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Capítulo 4
ОглавлениеFaye levantó la cabeza, dejando que los primeros rayos del sol calentasen su cara. Cada mañana, antes de que los empleados empezasen a trabajar, le gustaba bajar a la playa privada para mirar el amanecer.
Llevaba tres semanas allí, pero aún no había decidido si le gustaba más el exterior de la villa, con su maravillosa arquitectura barroca, los cuadros y obras maestras del interior o los silenciosos patios, las maravillosas terrazas frente al mar y los tranquilos jardines en contraste con el agitado mar, que golpeaba incesantemente contra el acantilado.
Por el momento, había contado dos docenas de pasillos que llevaban a recoletos patios y jardincillos privados con bancos y fuentes. Faye se sentía como una niña, esperando el amanecer para explorar aquel lugar mágico.
En los primeros días, cuando los empleados se mostraban abiertos y colaboradores, había descubierto que Luigi y Carlotta también habían usado Villa Serenita como refugio durante el verano, poco después de unir fuerzas con los padres de Maceo, Rafael y Rosaria Fiorenti.
Faye no quería que le gustase la casa donde Luigi había encontrado la felicidad. Sin embargo, con cada nuevo descubrimiento Villa Serenita se hacía un hueco en su alma.
Pero, por supuesto, había una obligatoria serpiente en el paraíso.
Un día, Maceo la había llamado a su despacho para imponer unas reglas que, al parecer, ella se había saltado, sin saber que existían, solo unas horas después de llegar a la casa.
Primero, no debía distraer a los empleados de su trabajo siendo demasiado simpática. Segundo, podía explorar la villa, pero no debía interrogar al personal sobre su historia o el pasado reciente. Tercero, y más importante, no debía tocar a Pico, el precioso perro de ojos color chocolate.
Daba igual que el perro la siguiera a todas partes y que se sentase a sus pies durante las comidas.
Faye se había saltado esa regla en particular hasta que, unos días después, Maceo se llevó a Pico a sus habitaciones privadas.
Desde entonces, sus preguntas sobre Pico habían sido recibidas con sonrisas de rubor por parte de los empleados.
Era evidente que Maceo era muy posesivo con su perro, pero Faye tenía otras cosas en mente. Luigi, por ejemplo. Seguía sin saber por qué la había abandonado. Tal vez había pensado que le hacía un favor rechazándola y tratándola como si fuera invisible. Eso era lo que había hecho Matt cuando se encontraban en la universidad, después de haber sido tan tonta como para revelarle su secreto.
Y la fotografía que encontró en la biblioteca unas noches antes solo había provocado más preguntas.
Había tres hombres en la fotografía. Uno de ellos era, evidentemente, el padre de Maceo. El parecido era innegable. El segundo era Luigi y el tercero un hombre que se parecía a él. Pero, mientras el desconocido reía en la foto, Luigi y Rafael permanecían serios. Casi como si estuvieran enfadados.
La expresión de Rafael Fiorenti le resultaba familiar porque la había visto en el rostro de su hijo, pero la expresión de Luigi le resultaba extraña y eso dejaba claro lo poco que conocía a su padrastro.
En el dorso de la fotografía había tres nombres: Rafael, Luigi, Pietro.
¿Quién era Pietro? ¿Y por qué Luigi no lo había mencionado nunca mientras vivía con ella y con su madre en Kent?
«Porque cada vez que le pedías que te contase cosas de su tierra, él cambiaba de tema».
Faye intentó volver al presente. Concretamente, a su reunión con Maceo.
Debían mantener una reunión de evaluación semanal, pero Maceo las había cancelado todas hasta aquel día. Ella seguía en vilo, pero sabía por instinto que aquel era el día, así que no tenía tiempo para preguntarse por la identidad de un extraño en una antigua foto.
Suspirando, atravesó el jardín y entró en la villa por la cocina. Giulia estaba metiendo una bandeja de bollos en el horno y sonrió al verla.
–Buorngiorno, signorina. Il signor Fiorenti ha pedido que sirva el desayuno en el salone bianco. Quiere que se reúna con él allí.
