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Capítulo 4

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MATEO observó con indiferencia a la señora mayor que tenía sus ojos clavados en él.

–Mamá –le dijo Rachel–, este es… –se quedó vacilante, y lo miró como si no supiera muy bien cómo presentarlo.

–Me llamo Mateo Karavitis –intervino él, dando un paso adelante y tendiéndole la mano–; soy un antiguo compañero de trabajo de su hija.

La madre de Rachel lo miró de arriba abajo. No parecía muy impresionada.

–¿Y por qué ha venido? –quiso saber. Pero sin darle tiempo a responder se volvió hacia Rachel y le dijo–: Tengo hambre.

–Te haré un sándwich a la plancha –le dijo Rachel, intentando calmarla–. Ve a tu habitación, que enseguida te lo llevo.

Le lanzó a Mateo una mirada medio exasperada, medio de disculpa, a la que él respondió con una sonrisa tranquila. No se había esperado que Rachel tuviera una madre dependiente, pero no era algo que fuese a desalentarlo. De hecho, aquello le serviría como un incentivo añadido para convencer a Rachel de que aceptara su proposición: podía ofrecerle a su madre los mejores cuidados en un centro especializado, ya fuera en Inglaterra o en Kallyria.

Claro que tampoco creía que Rachel fuera a necesitar muchos incentivos, se dijo mientras esta entraba en la cocina y su madre se alejaba hacia su habitación. A juzgar por lo que había visto de su vida fuera del trabajo hasta ese momento, no parecía que tuviese muchos motivos para quedarse.

Estaba convencido de que, una vez superado el shock inicial, Rachel aceptaría su proposición. ¿Cómo podría rechazarla? Se acercó a la cocina y se quedó apoyado en el marco de la puerta. Rachel parecía un poco estresada, cortando lonchas de queso a toda prisa.

–¿Cuánto hace que vive contigo tu madre? –le preguntó.

–Algo más de un año –contestó ella, mientras sacaba de la nevera el bote de la mermelada.

–¿Puedo ayudarte? –se ofreció él, entrando en la cocina.

–¿Qué? –balbució Rachel, visiblemente apabullada y cansada, con el pelo cayéndole sobre los ojos–. No, no es…

Mateo le quitó el bote de la mano, el cuchillo de la otra, y se puso a untar la mermelada en las tostadas que había puesto en un plato.

–Vas a hacerle un sándwich a la plancha de queso y mermelada, ¿no? –le dijo.

–¿Qué? –balbució ella de nuevo, mirándolo aturdida. Bajó la vista a las tostadas–. Ah, sí.

Cuando hubo terminado de montar el sándwich, Mateo lo colocó sobre la plancha caliente.

–Estará en un periquete.

–Ten cuidado de que no se te queme –dijo ella–. Voy a ponerle una taza de té también. ¿Tú quieres otra?

–No, a menos que sea con un poco de whisky.

–Me temo que no tengo nada de alcohol. Como no quieras acercarte un momento a la licorería de la esquina…

Mateo dio un paso hacia ella.

–También podría llevarte a cenar a algún sitio, para que podamos hablar con tranquilidad de la proposición que acabo de hacerte.

Rachel frunció el ceño.

–Mateo, no creo que sirva de nada que…

–Venga, Rachel, me parece que no es mucho pedir que vengas a cenar conmigo. Si es que tu madre puede quedarse sola un par de horas.

–Bueno, mientras tenga qué comer y la televisión puesta, estará tranquila –contestó Rachel, con palpable reticencia.

–Estupendo –dijo Mateo sacando su móvil del bolsillo.

Estaba hablando con sus escoltas, que lo esperaban fuera en un vehículo, a unos metros del coche con chófer que había alquilado, cuando empezó a salir humo de la plancha.

–Me parece que se está quemando el sándwich… –murmuró Rachel con sorna, enarcando una ceja, y Mateo se apresuró a rescatarlo.

Media hora después la madre de Rachel estaba acomodada frente al televisor, viendo un reality show, con una bandeja en el regazo sobre la que había un sándwich a la plancha, sin quemar, y una taza de té.

–Estaré de vuelta dentro de un par de horas como mucho, mamá –le dijo Rachel algo angustiada–. Si necesitas cualquier cosa, avisa a Jim.

–¿Jim? –repitió su madre–. ¿Quién es Jim?

–El señor Farley –le recordó Rachel con paciencia–. Vive en el apartamento de enfrente.

Su madre gruñó y Rachel le dirigió una mirada nerviosa a Mateo mientras salía del dormitorio y cerraba tras de sí.

–¿Hace falta que me cambie de ropa? –le preguntó.

Mateo la miró brevemente.

–No, así estás bien.

