Читать книгу Pack Bianca enero 2021 - Varias Autoras - Страница 17

Capítulo 12

Оглавление

HABÍA llegado el día de su boda. Rachel se miró en el espejo con su vestido de novia, e intentó alejar el mal presentimiento que se cernía sobre su ánimo como una nube negra. Por mucho que Mateo insistiera en que no, para ella suponía una gran diferencia saber que había amado a una mujer y la había perdido, en vez de creer, como hasta entonces, que nunca había estado interesado en el amor.

Sabía que en aquel matrimonio había mucho, muchísimo más en juego que su propia felicidad, pero le causaba un gran dolor saber que Mateo había amado a otra mujer, y que la había amado tanto y sufrido como para no querer volver a enamorarse nunca más.

Desde su confrontación en las caballerizas, Rachel había notado un distanciamiento entre Mateo y ella, y eso la entristecía. No era un buen comienzo para un matrimonio, para pronunciar sus votos ante Dios, con esa tensión entre ellos. Y, sin embargo, parecía que así era como iba a ser.

Había intentado no pensar en eso mientras Francesca la ayudaba a vestirse, le aplicaba un maquillaje natural y le hacía un elegante recogido, pero le había sido imposible.

–Casi me parece mentira –murmuró aturdida, señalando su reflejo–. Esa no puedo ser yo.

–Pues eres tú –contestó Francesca con una amplia sonrisa–. Estás sencillamente fabulosa.

–Y es gracias a ti y solo a ti.

–No es verdad –replicó la estilista, pero luego añadió con un guiño–: Aunque un poquito sí que te he ayudado.

Rachel fue hasta la ventana, que se asomaba a la fachada de palacio y a la inmensa plaza en cuyo extremo opuesto se alzaba la catedral. Ya había un montón de gente en los alrededores, aunque aún faltaban varias horas para la ceremonia.

Desde su llegada a Kallyria había estado demasiado ocupada y abrumada como para mirar en Internet lo que los medios estaban diciendo de Mateo y de ella, pero en ese momento sintió curiosidad.

–Francesca –dijo vacilante, girándose hacia ella–, ¿qué dicen de Mateo y de mí?

La estilista, que estaba recogiendo sus cosméticos, la miró y enarcó una ceja.

–¿Eh?

–¿Qué se dice de nosotros? ¿Se pregunta la gente por qué vamos a casarnos?

–Bueno… –Francesca se quedó callada un momento–. No he oído a nadie decir nada malo, si es eso lo que te preocupa. A todo el mundo le parece muy romántico que, habiendo trabajado juntos durante tantos años, Mateo te quiera a su lado ahora que va a convertirse en rey. En fin, romántico sí que es, ¿no?

Rachel esbozó una sonrisa forzada.

–Claro.

–Quiero decir que… Mateo podría haber elegido a cualquier otra mujer, pero ha querido que fueses tú. La gente dice que eres la mujer más afortunada del mundo.

Rachel esbozó otra sonrisa forzada y se volvió de nuevo hacia la ventana. La mujer más afortunada del mundo… ¿Por qué no se sentía así? ¿Por qué se sentía como si estuviera viviendo una mentira?

Cuando llegó la hora bajaron al vestíbulo, donde esperaban los fotógrafos. Durante el interminable posado, Rachel se dijo que sí era afortunada, a pesar de las dudas que la asaltaban en ese momento. Mateo era un buen hombre, un hombre con el que se llevaba bien y en el que confiaba aunque el amor nunca fuera a formar parte de la ecuación de aquel matrimonio.

Cuando se preparó para salir del palacio y recorrer sola la plaza abarrotada de gente para llegar a la catedral donde la esperaban el novio y unos mil invitados, los nervios se apoderaron nuevamente de ella. Las puertas se abrieron, y el brillante sol le hizo guiñar los ojos. Francesca le puso una mano en la espalda y le susurró al oído:

–La barbilla alta, la mirada al frente. Saluda con un asentimiento de cabeza, no con la mano, no se te vaya a caer el ramo.

