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Capítulo 1
ОглавлениеVuela con los ángeles, cara mia.
Maceo Fiorenti depositó un beso sobre la rosa blanca de tallo largo, la favorita de su difunta esposa, especialmente importada de Holanda. Carlotta había insistido en esa extravagancia, a pesar de que el jardinero juraba ser capaz de recrear esa flor allí, en su casa de Nápoles.
Carlotta rechazaba la sugerencia con una sonrisa en los labios porque, según ella, había algo especial en recibir las flores por avión dos veces por semana.
Por supuesto, Maceo consentía todos sus caprichos. Podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que había dicho que no a Carlotta Caprio Fiorenti en sus nueve años de matrimonio y solo cuando ella intentaba convencerlo de que olvidase el pasado y buscase la felicidad.
¿Cómo iba a hacerlo cuando no merecía ni respirar y mucho menos ser feliz?
Maceo torció el gesto.
En esos momentos, Carlotta parecía olvidar todo lo que había pasado.
Parecía olvidar quién era él y lo que había hecho.
Maceo Fiorenti, heredero de un legado que no tenía más remedio que salvaguardar. Maldito por un destino del que no podía escapar porque hacerlo sería una traición imperdonable.
No le gustaba mostrarle a Carlotta los demonios que lo empujaban, pero debía recordarle que él era la causa de su pena, que él le había robado la familia que era tan importante para ella.
Pero habría tiempo para llorar su muerte. Habría tiempo para soportar la amargura, la vergüenza y el sentimiento de culpa.
Por el momento, tenía un legado que proteger y lo protegería hasta su último aliento.
¿Qué más daba que en los momentos más oscuros se cuestionase por qué seguía haciéndolo?
«Porque te lo pide tu conciencia».
Casa di Fiorenti no era solo un legado. Era por lo que sus padres, sus abuelos y su padrino, Luigi, habían vivido. Y por lo que habían muerto. Él debía mantener vivo ese legado, aunque estuviese muerto por dentro. Aunque se viera perseguido por la certeza de que jamás tendría un momento de felicidad.
Maceo rozó con la punta de los dedos el ataúd blanco en una última caricia.
«Déjala ir».
Con el corazón encogido, dejó la rosa sobre el ataúd. Se había negado a reconocer que aquel día se acercaba, que unos meses después del diagnóstico de cáncer tendría que enfrentarse a un futuro en total soledad. Ahora no tenía más remedio que hacerlo.
«No muestres debilidad».
Eran las palabras que Carlotta había pronunciado una década antes, cuando el sentimiento de culpa amenazaba con devorarlo. Unas palabras que él había absorbido y grabado en su mente hasta que se fusionaron con su alma.
Maceo tomó aire y el momento de debilidad se esfumó.
Él era Maceo Fiorenti y, aunque había sido casi divertido darle carnaza a los paparazis mientras estaban casados, aquel no era día para buscar notoriedad.
Carlotta había sido enterrada, como era su deseo, con Luigi, su primer marido, y con los padres de Maceo. También él sería algún día enterrado en la cripta familiar.
Pero él estaba vivo. A pesar de todo.
Un milagro, habían dicho los periódicos cuando regresó al mundo de los vivos doce años antes.
Si ellos supieran de los demonios que lo asaltaban. Si supieran del amargo sabor de la culpa y el remordimiento que le pesaban en el corazón a todas horas.
Los miembros del consejo de administración de Casa di Fiorenti lo observaban, intentando ver un gesto de debilidad.
No lo verían.
Media hora después, cuando por fin el obispo dio la última bendición, Maceo le dio la espalda a la cripta y se dirigió hacia su coche, ignorando a los congregados en la iglesia.
El conductor se irguió de inmediato, murmurando unas palabras de condolencia, pero él no se molestó en responder. Tal vez porque hacerlo significaría aceptar que estaba solo en el mundo.
Sí, como viudo de Carlotta tendría que soportar a varios miembros de la familia Caprio, pero sin parientes de sangre, sin hermanos o primos, él era el único Fiorenti que quedaba.
Estaba solo.
Maceo se quitó las gafas de sol y las tiró sobre el asiento. Exhalando un suspiro, se apretó el puente de la nariz con los dedos y cerró los ojos un momento.
