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Capítulo 2
ОглавлениеMaceo observó a la extraña criatura de labios generosos y luego se maldijo a sí mismo por tan inoportuna observación.
Esos labios podrían rivalizar con los de Cupido. ¿Y qué?
¡Per l’amor di Dio, tenía el pelo de varios colores! Iba vestida como una hippy y llevaba flores de henna tatuadas en un brazo. Con esos labios gruesos y esa figura llamativa, debería estar en el teatro, no en las oficinas de un imperio multimillonario.
¿Y qué si tenía una piel de porcelana y los ojos de color índigo más seductores que había visto nunca?
Había enterrado a Carlotta unos días antes y, aunque su matrimonio no había sido convencional, al menos le debía el respeto de no enumerar adjetivos para describir a otra mujer.
–¡Lo dirá de broma! –exclamó Faye Bishop entonces.
Maceo la miró de nuevo con helada gravedad.
–Sí, claro, porque tras la muerte de mi esposa no tengo nada mejor que hacer que gastar una broma de mal gusto sobre su último deseo –replicó, sarcástico.
Ella tuvo la decencia de ponerse colorada, pero la contrición duró solo unos segundos.
–No era mi intención ofenderle. Es que esto es algo completamente inesperado para mí.
–¿De verdad, señorita Bishop?
Maceo no se molestaba en disimular su escepticismo. No pensaba esconder nada porque los secretos habían erosionado los cimientos de su familia.
–De verdad, señor Fiorenti –replicó ella.
–Entonces, haga lo que ha dicho antes. Rechace la herencia y márchese.
Curiosamente fascinado, observó su pelo multicolor… y tuvo que hacer un esfuerzo para controlar el extraño efecto que aquella mujer ejercía en él.
Se había quedado helado al verla al otro lado de la pared de cristal, pensando que debía ser una alucinación. No sabía por qué, pero no era capaz de apartar la mirada.
Faye Bishop lo hacía experimentar una tórrida punzada de deseo, un recordatorio de que era un hombre de sangre caliente, aunque se lo había negado a sí mismo durante una década porque no merecía satisfacer sus deseos.
Maceo solo tenía un objetivo: conservar la empresa a la que sus padres habían dedicado toda su vida.
Y no había sobrevivido a un infierno para caer preso de la fascinación por aquella extraña criatura.
–A sus abogados no parece gustarles la idea. ¿Por qué, señor Fiorenti? No, espere, no responda. Voy a adivinarlo. Ellos saben que no tiene derecho a decirme eso. ¿Estoy en lo cierto? –preguntó Faye, mirando alrededor.
Uno de los abogados, maldito fuera, asintió con la cabeza.
–Bueno, eso está abierto a interpretaciones, pero en general… así es.
Ella lo miró, esbozando una sonrisa retadora, y Maceo experimentó una mezcla de excitación y rabia.
No sabía por qué aquella mujer lo turbaba tanto, pero intentó relajarse y terminar con aquella reunión de una vez por todas. Tenía otras cosas de las que preocuparse.
Faye Bishop no era el único inconveniente que Carlotta había dejado atrás. Además, estaban sus hermanos.
–El legado es suyo, pero con condiciones. Yo tengo el poder de añadir mis propias estipulaciones.
La sonrisa de Faye se evaporó del todo.
–¿Qué?
–Después de conocerla, Carlotta me dio el poder de convertirla en una mujer muy rica o…
–¿O ponerme a prueba por algo de lo que yo no tenía ni idea y no he querido nunca?
Maceo esbozó una sonrisa desdeñosa.
–Muy bien, entonces márchese. Demuestre que de verdad piensa rechazar la herencia.
Estaba convencido de que no lo haría. Nadie en su sano juicio rechazaría tal cantidad de dinero.
Pero Faye Bishop se levantó de la silla y lo miró en silencio con esos ojos de color índigo hasta que Maceo dejó de respirar.
No sabía si levantarse de un salto para evitar que se fuera o permanecer sentado.
