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Capítulo 5
ОглавлениеFaye se dio la vuelta y, al verlo, su sonrisa desapareció.
Y, absurdamente, Maceo sintió una punzada de remordimiento.
–Sí, lo he pasado bien. Y antes de que me critiques…
–No necesitas mi permiso para hacer lo que te dé la gana después del trabajo –la interrumpió él.
–Pues, por tu expresión, nadie lo diría.
–Podrías habérmelo dicho.
–¿Para qué?
–Para que cancelase los planes que tenía para la cena de esta noche.
Ella lo miró, perpleja.
–¿Estás diciendo que pensabas invitarme a cenar?
–Pensé que podríamos cenar juntos aquí.
–¿Ah, sí? Me has tratado como a una invitada indeseable durante todo este tiempo, así que cenar contigo era lo último que esperaba.
Maceo frunció el ceño.
–Exageras, yo no te he tratado de ese modo. Y sé muy bien que los empleados se han encargado de atender todos tus deseos.
Porque él les había pedido que lo hiciesen. Quería que estuviese contenta allí y que le vendiese su parte de la acción cuando terminasen los cuatro meses de prueba.
«¿Eso es todo lo que quieres?».
–No pienso discutir contigo, Maceo. Y tampoco voy a darte mi opinión sobre cómo tratas a tus invitados.
Maceo sintió una oleada de calor. No debería gustarle que pronunciase su nombre, pero anhelaba que volviese a hacerlo. Tal vez incluso gimiendo mientras exploraba esos jugosos labios con los dedos, con sus propios labios…
Dio Santo. ¿Qué le pasaba?
Se llevó una mano al pecho, buscando ciegamente la lista. El recordatorio. Pero estaba en el bolsillo de la chaqueta que había descartado en el estudio. Como estaba descartando su promesa…
No, eso nunca.
Cuando Faye subió los escalones de piedra de la entrada, sintió el enloquecedor impulso de admirar esas torneadas piernas, esos tobillos tan delicados…
–¿Había alguna razón en particular para esa cena? –le preguntó ella, mirándolo por encima del hombro.
–Me sentía generoso y decidí responder a algunas de tus preguntas mientras cenábamos.
–¿Ibas a hablarme de Luigi?
Maceo tuvo que tragar saliva. Sentía un extraño calor que parecía envolverlo por entero.
–Tal vez. No lo había decidido.
Ella inclinó a un lado la cabeza.
–¿Lo pasas bien jugando conmigo, Maceo?
La idea de jugar con ella lo excitaba tanto. Dio, iba a tener que encontrar otra forma de entretenimiento o acudir a un psiquiatra para que lo examinase.
–Te has perdido la oportunidad de averiguarlo.
–¿Cómo sé que eso es verdad? Tal vez solo estás intentando que me sienta mal.
–¿Te sientes mal por algo?
–¿Qué quieres decir?
–Tuviste la oportunidad de pedirle respuestas a Carlotta pero no lo hiciste, no querías verla. ¿Por qué?
Faye lo miró en silencio y, por primera vez en su vida, Maceo sintió la extraña inclinación de dar un paso atrás.
–¿Qué te ha pasado, Maceo? –murmuró ella por fin.
–¿Qué?
–Da igual, estoy malgastando saliva –dijo Faye, dando la vuelta para entrar en la casa.
Sin detenerse a pensar si era sensato, Maceo la tomó del brazo.
–Evidentemente, tienes algo en mente. ¿Quieres contármelo mientras tomamos una copa?
–Yo no bebo alcohol, gracias.
–¿Por alguna razón en particular?
–Porque es importante tener la cabeza despejada.
–Qué respuesta tan peculiar.
–Ya sé que te parezco muy peculiar, no hace falta que lo repitas. Y no quiero alcohol, pero no me importaría tomar un refresco.
Maceo fue tras ella y señaló el salón cuando entraron en la villa.