–¿De verdad?
En todo ese tiempo no habían comido o cenado juntos ni una sola vez. De hecho, Maceo la evitaba a toda costa.
Giulia asintió.
–Quiere desayunar en media hora.
De modo que el interrogatorio empezaría a la hora del desayuno, pensó Faye, esbozando una sonrisa mientras subía a su habitación.
Después de tres semanas, aún no se había acostumbrado a tanta opulencia. Cuando la directora de Recursos Humanos le dijo que tenía derecho a un nuevo vestuario por ser empleada de Casa di Fiorenti, Faye había esperado recibir una pequeña cantidad de dinero, no cajas y cajas llenas de ropa de los mejores diseñadores.
Esa mañana, eligió un vestido de color lila por la rodilla, un cinturón de color fucsia y, como toque personal, un broche hecho a mano por su madre.
Los toques de color calmaron un poco su nerviosismo, pero seguía alterada mientras se ponía los zapatos y salía de la suite.
El salone bianco hacía honor a su nombre. Era… resplandeciente. Todos los muebles eran blancos, incluyendo la mesa a la que Maceo estaba sentado, con la cabeza enterrada en las páginas de un periódico.
Faye tragó saliva cuando dejó el periódico y clavó en ella sus ojos de color ámbar.
–Buongiorno. Me alegro de que hayas decidido aceptar mi invitación –dijo Maceo con voz ronca.
Apenas lo había visto en todo ese tiempo y Faye no era capaz de apartar la mirada de los anchos hombros o los impresionantes bíceps bajo la camisa.
Varios superlativos aparecieron en su mente, pero el único apropiado era «magnífico». Podría aparecer en la portada del Vogue italiano o en alguna otra revista dedicada exclusivamente a catalogar bellezas masculinas.
Si te interesaban esas cosas. Y a ella no le interesaban.
¿Entonces por qué su corazón se aceleraba cada vez que estaban cerca?
La sensación era lo bastante irritante como para hacerla responder con tono adusto:
–¿Era una invitación? A mí me ha parecido una orden.
Maceo la miró de arriba abajo.
–No, no era una orden. Gracias por aceptar mi invitación, Faye.
Pronunciaba su nombre con tal sensualidad que le gustaría pedir… no, exigir que volviese a pronunciarlo.
Qué locura, pensó. ¿No había aprendido la lección? Había bajado la guardia una sola vez para tener una relación normal, pero Matt le había recordado despiadadamente que ella no era normal, que era una abominación.
El dolor que provocó ese recuerdo hizo que torciese el gesto mientras se sentaba a la mesa.
–¿Café? –le ofreció él.
–Té, por favor –dijo Faye, decidida a mostrarse amable.
El mayordomo sirvió el té y luego, después de ofrecerle una bandeja de fruta y embutidos, desapareció discretamente.
El silencio era ensordecedor, pero Maceo parecía absolutamente cómodo mientras leía el periódico, tomando una taza de café detrás de otra.
–Llevas unas semanas en Casa di Fiorenti. ¿Cuál es tu veredicto? –le preguntó él por fin–. ¿Sigues pensando que es el corazón del monstruo que te privó de tu padrastro o has revisado tu opinión?
Faye se puso colorada porque había cierta verdad en esas palabras. Luigi solo había formado parte de su vida durante dos años, pero eran los años de formación y le habían mostrado lo que podía ser una familia. Tal vez habría superado su abandono si no tuviese que ver el nombre de Casa di Fiorenti cada vez que entraba en un supermercado. Esa presencia constante no había hecho nada para curar la herida.
Hasta que conoció a Matt.
–Nunca he pensado que fuera un monstruo. Solo…
–¿Querías odiar Casa di Fiorenti?
Faye se encogió de hombros mientras tomaba un sorbo de té.
–Tal vez.
–¿Y ahora que trabajas allí?
–¿Por qué quieres saberlo? ¿Por qué te importa lo que yo piense?
Maceo tardó en responder y su expresión era tan enigmática como siempre.