Lo último. Desde luego, no iba a detenerla.
Faye Bishop se dirigió hacia la puerta de la sala de juntas. A pesar de su ropa vulgar tenía una gracia innegable y el movimiento de sus caderas bajo la falda de flores irradiaba tal sensualidad que Maceo tuvo que moverse en la silla, incómodo.
Antes de salir, Faye se dio la vuelta para lanzar sobre él una mirada reprobadora que habría empequeñecido a cualquier otro hombre. Un hombre que no tuviese que luchar contra los demonios contra los que él luchaba cada día.
–He venido porque pensé que tal vez aquí encontraría respuestas a las preguntas que me he hecho durante todos estos años sobre Luigi. Pero ahora veo que ha sido una pérdida de tiempo.
Maceo lanzó una mirada de advertencia sobre los abogados. El otro deseo de Carlotta había sido igualmente específico: la entrega de una carta dirigida a Faye Bishop.
No sabía si en esa carta estarían las respuestas que ella buscaba, pero no se la daría hasta que estuviese completamente seguro de sus motivos.
–¿De verdad esto le parece una pérdida de tiempo?
Ella lo fulminó con la mirada.
–Lamento la muerte de Carlotta, señor Fiorenti, pero espero no volver a verlo en toda mi vida.
Después de decir eso, Faye salió de la sala de juntas, dejando atrás un silencio cargado de asombro.
–¿Se ha ido? ¿De verdad? –murmuró uno de los abogados.
Tenía que ser un juego, pensó Maceo. Lo que Faye no sabía era que él era un experto en juegos. Había estado jugando durante una década con los paparazis, distrayéndolos para que no descubriesen los secretos de su familia. Los mismos juegos con los que había manipulado a los miembros del consejo de administración que querían aprovecharse de él.
Como si los hubiera conjurado, dos de sus oponentes entraron en la sala de juntas en ese momento.
Stefano y Francesco Castella, los hermanos de Carlotta.
La vida de Maceo había dado un fatídico giro la noche que sus padres y su padrino fallecieron, pero aquellos dos eran un recuerdo constante de que, aparte de los secretos que habían fragmentado a su familia, las mentiras y la avaricia eran amenazas con las que también tenía que lidiar.
Los saludó con indiferencia mientras miraba la puerta de reojo. ¿Qué había querido decir Faye Bishop? ¿Qué le había hecho su padrino, Luigi?
¿Y por qué no había sabido que Luigi tenía una hijastra hasta que Carlotta murió?
Maceo intentó dejar de pensar en la etérea Faye Bishop.
–No sabía que ahora dejábamos entrar a cualquiera que viniese de la calle. ¿Quién era esa mujer tan rara? –preguntó Stefano.
–No es asunto tuyo –respondió él, cortante.
Stefano esbozó una untuosa sonrisa.
–Soy miembro del consejo de administración, de modo que todo lo que pase aquí es asunto mío.
Maceo se mordió la lengua. Otra razón por la que tenía que soportar a Faye Bishop. Su herencia era lo único que evitaba que tuviese poder absoluto sobre el consejo de administración. Por insignificante que fuese, era la diferencia entre librarse de Stefano y Francesco o tener que soportar su exasperante presencia.
–Estáis aquí para discutir los asuntos personales de vuestra hermana. Esa mujer no tiene nada que ver.
Stefano se encogió de hombros.
–Solo intentaba ser amable…
–Tú no sabes lo que es ser amable.
Francesco lo fulminó con la mirada.
–Cuidado con el tono, figlio. Nosotros llevamos esta empresa mientras tú estabas incapacitado en el hospital. Nosotros permitimos que te casaras con nuestra hermana…
–Tenía la impresión de que eso fue decisión nuestra –lo interrumpió Maceo–. Por eso nos casamos sin deciros una palabra.
Stefano golpeó la mesa con la palma de la mano.
