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Capítulo 8
ОглавлениеMaceo miró la fotografía, sorprendido, y luego apartó el brazo del respaldo del sofá.
–¿De dónde la has sacado? –le espetó con voz de trueno.
–¿Eso importa? Quiero saber quién es.
–¿Por qué sientes tanta curiosidad?
–Porque se parece a Luigi. ¿Es un pariente?
–Sí –le confirmó Maceo por fin.
Faye esperó que dijese algo más. Un minuto. Dos.
–¿No vas a contarme nada más?
–En todas las familias hay una oveja negra –dijo él por fin, suspirando–. Pietro era la oveja negra de la familia Caprio, el oscuro secreto del que nadie quería hablar.
Faye tragó saliva. Sabía muy bien lo que eso significaba porque ella era el oscuro secreto en su fracturada familia; seguramente la razón por la que Luigi se marchó y no volvió nunca.
–¿Pero quién era?
Maceo se levantó y metió las manos en los bolsillos del pantalón.
–Era el hermano mellizo de Luigi.
–¿Su hermano mellizo?
–Eran mellizos, pero no tenían buena relación. No se parecían en nada. De hecho, eran como la noche y el día.
–¿En qué sentido?
–En todos los sentidos. El Luigi que yo conocí era un hombre justo, íntegro. Pietro en cambio era irresponsable y cruel. Bebía demasiado, conducía a toda velocidad. Lo hacía todo con exceso.
–Pero no es por eso por lo que no quieres hablar de él. Hay algo más, ¿verdad?
Maceo soltó una palabrota en italiano mientras se pasaba una mano por el pelo.
–Preferiría que lo dejases, Faye.
Ella negó con la cabeza.
–Llevamos demasiado tiempo dando vueltas a este tema. Me cuentas anécdotas sin importancia para mantenerme callada, pero no es suficiente. Quiero saberlo todo, para bien o para mal.
–¿No podríamos dejarlo por esta noche? –insistió él, mientras se llevaba una mano al bolsillo de la chaqueta como hacía tantas veces.
Faye miró alrededor y frunció el ceño. Todo, desde la mesa para dos a la luz tenue o la música suave dejaba claro que su intención era seducirla.
–Maceo…
–Tal vez tengas razón, es absurdo seguir yendo de puntillas –dijo con expresión sombría–. ¿Quieres saberlo todo, cara? Bueno, pues te contaré la sórdida historia y así nos habremos librado de esto de una maldita vez.
Faye se dio cuenta de que algo estaba a punto de cambiar y apretó el bolso mientras él paseaba de un lado a otro. Después, sin decir nada, volvió a sentarse. Parecía a punto de tomar su mano, pero cambió de opinión en el último momento.
A Faye se le encogió el corazón. Iba a protestar, pero sus palabras evitaron que hiciese el ridículo.
–Pietro era la serpiente en lo que podríamos llamar un tranquilo paraíso. Él era la razón por la que estaba enfadado con mis padres.
La tristeza en su tono era palpable.
–¿Qué pasó?
–Pietro siempre dio muchos problemas, pero irracionalmente, ellos pensaban que podrían redimirlo porque era hermano de Luigi. Le dieron muchas oportunidades, incluyendo un puesto en la empresa del que él, desvergonzadamente, abusó. Se apropió de dinero y el consejo de administración decidió echarlo. Cuando yo era un adolescente decidieron que la mejor forma de lidiar con él era darle una asignación mensual y mitigar el daño que pudiese hacer pagando a los paparazis y sobornando a quien hiciera falta para proteger a la familia de un escándalo.
Faye tragó saliva.
–¿Y sirvió de algo?
Maceo hizo un gesto de amargura.
–No, claro que no. Al contrario, le dieron otra herramienta con la que atormentarlos y él la explotó todo lo que pudo. Bebía más que nunca, tomaba drogas, se jugaba el dinero y usaba el apellido Fiorenti en todas partes. Mis padres contrataron abogados para evitar la publicidad negativa, pero no sirvió de nada.
–¿Seguía dando problemas?
Él asintió con la cabeza.
–Borracho como siempre, Pietro se había metido en una pelea y, más tarde, el hombre con el que se peleó fue atropellado por un coche cuyo conductor se dio a la fuga.
Faye abrió los ojos como platos.
–¿Fue Pietro?