–¿Te gusta ir de discotecas? –preguntó mientras le servía una vaso de agua mineral.
–No, habitualmente no.
–¿Te diviertes más trabajando en el equipo de Investigación y Desarrollo?
–¿Se puede saber qué te pasa, Maceo? ¿Primero me prohíbes casi que respire en tu presencia y ahora quieres ser mi amigo?
Maceo decidió pasar por alto la ironía. Si quería que le vendiese su parte de la acción debía ir con cuidado.
–Pregúntame lo que quieras sobre Luigi –la invitó entonces.
Faye apretó el vaso con fuerza.
–¿Me mencionó alguna vez?
Maceo negó con la cabeza.
–Yo no sabía de tu existencia hasta hace unas semanas.
Y esa revelación aún lo exasperaba. Tantos secretos…
Faye se dejó caer en uno de los sofás, observando su vaso con la mirada perdida.
–Supongo que tampoco mencionó nunca a mi madre, ¿no?
A pesar de sus esfuerzos para disimular, Maceo se dio cuenta de que eso le dolía de verdad.
–No, nunca la mencionó. Y mis padres tampoco.
No le habían contado toda la historia y, ahora que todos habían muerto, tal vez nunca descubriría la verdad.
Maceo hizo un gesto amargo. Había pedido transparencia y solo le habían quedado cenizas y una vida de desolación. Porque ¿cómo iba a atreverse a buscar algo parecido a la felicidad cuando él había privado a sus padres de la suya? ¿Cuando cada vez que se miraba al espejo se sentía culpable por estar vivo?
–Si te sirve de consuelo, tampoco yo sabía nada. Y detesto los secretos.
–Algunos secretos es mejor que sigan ocultos para siempre –murmuró Faye.
–Solo si quieres justificar subterfugios y mentiras.
–No todo es blanco y negro, Maceo. Algunas cosas escapan a nuestro control. Algunos secretos pueden destruir a una familia.
Maceo hizo una mueca. ¡Él lo sabía mejor que nadie!
–Solo si dejas que se pudran. Lo mejor es cortarlos de raíz.
–¿Cuándo se conocieron Carlotta y Luigi? –le preguntó ella, volviendo al tema sobre el que parecía estar obsesionada.
–Se conocieron en la empresa y, al parecer, fue amor a primera vista.
–¿Creerás que soy mala persona si pienso que ojalá no se hubieran conocido? –preguntó Faye en voz baja.
Una que, a regañadientes, lo enterneció.
–No, no pienso eso.
Ella lo miró, sorprendida.
–Luigi fue el único padre que conocí nunca.
–Y te dio la espalda, lo sé. ¿Piensas odiarlo para siempre?
–Tal vez no, pero nos dejó antes de conocer a Carlotta y nunca he sabido por qué.
–A veces hay que vivir con la incertidumbre.
–¿Tú aceptarías eso?
Maceo hizo una mueca. Le pesaba tanto la culpa. Había presionado, había creado discordia, y luego había perdido a todos sus seres queridos antes de poder redimirse.
–No, no lo aceptaría.
Los dos se quedaron en silencio durante unos segundos y no le disgustó esa sensación de camaradería entre los dos.
–¿Cómo murió Luigi? Leí en los periódicos que había sido un accidente de coche.
Maceo asintió con la cabeza.
–Ocurrió en Milán. Acababan de firmar un gran contrato y organizaron una fiesta para celebrarlo.
–¿Organizaron?
Maceo apretó los labios.
–Mis padres iban en el mismo coche, con Luigi y Carlotta. Luigi y mis padres murieron en el acto.
–¿Y Carlotta? ¿Resultó herida?
–Salió despedida del coche y estuvo en el hospital durante un tiempo, pero se recuperó.
–Esta noche, en la cena, alguien mencionó que tú también tuviste un accidente.
Él se puso tenso.
–Puedes imaginar lo que opino de los cotilleos de la oficina.
–No eran cotilleos. Todos pensaban que lo sabía.
