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Capítulo 6
ОглавлениеFaye se decía a sí misma que el vestido plateado que había elegido para la fiesta del sábado estaba diseñado para llevarlo sin sujetador. Era una coincidencia, no estaba tentando al destino, y mucho menos a Maceo Fiorenti.
Desde su intenso encuentro el miércoles, Maceo había vuelto a ignorarla. Ya ni siquiera pasaba por su despacho para dejar caer algún retazo de información como había hecho los días anteriores. Solo se comunicaban a través de Bruno, su ayudante.
Durante todo el día, la villa había sido un torbellino de preparativos. Desde la terraza, Faye había visto a los empleados correr de un lado a otro colgando lucecitas de las ramas de los árboles, a los jardineros recortando setos, al ama de llaves cubriendo las mesas con manteles blancos.
Faye tenía que hacer un esfuerzo para calmar las mariposas que revoloteaban en su estómago y dio un respingo al escuchar un golpecito en la puerta de la habitación. A toda prisa, se puso unos pendientes de color amapola y unas sandalias de plataforma antes de abrir la puerta.
Maceo estaba en el pasillo, como el miércoles por la noche, pero con un aspecto mucho más calmado. Claro que la calma desapareció en cuanto vio su vestido.
Mascullando una palabrota en italiano, se pasó una mano por el pelo.
–¿Estás lista? –le preguntó.
–Espero haber pasado el examen.
La mirada de Maceo amenazaba con dejarla reducida a cenizas.
–Tú sabes muy bien el aspecto que tienes. No quiero que los halagos se te suban a la cabeza.
Faye podría haber respondido con un comentario impertinente si él no la hubiese tomado del brazo para llevarla hacia la escalera.
–¿Has pensado si vas a venderme tu parte de la acción? –le preguntó Maceo entonces, con una despreocupación que era claramente falsa.
–¿Por eso has venido a buscarme? ¿Para ver si vas a conseguir lo que quieres?
–Yo siempre consigo lo que quiero, arcobaleno. Sencillamente, es una cuestión de tiempo.
–¿El tuyo o el mío?
–El mío, por supuesto.
–¿Sabes que ahora mismo siento la tentación de negarme por una cuestión de principios?
–Pero te lo vas a pensar y decidirás que eres demasiado sensata como para hacer eso, ¿verdad?
–Qué arrogante. Solo por eso, me inclino a darte falsas esperanzas hasta que nos despidamos.
La expresión de Maceo se endureció.
–El mañana no está garantizado. Recuerda eso, Faye.
Después de tan sombría advertencia, se alejó para saludar a los invitados y Faye miró alrededor, buscando algún rostro conocido.
Por suerte, Alberto Triento estaba allí y se convirtió en su guía oficial y su anfitrión, presentándole a todo el mundo.
Estaba probando una ensalada de pollo al limón cuando Stefano y Francesco Castella se acercaron a ella. Por el momento, no había hablado con los hermanos de Carlotta, pero los había visto en la oficina y sus miradas calculadoras no le habían pasado desapercibidas.
A pesar de la charla inconsecuente, Faye sentía que estaban analizándola, buscando su punto débil. A su lado, Alberto Triento parecía tenso y, cuando por fin se alejaron, vio que suspiraba de alivio.
–¿Vas a contarme qué pasa?
–Nada que deba preocuparte –respondió el hombre, aunque su expresión decía lo contrario–. Es que esos dos son… muy dramáticos.
Faye se mordió la lengua para no seguir preguntando. Al fin y al cabo, estaban en una fiesta. Aunque, a juzgar por la expresión de Maceo, él no estaba pasándolo bien.
Maceo no se había sentido tan indeciso en toda su vida.
«Acércate o apártate de una vez».
«Cede a sus demandas o convéncete de que ella no existe».
Pero daba igual lo que hiciese. Faye Bishop despertaba deseos que había suprimido durante años porque buscar placer de ningún tipo era un insulto a la memoria de sus padres.
Pero desde aquel beso Maceo había recordado que era un hombre, con los deseos básicos de un hombre, y Faye era una mujer. Una mujer con muchos secretos que podrían ser perjudiciales para él y para el legado de sus padres.
Pero una mujer en cualquier caso.
Con ese vestido, y ese pelo de colores, Faye lo obsesionaba. No podía dejar de pensar en ella. Le daba igual impresionarlo o quedar bien con él, pero no lo había acusado de ser un sexista imbécil, aunque debería.
«El hombre al que pertenezcas».
Mio Dio! No había ningún otro hombre en sus pensamientos más que él cuando pronunció esas ridículas palabras.
Él nunca había sido posesivo hasta que conoció a Faye Bishop y empezaba a pensar que estaba perdiendo la cabeza.