–Porque hice una promesa.
La respuesta fue tan inesperada que Faye lo miró con los ojos como platos.
–¿Una promesa?
–Sí.
–¿A quién?
–¿A quién crees?
–¿A tu… mujer?
¿Por qué se le atragantaba esa palabra? ¿Qué importaba que hubiera estado casado?
«Porque pensar que ha sido de otra mujer te molesta».
Y no por la conexión de Carlotta con Luigi.
Maceo se encogió de hombros.
–Por alguna razón, Carlotta quería que te involucrases en todo lo que era importante para ella.
–¿Dijo eso, de verdad?
–Dijo muchas cosas. Pero aún no he decidido si lo pensaba de verdad o era el resultado de enfrentarse con su propia mortalidad.
–¿Cómo puedes decir eso? ¿Quién eres tú para decidir?
–Alguien que sabe distinguir la realidad de la ficción.
–¿Y estarías dispuesto a deshonrar sus deseos descartándolos a tu gusto?
La expresión de Maceo se endureció.
–Ella sabía que no me dejaría llevar por absurdas fantasías.
Faye se mordió los labios para no replicar. Incluso intentó comer algo, aunque tenía un nudo en la garganta, pero después de probar una tostada con huevos revueltos dejó el tenedor sobre el plato.
–Si Carlotta quería que me involucrase en todo ¿por qué le has pedido a los empleados que no hablen conmigo?
El brillo de los ojos de color ámbar se volvió helado.
–Porque la verdad no tiene nada que ver con simples cotilleos.
–¿No confías en tus empleados?
De nuevo, Maceo se encogió de hombros.
–Carlotta era querida por todos y están de luto por ella, pero no quiero que te dejes llevar por emociones superfluas.
–¿Y tú? ¿Tú también estás de luto?
–Mis emociones no son asunto tuyo.
–¿Estás seguro? Yo creo que tus emociones afectan directamente a nuestra relación. No eres capaz de mirarme o hablar conmigo sin ponerme etiquetas desagradables y eso es muy curioso porque he descubierto algunas cosas sobre ti.
–¿Ah, sí?
–Exiges que los demás se comporten con propiedad, pero parece que a ti te gusta mucho la notoriedad. Algunos incluso dirían que has hecho más de lo que deberías para cortejarla.
–Mi relación con los paparazis…
–No es asunto mío, ya lo sé –dijo Faye con tono aburrido.
–No, no es asunto tuyo –asintió Maceo–. Carlotta se divertía provocando a los reporteros –dijo después.
–Qué raro. Por lo que he leído sobre Carlotta, era el paradigma de la clase y el aplomo.
–Sí, pero era dejar que siguieran publicando cosas hirientes sobre ella o darles la carnaza que a Carlotta le convenía.
Maceo casi pareció asombrado por la verdad que acababa de confesar.
–¿Entonces todo era un juego?
–¿No es la vida una especie de juego? –replicó él cínicamente.
Pero Faye vio que apretaba la taza con fuerza y pensó que se trataba de algo más que de burlarse de la prensa.
Recordó entonces la foto que había encontrado en la biblioteca, ahora guardada entre las páginas de un libro en su mesilla, pero el instinto le advirtió que no era el momento de preguntar.
–No es un juego para mí. Para mí la vida es algo muy serio.
Maceo miró su pelo y su ropa de colores.
–Y, sin embargo, tu aspecto dice todo lo contrario.
–Tú vives en un mundo sombrío, yo no.
Para su sorpresa, él sonrió. La sonrisa no llegaba a sus ojos, pero era tan radiante que Faye se olvidó de respirar durante unos segundos. Cuando por fin llevó aire a sus pulmones, Maceo clavó la mirada en sus pechos… y el ambiente se volvió tan tenso como el principio de un despliegue de fuegos artificiales.
Era la misma sensación que había experimentado en el despacho tres semanas antes. Esa perturbadora atracción sexual la mantenía inquieta, especialmente por las noches, cuando era incapaz de conciliar el sueño hasta que el helicóptero llegaba a la villa.