–¿Ya sabes todo lo que querías saber sobre Luigi? Debe ser así si tienes tiempo para preguntar por mí.
Había usado el tono suave al que Carlotta se refería siempre como «el tono infernal» mientras se acercaba a Faye sin molestar en esconder su irritación.
Pero la irritación se convirtió en deseo cuando ella se pasó la lengua por el labio inferior, dejando un húmedo rastro que aceleró su pulso y provocó el crudo deseo de ser él quien la lamiese, él quien la chupase.…
–Pensé que solo estábamos charlando –dijo ella.
–Sí, pero se me ocurren cosas mejores que hablar de mí.
Faye se levantó abruptamente del sofá, derramando unas gotas de agua mineral sobre la alfombra, y Maceo le quitó el vaso de la mano para dejarlo en el bar. Luego se volvió y dio un paso hacia ella. Estaban tan cerca que podían tocarse.
–¿Qué estás haciendo?
«Sí, Maceo. ¿Qué estás haciendo?».
No estaba olvidando su promesa. Solo estaba…
–Satisfacer mi curiosidad –respondió él.
–No, no es verdad. Estás enfadado y usas esto… lo que sea para esconderlo. ¿Por qué?
–Tienes una imaginación hiperactiva, Faye. No estoy haciendo nada salvo devolverte lo que tú has hecho conmigo esta mañana.
–¿No habías dicho que no debería volver a pasar?
–No te asustes, cara. Aún no ha pasado nada.
–Y no va a pasar nada –replicó ella.
No, no iba a pasar nada porque su destino estaba escrito. Nada de placer, nada de relaciones. Nada de familia.
Pero nada decía que no pudiese darle una lección a aquella criaturita por jugar con él. Por hacer que la desease.
Suspiró, satisfecho, cuando la inmovilidad de Faye le permitió acariciar su sedosa piel y sentir el latido de su pulso en la garganta.
El ansia que se había apoderado de él desde esa mañana se intensificó, arrasándolo todo como un tornado. Lentamente, Maceo levantó su barbilla con un dedo para mirarla a los ojos.
–¿Por qué ese color de pelo? –le preguntó por fin, dejándose llevar por la curiosidad.
–Porque me hace feliz.
Una respuesta tan sencilla y, sin embargo, tan extraña para Maceo. ¿Cuándo había hecho él algo solo para sentirse bien? Nunca desde que despertó del infierno y se encontró viviendo una pesadilla.
–¿Y los tatuajes de henna, y la ropa poco convencional? ¿También eso te hace feliz?
–Sí –respondió ella, inclinándose instintivamente hacia su mano–. La vida es demasiado deprimente como para llevar ropa aburrida.
Maceo debía reconocer que estaba ganándose su simpatía.
Temporalmente.
No podía dejarse engañar por la supuesta franqueza de Faye Bishop porque intuía que ocultaba muchos secretos.
Ella se encogió de hombros.
–Soy como soy.
Maceo acarició su barbilla de nuevo. La sintió temblar y su entrepierna latió como respuesta.
–Pero no es así, ¿verdad, cara? Hay muchas cosas escondidas.
–No sé qué está pasando aquí, Maceo…
Él dio un paso adelante.
–Di mi nombre otra vez.
–¿Por qué?
–Porque me gusta.
Se avergonzaba de tal admisión, pero no podía retirarla.
–¿Siempre consigues lo que quieres? –le preguntó ella.
–No, qué va. Si fuera así, mi familia estaría viva.
Quería besarla y, al mismo tiempo, rechazarla. Pero no hizo ninguna de esas cosas. Sencillamente, siguió acariciándola mientras experimentaba una emoción prohibida.
–Lamento que tus padres muriesen –murmuró ella, con un brillo de genuina compasión en los ojos.
Pero Maceo no quería compasión. No quería que tocase sitios que habría podido jurar eran invulnerables… hasta ese momento.
