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Capítulo 8

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EL COCHE oficial avanzaba por amplios bulevares, con el mar reluciente a un lado y palmeras que se alzaban hacia el cielo al otro. Para Rachel había sido surrealista bajar del avión y ver a los guardias inclinarse ante Mateo. ¿Habrían adivinado que era la prometida de Mateo y su futura reina? ¿O habrían dado por hecho que no era más que un adefesio de secretaria a la que llevaba consigo para que tomara notas? Eso era lo que habría pensado ella en su lugar.

–Si hubiera sabido que iba a convertirme en reina esta semana, al menos me habría cortado el pelo y habría tratado de perder algo de peso –le dijo a Mateo.

Él se volvió hacia ella con una expresión sorprendentemente fiera, y le contestó:

–Te aseguro que ni lo uno ni lo otro es necesario.

Ella lo miró con escepticismo.

–¿No dijiste me van a hacerme una transformación radical?

–Eso no significa que tú tengas que cambiar.

Rachel bajó la vista a su ropa.

–Cuando menos mi atuendo sí – dijo. Y como no quería ahondar en todos los aspectos en los que tendría que cambiar, optó por cambiar de tema–. Bueno, ¿y cómo es el palacio donde vamos a vivir? Aparte de palaciego, naturalmente.

Mateo sonrió divertido.

–Pues… tiene quinientos años, está construido junto al mar, mirando hacia el este, y tiene unos magníficos jardines que se extienden hasta la playa. Tú ocuparás los Aposentos de la Reina cuando nos hayamos casado.

–Y hasta entonces, ¿dónde se supone que me alojaré?

–En uno de los aposentos para invitados.

–Estoy deseando que lleguemos para descansar un rato.

–Me temo que eso tendrá que esperar un poco. Ya te he dicho que mi madre quiere conocerte.

–¿Nada más llegar? –musitó Rachel, antes de tragar saliva.

–Es importante.

Y también aterrador, pensó ella. Para intentar no pensar en ello, se puso a mirar por la ventanilla, observando con curiosidad los edificios encalados con tejados de terracota y balcones con macetas cuajadas de flores.

Unos diez minutos después, el coche cruzó las puertas de una alta verja de hierro forjado. A lo lejos se divisaba el palacio, un edificio impresionante de piedra blanca. Era como una combinación de un palacio de cuento de hadas y una villa griega de lujo, con sus torres y sus terrazas, las buganvillas trepando por la fachada, las contraventanas de celosía…

–Bueno, pues ya estamos en casa –le dijo Mateo, y a Rachel casi se le escapó una risa nerviosa.

Se sintió muy extraña cuando entraron en el inmenso vestíbulo de mármol del palacio, donde aguardaban alineados con su uniforme una docena de sirvientes que recibieron a Mateo con una reverencia.

–Mi madre está esperándonos arriba, en su salón privado –le dijo Mateo a Rachel, conduciéndola hacia una escalera monumental que se bifurcaba en dos.

Minutos después, al llegar a una puerta cerrada en el piso de arriba, Mateo llamó con los nudillos.

–Soy yo, madre –dijo.

Una voz agradable respondió que pasaran. A Rachel le temblaban las rodillas. ¿Y si a la madre de Mateo no le gustaba? ¿Y si con solo verla se preguntaba cómo podía haberla escogido su hijo?

Agathe Karavitis, que estaba sentada en un sofá en un extremo de la espaciosa estancia, se levantó al verlos entrar. Era justo como Rachel había imaginado que sería: regia y elegante. Llevaba el cabello –rubio oscuro y con algunas canas– en un recogido discreto, y vestía una blusa de seda y unos pantalones anchos y sueltos.

Avanzó hacia ella con una sonrisa cálida y los brazos abiertos. Se movía de un modo tan grácil, que Rachel a su lado se sentía como un pato mareado. Agathe la besó en ambas mejillas, le tomó las manos y se las apretó.

–Rachel, no sabes cuánto me alegra conocerte al fin.

–Y… y yo a usted, señora Karavitis –consiguió balbucear Rachel.

–Nada de formalidades; llámame Agathe –le pidió la reina.

–Debo ocuparme de unos asuntos antes de nuestra primera aparición pública –dijo Mateo.

¿Que iba a marcharse? Rachel tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse mirándolo con cara de pánico.

–Está en buenas manos –le aseguró su madre.

–Saldremos al balcón a las dos –le dijo él.

–Estará preparada; vete tranquilo.

Mateo le dirigió a Rachel una sonrisa que no la tranquilizó en absoluto y se marchó.

–He pedido que nos traigan té –dijo Agathe–. Debes estar exhausta del viaje.

–Bueno, un poco cansada sí que estoy –murmuró Rachel vacilante.

–Ven, sentémonos –la invitó Agathe, tomando asiento de nuevo y dando una palmada a su lado en el sofá–. Me temo que hoy no disponemos de mucho tiempo, pero mañana desayunaremos juntas para ir conociéndonos un poco mejor.