Esa inquietud la había empujado a saltar de la cama más de una vez para verlo bajar del aparato y, en una ocasión, Maceo la pilló. Se miraron el uno al otro durante lo que le pareció una eternidad, pero ninguno de los dos había mencionado el incidente.
–Tal vez solo es un camuflaje para esconder lo que eres en realidad –estaba diciendo él en ese momento.
Faye se alegraba de haber dejado el tenedor sobre el plato porque se le habría caído.
¿Qué había querido decir?
Nerviosa, dobló celosamente la servilleta mientras intentaba controlar los locos latidos de su corazón.
Porque la verdad era que estaba escondiéndose. Ocultando la mancha de su existencia. Ignorando la voz oscura y amenazadora que le recordaba que sus circunstancias nunca serían normales, que formar lazos de intimidad, físicos o emocionales, mientras llevaba esa carga era sencillamente imposible.
El cruel rechazo de Matt lo había dejado bien claro.
–De nuevo, parece que estamos evitando el tema más importante. ¿O de verdad me has invitado a desayunar para hablar de mi vestuario?
Maceo la miró en silencio durante largo rato.
–Tenemos una reunión con el departamento de Investigación y Desarrollo para discutir tu evaluación. Esta es tu oportunidad para advertirme de cualquier irregularidad.
Faye sonrió. Saber que Casa di Fiorenti iba a elegir nuevos sabores para su exclusiva marca había sido muy instructivo e inesperadamente emocionante.
–Gracias por el aviso, pero no me preocupa la evaluación. Me gusta el trabajo.
–Bene. Espero que siga siendo así hasta el próximo sábado.
–¿Qué pasa el próximo sábado?
–Casa di Fiorenti organiza una fiesta de verano para los socios y los ejecutivos de la empresa. Vendrán doscientas personas y tú también tendrás que asistir, por supuesto.
–Pero yo no soy ejecutiva.
–No, es verdad, pero uno de los deseos de Carlotta era que vieses la parte familiar de la empresa. La fiesta es una tradición que ella inventó hace veinte años.
–¿Por qué quería que yo acudiese? –preguntó Faye.
–No puedo responder por ella, pero debes acudir. Y, por supuesto, debes asegurarte de no decir o hacer nada que pueda desprestigiar a la compañía.
Faye tiró la servilleta sobre la mesa.
–¿Puedo hablar en absoluto o debo fingir que soy muda?
–No, solo te recuerdo que sopeses tus opciones si decides contarlo públicamente.
Faye se preguntó si sería otra prueba. Una forma de descubrir si merecía el dinero de la herencia. Y, aunque le habría gustado tirarle la invitación a la cara, acudir a esa fiesta podría darle las respuestas que buscaba.
–Muy bien, de acuerdo. Haré lo posible para no dañar el «prestigioso» apellido Fiorenti.
–Eso es todo lo que te pido.
Maceo se levantó y tomó la chaqueta del respaldo de la silla.
–¿Vienes? –le preguntó mientras se la ponía.
Faye estaba como hipnotizada por el movimiento de sus músculos.
–¿Qué?
–La evaluación es a las ocho. ¿Piensas estar allí?
–Sí, claro.
Faye se levantó, pero lo hizo con demasiado ímpetu y trastabilló.
La secuencia de eventos fue rápida y desconcertante. Maceo sujetó la silla con una mano y puso la otra en su cintura.
Y entonces el mundo pareció detenerse.
La intensidad de la mano que sujetaba su cintura, el brillo de la mirada ámbar, los salvajes latidos de su corazón, el torrente de calor en sus venas.
Quería moverse, pero era incapaz.
Sin decir una palabra, Maceo Fiorenti estaba al mando de su cuerpo y hasta del aire que respiraba. O más bien el aire que no podía respirar.
La miraba como si pudiese ver bajo su piel. ¿Había apretado su cintura un poco más? ¿Se había acercado o era cosa de su imaginación?
De niña, había metido un dedo en un enchufe, pero eso no era nada comparado con las sensaciones que experimentó cuando Maceo tiró de ella.
