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Capítulo 10

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CUANDO se miró en el espejo, Rachel tenía el estómago revuelto por los nervios. Dentro de quince minutos entraría en el salón de baile del brazo de Mateo. Y ya faltaban menos de cuarenta y ocho horas para su boda, algo que todavía no acababa de creerse. Dentro de cuarenta y ocho horas se casarían y a continuación serían coronados rey y reina de Kallyria.

Era un pensamiento que, la noche anterior, cuando Mateo la había besado, la habría llenado de emoción. ¡Cómo la había besado! Nunca la habían besado así, y ansiaba que volviera a hacer eso… y mucho más, muchísimo más. Quería que la tocara, sentir su glorioso cuerpo sobre el de ella…

Sin embargo, Mateo había interrumpido el beso para apartarla de él, y desde la noche anterior tenía la impresión de que estaba evitándola. No tenía ni idea de qué lo había hecho apartarla tan bruscamente, pero se sentía decepcionada y dolida.

Inspiró profundamente y recorrió con las manos los costados del vestido, un vestido que parecía sacado de un cuento de hadas. Era un vestido de seda, en color bronce, con un escote palabra de honor, cintura entallada y una maravillosa falda con vuelo que brillaba cada vez que se movía. Para complementarlo, lucía un conjunto de joyas de topacios y diamantes de la Casa Real: una tiara, un collar, una pulsera y pendientes largos.

Llamaron a la puerta del dormitorio y con el corazón palpitándole por los nervios, respondió:

–Adelante.

Cuando la puerta se abrió se encontró con Mateo ante ella. Estaba guapísimo vestido de frac. La camisa, el chaleco y la pajarita blancos eran el contraste perfecto para su piel aceitunada y su pelo negro.

–Bueno, ¿crees que doy el pego? –le preguntó ella temblorosa, irguiendo los hombros.

–Estás deslumbrante –respondió Mateo.

Aquel cumplido había sonado tan sincero, que a Rachel se le hizo un nudo en la garganta.

–Me siento como si estuviera viviendo un sueño.

–¿Y eso es malo? –inquirió Mateo.

–No, pero lo que pasa con los sueños es que… al final tienes que despertarte.

–Quizá no tengas que despertar de este; quizá dure para siempre.

Ella se rio vacilante.

–Ningún sueño dura eternamente.

Él asintió con la cabeza.

–Es verdad; tienes razón.

Rachel se preguntó de qué estaban hablando en realidad. Tenía la sensación de que se trataba de otra cosa, y cuando Mateo le tendió la mano y la tomó, notó que un cosquilleo le recorría el brazo.

Recorrieron en silencio el trayecto hasta la escalera monumental que se bifurcaba en dos y desembocaba en el vestíbulo. Cuando llegaron a las puertas del salón de baile, donde los esperaban los invitados, Mateo se detuvo y miró un instante a Rachel. Luego, con un asentimiento de cabeza, indicó a los sirvientes que flanqueaban las puertas que estaban listos.

–Allá vamos –murmuró mientras las abrían.

Rachel inspiró profundamente y mantuvo la cabeza alta mientras se adentraba en el salón del brazo de Mateo. La multitud se movió a uno y otro lado, dejando un pasillo en medio, como el episodio bíblico en el que se abrían las aguas del mar Rojo.

Como era tradición, tuvieron que abrir ellos el primer vals, y Rachel agradeció que le hubieran dado esas lecciones de bailes de salón para estar preparada. Los dos minutos que duró la música fueron mágicos; se sintió como si volara entre los brazos de Mateo, y cuando terminó el último compás todo el mundo aplaudió y él la miró y le guiñó un ojo, como orgulloso de ella.

La hora siguiente pasó en un torbellino de presentaciones y conversaciones triviales. Rachel brilló tal y como Mateo había esperado. No se reía de un modo falso ni intentaba agradar; era demasiado auténtica para comportarse así. Hablaba con todo el mundo con humildad y escuchaba con interés a cada persona a la que le presentaban. Mateo se sentía orgulloso de tenerla a su lado y, lo más importante, ella también parecía feliz de estar allí con él. Estaba convencido de que aquella velada podría considerarse un gran éxito.

En un principio no se preocupó cuando Lukas Diakis, un viejo ministro del gabinete de su padre, acompañó a Rachel a su asiento en la cena. Y tampoco cuando la vio escuchando educadamente a su tía Karolina. Sin embargo, se dio cuenta de que mientras hablaba con ambos Rachel le lanzaba miradas de tanto en tanto, y él le sonreía, pero las sonrisas con que ella le respondía se fueron haciendo cada vez más leves, y hasta tensas.

Era absurdo que se preocupase, se dijo, pero no podía dejar de preguntarse qué podrían haberle dicho aquel ministro retirado y su vieja tía solterona para que de pronto Rachel se hubiese puesto pálida y pareciese tan abstraída.