–La policía lo interrogó, pero no había pruebas concretas. Casa di Fiorenti estaba a punto de firmar un contrato importantísimo y no podían permitirse ni la menor sombra de escándalo.
Faye podía imaginar cómo iba a terminar la historia.
–Y se encargaron de que Pietro no acabase en la cárcel.
–Así es –respondió él–. Por suerte, el hombre sobrevivió, pero gracias a Luigi y a mis padres, Pietro no tuvo que enfrentarse con lo que había hecho porque era familia –Maceo pronunció esa palabra con cara de asco–. Las personas a las que yo más admiraba decidieron pagar a la víctima de un delito para que mantuviese la boca cerrada.
Faye sentía compasión por él, pero esperaba que revivir esos momentos pudiese ayudarlo a superarlos, tal vez incluso curar la herida.
–Eran tus héroes y te defraudaron, lo entiendo.
–Pasé meses discutiendo con mis padres por ello. La noche que murieron nos habíamos reunido no solo para celebrar la firma de un gran contrato sino para aclarar la situación. Al menos, eso era lo que mi madre esperaba.
–¿Pero no fue así?
–No, porque entonces descubrí que habían «silenciado» otro incidente de Pietro esa misma mañana. Así que los juzgué y los condené. Amenacé con apartarme de la familia. En fin, les dije cosas que ya nunca pude retirar.
Faye puso una mano en su brazo.
–Maceo…
–Lo último que le dije a mi padre fue que me avergonzaba de ser su hijo. Esas fueron las palabras que se llevó a la tumba –siguió él, con una furia apenas contenida.
Faye deslizó la mano por su hombro hasta rozar la fría piel de la nuca.
–Seguro que no fue así.
–¿Ah, sí? ¿Tienes conexión personal con la otra vida?
–Tu padre debía saber que hablabas así por cariño y preocupación. Parece que era una situación imposible.
–No era imposible. Al contrario, para mí todo estaba clarísimo.
–Imagino que Luigi y tu padre habían puesto su corazón y su alma en la empresa y no querían perderla.
Maceo hizo un gesto de sorpresa.
–Vaya, cara, parece que ya no odias a Luigi tanto como antes.
Faye se encogió de hombros.
–Solo intento ayudarte a ver las cosas desde otro ángulo. Además, si lamentas haberlos juzgado tal vez deberías perdonarte a ti mismo.
–Así de fácil, ¿eh?
–¿Cuál es la alternativa? ¿Llevar esa carga durante el resto de tu vida?
Maceo, una vez más, se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta.
–Así es –respondió por fin.
Pero en esa respuesta Faye vio una traza de incertidumbre.
–No es algo de lo que quiera hablar.
–¿Puedo preguntare otra cosa?
–Como quieras.
–¿Luigi le dejó dinero a Pietro en su testamento?
Maceo frunció el ceño.
–No.
–¿Y eso no te dice nada? Yo no era nada para Luigi y me dejó una fortuna, pero no le dejó nada a su hermano mellizo.
–Tú eras importante para él. Evidentemente, debía sentir algo.
–¿Entonces por qué no me contó que tenía un hermano mellizo? ¿Por qué no me contó nada de su vida? ¿Y por qué nunca volvió a ponerse en contacto conmigo?
–Por la misma razón por la que intentó esconder las actividades delictivas de Pietro: la obsesiva necesidad de guardar secretos.
Al recordar su propio secreto, Faye intentó apartar la mano de su cuello, pero Maceo se lo impidió. Mirándola a los ojos, depositó un beso en la palma y luego la dejó sobre su muslo.
–Ahora conoces todos los secretos de los Caprio y los Fiorenti y me alegro porque estoy harto del tema.
Faye tuvo que luchar contra el turbador deseo de explorar el duro muslo bajo la palma de su mano.
–Hace años hice una promesa, Faye. La hice sobre la tumba de mis padres –Maceo puso un dedo sobre sus labios cuando Faye abrió la boca–. Es algo privado. ¿Lo entiendes?
Ella asistió con la cabeza. Tristemente, entendía mejor de lo que él podía imaginar.
–Tu llegada ha puesto a prueba esa promesa y he decidido que la única solución es saltármela durante un tiempo para no volverme loco. Y al demonio con las consecuencias.
Esas últimas palabras fueron como un puñal en su corazón.