–¿Quiere volver a la villa, signor? –le preguntó el conductor.
Maceo negó con la cabeza. ¿Para qué prolongar lo inevitable? Era viernes por la tarde y los empleados tenían el día libre para presentar sus respetos a Carlotta, pero había trabajo que hacer.
Y, no, su desgana de volver a la villa en Capri no tenía nada que ver con los salones y los pasillos vacíos sin la presencia de Carlotta.
–Llévame al helipuerto. Voy a la oficina.
Apenas recordaba el viaje en helicóptero que lo dejó a dos calles del cuartel general de Casa di Fiorenti en Nápoles.
Carlotta había querido estar más cerca de la villa de Capri que había compartido con Luigi cuando supo que el final estaba cerca y Maceo trasladó la empresa desde Roma hasta el enorme edificio del siglo XVIII sobre la bahía de Nápoles.
El edificio donde, como era de esperar, dos docenas de paparazis esperaban para hacer preguntas.
Maceo volvió a ponerse las gafas de sol y dejó escapar un suspiro mientras salía del coche.
–¿Qué pensaría Carlotta de que volviese al trabajo el día de su entierro? –le gritó uno de los reporteros.
–¿Piensa hacer directores de la empresa a sus cuñados ahora que Carlotta no está?
–¿Cuándo anunciará quién va a ocupar el sitio de su esposa?
Maceo siguió adelante, sin hacer caso. Le divertía que siguieran haciendo preguntas cuando él nunca respondía. ¿De verdad esperaban que divulgase públicamente sus secretos?
Especialmente cuando Carlotta y él habían jugado con ellos durante años para esconder el mayor y más terrible de los secretos.
Mientras empujaba la pesada puerta de hierro, recordó la bomba que Carlotta había dejado caer antes de morir.
Ella sabía que sería incapaz de negarse, por supuesto. Haría todo lo que le pidiese, a pesar de la furia y la sorpresa que sintió al conocer la noticia.
Pero, aunque pensaba honrar el último deseo de Carlotta, no le había dicho cómo iba a hacerlo. Eso quedaría entre él y la mujer de cuya existencia no sabía nada hasta una semana antes.
Luigi, su padrino, había estado casado antes, aunque brevemente, con una mujer inglesa. Una mujer que tenía una hija. Otro secreto que sus padres y su abuelo le habían ocultado. Y, además, acababa de descubrir que Casa di Fiorenti, la empresa de confitería que sus abuelos y sus padres habían levantado treinta años antes, y que él había convertido en un imperio multimillonario, no era exclusivamente suya. Que una parte, muy pequeña y que no echaría de menos, pero que era suya por derecho, pertenecía a esa mujer sin cara, una buscavidas que ya estaría afilando sus garras.
Faye Bishop.
Y ahora él debía tolerar a esa mujer para cumplir el último deseo de su difunta esposa.
Su ira se intensificó mientras subía al ascensor.
Faye Bishop había evitado a Carlotta durante meses. Sin embargo, sí había encontrado tiempo para aceptar la invitación de acudir a la lectura del testamento.
Maceo esbozó una sonrisa carente de humor.
La señorita Bishop había logrado engañar a Carlotta, pero él le daría una lección que no olvidaría nunca.
Faye contuvo el deseo de volver a mirar el reloj porque eso confirmaría que solo habían pasado veinte segundos desde la última vez que lo miró. Además, eso no disiparía la extraña sensación de estar siendo observada.
Aunque no era tan extraño porque las paredes de la sala de juntas de Casa di Fiorenti eran de cristal.
Faye, que había llegado de la granja de Devon unas horas antes, se sentía como pez fuera del agua en aquel sitio con paredes de cristal, suelos de mármol y paparazis en la puerta, pero esbozó una sonrisa retadora por si estaban vigilándola.
Debería marcharse, pensó. Si no hubiera respondido a la llamada de Carlotta, la viuda de Luigi…
Luigi, su padrastro, había muerto, llevándose a la tumba todas las respuestas. Y ahora Carlotta había muerto también.
«No le debes nada a esta familia. Deberías dejarlo todo en el pasado, donde debe estar».
En realidad, no tenía por qué estar allí, agarrándose a un clavo ardiendo y esperando que tal vez alguien tuviese respuestas para todas sus preguntas.