–Muy bien, pues vámonos y acabemos con esto cuanto antes.

No era un comienzo prometedor, pero Mateo no perdió la esperanza. Fuera el aguacero se había convertido en una fina llovizna y corría una fría brisa otoñal. Rachel se sorprendió cuando Mateo la tomó del codo y la condujo hacia el coche.

–¿No vamos andando?

–He reservado mesa en el Cotto.

–¿Ese restaurante tan elegante en el hotel Gonville? –exclamó ella espantada, apartándose de él–. Pero si es carísimo… Y no voy vestida para ir a un sitio así…

–Vas bien como vas. Además, he reservado un comedor privado, así que estaremos a solas.

Rachel sacudió la cabeza, abrumada.

–Un comedor privado, un coche con chófer… ¿Todo eso es necesario?

–Son precauciones necesarias para garantizar mi seguridad, y para que podamos tener un poco de intimidad –le explicó él–. Cuando se sepa que soy el heredero al trono de Kallyria…

–No puedo evitar pensar que te has vuelto loco cada vez que dices eso –murmuró Rachel.

Mateo esbozó una pequeña sonrisa.

–Te aseguro que no; estoy perfectamente cuerdo.

El chófer se bajó para abrirles la puerta. Subieron al coche y tras un breve trayecto se detuvieron ante la elegante fachada georgiana del Gonville. En cuanto entraron y llegaron al restaurante, Rachel observó aturdida el obsequioso comportamiento del maître con Mateo, que parecía emanar un aura de autoridad con cada gesto y cada mirada.

–Nunca te había visto así –observó mientras se quitaba el abrigo y la bufanda, cuando se quedaron a solas en el comedor privado.

Era una sala pequeña, pero muy elegante, con las paredes revestidas de madera y una mesa para dos dispuesta con cubiertos de plata y la más fina porcelana.

–¿Así cómo? –inquirió él.

Le acercó la silla y Rachel murmuró un «gracias» antes de sentarse.

–Pues… es que nunca te había visto comportarte con tanta autoridad, como si fueras el dueño y señor del lugar –se explicó mientras Mateo se sentaba frente a ella–. En fin, siempre has sido un poco arrogante –lo picó, apoyando la barbilla en la mano–, pero creía que era solo por tu privilegiado cerebro.

Mateo resopló divertido.

–No sé si debería sentirme ofendido.

–Pues claro que no; en el fondo lo que te he dicho es que eres inteligente.

–Entonces no me ofenderé.

–Aunque… me parece que la idea que has tenido no es muy inteligente –añadió Rachel–. Jamás podría ser reina; no tienes más que mirarme.

–No estoy de acuerdo, en absoluto –le dijo Mateo, frunciendo el ceño–. No entiendo por qué te menosprecias de esa manera.

Rachel apretó la mandíbula. Hacía mucho que había aceptado qué era… y qué no era. Sí, lo había aceptado a pesar del daño que Josh le había hecho, a pesar de su falta de confianza en sí misma, a pesar de la decisión que había tomado de no volver a abrigar esperanzas de encontrar un día el amor. Mirándolo por el lado bueno, podía decir que era inteligente, que le encantaba su trabajo y que tenía buenos amigos.

–No me menosprecio –replicó–. Solo estoy siendo realista.

–¿Realista? –Mateo enarcó las cejas–. ¿Cómo puedes saber si serías una buena reina o no?

–Pues lo sé porque… se me da fatal hablar en público –balbució ella. Era lo primero que se le había ocurrido.

Mateo volvió a enarcar las cejas.

–No es verdad. Te he visto hacer presentaciones de tus trabajos de investigación ante un auditorio lleno de gente infinidad de veces.

–Sí, pero eran sobre mi trabajo, sobre química.

–¿Y qué?

Rachel suspiró.

–Pues que es un tema que domino.

–No es solo por eso. Te vuelcas al cien por cien en lo que haces –añadió Mateo–, y estoy seguro de que desempeñarías con la misma pasión y dedicación el papel de reina.

Rachel resopló.

–¿Qué tal si pedimos? –propuso, tomando la carta para dejar el tema.

–No será necesario; lo hice cuando llamé para reservar mesa. Supongo que nos han puesto la carta por si queremos pedir algo más.

–¿Que has pedido por mí? –repitió ella, herida en su pundonor feminista.

Mateo sonrió divertido.

–Lo he hecho por ahorrar tiempo, porque sé que te preocupa que tu madre esté sola, y porque sé lo que te gusta.

–¡Si nunca había venido a este restaurante!

–Está bien, deja que te lo demuestre –dijo Mateo. Se echó hacia atrás, se cruzó de brazos y una sonrisa guasona asomó a sus labios, esos labios que de repente Rachel no podía dejar de mirar–. Échale un vistazo a la carta y dime qué pedirías.