Ella abrió la boca para decir algo más y, sin pensar en su promesa, o tal vez porque estaba harto de sentirse tan trastornado, Maceo se lo impidió por el medio más directo: inclinando la cabeza para besarla.
Aquel no era su primer beso, pero sí el primero desde que abrió los ojos a un nuevo mundo. Un mundo donde sus padres ya no estaban, un mundo donde solo residían la culpa y el remordimiento.
Un simple roce de sus labios y los sentidos de Maceo detonaron de una forma tan potente y tan pura que lo dejó tambaleante. El gemido de Faye intensificaba su ansia y le pasó un brazo por la cintura mientras dejaba escapar un gruñido sordo.
Era como si lo hubiesen dejado escapar de una jaula.
Sin poder contenerse, enterró la lengua en su boca para saborear cada centímetro. Y qué dulce sabía. Las experiencias adolescentes que apenas recordaba se evaporaron de su mente para siempre, remplazadas por aquella sensación nueva y embriagadora.
El aroma de Faye, su sabor, la suave firmeza de su cuerpo. Todo en ella erosionaba su mayor ventaja: el autocontrol. Pero, aunque se aseguraba a sí mismo que podría recuperarlo, debía admitir que nunca había sentido nada así.
Estaba desenfrenado mientras tiraba del pelo de colores para echar su cabeza hacia atrás y seguir devorándola.
Y habría seguido besándola si la realidad no hubiese interferido como una tormenta de hielo.
¿De verdad estaba besando a Faye Bishop? ¿Olvidando su promesa por aquella tentación absurda cuando lo último que merecía era cualquier forma de felicidad o placer?
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Maceo se apartó y Faye lo miró con gesto horrorizado.
–No sé qué ha sido eso, pero…
–Puedo explicártelo o hacerte otra demostración, tú decides –sugirió él, fingiendo una despreocupación que no sentía.
No tenía la menor intención de repetir la experiencia, pero Faye no debía saberlo.
–No necesito ninguna demostración, muchas gracias. Lo que quiero es irme a la cama… si este jueguecito tuyo ha terminado.
Sin esperar respuesta, Faye se dirigió hacia la puerta y Maceo la siguió, recordando la decisión que había tomado en la cripta familiar.
«Mantenla cerca de ti para salvaguardar el legado de tus padres».
Mientras subía por la escalera, sus pies descalzos y sus bien torneadas piernas despertaron otra punzada de deseo. Cuando llegó arriba, Faye se detuvo un momento, con una mano en la balaustrada, la otra sujetando los zapatos.
Maceo la miró en silencio durante unos segundos y luego le habló de su plan. El plan que había saboreado con demasiada anticipación mientras esperaba que volviese de la discoteca.
–A partir del lunes trabajarás en otro departamento.
–¿Perdona?
–Puedes seguir con ese encargo para Investigación y Desarrollo, pero a partir de ahora trabajarás directamente conmigo. ¿Y quién sabe? Puede que algún día me pilles de buen humor y responda a más preguntas sobre Luigi.
Ella lo miró sin decir nada. Maceo quería que protestase por el cambio, que lo acusase de ponerle el caramelo en la boca para conseguir su objetivo.
Quería muchas cosas que deberían hacerlo sentir avergonzado. Por ejemplo, subir de dos en dos los escalones que lo separaban de ella y tomarla entre sus brazos.
Por suerte, tal vez ella intuía su batalla interna y, sensatamente, mantenía las distancias.
Maceo no sabía cuánto tiempo estuvieron así, inmovilizados en aquella guerra silenciosa. Faye con los zapatos colgando de un dedo, sin dejar de mirarlo. Él, abrumado por un deseo que amenazaba con hacerlo perder el control. Solo su promesa lo mantenía inmóvil.
Por fin, ella se pasó la lengua por los labios.
–Pelearme contigo no merece la pena, así que me limitaré a contar los días hasta que esto termine. Buenas noches, Maceo.
