Читать книгу Pack Bianca enero 2021 - Varias Autoras - Страница 12
Capítulo 7
ОглавлениеDos días después
RACHEL miró por la ventanilla y vio cómo la niebla gris del otoño inglés iba disipándose a medida que el avión tomaba altura por encima de las nubes, donde el cielo estaba azul. Había aceptado la proposición de Mateo, y se dirigían a Kallyria en el jet privado de la Casa Real.
Todavía no acababa de creerse lo rápido que había ocurrido todo. Después de la cena en el Cotto, Mateo la había acompañado a casa, la había besado en la mejilla y le había dicho que la llamaría a las siete de la mañana para saber su respuesta.
De vuelta en su apartamento con su madre, apalancada frente al televisor, y con el olor a sándwich quemado flotando aún en el aire, había sentido lo sofocante y gris que era su vida. Y el paternalista e-mail de Simon el Sieso que había encontrado al revisar su correo en el móvil había sido la puntilla, el empujón que en realidad ni siquiera habría necesitado. Iba a aceptar la proposición de Mateo.
Esa noche apenas había dormido, y cuando le había sonado el móvil a las siete en punto había sentido un cosquilleo en el estómago, en parte por los nervios, pero también de emoción.
–¿Has decidido qué quieres hacer? –le había preguntado Mateo.
Ella había inspirado profundamente y le había respondido:
–Sí. Mi respuesta es sí.
Mateo le había dicho entonces que estaría en su casa en media hora para poner en marcha todos los preparativos y gestiones necesarios.
Al llegar, había deslumbrado a su madre con su encanto personal, y esa misma tarde los tres habían ido a una residencia privada de ancianos en las afueras de Cambridge que contaba con un pabellón especializado para los enfermos de Alzheimer.
A su madre parecía haberle agradado mucho. Su habitación era mucho más grande que la que tenía en su apartamento, disponía de todas las comodidades, y la residencia ofrecía un montón de actividades para los residentes.
Pero aun así, todo había ocurrido tan deprisa… Esa misma tarde Mateo y ella habían dejado a su madre instalada en la residencia. Se le había hecho un nudo en la garganta al despedirse de ella con un abrazo. No sabía cuándo la volvería a ver, ni si la volvería a ver. Por suerte su madre apenas parecía haber tenido consciencia de lo que estaba ocurriendo. Mientras la veía alejarse arrastrando los pies para explorar el salón comunal con su gran televisor de pantalla plana, había pensado, como tantas otras veces, lo difícil que resultaba de creer que antaño hubiera sido la culta y sofisticada esposa de un eminente catedrático.
–Adiós, mamá –había murmurado mientras la seguía con la mirada, y se había marchado, obligándose a no mirar atrás.
De vuelta en su apartamento había hecho una sola maleta. Mateo le había aconsejado que se llevase solo lo imprescindible y los recuerdos que quisiese conservar, aunque en realidad tenía muy pocos.
Se le había antojado algo patético dejar atrás una vida entera con tanta facilidad. Había decidido que escribiría un e-mail a sus amigos cuando llegaran a Kallyria para explicárselo todo. Mateo le había prometido que les pagaría el viaje a los que quisiera invitar a la boda.
También había hablado con el jefe de su departamento en la universidad para que pudiera dejar su puesto sin los quince días de preaviso establecidos. La entristecía que, después de haber trabajado allí diez años, la hubiesen dejado marchar así, sin más.
Claro que Cambridge era, en muchos sentidos, un lugar de paso; la gente llegaba y se iba constantemente. Después de diez años solo era una más.
Sin embargo, no tenía sentido ponerse melancólica. Estaba a punto de iniciar una aventura única y quería disfrutarla. Miró a Mateo, al que tenía sentado enfrente, en un lujoso asiento de cuero blanco como el suyo. Tenía el ceño fruncido y la mirada fija en la pantalla del portátil que había abierto sobre la mesita entre ambos.
–¿Sabes qué?, lo único que nos falta es una copa de champán –dijo ella en broma.
Mateo levantó la vista.
–¿Champán? Sí, es buena idea –dijo, y al chasquear los dedos apareció una azafata, como si se hubiera materializado allí de repente.
–¿Sí, Alteza?
–Tráiganos una botella de champán, por favor.
Aquello era algo a lo que le iba a costar acostumbrarse, pensó Rachel mientras se alejaba la azafata. No se había acabado de creer que Mateo era el heredero al trono de un país extranjero hasta que habían subido al avión y la tripulación había empezado a hacerle reverencias y a llamarlo «Alteza».
