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Capítulo 3
ОглавлениеMaceo se despreciaba a sí mismo por experimentar aquel indomable deseo. Porque, después de pasar una hora interrogando a Faye Bishop, y de confirmar que no tenía el menor interés en Casa di Fiorenti y que solo le interesaba el dinero, no podía dejar de pensar en ella.
Había diseccionado cada mirada, cada palabra que había pronunciado con esos labios de pecado. Se había preguntado por qué vestía de ese modo y por qué llevaba tatuajes de henna en el brazo.
Y por qué no parecía tener miedo de enfrentarse con él cuando todo el mundo, tanto en su vida privada como en su vida profesional, hacía lo imposible para no llevarle la contraria.
Miró entonces el brazo del sofá donde Faye había clavado las uñas, seguramente para no clavárselas a él en la cara.
Antes de conocerla, su intención había sido que pasara tres meses en Casa di Fiorenti. ¿Por qué había insistido en que fueran seis? ¿Y por qué demonios la había invitado a alojarse en su villa?
Aunque su preocupación por los paparazis era auténtica, no iba a divulgar que era su propio juego, cultivado para evitar que indagasen en el pasado de su familia y descubriesen el terrible secreto que Luigi y sus padres habían movido montañas para esconder. Y su propio papel en acortar las vidas de sus familiares.
Mientras juzgaba a sus padres por esconder el secreto que había alterado los cimientos de su vida, y destruido el pedestal en el que los tenía, no se había parado a pensar en las consecuencias de sus actos.
Eso lo descubrió demasiado tarde.
Ahora tenía que vivir sabiendo que los planes de sus padres, sus esperanzas y sus sueños, habían sido destruidos por su culpa, por su implacable actitud, cuando haber sido más comprensivo podría haberlo salvado de aquella vida desolada.
La vergüenza y el sentimiento de culpa le habían impedido contemplar la posibilidad de formar una familia o mantener una relación. Pero era culpa suya, de nadie más.
Maceo abrió el archivo de Faye y torció el gesto, sorprendido, mientras leía su currículo. Tenía un título en Sociología y Administración de Empresas. Y, sin embargo, perdía el tiempo en una granja.
No había nada extraño en su currículo, de modo que no entendía su reticencia a cumplimentar esos documentos.
Maceo echó un vistazo a los detalles personales. En la casilla del estado civil había escrito: ninguno.
«Ninguno» no significaba que no tuviese alguna relación.
Y, desde luego, a él no debería importarle en absoluto.
Había privado a sus padres, a Carlotta y a Luigi de sus relaciones. ¿Quién era él para pensar en tener una relación? ¿Y por qué demonios estaba pensando eso?
Con los dientes apretados, siguió leyendo el documento.
Su vida parecía totalmente normal, pero Faye Bishop era todo menos normal. Era un torbellino engañosamente pequeño y ardiente. ¿Era por eso por lo que Carlotta le había hecho prometer que la pondría a prueba antes de entregarle su herencia? ¿Porque le había parecido tan especial como a él?
«¡Basta!».
Estaba inventando historias donde no había ninguna.
Se dirigió a la ventana intentando distraerse, pero ni siquiera la maravillosa vista podía remplazar la imagen de un hada de garras diminutas y lengua afilada… y un cuerpo voluptuoso que no era capaz de borrar de su memoria.
Pero no había luchado contra los demonios de la culpa y la vergüenza a diario sin que le salieran callos y, haciendo acopio de voluntad, volvió a su escritorio y consiguió apartar a Faye Bishop de sus pensamientos mientras trabajaba.
Un correo del departamento jurídico le confirmó que Stefano y Francesco pensaban impugnar el testamento de Carlotta. Muy bien, sabía que lo harían y se encargaría de que se fueran de Casa di Fiorenti sin un céntimo.
Estaba contemplando cómo iba a hacerlo cuando sonó un golpecito en la puerta y Faye Bishop asomó la cabeza en el despacho.
–Entra –le dijo, después de aclararse la garganta.
Faye Bishop, con esa ridícula falda de flores. Estaba sonriendo, pero no a él sino a Bruno, su ayudante, que se apresuró a cerrar la puerta al ver que torcía el gesto.
En cuanto sus miradas se encontraron, la sonrisa de Faye se evaporó y Maceo tuvo que disimular su irritación y también una incomprensible presión en su entrepierna.
–He terminado con el departamento de Recursos Humanos.
–Espero que la experiencia no haya sido insoportable –dijo él, irónico.
Faye se encogió de hombros.
–¿Sabes una cosa? Pensé que era mi presencia lo que te irritaba tanto, pero empiezo a pensar que eres así todo el tiempo.
