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Capítulo 9
ОглавлениеHABÍAN pasado ya dieciocho horas, pero Rachel aún sentía un cosquilleo en los labios cada vez que recordaba el beso en el balcón, ante la multitud. Al volver a entrar incluso había notado que le temblaban las piernas.
Esa mañana, mientras desayunaba con Agathe, esta le confió con una sonrisa:
–Ahora tengo aún más claro lo bien que ha escogido mi hijo. La presentación fue un éxito. Y la gente enloqueció con ese beso tan apasionado…
Rachel se puso colorada.
–En realidad solo somos amigos –se sintió obligada a decir.
–La amistad es una buena base para el matrimonio. Mucho mejor que…
Agathe se calló de pronto y Rachel frunció el ceño, confundida.
–¿Mucho mejor que qué? –le preguntó.
–Bueno, ya sabes –contestó Agathe, riéndose, mientras les servía un poco más de café a ambas–, la mera atracción pasajera.
Sin embargo, Rachel tenía la sensación de que Agathe había estado a punto de decir otra cosa y había decidido no hacerlo. A pesar de ese momento incómodo, el resto del tiempo se sintió tan a gusto y la conversación fue tan fluida, que terminó por disiparse su preocupación inicial de que fuera a sentirse intimidada por la madre de Mateo.
Después de ese desayuno le esperaba otro momento irreal cuando Mónica, una eficiente joven de unos veintitantos, se presentó, diciéndole que iba a ser su secretaria y que estaba enteramente a su disposición. Juntas repasaron el programa de los días siguientes.
Más tarde tuvo otra sesión con Francesca para hablar sobre su vestuario –en particular sobre el traje de noche para el baile con el que celebrarían su compromiso– y también sobre la boda, para la que faltaba menos de una semana. Francesca le dijo que tenía una piel perfecta y un pelo precioso y Rachel, que nunca se había visto descrita en esos términos, se sintió tremendamente halagada, igual que cuando Mateo le había dicho que estaba preciosa y muy sexy.
Pero… ¿lo habría dicho de verdad? Prefería no darle demasiadas vueltas a eso. Ya había decidido que podía vivir sin amor, y eso también incluía el deseo. El problema era que ella sí sentía deseo por él. Solo con mirarlo sentía un cosquilleo eléctrico por todo el cuerpo, y a veces le entraban unas ganas casi irresistibles de tocarlo. No llegaba a hacerlo, por supuesto, aunque tampoco era que hubiese tenido oportunidad de hacerlo. En esos tres días, desde su llegada a Kallyria, apenas había visto a Mateo, aunque entendía que estaba ocupado, y la noche anterior se había ido al norte, para intentar solucionar los problemas con el grupo de insurgentes, y no regresaría hasta esa tarde a última hora.
Después de la sesión con Francesca fue a su estudio privado, en la planta baja, una espaciosa y elegante estancia con ventanas que se asomaban a los jardines de palacio. Tenía que escoger de entre una lista de proyectos benéficos que podía apoyar y promover, y mientras la repasaba sintió una punzada de añoranza de lo que había dejado atrás. Seguía teniendo la impresión de estar viviendo la vida de otra persona.
Al menos hablaba con regularidad con la residencia y sabía que su madre se encontraba bien y que se estaba adaptando sin problemas. También había escrito por correo electrónico a sus amigos, y todos se habían sorprendido y alegrado mucho por ella. Había invitado a varios de ellos a la boda, y la idea de volver a verlos la animaba un poco, el saber que no había cortado de raíz con su antigua vida, aunque en algunos momentos esa fuera la sensación que tenía. Claro que suponía que era normal que se sintiese rara y un poco insegura, al menos los primeros días.
Por la tarde, entre las pruebas para el vestido de novia, y las clases de bailes de salón y de etiqueta que Agathe le había recomendado, no tuvo tiempo para pensar.
Cuando regresó por fin a sus aposentos y fuera estaban empezando a salir las estrellas, oyó un ruido que ni siquiera se había dado cuenta de que estuviera esperando: el ruido de las hélices de un helicóptero. Mateo había vuelto, y aunque fuera un poco tarde, tenía ganas de verlo y no quería esperar a la mañana siguiente.
Mateo se frotó los ojos para intentar concentrarse en el informe que estaba leyendo. La noche anterior apenas había dormido y estaba acusando el cansancio. Gracias a Dios su viaje al norte del país no había sido en vano: había logrado concertar un encuentro con el líder de los insurgentes, y gracias al anuncio de su próximo enlace y ascenso al trono, y de la promesa de un cambio en determinadas políticas había conseguido que consideraran un posible acuerdo.