Él no respondió porque necesitaba todas sus fuerzas para quedarse donde estaba y no correr tras ella.
Ni siquiera descubrir media hora después que Pico había desaparecido, y que seguramente estaría en la habitación de Faye, fue suficiente para hacerle salir del estudio.
Ganar esa batalla era lo único que importaba.
Solo había sido un beso.
Pero, curiosamente, no era capaz de convencerse a sí mismo por mucho que se repitiera esa frase.
Cinco días después, Faye debería estar inmersa en los informes sobre producción de cacao y azúcar que Maceo le había pedido que leyese, pero el efecto de aquel beso hacía que no pudiese concentrarse.
Dejando escapar un gemido, se levantó de la silla, se quitó los zapatos y se estiró. Pero mientras se acercaba a la ventana de su nuevo despacho, al lado del de Maceo, tuvo que reconocer que sus doloridos músculos no eran el problema.
El problema era ese beso.
El problema era la feroz pasión de Maceo… y lo fácil que había sido para él hacer que se doblegase.
Porque nunca había experimentado nada parecido.
La había besado como si la desease, como si le importase. Como si temiese morir si no la besaba.
«Porque él no lo sabe».
Y ella, olvidando momentáneamente todas las razones por las que no debía dejarse llevar, había anhelado ese beso con cada célula de su cuerpo.
Pero cuando por fin los dos recuperaron el sentido común, Maceo había parecido tan sorprendido y afectado como ella.
Porque había enterrado a su mujer recientemente, pensó.
Ahí estaba de nuevo, esa punzada. Era casi como si estuviera celosa. Era irracional, absurdo.
Según todos los que la habían conocido, Carlotta Caprio Fiorenti había sido prácticamente una santa. Una buena y leal esposa para Luigi y Maceo, y una mujer muy apegada a la familia, como demostraba el prominente puesto de sus hermanos en el consejo de administración.
¿Era eso lo que empujaba a Carlotta cuando insistió en ponerse en contacto con ella? Aunque no se lo había puesto nada fácil, tuvo que reconocer Faye.
Se sentía culpable y tal vez por eso seguía sin preguntarle a Maceo por la fotografía que había encontrado en la biblioteca. La fotografía de Pietro.
Aunque lo había buscado entre las innumerables fotografías de los Caprio y los Fiorenti que había por toda la villa, no había descubierto nada más sobre él.
Faye dejó escapar un suspiro.
–¿Los informes son aburridos?
Faye se dio la vuelta. Maceo estaba en medio del despacho, su sólida figura tan fascinante que no podía pensar en nada más. El sol se había puesto y el juego de luces y sombras le daba un aire aún más enigmático. Su presencia saturaba el espacio, como si se hubiera llevado todo el oxígeno.
–No, en absoluto –respondió, intentando mostrar una tranquilidad que no sentía.
Él inclino a un lado la cabeza, mirándola fijamente.
–¿Entonces cuál es el problema?
–No es nada que no pueda solucionar –dijo Faye, con falsa despreocupación.
Falsa porque Maceo estaba acercándose y no podía dejar de mirarlo.
Él no tenía el mismo problema, evidentemente, porque se dedicó a observar los papeles que había sobre la mesa y sus zapatos en el suelo.
–Escoge dos –le dijo con voz profunda.
–¿Dos qué?
–¿Estás al día sobre los proyectos de sostenibilidad de la empresa?
–Sí, claro.
De hecho, se había quedado sorprendida. Mientras buscaba patrocinio para Nuevos Caminos había lidiado con suficientes empresas que, supuestamente, dedicaban fondos para la comunidad y sabía que, en realidad, no todas estaban dispuestas a compartir su dinero. Pero Casa di Fiorenti apoyaba a sus productores con subvenciones y ayudas. Hacer eso había aumentado los beneficios, algo sin precedentes que sus competidores habían intentado emular.
–¿Y bien? –la urgió Maceo.