–Ascoltami…
–No, escúchame tú –volvió a interrumpir Maceo, impaciente–. Carlotta era demasiado buena como para deciros la verdad, pero yo no lo soy. Le hicisteis la vida imposible hasta que os metió en el consejo, pero ahora ella ya no está y yo no tengo intención de seguir soportando tonterías. Vuestro puesto en la empresa es seguro por el momento, pero no me presionéis o podríais llevaros una sorpresa.
Maceo se levantó abruptamente y se dirigió a la puerta. Se decía a sí mismo que era por los insoportables hermanos de Carlotta, no porque quisiera verificar que de verdad Faye Bishop había salido del edificio.
Lanzando una última mirada desdeñosa sobre los Castella, añadió:
–Vuestra hermana dejó algunos efectos personales para vosotros. El signor Abruzzo os informará de todo.
Después de cerrar la puerta sacó el móvil del bolsillo para llamar a su ayudante.
–Llama a Seguridad para que localicen a la mujer que estaba con nosotros en la sala de juntas. Se llama Faye Bishop y quiero que vuelva aquí cuanto antes.
–No es necesario. La señorita Bishop está esperando en su despacho.
Maceo volvió a guardar el móvil en el bolsillo, diciéndose a sí mismo que la absurda emoción que sentía de repente no tenía nada que ver con la señorita Bishop. No, en absoluto. Lidiaría con ella como había lidiado con los hermanos de Carlotta.
Faye desearía haber tenido valor para salir del edificio, pero…
«El orgullo precede a la caída».
Y rechazar la herencia de Carlotta había sido un absurdo gesto de orgullo porque, en realidad, necesitaba ese dinero para ayudar a su madre y a tantas otras mujeres que querían rehacer sus vidas.
Había llegado al vestíbulo de acero, mármol y cristal antes de que el sentido común la hiciese parar. Le explicó a la recepcionista que había olvidado decirle algo importante al señor Fiorenti y la habían llevado al despacho del presidente en lugar de a la sala de juntas. Y allí estaba, esperando, ponderando las consecuencias de su apresurada decisión.
¿Habría perdido la oportunidad de ayudar a tantas mujeres necesitadas? ¿Aquel hombre formidable le daría la oportunidad de echarse atrás o todo se habría perdido?
Faye sintió un escalofrío al pensar en volver a verlo.
Maceo Fiorenti parecía de los que no perdonaban una ofensa. Tal vez disfrutaría riéndose de ella. Desde luego, se había mostrado increíblemente desagradable antes de que hubiesen intercambiado una sola palabra. Era evidente que no la creía merecedora de la herencia y eso significaba que tenía una pelea entre las manos.
Como conjurado por su frenética imaginación, la puerta se abrió en ese momento y Maceo Fiorenti entró en el despacho, pero apenas se molestó en mirarla mientras se quitaba la chaqueta y la dejaba sobre el respaldo de un sillón.
Los ojos de Faye estaban clavados en la espalda cuadrada, en el ancho torso y en unos abdominales que parecían duros como piedras.
Un cuerpo trabajado a la perfección, sin una onza de grasa, un rostro enormemente atractivo. En realidad, era un pecado lo apuesto que era aquel hombre.
Pero no estaba allí para admirar el físico de Maceo Fiorenti, por atractivo que fuese. Estaba allí para solucionar el error que había cometido unos minutos antes.
–No sé si sentirme decepcionado porque se ha echado atrás o alegrarme porque parece dispuesta a tragarse sus palabras.
Por supuesto, él no iba a dejarlo estar y Faye se encogió de hombros.
–Me da igual lo que sienta mientras esté dispuesto a escucharme.
–Bene. Oigamos otro apasionado discurso en el que en realidad, no cree en absoluto.
Faye tuvo que disimular su irritación.
–No me paré a pensar. No debería haber dicho eso.
Él esbozó una sonrisa.
–La cuestión es por qué lo ha dicho.
–Porque esperaba otra cosa cuando vine aquí.
Alguna indicación de que Luigi no pensaba en ella como una abominación, por ejemplo. O que la desgarradora tristeza que veía en los ojos de su madre, cuando estaba demasiado drogada como para esconder sus emociones, no era la razón por la que Luigi les había dado la espalda.