–¿Y cómo soy, según tú?
–Cínico, amargado y… sencillamente desagradable.
Y culpable. ¿Cómo podía olvidar la culpa que se lo comía desde que despertaba hasta que el sueño se llevaba sus demonios?
–Te aseguro que yo no he sido «sencillamente» nada en toda mi vida.
–No, tú eres como la lluvia ácida, arruinando la existencia de cualquiera que se atreva a acercarse.
–Me halagas –bromeó Maceo.
Faye tuvo que disimular una sonrisa.
–No debería sorprenderme esa respuesta, pero…
–¿Te sorprende? Recuerda que tengo muchos recursos para sorprenderte y te evitarás disgustos.
La expresión de burla se evaporó y Maceo se sintió tontamente decepcionado. Sus conversaciones con Carlotta siempre habían sido cordiales, pero los espectros del pasado habían ensombrecido su relación. Su charla con Faye era intrascendente y, sin embargo, estaba saboreándola como saboreaba un excelente café en el soleado balcón de su casa ante de empezar el día.
–La directora de Recursos Humanos ha dicho que querías verme, pero si es para que sigamos insultándonos, creo que paso. Ha sido un día muy largo y me gustaría hacer algo diferente.
Intentaba mostrarse desdeñosa, pero Maceo vio algo más en sus ojos. Algo que se parecía a su propia decepción.
Cuando se levantó de la silla para ponerse la chaqueta notó que Faye seguía sus movimientos con la mirada.
–¿Dónde te alojas? –le preguntó.
Ella frunció el ceño.
–¿Por qué?
–Porque tendremos que ir a buscar tus cosas antes de ir a la villa. A menos que hayas venido a Italia solo con lo que llevas puesto.
–No, he dejado la maleta en el hotel.
Cuando le dijo el nombre del hotel, Maceo tuvo que disimular una mueca de disgusto. Era poco más que un hostal.
Sí, llevarla a la villa sería lo mejor. Para empezar, eso evitaría que los reporteros preguntasen por qué la hijastra de Luigi se alojaba en un hostal barato.
Maceo ignoró la vocecita que se burlaba de él por buscar razones para alojarla en su casa.
Había un brillo desafiante en los ojos de color índigo que aceleró su pulso. Sabía que debería apartarse, pero sus pies se negaban a obedecerlo. Aquella intrigante criatura estaba tan cerca que podría tocarla y deseaba hacerlo.
Tocarla, explorarla, devorarla.
Era muy bajita, apenas le llegaba al hombro. Y, sin embargo, su presencia inundaba todos sus sentidos, tentándolo a respirar profundamente para inhalar su aroma.
Pero había prometido no experimentar felicidad o placer y sabía que debería sentirse avergonzado, pero la sensación era una especie de descarga eléctrica.
Anticipación.
Excitación.
A Carlotta le habría parecido muy divertido, pensó. Y quizá, por una vez, no lo habría mirado con gesto de preocupación.
Porque…
–¿Nos vamos o no? –lo apremió Faye.
Pero el tono aburrido desmentía el brillo de sus ojos. Tampoco ella era inmune, también ella notaba el ambiente cargado.
–Después de ti –dijo Maceo.
Pero solo porque le divertía, nada más. Desde luego, no porque quisiera tenerla más cerca. No porque quisiera adivinar el aroma de su piel, de su champú…
«Como todo lo demás en tu vida, ella es un elemento temporal. Recuerda eso».
Faye dio un paso adelante, evitando su mirada, y Maceo puso la mano en el picaporte mientras tomaba aire. Cerezas y melocotones, una combinación vulgar. Y, sin embargo, en ella era un aroma arrebatador, un aroma que quería perseguir, saborear.
¿Qué le pasaba? Su libido nunca había provocado tal caos. Ni siquiera a los dieciocho años, cuando sus hormonas estaban disparadas. Incluso entonces era cínico sobre la atención de las chicas porque sabía que el prestigio de su apellido contribuía a su interés.
Y desde que se convirtió en presidente de Casa di Fiorenti, esa teoría había sido confirmada a menudo.
Ni siquiera estar casado había disuadido a las mujeres. Había recibido muchas proposiciones, pero eso solo provocaba un persistente desagrado, reforzando su decisión de no buscar placer de ningún tipo.
Por supuesto, le había sido fiel a Carlotta. Claro que su matrimonio no había sido normal…
Pero ahora, por primera vez, Maceo experimentaba un cambio en los cimientos de su existencia. Y no era capaz de apartar la mirada de la suave piel de Faye o de los felinos movimientos de su cuerpo.