–No, Maceo, no puedes…
–Sí puedo y lo haré –la interrumpió Maceo con tono firme.
Y ella sabía que no podría convencerlo.
Un gemido escapó de su garganta cuando rozó su clavícula con la punta de los dedos.
–Ayer quería saborear la gota de sudor que rodaba por aquí. No pude pensar en otra cosa durante horas.
Su tono crudo, ardiente, la dejaba sin aliento, provocando un traidor incendio en su interior. Sus pezones se habían convertido en rígidas cumbres y el calor que sentía entre los muslos hizo que cruzase las piernas.
Maceo tiró de ella y mordió el lóbulo de su oreja.
–Desde el momento que entraste en la oficina me moría por saber hasta dónde llegaba ese río de pelo –musitó con voz ronca, electrizante–. Ahora lo sé y pienso enredar los dedos en él mientras me ahogo en tu dulce aroma de cerezas. Y tú me dejarás hacerlo.
–¿Ah, sí? –murmuró Faye.
–Basta, arcobaleno. Basta. No quiero que sigamos discutiendo. Hemos agotado todos los temas.
Pero había un tema del que no habían hablado: de ella.
Ahora que sabía más de su pasado, cualquier conexión entre ellos, física o emocional, sería un error imperdonable.
Y había otro tema con el que estaba segura podría enfriar la situación. Por mucho que le doliese.
–Carlotta.
Como había esperado, Maceo se quedó inmóvil.
–De acuerdo. Vamos a terminar con eso también –dijo luego, apartando la mano–. Quedé en coma cuando era casi un niño, pero cuando salí era un hombre adulto. La empresa estaba atravesando dificultades, los miembros del consejo de administración intentaban hacerse con el poder y los hermanos de Carlotta querían quitarme lo que era mío –empezó a contarle Maceo–. Tuve que soportar varios meses de rehabilitación mientras Carlotta intentaba ganar terreno en el consejo. Con nuestras acciones separadas estábamos en una posición precaria, de modo que lo más lógico era unir fuerzas. Nos casamos para evitar que la empresa cayese en manos de otros accionistas.
–¿Entonces fue un matrimonio de conveniencia? –preguntó Faye.
¿Había esperanza en su tono? ¿Aún no había aceptado que era absurdo sentir nada por Maceo?
Él asintió mientras acariciaba su mejilla.
–Exactamente. Un matrimonio platónico que nos beneficiaba a los dos.
–¿Platónico? Quieres decir que no…
–No compartíamos la cama, no.
–Pero estuvisteis casados durante casi diez años.
–Si quieres saber si he buscado placer en otros sitios, la respuesta es no –dijo Maceo entonces.
Y Faye lo creía. Desde el principio la había visto como una inconveniencia, no como a alguien a quien quisiera impresionar.
–¿Por qué yo? –le preguntó, sin pensar.
Él se echó hacia atrás, dejando escapar una risa burlona.
–¿Crees que no me he hecho esa pregunta? Seguro que hay mujeres más fáciles de conquistar, bellísimo arcobaleno.
–¿Entonces…?
–No dejas de devorarme con los ojos desde que subiste al barco –dijo él entonces, echándose hacia delante–. ¿Quieres que te suplique? ¿Es eso? ¿Me quieres de rodillas, rogándote que seas la primera?
Pareció lamentar haber dicho eso, pero antes de que pudiese preguntar, inclinó la cabeza para devorar sus labios y Faye se preguntó si también aquello sería nuevo para él.
No, besaba demasiado bien. Lo hacía todo demasiado bien.
Maceo se apartó unos segundos después, jadeando. Los dos jadeaban mientras apoyaba su frente en la suya.
–No era así como pensaba decírtelo. Bueno, en realidad no tenía ningún plan.
–¿Pero cómo…? –preguntó Faye.
–El apellido de mi familia atraía a cierto tipo de parásitos disfrazados de amigos, así que me volví cínico muy pronto, pero no era ningún santo, cara. Puede que nunca haya llegado hasta el final, pero no soy novato en todo.
–Y entonces ocurrió el accidente.
–Tenía dieciocho años cuando ocurrió y no salí del coma hasta un año después. Durante todo ese tiempo, Carlotta estuvo a mi lado, luchando contra la presión de los médicos y de sus propios hermanos para que me desconectasen. Y después de eso estuve dieciocho meses en rehabilitación.