–¿Y qué esperaba de una mujer a la que había dado esquinazo durante semanas?
–Yo no esperaba nada de su… de Carlotta.
Faye no sabía por qué la palabra «esposa» se le había atragantado. Tal vez porque le resultaba difícil imaginar a aquel hombre casado con Carlotta Caprio. Aunque ese era un pensamiento sexista. Tal vez habían sido una pareja feliz, locamente enamorada.
–¿Entonces?
–Quería saber por qué Luigi, mi padrastro…
Faye no terminó la frase porque no quería contarle su vida a un extraño. Aunque el extraño hubiera estado casado con la viuda de su padrastro. En fin, todo aquello era tan confuso.
–Cuando los abogados me dijeron que Carlotta me había dejado algo en su testamento, no esperaba que fuesen acciones de la empresa de Luigi.
–Es un cuarto de una sola acción.
–Eso da igual.
Maceo suspiró.
–Otra vez fingiendo que no le importa la fortuna que ha caído en sus manos.
–Evidentemente, me importa la herencia o no habría vuelto, pero es que yo quería… algo más.
–¿Por qué ahora? Luigi murió hace más de diez años.
–Pensé que tal vez no había querido decirme a la cara lo que tuviese que decir.
Le pareció ver un brillo de comprensión en los ojos de Maceo Fiorenti, pero desapareció enseguida, llevándose con él una diminuta semilla de esperanza.
–Mi padrino no era un hombre que temiese a una cría. ¿Por qué cree que no podía decirle a la cara lo que tuviese que decirle?
–Eso es entre Luigi y yo. O no, ya que al parecer no hay nada más que la fracción de esa acción que tanto le molesta tener que compartir conmigo.
Maceo Fiorenti torció el gesto.
–¿Cree que me molesta tener que compartir ese dinero con usted?
–Desde luego, no parece que le haga mucha gracia.
–Tal vez porque usted no lo merece. No ha hecho nada para ganárselo, ¿no?
–¿Y usted sí? Corríjame si me equivoco, ¿pero no está disfrutando de la fortuna que amasó Luigi?
–Se equivoca –respondió él–. Mi abuelo abrió una tienda en Nápoles de la que mi padre se hizo cargo cuando tenía veintiún años. Él convirtió la tienda en una empresa que vendía por toda Europa. La contribución de Luigi fue inconmensurable, por supuesto, pero él no apareció hasta mucho más tarde. Y si cree que yo me he limitado a heredar el dinero de mis antepasados, pronto descubrirá lo equivocada que está. ¿Quiere que hablemos de su herencia o piensa seguir perdiendo el tiempo dispensando insultos?
Faye se dio cuenta de que había herido su orgullo, tal vez porque él era el responsable de la meteórica expansión de Casa di Fiorenti. En cualquier caso, no era asunto suyo.
–Muy bien. ¿Qué tengo que hacer?
Él se acercó al enorme escritorio de cristal y el movimiento llamó su atención hacia los poderosos muslos, recordándole que estaba en compañía de uno de los multimillonarios más jóvenes del mundo. Uno que, además, la miraba como si estuviese haciéndole un gran favor.
Podría echarla del despacho. ¿Por qué no lo hacía? ¿Porque le había hecho una promesa a Carlotta, su esposa?
–¿Señorita Bishop?
Faye dio un respingo. Esos labios tan sensuales y firmes evocaban pensamientos prohibidos, pero tenía que concentrarse.
–Perdone, ¿qué decía?
–Le he pedido que se siente –respondió Maceo, señalando un sofá.
Faye se sentó y fingió estudiar el cuadro que había tras el escritorio mientras intentaba controlar los nervios, pero se vio obligada a mirarlo cuando Maceo Fiorenti se sentó frente a ella. Aunque no era difícil porque aquel hombre era como una llama ardiente en una noche fría y oscura… atrayendo a una polilla hacia la muerte.