–¿Para qué, si ya lo has hecho tú por mí?

–Venga, mujer, concédeme ese capricho. Y sé sincera. Si me dices que pedirías el suflé de parmesano y trufa negra, sabré que estás mintiendo porque detestas las trufas.

¿Cómo sabía eso?, se preguntó Rachel sorprendida. Bueno, suponía que habría salido en alguna de sus conversaciones en el laboratorio, o en el pub al que iban a veces después del trabajo. Bajó la vista a la carta, sintiéndose repentinamente cohibida y vulnerable aunque solo estaban hablando de comida.

Al levantar la vista un momento, vio que Mateo seguía mirándola con esa sonrisita irritante, como si estuviera muy seguro de haber acertado con lo que había pedido para ella. Bajó la vista de nuevo y hojeó la carta.

–Muy bien –murmuró, dejándola sobre la mesa y lanzándole una mirada altiva–. Para empezar, tomaría la ensalada de remolacha y queso de cabra, y como plato principal pediría el risotto con espárragos.

Al ver a Mateo sonreír de oreja a oreja, Rachel sintió un cosquilleo en el estómago que la alarmó. Creía que tenía más que superada la atracción que había sentido por él años atrás. Se había obligado a ignorar esa atracción porque no podía trabajar un día tras otro con él, encaprichada de él como una adolescente, cuando estaba claro que Mateo no sentía nada por ella.

–¿Qué? ¿Es eso lo que me has pedido? –inquirió con cierta aspereza para ocultar lo incómoda que se sentía.

–No sé, averigüémoslo –dijo él con una nueva sonrisilla.

Y justo en ese momento entró un camarero con dos platos cubiertos con sendas tapas plateadas en forma de cúpula. Los colocó frente a cada uno, y cuando levantó la tapa del suyo, Rachel se sintió absurdamente irritada al ver que era la ensalada de remolacha y queso de cabra.

–Parece que te conozco bien, ¿eh? –la picó Mateo cuando se marchó el camarero.

–Lo que pasa es que estás obsesionado con ganar –replicó ella, tomando el tenedor–. A saber cuántas horas te pasas practicando la tabla periódica solo para ganarme.

Era un juego tonto que se le había ocurrido a ella una vez estando en el pub –ver quién era capaz de recitar más deprisa y los elementos de la tabla periódica– y con el que se picaban el uno al otro.

–¡Ja!, ¡como si me hiciera falta practicar!

Rachel sacudió la cabeza mientras pinchaba una hoja rizada de achicoria.

–Puede que sepas lo que me gusta comer, pero no sabes nada de mí. Nunca hemos hablado de nuestra vida privada.

Mateo se encogió de hombros antes de cortar una fina loncha del carpaccio que había pedido.

–Bueno, pues hablemos. Dime qué necesito saber de ti.

–Si quieres te doy mi currículum y acabamos antes.

–Ya he visto tu currículum.

Rachel sacudió la cabeza de nuevo.

–Diez años trabajando juntos y seguro que no sabes ni… –trató de pensar en algo significativo–… ni mi segundo nombre.

–Anne –contestó Mateo de inmediato. Y al ver la sorpresa de ella, añadió–: Lo pone en tu currículum.

Rachel puso los ojos en blanco.

–Muy bien, pues dime alguna otra cosa que sepas de mí, algo que no aparezca en mi currículum.

Mateo ladeó la cabeza.

–Difícilmente puedo saber algo de ti que tú no me hayas dicho, así que esto no tiene sentido, pero sé mucho más de ti de lo que imaginas.

Rachel se removió incómoda en su asiento, pensando en cuánto podría intuir Mateo sobre ella por haber trabajado juntos durante diez años, por sus manías, sus idiosincrasias, lo que la molestaba…

–Si es que ni siquiera se trata de eso –se apresuró a añadir–. No se trata de que me conozcas bien o no.

–¿Y entonces de qué se trata?

Rachel lo miró con impotencia. No iba a decirlo. No iba a humillarse señalando las más que evidentes diferencias entre ambos.

–De lo que se trata es de que no quiero casarme contigo –le respondió en el tono más cortante que pudo–. Y de que no quiero ser la reina de ningún país.

Una expresión que no supo interpretar cruzó por las apuestas facciones de Mateo, que respondió:

–Aunque naturalmente aceptaré tu decisión si es eso lo que sientes, creo que no lo has considerado lo suficiente.

–No, ni pienso considerarlo, porque es lo más absurdo que me han propuesto nunca.

Mateo se inclinó hacia ella con una sonrisa lobuna.

–Puede, pero me parece que ahora me toca a mí presentar mis argumentos.

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