El brillo de sus ojos ya no era indiferente o desdeñoso. Había fuego en ellos. Un fuego que prometía… aniquilación.
Y, en lugar de alejarse de algo que podría destruirla, Faye anheló abrazarlo, sentir esa descarga eléctrica, esa quemazón.
Sin poder evitarlo, levantó una mano y acarició la piel sobre el cuello de la camisa, donde latía el pulso. Luego pasó los dedos por la perfecta mandíbula hasta la delgada cicatriz entre la barbilla y la boca.
Se quedó allí, explorando la cicatriz en silencio mientras su corazón latía como si quisiera escapar de su pecho.
La mirada de Maceo estaba clavada en su boca y el deseo que emanaba de él era tan poderoso, tan intenso, que Faye dejó escapar un gemido.
Un segundo después, él murmuró una palabrota en italiano mientras daba un paso atrás.
–Per l’amor di…
Se dio la vuelta sin terminar la frase.
–Lo siento, no quería…
Tampoco ella terminó la frase. Porque no había querido tocarlo.
–No sé qué pretendes, señorita Bishop, pero te advierto que no juegues conmigo. En ninguna circunstancia.
–Yo no…
–Debo dejar claro que yo no mezclo nunca los negocios con el placer. Nunca.
Faye se agarró al borde de la mesa para mantener el equilibrio, absurdamente decepcionada.
–Pero yo no soy un negocio. Para ti, solo soy una carga temporal. Podrías librarte de mí inmediatamente, pero has decidido no hacerlo. ¿Por qué? No me digas que eres masoquista.
–Yo nunca he tomado el camino más fácil para nada y no pienso hacerlo ahora. En cuanto a tu pequeña… indulgencia, espero que no vuelva a pasar.
Pero Faye sabía que no había sido solo ella. Había visto el brillo de deseo en sus ojos, lo había sentido en la presión de su mano. Había notado la masculina reacción rozando su cadera.
–Entonces, hazme un favor. La próxima vez, deja que me caiga.
Él pareció confuso.
–Che cosa?
–Me has sujetado para que no me cayese. La próxima vez, sigue adelante. Ya me las arreglaré yo solita.
Maceo parecía atónito por la respuesta y Faye estaba segura de que nadie se había atrevido a hablar así al gran Maceo Fiorenti en toda su vida.
Él se tomó su tiempo para abrochar el botón de la chaqueta, como si no le hubiera afectado el incidente.
–Lo tendré en cuenta –respondió, señalando la puerta con la cabeza–. ¿Nos vamos?
Hicieron el viaje en tenso silencio y Faye lo aprovechó para intentar controlar sus emociones. Incluso dejó de mirarlo durante unos minutos y casi se convenció a sí misma de que aquel cuerpo alto e imponente no estaba provocando el caos en sus sentidos.
Dejó escapar un suspiro de alivio cuando entraron en la oficina veinte minutos después y él desapareció en su despacho, pero sabía que el respiro no duraría. En cualquier caso, se encerró en el cuarto de baño, intentando no revivir ese momento en el comedor mientras se atusaba el pelo y se preparaba para la reunión.
En cuanto se sentó en la sala de juntas, procedieron a diseccionar todo lo que había aprendido en las últimas tres semanas. Cuando el jefe del departamento de Investigación y Desarrollo le aseguró que era muy trabajadora y capaz, Maceo se volvió para mirarla.
–Cuénteme qué es lo más interesante que ha descubierto hasta ahora, señorita Bishop.
–Por ejemplo, que el signor Triento es un líder excelente y confía en su equipo sin ser un tirano. Estoy especialmente contenta con la tarea de ayudar a encontrar nuevos sabores para una edición limitada en Navidad y ya tengo algunas ideas.
Alberto Triento esbozó una sonrisa que la mirada reprobadora de su jefe borró de inmediato.
–No sabía que le diéramos a los becarios tanta libertad de acción –comentó Maceo.
El hombre se encogió de hombros.