La puerta de la sala de juntas se abrió en ese momento y la idea de marcharse se evaporó al ver al hombre que acababa de entrar.
Su actitud era beligerante, pero había algo más. Algo apenas contenido, algo electrizante que la dejó inmóvil.
Se dio cuenta entonces de que estaba mirándolo fijamente y no era capaz de parpadear o tragar saliva.
O controlar los locos latidos de su corazón.
Que aquel hombre pareciese igualmente fascinado por ella no tenía importancia. Faye sabía que llamaba la atención por su ecléctico atuendo y por la profusión de tatuajes de henna en el brazo, pero sobre todo por su pelo.
Tuvo que contenerse para no levantar una mano y pasarla por los mechones plateados, lilas y morados sujetos sobre su cabeza en un desordenado moño, especialmente cuando el extraño clavó allí la mirada.
Era increíblemente apuesto y su aire de autoridad parecía llevarse todo el oxígeno de la habitación.
Pero después del incidente traumático con Matt dos años antes, Faye no había vuelto a tener ninguna relación…
¿Por qué pensaba en eso ahora?
Tres hombres que parecían abogados entraron en la sala de juntas, mirándola con cara de perplejidad. Si no estuviese tan cautivada por el extraño, todo aquello podría haberle resultado divertido.
Pero no estaba allí para divertirse. Estaba allí porque Luigi Caprio, su padrastro, había dejado en ella una marca indeleble, ofreciéndole un cariño que nunca había tenido antes y desapareciendo luego de su vida sin dar ninguna explicación.
Faye intentó olvidar un dolor que nunca había curado, la herida abierta por Carlotta Caprio unos meses antes.
–Me alegro de que haya venido, señorita Bishop –dijo el hombre, clavando en ella sus ojos de color ámbar.
Al contrario que sus palabras, su expresión no era precisamente cordial. Por alguna razón, aquel extraño parecía detestarla.
¿Lo sabría?, se preguntó, angustiada. ¿Luigi habría hecho algo tan impensable como compartir su secreto y el de su madre con aquel hombre?
¿Podría haber sido tan cruel?
Intentó decirse a sí misma que daba igual. Cuando se fuera de allí no tendría que volver a ver a aquel enigmático hombre ni a ninguno de los parientes de Luigi.
–Le hice una promesa a Carlotta –dijo por fin.
Era una promesa que Carlotta no debería haberle exigido, pero lo había hecho y ella había aceptado.
El hombre hizo una mueca.
–Ah, sí, la promesa de acudir a la lectura del testamento. Pero no de acudir a su entierro.
Faye se irguió, molesta.
–Para su información, señor… como se llame, Carlotta no me dijo que estuviese enferma. Yo no sabía nada.
–Y, sin embargo, aquí está –dijo él con esa voz ronca y turbadoramente atractiva.
Por fin, los músculos de Faye obedecieron las órdenes de su cerebro y pudo ponerse en pie.
–Guárdese sus acusaciones –le espetó, tomando el bolso, que había dejado en el suelo–. Antes de venir pensé que esto era un error y usted acaba de confirmarlo, así que no perdamos más tiempo. Me marcho.
–Me temo que no va a ser tan fácil, señorita Bishop.
Faye apretó la correa del bolso.
–¿Qué no va a ser tan fácil? Y, por cierto, ¿va a presentarse como una persona normal o su identidad es un misterio que debo desentrañar para llegar al próximo nivel? –le espetó, irónica.
El extraño clavó la mirada en la camiseta rosa, que dejaba al descubierto su ombligo. Pero, aparte de incredulidad, había algo en su mirada que erizó el vello de su nuca.
–Siéntese –le ordenó.
Faye no podía hacerlo porque el brillo de sus ojos la había dejado paralizada. Y algo más. De repente, sintió un cosquilleo en los pechos… y eso le recordó que no llevaba sujetador.
Para contrarrestar la desazón, Faye cruzó los brazos sobre el pecho y lo fulminó con la mirada.
–¿Por qué voy a sentarme? ¿Y por qué cree que puede darme órdenes?
–Porque estoy a punto de hacer realidad todos sus sueños. Por supuesto, siempre podría marcharse y renunciar a su herencia…
–¿Mi herencia? ¿Qué herencia? –lo interrumpió ella, sorprendida.
–Siéntese y se lo contaré.