Su compromiso con Rachel ya estaba empezando a reportar beneficios al país. Rachel… No la había visto desde el anuncio en el balcón. Se preguntó cómo estaría llevando los cambios y todo el ajetreo que implicaba la preparación de los distintos eventos de esa semana.
De pronto oyó unos golpes en la puerta del estudio.
–¿Mateo? –lo llamó la suave voz de Rachel desde el pasillo.
–Sí, estoy aquí; pasa –respondió.
La puerta se abrió con un chirrido y Rachel asomó la cabeza. Al verlo, sonrió, como aliviada.
–He estado deambulando por los pasillos en camisón –dijo entrando y cerrando tras de sí–, y probablemente no ha sido muy buena idea. Me temo que es un comportamiento impropio de una reina.
–Bueno, aún no lo eres –respondió Mateo con una sonrisa.
El placer que le producía volver a verla hizo que una sensación cálida lo invadiera, como si en vez de sangre corriera miel por sus venas. No pudo evitar fijarse en el camisón de seda y encaje de color marfil que llevaba, y en cómo abrazaba amorosamente sus dulces curvas.
Rachel, que lo pilló mirándola, contrajo el rostro y, poniendo los brazos en cruz, le dijo:
–¿A que es lo más ridículo que has visto en tu vida? Francesca insiste en que es el atuendo perfecto para una reina, pero yo me siento un poco como… no sé, lady Godiva.
–Según creo recordar, lady Godiva iba desnuda, y a caballo –apuntó él divertido.
–Es verdad –dijo Rachel riéndose suavemente–. Bueno, ya sabes a qué me refiero.
Sí, sí que lo sabía. Igual que sabía que, a pesar de la fina bata de seda que llevaba encima, al trasluz de la lámpara que había en una mesita detrás de ella, y así, con los brazos extendidos, casi parecía como si estuviera desnuda. Debería habérselo dicho, pero no quería que sintiera vergüenza, y además estaba disfrutando de la vista.
–En fin –dijo ella dejando caer los brazos–. ¿Cómo estás? No te he visto desde… bueno, desde… lo del balcón.
Se había sonrojado al decir eso, y Mateo sabía por qué. El recuerdo de aquel beso había quedado grabado a fuego en su mente.
–Lo sé; lo siento. He estado muy ocupado.
–No tienes que disculparte –dijo ella, esbozando una pequeña sonrisa y sentándose en el borde de su mesa–. Has estado en el norte, ¿no?
–Sí, intentando llegar a un entendimiento con los insurgentes.
–¿Y lo has conseguido?
–Creo que sí.
–¿Y en qué estás trabajando ahora? –inquirió ella, señalando con la cabeza el montón de carpetas sobre el escritorio.
–Estoy intentando decidir a quién colocar en mi gabinete de ministros –le explicó Mateo–. Cuando un nuevo rey sube al trono, tiene el privilegio y el derecho de escoger a su propio gabinete, aunque esa elección debe ser ratificada por al menos un sesenta por ciento del parlamento. El problema es que no conozco a ninguna de estas personas –añadió, señalando las carpetillas, que contenían información sobre cada uno de los potenciales ministros–. Llevo demasiado tiempo fuera de Kallyria.
–Bueno, ya irás conociéndolos, ¿no?
Rachel se inclinó para mirar la portada de la carpeta que estaba en lo alto, ofreciéndole, sin darse cuenta, una tentadora vista de su escote.
–La cuestión es que no hay tiempo; necesito hacerlo lo antes posible –dijo apartando la mirada con un esfuerzo hercúleo.
–Pero debes tener a algunos candidatos con más peso que otros, ¿no? –inquirió Rachel, tomando la carpeta para curiosear los papeles que había dentro.
Mateo se echó hacia atrás y la observó, regalándose la vista con el modo en que el cabello se desparramaba sobre sus hombros, y la parte superior de sus senos asomaba por el escote del camisón.
–Ese que estás mirando es uno de los pesos pesados –comentó.
–Umm… –murmuró Rachel, leyendo un poco más. Sin embargo, acabó cerrando la carpetilla y arrojándola al lado–. No, yo no lo escogería.
–¿Por qué no? –inquirió él, sorprendido.
Rachel tomó de nuevo la carpetilla y le mostró la tercera página.
–Mira el patrón que ha tenido en las votaciones de la legislatura: es de lo más inconsistente. No puedes fiarte de él; necesitas a gente con principios. Si no, cualquiera podrá influir en él: habrá veces que esté a tu lado y otras que no.
–Cierto –admitió Mateo. Aparte de lo sexy que estaba con aquel camisón, agradecía poder contar con su opinión–. ¿Y qué me dices del siguiente?
Se pasaron un par de horas repasando juntos cada carpetilla y separándolas en tres montones: «sí», «no» y «quizá», y recuperaron esa camaradería que siempre habían disfrutado cuando contraponían sus ideas en el laboratorio.
