajada de Nueva York. Y, por supuesto, tampoco se parecía a la mansión que su madre se empeñaba en mantener, a pesar de sus dificultades económicas.
Pero, a pesar de ello, se sintió como si estuviera en casa.
Tras guardar la ropa, puso el portátil en la mesa, lo conectó y comprobó el correo electrónico gracias al wifi, que habían instalado recientemente. Como no había nada urgente, se dirigió a la cama y se tumbó, deseosa de poner en orden sus pensamientos.
Zak Montegova estaba allí, y lo iba a estar durante toda la duración del proyecto. Sería mejor que se acostumbrara, porque se iban a ver todos los días. Pero se dijo que, si mantenía una distancia profesional, no pasaría nada.
Y entonces, se quedó dormida.
Cuando despertó, no podía creer lo que había pasado. Evidentemente, estaba más cansada de lo que creía. Y ahora tenía un problema, porque llegaba tarde a la cena.
Rápidamente, se levantó de la cama, abrió el armarito y sacó una camiseta blanca, unos pantalones militares y unas alpargatas de color beige. Luego, se lavó como pudo en la palangana, se cambió de ropa y se cepilló y recogió el cabello.
Segundos después, salió de la tienda. Y se quedó perpleja al ver la espectacular puesta de sol, que había teñido el cielo de pinceladas naranjas y moradas. Era tan bonita que casi no podía respirar.
–Oh, Dios mío.
–¿Es tu primera vez?
Violet reconoció la voz de Zak al instante, estremecida ante su tono casi amable. Era como si no quisiera estropear el momento con su animosidad anterior.
–¿Mi primera vez? –preguntó, pensando que su magnetismo rivalizaba con el magnífico cielo.
–Sí, con las puestas de sol africanas.
Ella asintió.
–Sí, lo es –replicó en un susurro.
Él sonrió.
–Tienen la capacidad de emocionar a cualquiera.
Violet sintió curiosidad sobre la primera vez de Zak. ¿Estaría solo? ¿O con alguien?
Fuera como fuera, se dijo que no era asunto suyo. Y fue la primera sorprendida cuando abrió la boca y dijo:
–Me extraña que tú seas capaz de emocionarte.
–Si no te conociera bien, pensaría que me estás provocando –comentó él.
Ella no lo pudo negar. Efectivamente, lo estaba provocando; pero, ¿por qué? ¿Buscaba una demostración de la pasión de Zak? ¿Quería que pronunciara su nombre en voz baja mientras la tomaba entre sus brazos?
Violet sintió una oleada de calor que se concentró en sus senos y entre sus muslos cuando él la miró con intensidad. Estaba perdiendo el control de sus emociones. Estaba a punto de caer en la tentación y, como no podía arriesgarse a eso, le dio la espalda y clavó la vista en el cielo.
–Porque, si lo estás, solo tienes que decirlo –añadió él.
En ese momento, Violet supo que le estaba tomando el pelo. Lo vio en el humor de sus ojos y en la postura desenfadada de su cuerpo. Pero también vio otra cosa, algo tan feroz que la perturbó: su maravillosa energía, una fuerza extremadamente peligrosa que despertaba su curiosidad y la atraía como el imán al hierro.
Entonces, Zak le puso las manos en los hombros y la giró hacia él, es decir, hacia la fuente del peligro.
–No necesito una demostración –dijo ella, aterrada con lo que sentía–. Prefiero que practiques tus dudosas habilidades con otra mujer desprevenida.
Violet se alejó a buen paso, y él rompió a reír y la siguió, alcanzándola rápidamente con sus grandes zancadas.
–Yo no pierdo el tiempo con mujeres desprevenidas, Violet. Todas las mujeres que se acuestan conmigo saben lo que hacen.
Ella se detuvo, presa de un ataque de celos.
–Tiendes a pensar que todas mis palabras son un desafío, pero te equivocas.
–¿Cómo no lo voy a pensar, si tienes una forma tan curiosa de decir las cosas? Siempre parece que te callas algo, que hay algo más –afirmó Zak, escudriñándola.