«¡Basta!».
Con tono cortante, informó a su ayudante de que trabajaría desde la villa y se dirigió al ascensor. Llevaría a Faye a su casa y después se olvidaría de su existencia.
Pero media hora después, ella volvió a poner a prueba su paciencia dejando sonar el móvil una y otra vez mientras miraba por la ventanilla del coche como si fuera sorda.
–¿No vas a responder? –le espetó por fin, mirando el enorme bolso que llevaba sobre las rodillas.
–Lo haré cuando esté sola.
–No te contengas por mí. Imagino que todos los detalles importantes de tu vida están en el informe de Recursos Humanos.
Faye se encogió de hombros.
–¿La casa está muy lejos?
–Llegaremos al helipuerto en cinco minutos.
–¿Al helipuerto? ¿Vamos a la villa en helicóptero?
–Es mi modo de transporte preferido.
–¿Qué otros modos de transporte hay?
–Una lancha motora.
Faye frunció el ceño.
–Yo nunca he viajado en helicóptero ni en lancha motora. Te pido disculpas de antemano si ocurre algún accidente.
Maceo no pudo evitar una sonrisa.
–¿Qué tipo de accidente?
–No sé si voy a marearme en el helicóptero.
–Espero que no.
–Bueno, pues te lo advierto. Podría marearme.
–Lo tendré en cuenta y mantendré una distancia apropiada.
–No es demasiado tarde para cambiar de opinión sobre alojarme en tu villa.
–No vamos a seguir discutiendo ese asunto. Ya está decidido.
–Pues entonces, que quede sobre tu conciencia –replicó ella.
Maceo tuvo que disimular una sonrisa. Era peleona, desde luego. Y, por alguna razón, él sentía el deseo de provocarla.
Fue un alivio llegar al helipuerto, pero el alivio se convirtió en intriga cuando ella lanzó un grito al ver el enorme aparato con el emblema de la familia.
–¡Madre mía, es enorme!
¿Lo era? Maceo no lo había pensado porque no le interesaba el tamaño sino su propia seguridad y la de aquellos que estaban a su lado.
Hasta una semana antes eso incluía a Carlotta. Ahora no tenía a nadie más.
El agujero en su pecho se expandía y los demonios empezaban a gritar de alegría.
«Has sobrevivido y ahora estás solo, como tiene que ser».
Tomando aire para contrarrestar esa opresión en el pecho, Maceo intentó calmarse.
–¿El tamaño es un problema?
–¿Aparte de hacerme pensar que lo estás compensando por algo? No, en absoluto –respondió Faye.
Él la miró, atónito. Era una descarada, pero algo en ella lo atraía de un modo irrefrenable.
Maceo apretó los dientes. El placer y la compañía femenina no estaban en las cartas para él. Y, aunque lo estuviesen, no sería con aquella mujer que lo miraba con gesto retador.
–Perdona si he tocado un tema delicado –se burló Faye.
Maceo detuvo el coche y se volvió para mirarla.
–No me gustan las disculpas falsas. En cuanto a la pulla sobre mi masculinidad, no tengo la menor intención de demostrar que estás equivocada.
–Era una broma… –empezó a decir ella, poniéndose colorada.
–Y un consejo, dolcezza. No seas tan descarada si vas a ruborizarte después.
Después de decir eso le ofreció su mano para subir al helicóptero.
Maceo se negaba a examinar por qué le había pedido al piloto que tuviese especial cuidado. Seguramente porque no estaba de humor para soportar más protestas.
En cuanto despegaron, abrió su ordenador portátil y solo miró a Faye cuando lanzó una exclamación.
–¿Esa es la villa?
–Sí –respondió él.
–Es preciosa.
–¿Un cumplido genuino? –observó Maceo, irónico–. Qué sorpresa.
Faye no respondió. Era como si la casa la hubiese dejado sin habla y Maceo aprovechó para mirar Villa Serenita a través de sus ojos.
No pensaba mucho en la casa, pero ahora, mientras el helicóptero aterrizaba, miró la villa que sus abuelos habían construido, la que sus padres habían intentado convertir en un hogar mientras ocultaban unos secretos que sacudirían hasta los propios cimientos. El sitio donde él había tomado una decisión que lo destruiría todo.
–¿La construyeron hace muchos años? –preguntó Faye.
–Era una ruina cuando mis abuelos la compraron hace setenta años, pero el edificio tiene más de dos siglos. Mantuvieron el estilo barroco original, pero añadieron algunos toques personales.
–¿Y el color rosa? –preguntó ella–. Perdona que lo diga, pero no parece un color muy masculino.
Maceo se encogió de hombros.