Se había sentido posesivo cuando ella abrió la puerta de la habitación con ese vestido y solo un desesperado recordatorio de la lista enmarcada, de su promesa, había evitado que sucumbiese a la tentación.
Él no merecía alivio de ningún tipo. Y menos con la hijastra de Luigi. Aunque empezaba a sospechar que Carlotta había orquestado aquel nuevo y singular tormento…
–¿Va todo bien, signor Fiorenti? –le preguntó uno de sus directores ejecutivos.
Maceo intentó sonreír antes de alejarse de la tediosa conversación, pero una risa alegre llegó a sus oídos entonces.
Faye.
Allí estaba, rodeada de admiradores, con aquel vestido que dejaba la espalda al descubierto.
Por suerte, los admiradores se dispersaron en cuanto él se acercó.
El sol aún no se había puesto del todo y la penumbra del jardín antes de que encendieran las luces encajaba con el humor de Maceo.
–No me digas que estás enfadado otra vez –dijo Faye, suspirando–. Tu desagrado va más allá de tu papel como ejecutor del testamento de Carlotta, ¿verdad?
Era muy temeraria, pensó Maceo. Y, por alguna razón, ya no podía enfadarse con ella.
–Si tanto te interesa, detesto a la gente que espera recibir algo a cambio de nada.
–Yo no he pedido nada –le recordó ella.
–¿De qué estabas hablando con Stefano y Francesco?
–Ah, ellos son la razón de tus obsesiones, ¿no?
«En parte».
–Responde a mi pregunta, por favor.
–Intentaban ser discretos, pero creo que querían averiguar qué soy para ti.
–¿Y?
–Y no les he dado la satisfacción de responder. Supongo que si quieres que lo sepan, se lo contarás tú mismo.
Su inesperada lealtad lo sorprendió.
–Grazie.
–¿Qué te han hecho? –le preguntó Faye entonces–. Y, antes de que lo niegues, tengo ojos en la cara, Maceo.
¿Por qué lo emocionaba tanto que hubiera pronunciado su nombre? ¿Y por qué no le decía que se metiera en sus asuntos?
–¿Aparte de hacerle la vida imposible a Carlotta?
Faye frunció el ceño.
–Pensé que se trataba de ti. Creí que era algo personal.
Aunque no sabía por qué, Maceo se encontró respondiendo:
–Después del accidente, intentaron quitarle la empresa a Carlotta. Hicieron todos los trucos posibles, desde intentar declararla incompetente a manipular su dolor por la muerte de Luigi. Incluso intentaron chantajearla.
–¿Entonces por qué siguen en la empresa?
–Porque Carlotta tenía muy buen corazón. Para ella, la familia lo era todo.
–Pero para ti no.
–Cuando la familia quiere hacerte daño, no.
–Pero la empresa también era tuya. ¿No intentaron atacarte a ti?
–Entonces yo estaba… indispuesto.
–¿Qué quieres decir?
Maceo hizo una mueca.
–Estaba en coma, incapaz de defenderme.
Faye palideció.
–¿Estabas en coma? Pero eso es terrible…
¿Se daba cuenta de que estaba apretando su brazo? Maceo experimentó una pecadora oleada de placer. Le gustaba demasiado que lo tocase.
–¿Tú también ibas en el coche? –preguntó Faye.
–Sí, también.
–Pero sobreviviste.
Él se encogió de hombros.
–Según los testigos, salí despedido del coche, pero no tuve tanta suerte como Carlotta.
Faye respiraba con dificultad y él quería devorar su aliento, absorber cada emoción, acumular como un mísero para esos días oscuros que lo esperaban cuando ella volviese a Inglaterra y se quedase completamente solo.
–¿Tu corazón se ablanda por mí, cara?
Ella exhaló un suspiro que lo atrajo como el canto de una sirena.
–No tendría corazón si no sintiera compasión por cualquiera que hubiese pasado por eso.
–Pero yo no soy cualquiera, ¿verdad, Faye?
–No, no lo eres, pero mereces la misma consideración.
Su intento de ponerlo en su sitio lo inquietó.
–¿Eso es todo lo que merezco? –le preguntó, dejándose llevar por la tentación de tomarla por la cintura.
Sabía que debía parar, sabía que estaba defraudándose a sí mismo, pero aquella mujer era una debilidad y llevaba tanto tiempo luchando…
Diez años antes había tomado la decisión de renunciar al placer para honrar la memoria de sus padres. Había jurado no buscar la felicidad cuando ellos estaban en una tumba porque él había actuado como juez y verdugo.
Nada había cambiado. Los demonios eran tan virulentos como siempre, exigiendo su sacrificio. ¿Entonces por qué negárselo ahora era tan difícil? ¿Por qué por primera vez en una década quería olvidar la promesa que había hecho?