–Ese solo te gusta porque fue a Cambridge –lo pinchó Rachel mientras hablaban de otro posible candidato–. Eres un poco tendencioso.
–¿Y tú no?
–Pues claro que no –replicó ella con una sonrisa.
El brillo travieso en sus ojos hizo que a Mateo le entraran unas ganas incontenibles de besarla.
–Ven aquí –le dijo con voz ronca.
Rachel puso unos ojos como platos cuando agarró los extremos que colgaban del cinturón de la bata, y tiró de ellos.
–Me temo que eso no funcionará –le avisó riéndose suavemente–: la seda no es lo bastante fuerte.
–Pero yo sí.
Le plantó las manos en las caderas y la atrajo hacia sí para sentarla en su regazo. Rachel contuvo el aliento, algo nerviosa, y le puso las manos en los hombros.
–Esto se me hace un poco raro –dijo en un susurro.
Mateo se rio con suavidad.
–¿Pero en el buen sentido, o en el mal sentido?
–En el bueno, por supuesto –se apresuró a decir ella. Escrutó su rostro preocupada–. ¿A ti no te lo parece?
–A mí lo que me parece es que deberíamos dejar de hablar –murmuró él, inclinando la cabeza hasta que sus labios estuvieron a escasos milímetros de los de ella–. ¿No crees?
Rachel musitó un «sí», y a Mateo no le hizo falta más para besarla. Los labios de ella se entreabrieron con un suspiro de placer, y Mateo la atrajo más hacia sí para poder sentir la deliciosa presión de sus senos contra su pecho.
Hizo el beso más profundo, explorando con la lengua el aterciopelado interior de la boca de Rachel. Ella emitió un gemido que lo excitó aún más, y la necesidad de besarla se tornó en una necesidad de poseerla.
Deslizó la mano por su sedoso muslo y le abrió las piernas para que quedara a horcajadas sobre él, con la parte más íntima de su cuerpo apretada contra su erección. Arqueó las caderas de un modo automático, y Rachel gimió dentro de su boca.
Se sentía como si fuese a explotar. En el sentido figurado, en el sentido literal, en todos los sentidos. Se arqueó de nuevo y Rachel volvió a gemir. Sus dedos se aferraban como garras a sus hombros. Metió las manos dentro de su bata para cerrarlas sobre sus generosos pechos, y fue como si su cerebro sufriera un cortocircuito.
Si no paraba, iba a perder por completo el control. Su primera vez no podía ser allí, en el estudio, encima de una silla, fruto de un calentón. Jadeante, despegó su boca de la de ella y la levantó de su regazo para sentarla de nuevo sobre el escritorio. Los labios de Rachel estaban hinchados por sus besos, su oscuro cabello alborotado y sus mejillas sonrosadas. Se pasó una mano por el pelo mientras intentaba recobrar el aliento.
–Tenemos que parar.
–¿Parar? –balbució Rachel. Se cerró la bata con dedos temblorosos.
–Sí, esto no es lo que…
Sacudió la cabeza, espantado de lo afectado que estaba. Todavía se sentía como si estuviese ardiendo por dentro. Necesitaba urgentemente una ducha de agua helada. No recordaba cuándo había sido la última vez que se había sentido así. «Sí, sí que lo recuerdas», murmuró una vocecilla en su mente.
Se levantó bruscamente y fue hasta la ventana, donde se colocó de espaldas a Rachel.
–Lo siento –dijo con voz ronca–, no debería haberme aprovechado de ti de esa manera.
–¡Qué bobada! –exclamó Rachel, con una risa nerviosa.
–Aún no estamos casados –le recordó él.
–Mateo, ya soy mayorcita, y nos casamos dentro de tres días; no es como para rasgarse las vestiduras.
Mateo seguía de espaldas a ella; se sentía incapaz de mirarla. Por su voz parecía molesta, pero también confundida. Se suponía que no era así como debía ser su relación. Sí, disfrutaba de la camaradería que había entre ellos, y la atracción física era un bonus añadido que no se había esperado, pero que el deseo que sentía por ella lo consumiese de esa manera…, que llegase a desterrar de su mente cualquier pensamiento racional… No, no quería sentirse así; no podía sacrificar su autocontrol.
–Deberías irte a la cama –dijo con aspereza.
Un largo silencio siguió a sus palabras, pero no se movió de donde estaba, porque seguía sin atreverse a girarse y mirarla a la cara. Al cabo, finalmente oyó el frufrú del camisón de Rachel cuando se bajó de la mesa.
–Buenas noches, Mateo –le dijo en un tono quedo.
Luego oyó sus pasos, y el leve chasquido de la puerta cuando cerró al salir.