Rachel bajó la vista al magnífico ramo de rosas blancas y lirios en sus manos y tragó saliva.

–De acuerdo.

–Venga –la urgió Francesca, dándole un empujoncito.

Rachel cruzó las puertas de palacio, y el ruido ensordecedor de la multitud la envolvió, como si una ola enorme se le hubiera venido encima. Comenzó a bajar los escalones y se encaminó hacia la plaza. Sabía que debía mantener la vista al frente, fija en el camino que habían despejado para ella, con barreras para contener a la gente a un lado y a otro, pero sabía que algunas de esas personas habían estado esperando horas allí de pie solo para verla. Gritaban su nombre, la vitoreaban.

Paseó la mirada por la multitud, tratando de posar la vista en tantas caras como le fuera posible, y sonriéndoles. El ramo pesaba demasiado como para sujetarlo con una sola mano y saludar, como le había advertido Francesca.

–¡You are beautiful! –exclamó alguien en inglés.

–¡Efharistó! –se lo agradeció en griego Rachel, que había aprendido algunas palabras y expresiones básicas.

Los vítores continuaron, y le pareció que el recorrido a través de la plaza era de al menos tres kilómetros en vez de solo unos cien o doscientos metros. Dejándose llevar por un impulso, al llegar a las puertas de la catedral, le pidió a un miembro del personal del evento que le sostuviera el ramo y saludó a la multitud con la mano, lo que hizo que la vitorearan aún con más fuerza. Luego volvió a tomar el ramo y entró en la enorme catedral.

Se fijó en las filas y filas de bancos llenos de invitados con sus mejores galas. Y allí estaba Mateo, guapísimo con un frac y un montón de insignias reales en el pecho, esperando para llevarla hasta el altar con él. Cuando el órgano empezó a tocar, Mateo le tendió la mano. Ella la tomó, con los ojos fijos en los de él, comenzaron a andar por el pasillo central.

Mateo la miró mientras avanzaban: la barbilla bien alta, los hombros hacia atrás, la vista al frente. Tenía un porte elegante, regio, magnífico. Se le hinchió el corazón de orgullo y de algo más, algo más profundo y peligroso. La tensión y el distanciamiento que había habido entre ellos los últimos dos días se disiparon en ese momento. Avanzaban juntos hacia su futuro, y pronto Rachel sería su esposa.

La ceremonia pasó en un abrir y cerrar de ojos. Como era la tradición, repitieron tres veces los votos matrimoniales. El obispo sostuvo un momento sobre sus cabezas sendas coronas de laurel, se intercambiaron los anillos y Mateo le levantó el velo a Rachel. Ella esbozó una sonrisa trémula. Sus ojos rebosaban amor. La besó suavemente, rozando apenas sus labios, pero se sintió como si estallaran fuegos artificiales en su interior. ¿Cómo iba a mantener las distancias con Rachel si solo con un beso se sentía así?, se preguntó.

Sin embargo, la ceremonia tenía que continuar y no había tiempo para pensar. Ahora que ya eran marido y mujer, subieron los escalones del altar, donde se habían colocados dos tronos, se arrodillaron ante ellos y se tomaron de la mano.

El obispo les colocó las históricas coronas de oro, anunciándolos como rey y reina de Kallyria ante los aplausos de los invitados. Luego retiró de nuevo las coronas y volvió a comenzar la música. Mateo ayudó a Rachel a levantarse y juntos recorrieron de nuevo el pasillo central hacia las puertas del templo.

Cuando llegaron a la escalinata de la catedral, con las campanas repicando, el gentío que aguardaba en la plaza prorrumpió en vítores y aplausos.

–¿Qué te parece si les regalamos un beso? –le propuso Mateo a Rachel.

–Espera… ¿Qué…? –balbució ella, que no se esperaba aquello.

–Un beso –repitió él, y la tomó en sus brazos.