Durante la larga cena –¡se sirvieron seis platos nada menos!–, no pudo acallar ese desasosiego que lo atenazaba. Aunque estaban cada uno en un extremo de la mesa, podía sentir la desazón de Rachel.

Al acabar la cena Diakis volvió a ofrecerle su brazo a Rachel para acompañarla fuera del comedor. Mateo los siguió con la mirada, pero para cuando llegó al salón de baile ella ya se había perdido entre la gente y aquello lo irritó un poco. Era su prometida. Sabía que le había dicho que probablemente estarían separados buena parte de la velada, atendiendo a los invitados y departiendo con ello, pero en ese momento la quería a su lado.

Otra hora interminable pasó, y aunque ocasionalmente divisaba a Rachel a lo lejos, habría sido bastante grosero dejar con la palabra en la boca a las personas con las que estaba conversando para atravesar el salón.

Cuando por fin terminó la velada eran las dos de la madrugada y el cielo estaba cuajado de estrellas. Mateo, Agathe y Rachel, que parecía agotada, se colocaron en la puerta para despedir a los invitados. Poco después por fin se quedaron a solas.

–¡Qué éxito! –exclamó Agathe–. Has estado maravillosa, querida –le dijo a Rachel, y la besó en ambas mejillas. Se volvió hacia su hijo–. ¿Verdad que ha sido todo un éxito, Mateo?

–Sí que lo ha sido –asintió él. Miró a Rachel, pero ella apartó la vista. ¿Qué estaba pasando allí?

–Bueno, yo os voy a dar ya las buenas noches –dijo Agathe con un suspiro–. Estoy exhausta y me imagino que vosotros también –besó a su hijo en la mejilla y le dijo–: Tú también lo has hecho muy bien.

–Gracias, madre.

Agathe subió las escaleras, dejándolos a solas en el vestíbulo mientras la servidumbre empezaba a recogerlo todo.

–Creo que yo también me voy a la cama –murmuró Rachel con una risa nerviosa, dirigiéndose lentamente hacia la escalera–; si no, soy capaz de quedarme dormida aquí mismo.

–Sí, ha sido una larga velada.

–Sí –musitó ella, deteniéndose para girarse y mirarlo. Parecía como si toda ella brillara, con aquel vestido de color bronce y el destello de las joyas que llevaba en el pelo, en el cuello y en la muñeca–. Buenas noches.

Parecía triste, y eso irritó aún más a Mateo. Iban a casarse dentro de dos días y Rachel estaba jugando una especie de juego pasivo-agresivo, haciéndole ver que estaba triste sin decirlo.

–¿Por qué no me dices qué está pasando, Rachel? –le preguntó en un tono brusco.

Nunca le habían gustado esa clase de juegos. Cressida se lo había hecho muchas veces, mostrarse ofendida y no decirle qué le pasaba, para que él se rompiese la cabeza intentando averiguar qué la había molestado.

Rachel se había parado en seco, con una mano en la barandilla y los ojos muy abiertos.

–¿A… a qué te refieres?

–Lo sabes muy bien.

Rachel se tensó y sus ojos relampaguearon.

–Pues no, la verdad es que no.

–¿Estás segura?

Mateo sabía que no estaba manejando bien aquella situación, pero se había pasado toda la velada preocupado y no quería seguir jugando al ratón y al gato.

–Sí, muy segura. Estoy cansada, Mateo; quiero irme a la cama.

Debería dejar que se marchase, lo sabía, pero por alguna razón, sentía que no podía hacerlo.

–¿Por qué te has pasado toda la cena lanzándome miradas?

–¿Miradas?

–Sí, como si… –Mateo intentó encontrar las palabras para definir eso que había visto en sus ojos que tanto lo había inquietado–. Como si te hubiera decepcionado.

Por la expresión de Rachel supo que no se equivocaba, que había algo que la había molestado y no quería decírselo. Quería que lo adivinara, hacerle suplicar. Ya había pasado por eso antes y lo detestaba; no volvería a jugar a ese juego.

–¿Sabes qué? Olvídalo –le dijo sacudiendo la cabeza–. Me da igual. Si tú no quieres decirme qué te pasa, yo tampoco me voy a molestar en averiguarlo.

–¿Por qué estás tan enfadado? –exclamó Rachel.

Parecía perpleja, y con razón. Sabía que estaba reaccionando de un modo desproporcionado, pero no podía evitarlo. El comportamiento de Rachel había despertado en él recuerdos muy dolorosos, recuerdos que había reprimido durante los últimos quince años.

–No estoy enfadado –contestó, en un tono que decía todo lo contrario.

Rachel se encogió de hombros, como pensando: «Lo que tú digas…».

–Muy bien, si es lo que quieres, hablemos –contestó con un suspiro cansado. Lo miró a los ojos con una tristeza infinita y le preguntó–: ¿Quién es Cressida?

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