La vibrante piel morena, la pronunciada nuez, el firme pulso que latía en su garganta y que, absurdamente, deseaba tocar.
Faye no sabía cuánto tiempo habían estado mirándose el uno al otro, pero el sonido de su móvil la sobresaltó, liberándola del extraño hechizo.
Mientras apagaba el móvil, Maceo la miró con gesto helado.
–Para que no haya malos entendidos le enviaremos una copia del testamento de Carlotta, pero recibirá su herencia cuando yo lo decida. Y he decidido, señorita Bishop, que antes de recibir el dinero debe apreciar de dónde viene. Tal vez una vez que haya experimentado el duro trabajo y los sacrificios que exige una empresa como esta dejará de mostrarse tan frívola.
Faye frunció el ceño.
–Ya le he dicho que todo esto ha sido una sorpresa. No era mi intención ofenderlo.
–Entonces, demuéstrelo. No voy a darle el dinero así como así. Carlotta no quería que lo hiciese y, después de conocerla, estoy de acuerdo con ella.
–¡Pero si no me conoce!
–No la conozco y, por eso, quiero que demuestre que esta herencia es algo más que dinero para usted.
–¿Cómo? ¿Quiere que encargue una placa en honor de Luigi y Carlotta? ¿Que firme los documentos con mi propia sangre? ¿Que me haga un tatuaje con sus nombres?
Maceo se encogió de hombros, como si estuviesen hablando del tiempo.
–No, nada tan dramático. Mi petición es simple: se quedará en Italia y trabajará en Casa di Fiorenti como muestra de agradecimiento. Cuando esté satisfecho, recibirá su herencia.
¿Quedarse en Italia? No podía hablar en serio.
–Tengo obligaciones. No puedo dejarlo todo y venir aquí solo para que usted me ponga a prueba.
–Entonces, márchese. Carlotta me dio un plazo de cinco años, así que tiene tiempo para pensarlo.
–No, lo siento, pero es imposible.
–Entonces estamos en punto muerto, señorita…
–Me llamo Faye y prefiero que me llame así en lugar de usar ese tono helado para ponerme en mi sitio… o el sitio que usted cree que debo ocupar. Créame, soy muy consciente de las diferencias entre usted y yo, y si decide bajar de su pedestal prometo no contárselo a nadie.
Maceo se relajó en el asiento, mirándola fijamente.
–¿Qué haces para ganarte la vida, Faye?
El modo en que pronunciaba su nombre fue lo bastante turbador como para que su pulso se acelerase.
–¿Por qué creo que ya sabes la respuesta a esa pregunta?
Él esbozó una sonrisa.
–Carlotta mencionó que vivías en una granja. ¿Dónde exactamente?
–En Devon, en el Suroeste de Inglaterra.
–Una comuna hippy, imagino.
–Es algo más que eso.
Mucho más, en realidad. Era un sitio que ofrecía apoyo a mujeres necesitadas, pero no iba a contárselo para que él la menospreciase. O, peor aún, para que descubriese por qué su madre vivía allí y ella dedicaba todo su tiempo a la granja.
–¿Y qué haces allí?
–Soy asistente social, pero estoy allí como voluntaria hasta que encuentre otro trabajo.
El centro Nuevos Caminos no tenía fondos para contratarla, de modo que había ofrecido sus servicios de modo gratuito mientras buscaba otro empleo.
Aunque odiaba admitirlo, el legado de Carlotta sería un regalo del cielo para Nuevos Caminos y para otros proyectos en los que había puesto toda su energía desde que dejó la universidad.
–Si estás buscando trabajo, ¿por qué tienes tanta prisa por volver a esa granja?
La pregunta estaba cargada de desdén, como si pensase que no tenía intención de trabajar, pero Faye no perdió el tiempo mostrándose ofendida.
–Eso es asunto mío.
–Tal vez estarías más dispuesta a quedarte si te dijese que tu trabajo aquí no sería voluntario. Casa di Fiorenti tiene fama de pagar bien a sus empleados.