Ella tragó saliva, porque su mirada la volvía sensualmente vulnerable.
–¿Y cómo hago eso, si se puede saber?
–Lo hacen tus ojos, dolcella. Tienes los ojos más expresivos que he visto en mi vida. Y, por desgracia para ti, suelen decir lo contrario de lo que sale de tu boca.
–O tienes una imaginación desbocada o ves cosas que simplemente no existen –se defendió Violet.
–¿Ah, sí? En ese caso, tendremos que hacer algo para salir de dudas y saber si tengo o no tengo razón.
–No vamos a hacer nada salvo…
–¿Ir a cenar? –la interrumpió, sonriendo con ironía.
Violet pensó que tenía la sonrisa más bonita del mundo, y se maldijo a sí misma por ser tan fácil de contentar.
–Lo has vuelto a hacer, cara. Tus verdaderos pensamientos han brillado en tus ojos con la intensidad de esa puesta de sol.
Ella se encogió de hombros.
–Crees saber lo que me gusta. Y es posible que yo quiera saber lo que te gusta a ti –reconoció–. Pero solo es curiosidad, algo perfectamente natural, y no estoy segura de que merezca el esfuerzo.
Él sonrió de nuevo.
–Bueno, vamos a cenar –dijo–. Y quién sabe… puede que, cuando terminemos, ya hayas decidido lo que quieres.
Violet deseó preguntarle por qué le interesaba tanto lo que quería. Pero la pregunta habría alargado más la conversación y, aunque le apetecía dar un paseo para disfrutar del crepúsculo, se dirigió a la enorme tienda que usaban de comedor y sala de reuniones.
El olor del pescado y la carne despertó sus sentidos y le recordó que casi no había comido nada. Era consciente de que todo el mundo los estaba mirando; pero hizo caso omiso y, tras servirse una salchicha, un plátano frito y un tipo de gachas que los tanzanos llamaban ugali, se sentó al final de la larga mesa.
Zak charló unos segundos con Peter antes de unirse a ella, quien se tuvo que recordar que no estaba allí para coquetear con el príncipe, sino para trabajar.
Decidida, encendió su tableta y miró el correo.
–Oh, vaya…
–¿Hay algún problema? –preguntó Zak.
Ella se mordió el labio y dijo:
–Dos de los trabajadores que iban a venir han cambiado de opinión. Una, por un asunto familiar urgente y otro, porque se lo ha pensado mejor. Ahora tendré que buscar otros, pero los nuevos tardarán en llegar… Menos mal que sirvo para todo. Echaré una mano a las cuadrillas hasta que aparezcan los sustitutos.
Él asintió.
–Yo haré lo mismo. Y entre tú y yo, cubriremos el déficit.
Violet lo miró con sorpresa.
–¿Sabes de albañilería? No tenía ni idea.
–¿Tendrías otra imagen de mí si lo hubieras sabido antes?
Ella quiso contestar, pero él siguió hablando.
–Diseñé los alojamientos y trabajé con la compañía que los desarrolló. Dudo que haya personas más preparadas que yo para cubrir temporalmente esas bajas. Ni siquiera tú.
Violet no pudo hacer ninguna objeción. En primer lugar, porque era su proyecto; en segundo, porque era una solución razonable para un problema y, en tercero, porque no se trataba del típico príncipe mimado que estaba obsesionado con su aspecto y con salir en los medios a la menor oportunidad.
–Bueno, si estás tan seguro…
–Lo estoy –dijo, notando sus dudas–. ¿O es que te parece mal?
Ella sacudió la cabeza.
–No, en absoluto.
–Entonces, bienvenida a mi equipo.
Zak enfatizó el «mi» al decirlo, reavivando la tensión sensual que había entre ellos. Y Violet le sostuvo la mirada hasta que la tensión se hizo insoportable, momento en el cual bajó la cabeza y se concentró en la tablet.
El príncipe la había vencido otra vez y, al vencerla, la había empujado más hacia el borde de un abismo cuya profundidad ni siquiera alcanzaba a imaginar.