–Oh, Maceo… –murmuró Faye, acariciando su cara.
Él besó la palma de su mano.
–Recompensar a Carlotta con mi lealtad y mi fidelidad me pareció un precio justo.
Era un gesto honorable, pero Faye intuía que había algo más.
–Pero debió ser un enorme sacrificio. Tal vez demasiado grande, aunque fuese para proteger a Carlotta y el legado de tu familia.
Él se apartó entonces, agitado.
–¿Qué quieres que diga, que no me creía con derecho a ser feliz cuando mis actos habían provocado la muerte de mis padres y mi padrino?
–Pero tú no eres culpable del accidente…
–Sí lo soy –la interrumpió Maceo–. Estaba discutiendo con mi padre cuando perdió el control del coche. Nos despeñamos por un barranco, y por alguna jugarreta del destino, yo sobreviví. Así que dime, Faye, ¿debería haberme levantado de la cama del hospital para buscar alivio en los brazos de una mujer?
–No, claro que no. Pero eso no significa que no puedas perdonarte a ti mismo.
–¡No merezco perdón! Lo único que merezco es esta vida de tristeza y desolación… porque todo es culpa mía.
Faye se quedó helada.
–¿Entonces por qué quieres saltarte tu promesa conmigo?
Él se pasó los dedos por el pelo.
–No puedo explicarlo. Solo sé que te deseo…
–Yo también te deseo, pero no puedo tenerte. Y tú no puedes tenerme a mí.
–¿Por qué me pides que entienda algo que no me has explicado?
–Es mejor que no lo sepas –respondió Faye, apartando la mirada–. En serio, créeme. Lamentarías que tu primera vez fuese con alguien como yo.
–¿Por qué?
–Porque yo… no soy lo que parezco.
–¿Qué quieres decir?
Faye sacudió la cabeza.
–No puedo contarte nada más.
–Tienes que hacerlo, no puedes dejarme así. Los secretos y los subterfugios destrozaron a mi familia. Sé que crees estar protegiéndome, pero necesito que me lo cuentes.
–Por favor, Maceo… no merece la pena.
–Eso lo decidiré yo. Cuéntamelo.
Faye miró hacia la cubierta, preguntándose absurdamente si podría nadar de vuelta a la villa. Porque cualquier cosa sería mejor que contarle la repugnante verdad que había guardado tan celosamente desde la cruel reacción de Matt.
–Mírame, Faye.
Ella lo miró, pensando que le debía la verdad.
–Hace veintiséis años, mi madre vivía en Londres. Estaba estudiando enfermería, pero trabajaba a tiempo parcial como camarera. Solía trabajar en fiestas elegantes porque pagaban más –Faye se pasó las manos por los brazos al sentir un escalofrío–. Una noche, se quedó hasta tarde para limpiar y uno de los invitados la asaltó.
–Mio Dio… –susurró Maceo–. Faye…
–No, deja que termine por favor. El ataque la traumatizó de tal modo que dejó sus estudios. Tres meses después, descubrió que el violador la había dejado con un recordatorio permanente. Estaba embarazada de mí.
Faye hizo un esfuerzo para mirarlo a los ojos. Sabía lo que le esperaba, pero no quería esconderse.
Maceo estaba horrorizado. No sabía qué hacer, si esconder su espanto o revelarlo, pero Faye se levantó del sofá sin darle tiempo a reaccionar.
–Espera…
Pero ella no le hizo caso y salió corriendo del salón, desesperada por buscar un refugio, poner una puerta entre ella y Maceo.
Una vez en el pasillo, empujó la primera puerta que encontró e intentó echar el cerrojo, pero un largo brazo se lo impidió. Faye dio un paso atrás, apartando la mirada para no ver su expresión de espanto.
–Faye, cara…
–No me toques –lo interrumpió ella–. No quiero que estés aquí, no quiero tu compasión ni tu morbosa curiosidad.
Maceo bajó la mano.
–Explícame por qué estás enfadada.
–¡Porque te advertí y no me hiciste caso! Pero he visto el horror en tu cara, no has podido disimular.
–Por supuesto que estoy horrorizado. Ninguna mujer debería tener que pasar por lo que pasó tu madre. Ese tipo es un canalla que no merece vivir. ¿Pero por qué esperabas que te culpase a ti? ¿Cómo va a ser culpa tuya?
–Otros me han culpado por ello.