Al poco rato regresó la azafata con una botella y dos copas. Sirvió el champán, dejó la botella en una cubitera de pie junto a la mesa y se retiró.
–Por nosotros –dijo Rachel levantando su copa.
Mateo, que había vuelto a bajar la vista a su portátil mientras la azafata abría la botella y les servía el champán, estaba tan enfrascado que pareció como si ni siquiera la hubiera oído. Rachel se quedó cortada, pero no dijo nada y tomó un sorbo de su copa. Entonces, como si el silencio lo extrañara, Mateo levantó la cabeza y al verla con la copa en la mano se fijó en la suya, que esperaba en la mesita, y luego miró de nuevo a Rachel y pareció comprender.
–Perdona –se disculpó con una mirada cálida–, estaba distraído –tomó su copa y la chocó suavemente contra la de ella–. Como decimos en Kallyria: ¡yamas!
–Ni siquiera sé qué lengua es esa –le confesó Rachel, arrugando la nariz.
–Es griego; es el idioma oficial de Kallyria. Significa «¡salud!».
–Entonces… ¿lo hablas con fluidez?
–Claro, es mi lengua materna. También hablo turco.
–Además de inglés –apuntó Rachel–. Verdaderamente hay muchas cosas que no sé de ti. Debería haber hecho una búsqueda con tu nombre anoche en Google…
Mateo enarcó una ceja, divertido.
–Puedes preguntarme lo que quieras.
–En realidad lo que quería preguntarte es qué pasará cuando aterricemos. ¿Habrá cámaras, o reporteros?
–No, he dado orden de que no se permita la presencia de medios.
–¿Y eso por qué? –inquirió ella, sorprendida.
–Porque quiero ser yo quien controle toda la información –le explicó Mateo–. Por cierto, cuando lleguemos lo primero que haré será presentarte a mi madre.
Rachel tragó saliva.
–¿Le has hablado de mí?
–Sí, y está deseando conocerte.
Rachel sintió que los nervios se apoderaban de ella.
–¿Y luego, qué?
–Luego te pondremos en manos de una estilista y su equipo. Han sido contratadas solo de forma temporal, porque imagino que querrás elegir tú misma a los empleados que vayas a tener a tu disposición.
–Nunca había tenido empleados –dijo Rachel con una risa nerviosa, y tomó otro sorbo de champán para calmarse.
–Pues ahora los tendrás –dijo Mateo–. Todas las personas que trabajan para mí, también trabajan para ti a partir de ahora –añadió, señalando con la cabeza la parte delantera del aparato, donde estaba la tripulación.
–Ya –murmuró ella. Otra cosa a la que le iba a costar acostumbrarse.
–Volviendo a lo que me preguntabas, cuando ya estés debidamente vestida, peinada y maquillada, procederemos a tu presentación oficial.
–¿Y eso en qué consistirá?
Solo de pensarlo se le puso la boca seca y se aceleraron los latidos de su corazón.
–Hay un balcón en palacio desde el que se hacen esa clase de anuncios oficiales. Es la tradición. Yo te presentaré, saludaremos juntos y volveremos dentro. Un par de días después celebraremos nuestro compromiso con un baile, en el que conocerás a todos los dignatarios y estadistas a los que tienes que conocer, y nos casaremos el sábado.
–Espera… ¿qué? ¡Eso es dentro de siete días!
Mateo frunció el ceño y se quedó mirándola con la copa en la mano.
–¿Hay algún problema? Como sabes la situación apremia.
Rachel tragó saliva.
–No es que sea un problema. Aunque creo que necesito un momento para digerirlo.
–Lo comprendo.
Mateo volvió a lo que estaba haciendo en el portátil y Rachel apuró su copa. Estaba algo aturullada, y al cabo de un rato se excusó y fue al fondo del avión, donde había un dormitorio con una cama y un cuarto de baño. Necesitaba estar a solas un rato. Se dejó caer en la cama y miró a su alrededor. Iban a casarse dentro de siete días… ¡Aquello era una locura!
De pie frente al espejo que había en el pasillo, junto a la puerta del dormitorio, Mateo se tiró de los puños de la chaqueta. Estaba esperando a que saliera Rachel, que estaba cambiándose para bajar a tierra cuando aterrizaran.