Cuando mencionó la cantidad Faye lo miró, sorprendida.
–¿En serio?
Con un mes de sueldo casi podría pagar el alojamiento de su madre en Nuevos Caminos durante un año.
–Eso es para un empleado de nivel medio. Como hijastra de Luigi…
–No quiero limosna –lo interrumpió ella.
–Te aseguro que tendrás que trabajar. No me gustan los aprovechados –se apresuró a decir Maceo–. Lo que quería decir es que, como hijastra de Luigi, tendrás que empezar desde abajo. Lo mejor sería que pasaras un año en una plantación de cacao, como hice yo, pero como no tienes tiempo que perder, te quedarás aquí en Nápoles, donde yo podré supervisarte.
–Ah, ya veo.
–El sitio más apropiado para empezar será el departamento de Investigación y Desarrollo, pero me reservo el derecho de cambiarte de puesto.
Faye quería protestar, pero no iba a rechazar la proposición. No iba a desaprovechar la oportunidad de recibir un dinero con el que podría ayudar a tanta gente. Además, su madre estaba bien atendida en la granja y, aunque le dolía reconocerlo, ni siquiera se percataría de su ausencia.
–No debes preocuparte, Faye. Un duro día de trabajo nunca ha matado a nadie –dijo Maceo, burlón.
Ella levantó la barbilla.
–No me da miedo el trabajo, así que ahórrate los insultos. De hecho, puedo ponerme a trabajar inmediatamente. Cuanto antes haya terminado aquí, antes dejaremos de vernos.
El brillo de triunfo en los ojos de color ámbar hizo que se le erizase el vello de la nuca.
–No vas a ponerte a trabajar ahora mismo. Casa di Fiorenti tiene una reputación profesional que salvaguardar. Eso incluye un código estricto de vestimenta y ahora mismo… en fin, como no tenías pensado quedarte en Nápoles más que un par de días, supongo que no has traído ropa adecuada, pero en Recursos Humanos se encargarán de darte lo que necesites cuando hayas firmado el formulario de empleo y todo lo demás.
–¿Qué formulario?
–El habitual formulario en el que cuentas cosas sobre tu vida antes de firmar un contrato como becaria.
–¿Eso es necesario?
Maceo la miró con gesto de sorpresa.
–Esa pregunta suena un poco sospechosa. ¿Tienes muchos secretos?
–¿Y tú? –replicó ella–. Eres tú quien insiste en esta innecesaria evaluación antes de darme lo que es mío legalmente.
Maceo la miró, imperturbable.
–Debes darme tu palabra de que nada en tu pasado podría abochornar a la empresa.
Lo único que quería Faye era salir corriendo, alejarse de esos ojos que parecían hundirse bajo su piel y desnudar los oscuros secretos con los que se había visto obligada a vivir desde que nació.
–Prometo hacer el trabajo que se me asigne. No tienes derecho a hacer ninguna otra demanda –respondió ella–. O lo aceptas o no, pero te lo advierto: no voy a desaparecer así como así hasta que tú decidas respetar los deseos de Luigi y Carlotta. Yo también puedo ponerme en contacto con un abogado.
Se estaba tirando un farol y contuvo el aliento, esperando que Maceo no la descubriese. Él era el presidente de una compañía multimillonaria, con el poder que daba ese puesto, y sus abogados serían capaces de destruirla si les pedía que lo hicieran.
Había algo duro en su mirada, como si hubiera vivido cien vidas y pudiese contar mil historias. ¿Esas historias tendrían algo que ver con la razón por la que se casó con Carlotta? ¿Explicarían a los paparazis que esperaban en la calle?
Faye sentía curiosidad. Quería saber más sobre aquel hombre, descubrir sus secretos. Pero eso era peligroso cuando ella misma tenía tantos.
–No me gustan las amenazas, señorita Bishop –dijo él entonces.
–Solo estoy diciendo la verdad, signor Fiorenti.
–Yo he descubierto que la «verdad» significa cosas distintas para cada uno, pero estoy seguro de que descubriré tu auténtica valía en los próximos seis meses.