Rachel no mostró oposición alguna, y cuando sus labios descendieron sobre los de ella, una profunda sensación de satisfacción invadió a Mateo, acompañada de una ráfaga de deseo. En ese aspecto de su matrimonio al menos no iban a tener problemas. Los labios de Rachel se abrieron como una flor bajo los suyos y le puso una mano en la mejilla, un gesto tan tierno que lo descolocó. La multitud rugió enardecida, hubo más aplausos y también silbidos, y Mateo puso fin al beso de mala gana. Le faltaba el aliento, igual que a Rachel.

–Eso es solo un anticipo de lo que vendrá después –murmuró.

Rachel se rio nerviosa.

–Bueno es saberlo.

Bajaron la escalinata y empezaron a cruzar la plaza para regresar al palacio, donde se iba a agasajar a los invitados con un desayuno. Luego darían un paseo en una calesa por la ciudad, y el día concluiría con un baile en palacio. Mientras avanzaban, la gente continuaba vitoreándolos, y alargaban las manos hacia ellos por encima de las barreras que se habían colocado a lo largo del recorrido.

El protocolo recomendaba ignorar a la gente, pero Rachel se lo saltó y empezó a estrechar manos y agradecer las felicitaciones con una sonrisa. Mateo iba a decirle que no debía hacerlo, pero cambió de idea al ver la reacción de la gente, la devoción y alegría con que respondían a su naturalidad y cercanía.

Él había pretendido tomar como modelo el reinado de su padre: mostrarse como un rey digno, austero y algo distante, aunque sincero y trabajador. Su padre jamás habría estrechado la mano de uno de sus súbditos, y mucho menos habría posado para un selfi, como estaba haciendo Rachel en ese preciso momento. Pero viendo la reacción de la gente, lo encantados que estaban con su esposa, se dio cuenta de que quizá se estaba equivocando. Quizá las cosas debían empezar a cambiar.

–Te adoran –dijo Mateo cuando hubieron dejado atrás a la multitud y entrado en palacio.

–Se me hace tan raro… –murmuró Rachel sacudiendo la cabeza, como aturdida–. Nunca había… –se quedó callada, pero algo en su tono de voz hizo que Mateo se volviera hacia ella.

–¿Que nunca habías qué?

Rachel lo miró vacilante.

–Hasta ahora nunca había sabido lo que era sentirse querida –le confesó finalmente con una risa temblorosa–. Aunque creo que es algo a lo que podría acostumbrarme.

Había sonado tan dramático que Mateo no pudo sino sacudir la cabeza y replicar:

–¡Venga ya!, alguien tiene que haberte querido. Tu madre… Tus padres…

–No, o al menos no supieron demostrármelo.

Mateo frunció el ceño y escrutó su rostro, preguntándose si estaba autocompadeciéndose, pero en su expresión solo halló el pragmatismo campechano habitual en ella.

–Estoy seguro de que tus padres te querían –insistió.

Aunque él había atravesado una época rebelde en su adolescencia, nunca había dudado del cariño de sus padres. Jamás. Sin embargo, cuando Rachel hablaba de que sus padres no la habían querido, parecía como si solo estuviese mencionando un hecho.

–Supongo que me querían a su manera –dijo al cabo de un rato–. Nunca me faltó de nada, desde luego, pero no se comportaban como si me quisieran, o como si quisieran que fuera parte de sus vidas –se encogió de hombros–. Pero ¿por qué estamos hablando de esto ahora? Los invitados nos esperan para desayunar…

Estaba claro que quería dejar el tema, y tenía razón en que no era ni el momento ni el lugar para tener una conversación de esa clase, pero Mateo estaba empezando a darse cuenta de lo idiota que había sido al pensar que cuando se casaran podría mantener separados su mente y su corazón como si fueran aceite y agua, que no se mezclarían. El matrimonio no era así; era como una reacción química en la que dos elementos separados se combinaban para formar algo nuevo.

No podía compartimentar cosas como el afecto, la confianza y el deseo físico y meterlas en un cajón para que no lo molestasen. Por más que quisiera hacerlo, que lo necesitase, no podía. Y entonces fue cuando supo que se había metido él solo en un buen lío.

Pack Bianca enero 2021

Подняться наверх