–Y quien tuviese la idea de dar a los productores las herramientas que necesitan para aumentar la producción merece una medalla.
Maceo esbozó una sonrisa.
–Sería para Luigi.
–¿Fue idea de Luigi? –exclamó Faye.
–Él puso en marcha la idea antes de que se pusiera de moda aportar algo a la comunidad sin esperar algo a cambio.
«¿Entonces por qué?», gritaba su corazón.
¿Por qué había mostrado tal consideración hacia otros mientras la abandonaba a su suerte de un modo tan cruel? ¿El estigma de su nacimiento habría sido demasiado para él?
–Pero tú has seguido haciéndolo. Las instalaciones que proveen de vital tecnología a los productores se construyeron solo hace un par de años.
–Porque es bueno para Casa di Fiorenti, pero es el legado de Luigi.
Faye se preguntó si habría ido a su despacho para contarle eso. Desde el viernes por la noche, Maceo había ido dejando caer detalles sobre Luigi en sus conversaciones. El lunes le contó que había apoyado a su padre contra la resistencia del consejo de administración para contratar a la primera directora financiera. El martes había revelado que Luigi y Rafael habían sido amigos desde la infancia y que Luigi le había enseñado a lanzarse en paracaídas cuando cumplió dieciséis años.
Cada una de esas revelaciones era una daga en su corazón, pero Faye se alegraba de que fuese más abierto.
¿Era porque, en el fondo, esperaba una repetición de lo que pasó el viernes por la noche, aunque sabía que era peligroso?
–Gracias por contármelo. Aunque no sé si me ayuda o no.
–Solo te doy información. Lo que hagas con ella es cosa tuya.
–Pero solo me cuentas las cosas buenas. ¿No te decepcionó nunca, nunca tomó una mala decisión, nunca perdió los nervios?
Le pareció ver un brillo de dolor en los ojos de color ámbar, pero desapareció enseguida.
–Luigi tenía defectos, como todo el mundo. ¿Que te hablase de sus faltas te haría sentir mejor?
«Sí».
Faye no lo dijo en voz alta, pero lo pensó mientras observaba a Maceo a la luz de la lámpara. La corbata recta, los zapatos brillantes, ni un pelo fuera de su sitio. Siempre iba perfecto.
Para ocuparse en algo y no seguir mirándolo como una tonta, tomó uno de los documentos.
–Has dicho que eligiese dos, pero no sé a qué te referías.
–Dos centros de producción que te gustaría visitar para ver por ti misma el trabajo de Luigi… Cos’è questo?
Atónita, Faye siguió la dirección de su mirada y se puso colorada al ver lo que había llamado su atención: el sujetador que había descartado una hora antes. Creía haberlo tirado en el bolso, pero había caído al suelo.
Y Maceo estaba mirando la prenda de encaje rojo como si hiriese su sensibilidad.
–¿Sueles desnudarte en la oficina? –le preguntó con voz ronca.
Faye empujó el bolso con el pie, pero lo único que consiguió fue que el sujetador quedase aún más a la vista.
–No, claro que no. Es que es muy tarde y pensé que te habías ido.
Se arriesgó a mirarlo y descubrió que, por alguna razón, su respuesta parecía haberlo afectado.
–¿Y mi presencia es la única razón por la que no te quitas la ropa interior?
A pesar de que le ardía la cara, Faye lo fulminó con la mirada.
–No quería decir eso y tú lo sabes. No retuerzas mis palabras –le espetó, inclinándose para tomar la prenda del suelo.
–¿Has terminado? –le preguntó él.
–Casi –respondió Faye.
–Bene. Entonces, saldremos juntos.
–Por favor, que esto no es un drama de época. No tienes que proteger mi honor.
Especialmente cuando sus orígenes parecían ser tan cuestionables.
–Tal vez no, pero prefiero que ningún otro hombre te vea así.
El fiero tono posesivo los dejó inmóviles, incapaces de hacer nada más que mirarse el uno al otro.