–No sé qué quieres decir.
–¿De verdad?
–Maceo…
Él avanzaba, ella se retiraba.
El silencioso baile los había llevado tras un enorme ciprés, lejos de curiosas miradas. Maceo inclinó la cabeza para apoderarse de esos jugosos labios en un gesto que le pareció deliciosamente simple y, sin embargo, abrumador.
El dulce gemido que escapó de la garganta femenina provocó un gemido recíproco de la suya… una manifestación vocal del ansia que sentía. Un ansia que ella había atizado desde el momento que la conoció y que, por instinto, Maceo sabía que sería tan difícil de sojuzgar como sus demonios.
Más tarde. Cuando aquella locura temporal hubiese amainado, se dijo.
La empujó contra el tronco de un árbol, exhalando un suspiro de satisfacción cuando las suaves curvas se moldearon a su cuerpo. Era casi como si estuviera hecha para él, si uno creía en esas fantasías.
Y él no creía en fantasías. Era una simple combinación de química que despertaba los instintos más básicos. Nada más. Se apartaría en cuanto se hubiera librado de esa locura.
Maceo enterró los dedos en su pelo y tiró hacia atrás de su cabeza para profundizar el beso y saborearla a placer.
Pero entonces sintió las manos de Faye sobre su torso.
Apartándolo.
Cuando levantó la cabeza y las luces del jardín le recordaron dónde estaba y quién era Maceo dio un paso atrás, incrédulo.
–Lo siento. No puedo…
La voz de Faye estaba cargada de deseo, pero era lo bastante firme como para hacer que se apartase del todo.
Mientras él perdía la cabeza en los labios de Faye, se habían encendido las luces del jardín. Tal vez una metáfora de su bochornoso comportamiento. Demasiado tarde, se llevó una mano al pecho. Pero, por supuesto, había dejado la lista en su dormitorio. ¿Porque no quería recordarla?, se preguntó, avergonzado, cuando la respuesta provocó un latido en su entrepierna.
–¿Maceo?
–Vete entonces, bellisimo arcobaleno.
Ella parecía a punto de protestar, pero pareció pensarlo mejor y se dio la vuelta. Lamentablemente, como había sospechado, incluso verla alejarse ponía a prueba las convicciones que lo habían guiado durante una década.
Su angustia no disminuyó cuando volvió a la fiesta para hacer su forzado papel de anfitrión, pero cuando se marchó el último invitado y por fin pudo volver al interior de la casa no se dirigió a su habitación sino a la de Faye.
Diciéndose a sí mismo que necesitaba enfrentarse de cara con ese nuevo demonio, llamó a la puerta sin pensarlo dos veces y ella abrió unos segundos después con algo de colores, un camisón ajustado que dejaba sus piernas al descubierto.
Maceo tragó saliva al ver los desafiantes ojos de color índigo.
–¿Necesitas algo?
Diavolo, si. Quería que aquella locura terminase de una vez. No quería quebrantar la promesa que había hecho de aceptar una vida solitaria para honrar los sacrificios de su familia.
Y, desde luego, no quería seguir pensando en aquella mujer ni imaginar qué pasaría si se salía del camino que se había marcado.
Dejando caer las manos a los costados, apoyó un hombro en el quicio de la puerta mientras la miraba con gesto indolente.
–¿Dónde está Pico?
Ella parpadeó, confusa.
–¿Has venido buscando a tu perro?
–Sí, a mi perro, de quien tú te has adueñado durante demasiado tiempo. ¿Dónde está?
Pico, tumbado tranquilamente en la cama, levantó la cabeza para mirarlo con cara de pocos amigos, como advirtiéndole que no interrumpiese su diversión.
–Está cómodo aquí –dijo Faye, como si Maceo no tuviese ojos en la cara.
–Imagino que sí, pero recuerdo haberte pedido que te alejases de él.
Ella dejó escapar un suspiro exasperado.
–¿De verdad has venido para echarme la bronca por Pico?
Incapaz de resistirse, Maceo alargó una mano para tocar su cuello.
–Sí –respondió con voz ronca–. Pero hay otro asunto que requiere nuestra atención.
–¿Ah, sí?
–Y creo que tú también lo sabes, Faye. Tú sabes que no soy capaz de luchar contra el deseo de volver a besarte.
Su brutal sinceridad hizo que Faye se ruborizase. Y no solo eso. Maceo vio que sus pezones se marcaban claramente bajo el fino camisón de satén.
–Y creo que tú también quieres besarme.
–¿Qué quieres que diga?
Maceo entró en la habitación y ella no se lo impidió.
–Niégalo, Faye –dijo con voz ronca–. Sería lo mejor para los dos si lo hicieras.