Se había pasado la mayor parte del vuelo revisando asuntos de Estado en el portátil, y se habría dormido como una hora en su asiento después de que Rachel se hubiera ido al dormitorio. Le había dicho que había decidido echarse un rato y que sin darse cuenta se había quedado dormida.
Se puso derecha la corbata y se miró en el espejo una última vez antes de llamar a la puerta.
–Aterrizaremos dentro de unos veinte minutos, Rachel. Tenemos que volver a nuestros asientos.
–Ya voy –contestó ella desde dentro.
Cuando abrió la puerta, se quedó plantada ante él, echó los hombros hacia atrás y esbozó una sonrisa que casi podría calificarse de «aterrada».
–¿Cómo estoy? –le preguntó.
–Estás bien –le aseguró él.
De todos modos no habría prensa, así que tampoco importaba demasiado qué aspecto tuviera. La verdad era, tuvo que reconocer para sus adentros, que sin duda le iría bien el asesoramiento de un estilista. El modo en que iba vestida –con una blusa y un pantalón que le quedaban algo grandes– y peinada –con su habitual coleta– habían sido adecuados para una investigadora de Cambridge, pero no lo serían tanto para una reina. Además, estaba claro que Rachel era consciente de esas deficiencias, y que la preocupaban, y él quería que se sintiese segura de sí misma.
Cuando volvieron a sus asientos, Rachel le pidió de improviso que le hablara de su madre.
–Se llama Agathe –le dijo Mateo–, y es una mujer muy fuerte y magnánima. La admiro muchísimo.
–Suena de lo más intimidante.
Mateo frunció el ceño.
–¡Qué va! Mi madre no intimidaría a nadie.
–No te creo; tú intimidas a cualquiera –lo picó Rachel con una sonrisa.
–Me conoces desde hace años, Rachel –apuntó–. ¿Cómo iba a intimidarte?
–Ahora estás como distinto –le contestó ella, encogiéndose de hombros–. Nunca te había visto chasquear los dedos para llamar alguien y darle órdenes, como cuando pediste que nos trajeran champán.
Mateo contrajo el rostro.
–Creo que hasta ahora nunca lo había hecho –admitió algo azorado–. Al menos no estando en Cambridge.
–Otra cosa que me sorprende es que pareces tan acostumbrado al lujo… En fin, supongo que si creciste en un palacio es comprensible, claro. Y sé que en Cambridge tenías una casa en una zona residencial muy cara, y que habías ganado mucho dinero con unas inversiones o algo así.
Él enarcó las cejas.
–¿Es eso lo que dicen en los mentideros de la universidad?
Rachel sonrió con descaro.
–Sí.
–Pues no fue por unas inversiones, sino gracias a una compañía que monté: Lyric Tech.
–¿Qué? ¿Montaste una compañía en tu tiempo libre?
Mateo se encogió de hombros.
–Se me ocurrió una idea para una aplicación de música para el móvil, y a partir de ahí surgió todo.
–Claro, lo normal –observó con sorna Rachel, que aún estaba anonadada–. ¿Lo ves?, cuando dices cosas así siento como que no te conozco.
–Sigo siendo el mismo, Rachel.
–Quizá deberíamos hablar del tipo de cosas de las que solíamos hablar antes, como… no sé, la electrocatálisis molecular –sugirió ella en broma.
–Bueno, si eso te ayuda a sentirte mejor…. –dijo él.
Y, para su sorpresa, le siguió la corriente. Al cabo de un rato estaban tan enfrascados en aquella conversación científica, que cuando el piloto comenzó la maniobra de aterrizaje Rachel ni se enteró.
Una vez hubieron aterrizado en una pista privada del aeropuerto de Constanza, sin embargo, palideció al mirar por la ventanilla y ver varios coches con las lunas tintadas y un pequeño ejército de guardaespaldas esperándolos.
–No sé si puedo hacer esto… –le dijo a Mateo.
–Pues claro que puedes –replicó él con calma.
Rachel lanzó otra mirada a los coches de lunas tintadas y a los guardaespaldas de expresión impasible, y Mateo la observó con orgullo cuando se irguió en su asiento, como haciendo acopio de valor.
–Está bien, vamos allá –dijo alzando la barbilla.
Cuando se levantaron, Mateo la tomó de la mano y entrelazó sus dedos con los de ella, que estaban helados. Bajaron juntos del avión y, al llegar al coche oficial que los llevaría, Mateo saludó con un asentimiento de cabeza a los guardaespaldas, que hicieron una breve reverencia antes de subir en los otros dos vehículos, situados delante y detrás del suyo.