La sorpresa hizo que Faye obedeciese. Se dejó caer sobre la silla, notando que los abogados la miraban con expresión solemne.
¿Qué estaba pasando allí?
–Bueno, ahora finjamos que de verdad no sabe quién soy –dijo el extraño.
–Es que no sé quién es. No sé por qué le parece tan raro, pero no tengo ni idea.
–Mi nombre es Maceo Fiorenti.
El apellido era dolorosamente familiar. Faye había intentado borrarlo de su vida, pero sin éxito porque aparecía por todas partes.
–Imagino que está relacionado con Casa di Fiorenti.
–Así es, pero también con Carlotta.
En sus cartas, Carlotta siempre firmaba como Carlotta Caprio Fiorenti, pero Faye no había pensado mucho en ello.
El hombre que estaba sentado frente a ella era demasiado mayor como para ser hijo de Carlotta, de modo que solo podía ser…
–¿El marido de Carlotta? Pero usted es…
Faye no terminó la frase.
–¿Soy qué, señorita Bishop? –le espetó él, enarcando una ceja–. ¿Demasiado joven? No tema ser sincera. No dirá nada que los medios no hayan dicho un millón de veces.
Faye se puso colorada porque eso era precisamente lo que había pensado. Carlotta tenía casi sesenta años y Maceo Fiorenti parecía treinta años más joven.
Pero no era por eso por lo que estaba allí. De hecho, seguía sin saber la razón por la que estaba allí, con aquel hombre que la fascinaba más de lo que debería.
–Su relación con Carlotta no es asunto mío, pero ahora que hemos sido presentados tal vez podría explicarme por qué estoy aquí.
–Soy el presidente de Casa di Fiorenti y el socio mayoritario. Hasta hace una semana me pertenecían el cien por cien de las acciones de la empresa.
–¿Qué quiere decir con eso?
El hombre se echó hacia delante y, aunque el instinto le decía que se echase atrás, no lo hizo. Decidió defender su terreno porque mostrarse débil sería darle una victoria.
–Mi difunta esposa me informó de que su primer marido, Luigi Caprio, le había dejado una herencia que recibiría cuando cumpliese veinticinco años. Creo que ha cumplido veinticinco años recientemente, ¿no es así?
–Hace tres meses –Faye dio un respingo–. Ah, claro, fue entonces cuando Carlotta se puso en contacto conmigo. ¿Pero por qué no me contó nada?
–¿Le dio usted oportunidad? Creo recordar que no se lo puso nada fácil.
–Tenía mis razones para hacerlo.
Dolor, traición, el estigma de una vergüenza que nunca había desaparecido. La angustia de no saber por qué Luigi se había ido sin mirar atrás.
«Nadie podría querer a una abominación como tú».
Las crueles palabras de Matt hacían eco en su cabeza, intensificando su angustia. Casi había conseguido dejar de preguntarse por la deserción de su padrastro hasta que Matt dijo eso y ahora temía no poder seguir adelante hasta que supiera si Luigi pensaba lo mismo que él.
–Pero esas razones no eran lo bastante importantes como para no venir a la lectura del testamento, ¿no?
Faye se encogió de hombros.
–Evidentemente, usted cree que he venido por interés, así que puede ahorrarse la ironía y contarme de una vez por qué estoy aquí. No tengo todo el día.
Sus palabras fueron recibidas con un tenso silencio. Incluso parecía… dolido.
Aquel hombre había enterrado a su mujer unos días antes, pensó entonces. Pero cuando iba a disculparse por su tono, él la interrumpió con un gesto.
–Como ejecutor del testamento de Carlotta, es mi deber informarle sobre el legado que le dejó su padrastro. Es usted propietaria de un cuarto del uno por ciento de una de las acciones de Casa di Fiorenti. Por favor, signor Abruzzo, dígale a la señorita Bishop lo que eso significa en términos monetarios.
Uno de los abogados abrió una carpeta mientras Maceo se arrellanaba en la silla, clavando en ella esos ojos de color ámbar.
El efecto de esa mirada hizo que se perdiese las primeras palabras del abogado y tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse.
–… en la última auditoría, Casa di Fiorenti fue valorada en cinco mil millones de euros. De modo que el valor de su herencia es aproximadamente de catorce millones de euros.