–No hay nada malo en poner a prueba un nuevo talento. Puede que nada salga de ello o tal vez dará fruto. No lo sabremos hasta que hayamos probado, ¿no?
Maceo no se molestó en responder y, unos minutos después, Triento volvió a su despacho.
–Bueno, ¿entonces he pasado la prueba? –preguntó Faye cuando se quedaron solos.
–Intenta no dejarte llevar por la novedad. Y ten en cuenta que probamos cientos de sabores cada año y muy pocos acaban en producción.
–Pero puedo comer chocolate como parte de mi trabajo. No veo ninguna desventaja en eso.
Él frunció los labios, como si la observación lo hubiese irritado.
–¿Por qué estoy en el departamento de Investigación y Desarrollo? –preguntó Faye entonces.
Maceo tardó unos segundos en responder.
–Era el departamento de Luigi, y el de Carlotta tras su muerte. Antes de eso era una estupenda directora de marketing, pero Luigi se la llevó a su departamento y, al final, le encantaba descubrir nuevos productos.
–Parece que tenían mucho en común.
–¿De verdad sabes tan poco sobre tu padrastro?
Sonaba como una acusación más que como una pregunta, pero Faye estaba demasiado inquieta tras el incidente en el desayuno como para seguir peleándose con él, de modo que se encogió de hombros.
–Perdimos el contacto cuando volvió a Italia.
–Italia no está al otro lado del mundo. ¿Cuántos años tenías cuando se fue… trece, catorce?
–Once.
Durante los dos años que Luigi vivió con ellas Faye había visto un destello de lo que era una verdadera familia, pero el silencio de su padrastro después de dejar a su madre había hecho que se lo cuestionase todo, incluyendo su propia valía.
El desgarrador secreto sobre su nacimiento era una carga a la que se había resignado hasta que conoció a Matt. Y hasta que Carlotta insistió en que abriese una caja de Pandora que, durante años, había querido mantener cerrada.
–Luigi me abandonó cuando era una cría.
–Tal vez tenía sus razones –murmuró Maceo.
–Ya, claro, todo el mundo tiene sus razones. Pero tal vez debería haber sido lo bastante hombre como para contarme todo esto en lugar de…
–¿En lugar de…?
–Eso da igual.
–No creo que dé igual. Pareces exageradamente… emocional.
–Mientras tú te enorgulleces de no tener emociones –replicó Faye–. ¿Por eso me presionas tanto?
–No, lo hago porque me importan los deseos de Luigi y Carlotta. Te presiono como advertencia para que no manches su memoria.
–Tanto te importaba Luigi que te casaste con su mujer –le espetó ella entonces, enfadada.
Maceo se quedó tan inmóvil como una estatua de mármol.
–No te metas en cosas de las que no sabes nada.
–Pues entonces cuéntamelo. No creo que sea la primera persona que se pregunta por tu… interesante matrimonio.
–La reunión ha terminado. Puedes marcharte –se apresuró a decir él, claramente airado.
–Por supuesto, signor Fiorenti. Pero antes de que me acuses de fisgar, recuerda que estoy intentando descubrir cosas sobre mi padrastro, así que cuéntame lo que quiero saber o no lo hagas, da igual. Pero te advierto que no pienso irme de Italia hasta que haya conseguido respuestas.
Incluyendo información sobre la misteriosa foto que había escondido entre las páginas de un libro.
Faye Bishop se había metido bajo su piel.
Distanciarse de ella, como había hecho en las últimas tres semanas, solo había provocado más preguntas, más intriga. Había esperado que la reunión de evaluación aportase algo nuevo.
O, más bien, si era completamente sincero, que pusiera al descubierto algún fallo, algún defecto, que justificase su opinión sobre Faye, pero los halagos de Alberto Triento dejaban claro que no tendría ayuda por ese lado.
Y en cuanto a lo que había pasado durante el desayuno…
Esa oleada de deseo irrefrenable, el insistente cosquilleo entre sus piernas. Nunca había experimentado algo así.