–Un poco machista, ¿no te parece?
Maceo se encogió de hombros.
–Me da igual lo que parezca, cara. Lo que me importa es que volvamos a la villa antes de que te quites otra prenda de ropa.
Consternada, Faye tuvo que reconocer que quería ir con él. Quería estar en su compañía a pesar de las chispas que saltaban entre ellos. A pesar de que su cuerpo seguía atrapado en una tormenta de sensaciones y deseos hasta ahora desconocidos para ella.
Aunque sabía que seguir a su lado un segundo más era peligroso, se puso los zapatos y tomó el bolso del suelo.
–Muy bien, vámonos.
Él tomó su mano para llevarla al ascensor privado y, como si lo hubiera ordenado por telepatía, los pocos empleados que se habían quedado a trabajar hasta tan tarde se apartaron a su paso. Cuando llegaron a la lancha, Maceo se colocó frente a ella, escudándola de la mirada del conductor y bloqueando la brisa con su cuerpo.
–¿Entonces cuáles te interesan más? –le preguntó después de unos minutos.
Maceo deslizó la mirada por sus labios, su cuello, sus pechos…
Un sorprendente fenómeno ocurrió entonces.
En lugar de cruzarse de brazos para ocultar el efecto que ejercía en ella, Faye se quedó inmóvil, cautiva de su mirada mientras intentaba entender la pregunta.
Ah, los centros de producción.
–Pues… Santa Lucía y Ghana.
–Muy bien. Nos iremos este fin de semana, después de la fiesta.
En otras circunstancias, estaría deslumbrada por todo lo que había pasado en las últimas semanas: su herencia, el esplendor de la villa, el trabajo del que disfrutaba más de lo que hubiera pensado. Incluso de su nuevo vestuario. El único problema era él.
–¿Cuánto tiempo estaremos allí? –le preguntó.
–Diez días, tal vez más. ¿Ya echas de menos a tus amigos de la discoteca?
Faye hizo una mueca.
–Lo creas o no, hay gente que está interesada en mis planes de viaje.
–¿Tus padres?
–Mi madre.
Por supuesto, Maceo no sabía su historia.
–¿Y tu padre…?
–Mi padre nunca ha formado parte de la familia –lo interrumpió Faye bruscamente.
No se dio cuenta de que se le había puesto la piel de gallina hasta que él deslizó las manos por sus brazos en una caricia contemplativa.
–Qué reacción tan visceral.
–No es asunto tuyo.
Él levantó una mano para colocar un mechón de pelo detrás de su oreja y tal vez fue alivio o gratitud lo que hizo que Faye inclinase la cabeza hacia su mano. O tal vez se había vuelto completamente loca.
Fuera lo que fuera, dejó escapar un gemido cuando él acarició su mejilla en un gesto carnal y posesivo que aceleró su pulso.
–¿Faye?
–¿Sí?
–Un cuerpo tan sensible como el tuyo no debería ir sin armadura –dijo Maceo, con un tono demasiado íntimo.
–¿Porque la atención que reciba del sexo opuesto será culpa mía? –replico Faye, airada.
Él esbozó una sonrisa.
–Porque el hombre al que pertenezcas se volverá loco al verte en ese estado.
«El hombre al que pertenezcas».
Faye torció el gesto. Aparte de ser un comentario ridículamente machista, ella nunca «pertenecería» a nadie porque nadie vería más allá de la mancha que la había marcado desde su nacimiento.
–No creo que tú debas preocuparte por eso.
Maceo hizo una mueca mientras se llevaba una mano al bolsillo de la chaqueta, un gesto que ya le había visto hacer alguna vez.
La ayudó a bajar de la lancha cuando llegaron a Villa Serenita y la acompañó a la puerta de su dormitorio. Pero después de darle las buenas noches, clavó en ella la mirada durante unos segundos… antes de darse la vuelta abruptamente.
Dejándola con la sensación de haber escapado de un terremoto.