–¿Quién?
–Alguien con quien tuve una breve relación. Según él, yo era una abominación.
–Pues entonces también es un canalla. Olvídate de él.
Las emociones negativas que habían provocado las circunstancias de su nacimiento intentaban evaporarse. ¿Solo por las palabras de Maceo?
–¿Por qué intentas convencerme de que tú no…?
«¿De que tú no me encuentras repelente?».
Maceo suspiró.
–Me parece que, como yo, tú también vas a tener que reeducarte, cara.
Faye cerró los ojos e intentó calmarse. Pero cuando volvió a abrirlos, Maceo estaba más cerca. Mucho más cerca.
–Ningún niño debería tener que soportar esa carga o permitir que las circunstancias de su nacimiento les impidan ser felices.
Faye se había dicho eso a sí misma muchas veces, pero nunca había servido de nada.
–Maceo, yo… ¿puedes marcharte, por favor? Quiero estar sola.
–Me temo que no puedo hacerlo. Estás en mi dormitorio, dolcezza.
Faye se dio la vuelta, sorprendida. Era un camarote decorado en tonos oscuros, masculinos, pero fue la enorme cama lo que llamó su atención.
No tenía que darse la vuelta para saber que Maceo también estaba mirándola porque un crudo y primitivo latido de deseo se extendió por todo su cuerpo.
Oyó un frufrú de ropa y cuando levantó la mirada vio que él estaba quitándose la chaqueta.
–¿Qué haces?
–Ponerme cómodo. Este es mi camarote.
Maceo se quitó los zapatos y luego pasó a su lado para dejar el reloj sobre la mesilla.
Por alguna razón, esos gestos tan íntimos provocaron un incendio en su interior. Faye se quedó inmóvil, como hipnotizada, mientras él se inclinaba para rozar su oreja con los labios.
–«Te deseo, Maceo». Esas son tus propias palabras –le recordó.
–He dicho otras cosas menos agradables.
–Sí, cuando no me conocías, porque entonces no sabías que yo solo elegiría a una mujer excepcional para mi primera vez.
Faye se convirtió en una masa de arcilla deseando ser moldeada en la forma que él quisiera.
–¿Y crees que yo soy esa mujer? –le preguntó en voz baja.
Tenía que estar segura, absolutamente segura.
Maceo vaciló durante un segundo.
–En este momento solo puedo pensar en ti –respondió después, besando su cuello.
El deseo era tan poderoso que Faye estaba a punto de rendirse.
«En este momento», había dicho. Era algo temporal, una advertencia de que no duraría. Además, él había hecho una promesa cuyos detalles no conocía, pero podía imaginar y eso le recordaba que aquella cosa que había entre ellos tenía una vida limitada.
–Dime que tú también quieres esto, dolcezza.
–Quiero esto –susurró ella sin poder evitarlo.
Sería su primer encuentro sexual sin vergüenza, sin secretos. Maceo no se sentía horrorizado por ella. La había elegido a ella. Aunque fuese de forma temporal, la deseaba con una fiebre que brillaba en sus ojos.
Tiró de ella para apretarla contra su torso hasta que sintió la impronta de su masculinidad e intentó apartarse al notar el impresionante tamaño, pero él la mantuvo prisionera en el círculo de sus brazos.
–Quiero que sientas lo que me haces –musitó, con una voz ronca de deseo.
Casi con abandono, Faye se puso de puntillas y aplastó sus pechos contra el torso masculino.
Cuando la besó, su ardor anuló todas las emociones negativas. Y, sin embargo, ella sabía que habría consecuencias en el futuro, mucho después de que le hubiera dicho adiós.
Pero decidió no pensar más y dejó que enredase su lengua con la suya en un beso que le robó el aliento. Ella era la primera, pero la besaba como si fuese un amante experto.
Maceo la tomó por la cintura para llevarla a la cama y se colocó sobre ella, levantando los brazos sobre su cabeza con una mano mientras seguía besándola. Luego se apartó un poco para tirar de la cremallera del vestido y se libró de él con manos impacientes, dejándola solo con unas bragas de encaje.
–Mio Dio, voy a tomarme mi tiempo contigo –le prometió con voz ronca.
Y ella iba a morirse, estaba segura.