–Tú pareces haber decidido que voy a ser tu juguete cuando ni siquiera te caigo bien. ¿Por qué voy a ponértelo fácil?
–Te equivocas –dijo él, pasando un dedo por su garganta–. Para empezar, jugar es lo último que tengo en mente, arcobaleno. Además, hay muchas cosas que dos personas pueden hacer sin que se caigan bien.
–¿Hablas en serio?
–Dímelo ahora mismo, Faye: ¿te gusto?
–Responder de un modo o de otro te daría una ventaja injusta.
Maceo esbozó una sonrisa.
–La única que tiene una ventaja injusta eres tú.
–¿Por qué?
–Porque en este momento tú tienes todo el poder. Si te atreves a usarlo, pero no sé si serás valiente…
Sin darle tiempo a terminar la frase, Faye se lanzó sobre él y Maceo enterró los dedos en su pelo mientras cerraba la puerta con el pie.
Dejando escapar un gemido que parecía salir de su alma, la devoró con los labios, con los dientes, con la lengua, saboreando cada centímetro de su boca. Enardecido, sintió que ella lo tocaba, que lo exploraba con los dedos, exigiendo todo lo que podía darle mientras la tumbaba en la cama.
Pico se escabulló, lanzando un grito de protesta, pero Maceo solo podía pensar en la mujer que estaba debajo de él, la mujer cuyos secretos y sombras deberían disgustarlo, cuya mera presencia debería reforzar la promesa que había hecho y no todo lo contrario.
Aparte de la promesa, había otra razón para sus turbulentas emociones. No le gustaba pensar que él era especial, pero sabía que su situación era única. Un hombre de treinta años sin una sola experiencia sexual debería estar en un museo.
Cuanto más se filtraba la realidad, más crecía la posibilidad de que Faye rompiese su caparazón de titanio porque tener su primera experiencia, hacerla suya, era en lo único que podía pensar.
Otra cosa que había descubierto era que cuando Faye estaba entre sus brazos sus demonios se calmaban. No era tan tonto como para pensar que se habían retirado indefinidamente, pero aquel respiro temporal era embriagador.
Pagaría por su egoísmo más tarde, cuando Faye se marchase de Italia, pero por el momento…
–Haber venido aquí no ha sido una decisión fácil, cara –susurró sobre los labios hinchados.
–Gracias por decir eso, pero…
–A ver si lo adivino, ¿esto no va a pasar?
Los demonios volvieron, burlándose de su deseo de escapar.
–No, no va a pasar –respondió Faye, empujándolo suavemente.
Le temblaba la voz y parecía insegura, pero sus manos eran firmes y Maceo se despreció a sí mismo por su falta de voluntad.
–Pico se queda conmigo –dijo ella entonces con gesto desafiante.
Mio Dio, su actitud retadora provocó un incendio en su interior.
–¿Y quién eres tú para decidir tal cosa?
–Soy la persona a la que viene porque echa de menos a su dueña. Soy a quien sigue por todas partes porque sabe que le daré el afecto que necesita.
–¿Te has parado a pensar que tengo razones para darte esa orden?
–¿Qué razones?
–Pico pensará que tú vas a llenar el vacío que dejó Carlotta cuando eso no es verdad. A juzgar por tu congoja por el abandono de Luigi, tú sabes cuánto duele sentirse abandonado y, sin embargo, quieres que esta pobre criatura solitaria sufra del mismo modo.
Faye frunció el ceño.
–¿Estamos hablando de Pico o de ti?
Maceo abrió la boca para negarlo, pero la negativa murió en su garganta.
–¿Crees que me conoces tan bien?
–Perdiste a toda tu familia en un accidente. Yo también estaría desolada y también me daría miedo encariñarme con nadie, pero…
–Pero nada. No estamos hablando de mí –la interrumpió él, alarmado–. Estamos hablando de Pico.
–Se acostumbrará –dijo ella.
–¿Quieres absolverte de culpa porque sabes que podrías dejar una cicatriz en un alma desolada?
Dio mio, ¿estaba mirándose en un espejo?
–Pero te tendrá a ti cuando me marche. Imagino que tener a mucha gente a la que querer es mejor que no tener a nadie.
Ese caparazón interno se fracturó de nuevo, filtrando deseos que traicionarían la memoria de sus padres. Pero, por mucho que lo intentase, Maceo no encontraba fuerzas para parar. Y tenía que hacerlo.
–Ten cuidado, Faye.
Esperaba su acostumbrada respuesta combativa, pero ella lo miró con expresión triste.
–Lo tendré, Maceo. Yo siempre tengo cuidado.
Él salió de la habitación sin entender por qué todos sus encuentros con Faye Bishop eran una batalla perdida de antemano.