Faye había tocado la cicatriz que nadie más se había atrevido a tocar. La cicatriz que servía como recordatorio de lo que había hecho…
Maceo se pasó una mano por el pelo. No podía dejar de preguntarse qué habría pasado si hubiera sucumbido al urgente deseo de besarla.
Él era Maceo Fiorenti y nadie lo hacía perder la cabeza. Durante una década había cumplido fielmente la promesa de negarse a sí mismo todo lo que le había robado a sus padres.
¿Entonces por qué ahora se le ponía a prueba?
«No sé cuál es tu juego, Carlotta. Es insolente, desagradecida y demasiado exótica como para tomarla en serio. Por no decir cotilla».
«¿Entonces por qué estás aquí?».
Maceo oyó la burlona voz de Carlotta con tal claridad que no le habría sorprendido verla delante de él en la cripta familiar.
El olor de las flores que él encargaba que enviasen cada día le recordó que el aroma de las cerezas le parecía más dulce últimamente. El aroma de Faye, ese aroma que había llenado todo su ser en el comedor, cuando estuvo a punto de perder la cabeza.
Por suerte, había logrado apartarse.
«Una pena», le pareció escuchar la voz de Carlotta.
–Debería terminar con esto hoy mismo –dijo en voz alta–. Entregarle su herencia y la carta y acabar con esto de una vez, ¿no?
La respuesta fue el silencio, por supuesto, y Maceo hizo una mueca, sabiendo que no tomaría el camino más fácil. Había hecho una promesa, había dado su palabra. Y sin palabra, ¿qué era él?
El recordatorio que llevaba con él a todas partes le quemaba en ese momento y, con manos temblorosas, sacó del bolsillo de la chaqueta un trozo de papel.
Era una copia de la lista que había encontrado entre las cosas de sus padres y que ahora guardaba en un cajón de la mesilla. Una lista de deseos, escrita en una servilleta de papel cuando sus padres se comprometieron. Maceo pasó la mirada por la lista, con el corazón encogido. Rafael y Rosaria no habían podido cumplir sus sueños.
Por su culpa.
Guardando la nota en el bolsillo, volvió a mirar la placa de Carlotta.
–Está fisgoneando donde no debería –dijo en voz alta.
«Entonces, haz algo al respecto».
En lugar de mantener las distancias, tenía que acercarse más a ella para vigilarla de cerca. No iba a arriesgarse a que airease los secretos familiares.
–Vosotros deberíais estar aquí. O yo debería estar con vosotros –murmuró, mirando la placa con los nombres de sus padres.
Maceo apretó los puños, luchando para no hundirse en aquel agujero. Tenía un deber que cumplir y cuando todo terminase, cuando no hubiera nada entre él y el abismo…
¿Entonces qué?
Sacudiendo la cabeza, se dirigió a su Alfa Romeo, aparcado en el cementerio privado.
–¿Cómo que Faye ha ido a una discoteca?
–Creo que era el cumpleaños de alguien del departamento –respondió su ayudante–. Según el correo, iban a cenar y luego a bailar.
Maceo, que había pensado cenar con ella esa noche, tal vez incluso a responder a alguna de sus preguntas, se sentía absurdamente decepcionado.
Seguía enfadado después de cenar y paseó pensativo por el jardín con Pico a su lado. Se negaba a mirar el reloj, aunque sabía que debía ser casi medianoche.
El ruido de un motor lo empujó hacia el muelle y vio a Faye saltar de la lancha con la gracia y la agilidad de una bailarina de ballet. Luego se volvió para tomar algo que le ofrecía el conductor y Maceo tardó un momento en darse cuenta de que eran sus zapatos.
Típico de ella ir descalza, claro.
Faye estaba charlando alegremente con el conductor mientras con una mano apartaba el pelo de su cara y con la otra sujetaba los zapatos.
Y, por alguna razón incomprensible, el ridículo espectáculo convirtió su irritación en furia.
Maceo se dirigió al muelle y puso un montón de billetes en la mano del conductor, sin molestarse en decir una palabra.
–¿Lo has pasado bien? –le preguntó a Faye con tono cortante.