Faye dio un respingo.
–¿Seis meses? No puedes forzarme a estar aquí tanto tiempo.
–Yo no voy a forzarte a nada, no eres mi prisionera. Puedes volver a despedirte dramáticamente, se te da muy bien.
–Tres meses –dijo ella entonces–. Te doy tres meses.
–Cuatro –replicó Maceo–. Y tu relación de parentesco con Luigi solo será divulgada con mi permiso.
¿Cuatro meses de sacrifico a cambio de una fortuna que ayudaría a tanta gente? Si invertía sensatamente, el dinero de la herencia podría durar años, tal vez décadas. Y, aunque le horrorizaba tener que pasar tiempo con Maceo Fiorenti, sería absurdo rechazar tal oportunidad.
Tal vez viviendo en Italia descubriría por qué Luigi les había dado la espalda. Matt había resucitado esos fantasmas y tenía que enfrentarse con ellos de una vez por todas.
–Muy bien, de acuerdo. Cuatro meses –anunció.
La expresión de triunfo de Maceo casi hizo que se echase atrás.
–Al final de esos cuatro meses, me venderás tu parte de la acción.
–O estudiaré las opciones que más me convengan.
–Venderme tu parte será lo mejor para ti, te lo aseguro. Nadie te ofrecerá lo que yo puedo darte.
Esas palabras provocaron un escalofrío por su espalda, pero Faye no quería preguntarse por qué.
–¿Hemos terminado? –le preguntó, sin aliento.
–Una última cosa. Durante el tiempo que estés aquí te alojarás en mi villa, en Capri.
–No, gracias. Encontraré un apartamento.
Se le encogió el corazón al pensar que tendría que echar mano de los pocos ahorros que le quedaban.
«Mantén la mirada en el premio».
–¿No has visto a los paparazis en la puerta?
–¿Qué tiene eso que ver?
–Me siguen a todas horas y alguien como tú llamará su atención.
–¿Por qué iba a interesarles?
–Tu legado no es un secreto y tú no pasas desapercibida, ¿verdad, arcobaleno?
Faye había aprendido algo de italiano gracias a ese breve e idílico tiempo con Luigi, antes de que todo se derrumbase.
Arcobaleno. Arcoíris.
De repente, se sintió acalorada, excitada. Aunque no entendía por qué.
–Que yo sepa, ese tipo de atención se reserva para los actores de cine o la gente famosa. ¿Tú eres famoso?
–No estoy aquí para satisfacer tu curiosidad, arcobaleno –replicó él, irónico–. Sencillamente, te estoy dando opciones. Puedes ir a algún hotel barato con seguridad limitada o alojarte en mi casa, donde las intrusiones en tu vida serían mínimas.
–¿Por qué no dices la verdad? Me quieres en tu casa para poder vigilarme.
–Lo haré estés donde estés porque no me fío de nadie. Depende de ti si quieres alojarte en un hotel, con la prensa persiguiéndote, o en mi casa.
Faye estaba a punto de protestar, pero se mordió la lengua porque sabía que a Maceo Fiorenti le encantaría que perdiese el control. Además, de ese modo se ahorraría un dinero que podría usar para cosas mejores, pero le molestaba tener que aguantar las exigencias de aquel extraño cuando la herencia era suya por derecho.
Faye clavó las uñas en el brazo del sofá, intentado tranquilizarse, pero apartó la mano al ver que él la miraba con gesto irónico.
–Muy bien, si tanto insistes me alojaré en tu villa.
–La directora de Recursos Humanos se encargará de todo. Mi ayudante te acompañará a su despacho.
Encantada de librarse de él, Faye se levantó y se dirigió a la puerta, haciendo un esfuerzo para no darse la vuelta y confirmar que Maceo tenía los ojos clavados en su espalda.
Ese pequeño triunfo era esencial porque el instinto le decía que iba a necesitar toda su fuerza de voluntad para lidiar con Maceo Fiorenti.
La batalla acababa de empezar.