Rachel se sentó también, y se sometió incómoda a su escrutinio. No debía estar causándole muy buena impresión con la ropa arrugada y el pelo recogido en una coleta lacia. Esbozó una sonrisa y le dijo:

–Imagino que estará algo sorprendida, que no soy la clase de prometida que imaginaba para su hijo.

–No, no lo eres –contestó Agathe, asistiendo brevemente–, pero quizá precisamente por eso seas la elección adecuada.

Rachel, que no se esperaba esa respuesta, se sintió aliviada.

–¿De veras?

–No debería sorprenderte tanto –le dijo la reina, riéndose suavemente–. ¿Creíste que no te aprobaría?

–Tenía mis dudas.

–Ante todo lo que quiero es que mi hijo sea feliz. Y el hecho de que haya sido él quien te ha escogido, de que te conozca bien y te considere su amiga… Eso es lo importante. Mucho más importante que tener el pedigrí adecuado o algo similar –Agathe encogió sus delgados hombros–. El mundo ha cambiado; los príncipes ya no tienen que casarse por obligación con una joven de su mismo rango aunque no tengan nada que ver, gracias a Dios.

En ese momento llamaron a la puerta y entró una sirvienta con el té, que la propia Agathe se encargó de servir con una elegancia exquisita.

–Nos tomaremos solo una tacita y te dejaré para que puedas ir a prepararte –le dijo.

Rachel tomó un sorbo, con la esperanza de que se le asentara un poco el estómago, que tenía algo revuelto por los nervios.

–Dudo que pueda llegar a sentirme preparada –murmuró.

–Bobadas –replicó Agathe–, solo necesitas las herramientas adecuadas.

Al sentarse tras el escritorio de su padre, Mateo sintió que el peso de la responsabilidad recaía sobre sus hombros. Ahora era su escritorio. Bajó la mirada a los informes que tenía frente a sí sobre el aumento de las tensiones en el norte del país, los problemas económicos… múltiples frentes abiertos. Y en solo tres horas tenía que anunciar a su pueblo que iba a casarse y presentarles oficialmente a su prometida.

Su única preocupación era asegurarse de que su relación con Rachel no se convirtiese en algo demasiado íntimo o emocional. Mientras siguiesen siendo solo amigos, no habría problema. Y se aseguraría de que así fuera.

Se pasó una hora repasando aquellos informes antes de decidir que debería ir a ver cómo le estaba yendo a Rachel con la estilista que había contratado. Se dirigió al ala este, donde se alojaban los huéspedes, y a través de la primera puerta del pasillo pudo oír la voz de Francesca, la estilista, con su marcado acento italiano.

–Y por supuesto habrá que hacer algo con esas cejas… –estaba diciendo.

Mateo frunció el ceño y se detuvo frente a la puerta.

–¡Y esa barbilla…! –exclamó la estilista.

La impaciencia en su voz, que rozaba el desagrado, irritó a Mateo.

–Por suerte, con un poco de… ¿cómo se dice en su idioma? ¡Ah, sí, «contorneado»! Un poco de contorneado ayudará. En cuanto a la ropa… necesitaremos algo vaporoso, para ocultar lo peor.

¿Lo peor? Mateo, que no podía creer lo que estaba oyendo, irrumpió furioso en la habitación. La estilista y otras tres mujeres, flacas como palillos, igual que ella, revoloteaban en torno a Rachel, que estaba sentada en una silla frente a un espejo con expresión resignada. Al oírlo entrar, las mujeres se volvieron, lo miraron boquiabiertas y se apresuraron a hacer una reverencia.

–Alteza… –murmuró la estilista.

–¿Qué está pasando aquí? –exigió saber Mateo, reprimiendo su ira a duras penas.

–Solo estábamos sopesando los pasos que vamos a dar para preparar a su prometida para la presentación… –se defendió la estilista.

–De un modo de lo más desagradable –la cortó Mateo–. Están todas despedidas.

Las cuatro mujeres emitieron un gemido ahogado.

–Mateo, no seas melodramático –le reprochó Rachel suavemente con una sonrisa–, solo están haciendo su trabajo…

–Ella estaba insultándote –objetó él, señalando a la estilista–. No lo voy a consentir.

–Lo que Francesca estaba diciendo no es nada que no haya pensado yo un millón de veces. La verdad es que nunca me ha gustado mi barbilla.

–¿Qué tiene de malo tu barbilla? Además, ni sus comentarios ni su actitud son aceptables –reiteró él.

–Alteza… –intervino Francesca con voz vacilante–. Por favor, acepte mis más sinceras disculpas. Estaba pensando en voz alta, pero Su Alteza tiene razón; mis comentarios han sido del todo inaceptables –murmuró agachando la cabeza–. Si me da la oportunidad de preparar a su prometida, haré todo lo posible para ayudarla a que su presentación en público sea un éxito.

–No está usted aquí para eso; solo para asesorarla con la ropa, el peinado y el maquillaje.

Francesca volvió a agachar la cabeza.

–Sí, Alteza –murmuró.