–No es una afrenta personal a mi masculinidad, si eso es lo que quieres decir.
Faye torció el gesto. No sabía por qué había dicho eso. ¿Qué le pasaba?
–¡He sobrevivido! –gritó cuando bajaron del helicóptero, dando unas cariñosas palmaditas en el morro del aparato.
Al observar la caricia, Maceo sintió algo ridículamente parecido a los celos.
Sí, definitivamente era el momento de alejarse.
–Me alegro. No habría sido muy agradable que decorases el interior del helicóptero con el contenido de tu estómago.
–No te preocupes por eso. No he comido nada desde el desayuno.
–¿Por qué no?
–Porque estaba demasiado ocupada respondiendo a las preguntas de la directora de Recursos Humanos.
Sin pensar, Maceo la tomó del brazo.
–¿Dónde vamos?
–A comer algo. No quiero que digas que soy poco hospitalario.
Entró en la casa por la puerta de servicio, la forma más rápida de llegar a la cocina, e intentó no prestar atención a las miradas sorprendidas de los empleados.
Giulia, el ama de llaves, que había vivido en la casa desde que era niño, corrió hacia él.
–Buonasera, signor. Come posso aiutarlo?
¿Cómo podía ayudarlo? Maceo se percató de que seguía sujetando el brazo de Faye. Y también de que su piel era cálida, satinada, suave como la seda.
Bellissima.
–Signor?
Madre di Dio.
Maceo tomó aire.
–Giulia, te presento a Faye Bishop. Se alojará en la villa durante unas semanas y quiere comer algo. Por favor, prepara la suite Contessa.
Giulia era demasiado veterana como para mostrar sorpresa, pero la suite Contessa había sido la habitación de su madre y estaba en el mismo pasillo que su habitación, la suite Bismarck. Pero tampoco quería pensar en eso.
Faye esbozó una de esas amplias y cautivadoras sonrisas.
–No quiero molestar, Giulia. ¿Puedo llamarla así?
Su ama de llaves, encantada, le dijo que sí. ¿Cómo no?
Faye dejó el bolso en el suelo y se encaramó a un taburete. Cuando apoyó los codos en la encimera y se echó hacia delante, la camiseta dejaba al descubierto la piel desnuda de su cintura y Maceo tuvo que apartar la mirada.
–No sé lo que estás haciendo, pero huele de maravilla. Puede que te pida la receta.
Notando que los empleados lo miraban de modo peculiar, ya que él nunca pasaba por la cocina, Maceo hizo un esfuerzo para moverse y borrar a la intrigante Faye Bishop de su mente.
Faye parecía capaz de encandilar a todo el mundo, incluyendo a Carlotta, pero no a él.
Él era Maceo Fiorenti y, además de haber prometido no buscar la felicidad, su único objetivo era preservar el legado de su familia. Nada lo haría olvidar eso.
Ni siquiera una encantadora criatura con voz de sirena y piel de seda que parecía salida de un sueño erótico.
Maceo se felicitó a sí mismo por olvidarse de ella durante varias horas.
Cuando terminó de atender todos sus asuntos se levantó del sillón y se dirigió al bar. Con la copa en la mano, pensó que debería sentirse satisfecho. Sin embargo, estaba preocupado, inquieto
Sí, echaba de menos a Carlotta. Echaba de menos su risa y echaba de menos sus cenas en la terraza, en las que ella intentaba obstinadamente, y alguna vez con éxito, alejarlo de sus demonios. Esa era la razón por la que no había usado esa terraza desde que murió.
Pero no era esa la fuente de su inquietud.
Pico, el caniche de Carlotta.
No lo había visto desde que llegó a casa. Aunque el perro estaba abatido tras la muerte de su dueña, siempre iba a buscarlo cuando volvía de la oficina.
Salvo aquel día.
Pero el universo no podía ser tan cruel como para castigar a un perro inocente solo con objeto de que él estuviera totalmente solo en el mundo.
No, qué tontería.
A Pico no le había pasado nada. Además, sus empleados le habrían informado si hubiese ocurrido algo.
Aun así, incapaz de calmar su inquietud, Maceo salió del despacho y preguntó por Pico a la primera empleada que encontró en el pasillo.
–Estaba jugando en el jardín con la signorina Faye la última vez que lo vi, signor.
Ah, claro. Era de esperar. Faye seguramente lo tendría comiendo de su mano.
Pero había visto a Faye Bishop más que suficiente por un día. Al día siguiente le explicaría las condiciones de su presencia en la villa… y esas condiciones incluirían alejarse de la única criatura que hacía que no se sintiera completamente a la deriva.