Maceo volvió a besarla con una pasión emotiva, conmovedora, y Faye sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Contuvo el aliento cuando él trazó el contorno de su cuerpo desde las muñecas a las caderas. Después, siguió por su columna vertebral, por sus clavículas…
–Il mio bellissimo arcobaleno –susurró sobre su piel–. Mi precioso arcoíris.
Faye se sentía bella, casi como un tesoro. Sabía que estaba dejándose llevar, pero no podía evitarlo.
Maceo le quitó las bragas con manos firmes y acarició el interior de sus muslos mientras inclinaba la cabeza. Y cuando la abrió con la lengua para saborearla con un beso voraz, Faye pensó que iba a desmayarse.
–Dios mío…
El roce de su lengua provocaba oleadas de gozo y cuando llegó al orgasmo él estaba ahí para sujetarla. Para abrazarla con fuerza y beberse sus gemidos.
Después, se levantó de la cama para desnudarse, absolutamente cómodo en su propia piel, alto y orgulloso, mientras ella tenía que hacer un esfuerzo para no retorcerse de deseo.
Un segundo después volvió la cama y la acorraló con los brazos. La besó despacio, saboreándola, como si tuviese todo el tiempo del mundo.
–Siento la necesidad de hacer que tengas otro orgasmo –dijo con voz ronca.
–¿Porque te gusta ver que pierdo el control?
–Porque es lo más excitante que he visto nunca –respondió él, rozando un pezón con la punta de la lengua.
Faye arqueó la espalda, presentando el otro pecho, y sintió un escalofrío cuando él empezó a atormentarla con la lengua. Cuando estaba a punto de perder la cabeza, Maceo alargó una mano para sacar un preservativo del cajón de la mesilla y, después de enfundarse en él, separó sus rodillas.
–Muéstrame el sitio donde quiero estar –dijo con voz ronca.
Saber que lo tenía bajo su hechizo, aunque solo fuese durante unas horas, la hacía sentir poderosa, fuerte. Y el pudor se evaporó mientras abría las piernas para él.
Maceo respiró profundamente, como si quisiera beberse su aroma. Sus pómulos se cubrieron de un oscuro rubor mientras deslizaba los dedos por los húmedos pliegues.
–Eres tan suave –musitó.
Faye intentó tirar de él.
–Te deseo ahora.
–Entonces, dime que estás lista, tesoro.
–Estoy lista.
Maceo se colocó entre sus muslos y se deslizó en su interior con una suave, pero poderosa embestida.
Sentía como si el corazón fuera a escapar de su pecho. Se había salido del camino que se había marcado por la mujer que estaba debajo de él. Porque era única.
En ese momento, enterrado en ella, estaba seguro de que podría buscar por el mundo entero y nunca encontraría a nadie que se pareciese a Faye Bishop.
Pero no tenía que hacerlo. La mujer que había logrado acallar sus demonios estaba allí, con él. Y lo recibía en su cuerpo como solo había podido soñar hasta ese momento. Ahora entendía por qué el sexo era capaz de provocar guerras.
Maceo contuvo un gemido cuando ella lo apretó con fuerza.
–Por favor… –le rogó.
Él intentaba mantener el control, pero su visión empezaba a nublarse y le temblaban las manos mientras acariciaba la curva de sus labios.
–He esperado mucho tiempo para esto, bellissima. Permíteme que lo saboree un poco más.
Faye lo miraba con los ojos brillantes, con una expresión que recordaría siempre. Mucho después de que se hubieran despedido. Mucho después de aquel momento de locura, cuando hubiese vuelto a su vida normal. A su soledad.
Intentó aguantar todo lo posible, pero pronto las sensaciones se volvieron insoportables y tuvo que moverse adelante y atrás, rugiendo de placer. La pura magia de aquel momento demostraba que no lo merecía.
«Eso no significa que no puedas perdonarte a ti mismo».
Maceo apartó de sí ese pensamiento tan tentador para concentrarse en ella, que se retorcía de gozo.
–Santo cielo, eres exquisita.
Apenas podía pensar con claridad mientras entraba y salía de ella, pero tal vez experimentar aquel momento trascendente era su sentencia. ¿Porque cómo iba a sufrir de verdad si no lo había probado nunca?
Faye dejó escapar entonces un grito de placer que le tocó el alma y lo abrumó al pensar en lo triste que sería su vida después de aquello. Incluso se preguntó cómo demonios iba a sobrevivir.
Pero tal vez no tenía que ser así.