–Mateo, no pasa nada, en serio –trató de interceder de nuevo Rachel.

¿Que no pasaba nada? Mateo detestaba ver cómo dejaba que la menospreciasen, que pensase que porque tenía curvas era menos atractiva que una mujer más esbelta o con cintura de avispa.

–Muy bien, les daré una oportunidad –les dijo a las cuatro mujeres–. Prepárenla para la presentación, y antes de que acabe el día yo mismo decidiré si rescindir o no su contrato.

Mateo aguardaba hacía ya un rato en la estancia que daba al balcón desde donde iba a hacerse la presentación. Miró su reloj y vio que eran las dos menos cuarto. ¿Estaría lista ya Rachel? Nada más hacerse esa pregunta, se abrió la puerta y entró la estilista con una sonrisa de oreja a oreja antes de hacer pasar a Rachel.

A Mateo le costó no quedarse mirándola boquiabierto. Estaba… preciosa. Le había cortado un poco el pelo, y ahora le caía en suaves y brillantes ondas que le enmarcaban el rostro. El maquillaje que llevaba era mínimo, pero resaltaba sus rasgos más atractivos: sus carnosos labios, sus bonitos ojos castaños, las espesas pestañas, sus pómulos…

Llevaba un sencillo vestido cruzado de seda verde que insinuaba sus curvas –esas curvas que Mateo se moría por explorar– sin resultar atrevido, y unos elegantes zapatos negros de tacón.

–¿Y bien? –le preguntó Rachel, como insegura–. ¿Me das el aprobado?

–Te doy mucho más que un aprobado –respondió él. Miró a Francesca y le dijo–: Debo admitir que ha hecho un buen trabajo.

–Gracias, Alteza –contestó la estilista. Le hizo una pequeña reverencia y se retiró.

Rachel avanzó hacia él con una mueca.

–Parezco un pato mareado, lo sé; es que no estoy acostumbrada a llevar tacones.

–Lo único que tienes que hacer es cruzar esas puertas y quedarte de pie a mi lado –le dijo Mateo, señalando el balcón.

Ella lanzó una mirada preocupada a las puertas cristaleras, que cubrían unas finas cortinas blancas.

–¿Cuánta gente hay ahí fuera? –preguntó.

Mateo sabía que no serviría de nada ocultarle la realidad.

–Bastante.

Rachel echó atrás los hombros y levantó la barbilla, igual que había hecho en el avión, como para armarse de valor.

–No estaré ridícula, ¿no? –le preguntó en voz baja–. Ya sabes lo que dicen: «Aunque la mona se vista de seda…».

–¿Pero qué dices? –la reprendió Mateo con incredulidad–. Estás preciosa, vibrante… sexy.

Cuando Rachel se quedó mirándolo boquiabierta, se dio cuenta de lo apasionada que había sonado su respuesta. Carraspeó y sacó una cajita de terciopelo negro del bolsillo de la chaqueta.

–Te falta una cosa para completar el conjunto –le dijo. Abrió la caja, dejando al descubierto un anillo. Llevaba engarzado un diamante azul, y este estaba rodeado de diamantes blancos más pequeños–. Este anillo ha pasado de generación en generación en mi familia durante los últimos seiscientos años. Y ahora te pertenece; durante siglos ha sido el anillo de compromiso de todas las futuras reinas de Kallyria.

Rachel exhaló un suspiro tembloroso cuando Mateo se lo puso en el dedo.

–Es precioso –murmuró.

–Te queda perfecto –dijo él con una sonrisa.

En ese momento llamaron a la puerta y entró el jefe de prensa.

–Alteza, ¡es la hora! –anunció.

Mateo se giró hacia Rachel, que de repente parecía un animalillo deslumbrado por los faros de un coche.

–No puedo… –musitó aterrada.

–Pues claro que puedes –le dijo él con suavidad, tomándola de la mano–. Lo único que tienes que hacer es sonreír y saludar con la mano.

Dos sirvientes abrieron las puertas del balcón y, aun desde donde estaba, Rachel divisó a la multitud que había arremolinada frente a palacio.

–¡Ay, Dios! –murmuró–. Hay miles de personas ahí abajo…

–Vamos allá –dijo Mateo, como ella había dicho esa mañana, antes de bajar del avión.

Rachel le sonrió agradecida y lo siguió fuera. El aplauso de la multitud cuando hicieron aparición fue ensordecedor. Mateo giró la cabeza hacia Rachel, y lo llenó de orgullo verla dedicar a la gente una sonrisa radiante y un saludo decididamente regio.

Mateo anunció su compromiso y su próxima boda, y la gente enloqueció, aplaudiendo con más fuerza y lanzando vítores. Y entonces empezaron a gritar a coro: «¡Fili! ¡Fili!». Rachel frunció ligeramente el ceño y miró a Mateo. No sabía qué era lo que estaban pidiendo, pero él sí, y de pronto le pareció lo más natural del mundo tomarla entre sus brazos, estrecharla contra sí y besarla en los labios.

Pack Bianca enero 2021

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