Читать книгу Bucólicos griegos - Varios autores - Страница 11
2. Los idilios y la poesía bucólica
ОглавлениеCaracterística común de todos los poemas teocríteos es su pequeña extensión. Ninguno llega a los trescientos versos y varios están por debajo de los cincuenta. En este aspecto, pues, Teócrito se sitúa en la línea innovadora que arranca de Filitas de Cos y suele sintetizarse en el famoso dicho de Calímaco: «un libro grande es un mal grande» 14 . Cuando, en idil. VII 45-48, proclama Lícidas:
...que a mí me son grandemente odiosos
tanto el arquitecto que procura concluir una casa
que se iguale con la cima del monte Oromedonte,
como todas las aves de las Musas
que se afanan en vano con su canto de gallo
frente al cantor de Quíos,
tenemos la impresión de que está tomando partido, en términos programáticos, contra los poetas que intentan emular al gran Homero. La cuestión está íntimamente relacionada con la interpretación del idilio VII y con el problema de hasta qué punto los personajes son allí contemporáneos del poeta disfrazados. En cualquier caso, Lícidas es introducido en escena con una curiosa especificación (vv. 11 ss.): «topamos por gracia de las Musas con un caminante, hombre de Cidonia y de gran valía; llamábase Lícidas y era cabrero. Esto nadie hubiera dejado de advertirlo al contemplarlo, que sobre todo un cabrero parecía». Pregunta a Simíquidas, a quien todo indica que hay que identificar con Teócrito, a dónde va. Éste le contesta con notable deferencia, le cumplimenta como el mejor en el canto pastoril, aunque dice, él no se considera inferior, pues que todos le reconocen como excelente cantor. A continuación atenúa estas palabras presuntuosas, confesando que, en el fondo, no cree merecer aún su gran fama, ya que no puede competir con Sicélidas (conocido sobrenombre del poeta Aclepíades) ni con Filitas (otro gran poeta, contemporáneo también de Teócrito). El cabrero, que se muestra risueño y con cierta condescendencia, da entonces su cayado a Simíquidas como prenda de que reconoce su talento y proclama su inquina contra quienes pretenden rivalizar con Homero, en los versos a que nos hemos referido.
Sabemos que los alejandrinos gustaron de los sobrenombres, y nos consta no sólo el caso de Sicélidas-Asclepíades y de Simíquidas-Teócrito, sino también el de Calímaco, que adoptó el de Batíades, y el de Apolonio Rodio, si puede entenderse un escolio en el sentido de que se le motejaba de Ayántides (Wendel, Schol. in Theocritum , pág. 9). Hay otros muchos ejemplos bien conocidos en la literatura anterior y en la posterior, y, en el caso del cabrero Sicélidas del idilio VII, no han faltado las propuestas de identificación: Dosíadas, Leónidas de Tarento, Calímaco y Filitas figuran entre los candidatos, cuyas posibilidades en pro y en contra no es éste el momento de discutir. Conviene, en cambio, tener presente la relevancia del mencionado pasaje del idilio VII para comprender la poesía de Teócrito.
No hay duda de que su temperamento se inclinaba más a la posición literaria de la escuela de Calímaco, que a la de quienes estaban interesados en componer poemas largos, como Apolonio. Hoy sabemos que quienes escribían piezas cortas, de exquisita estructura formal y con un contenido lleno de evocaciones literarias muy conscientes, procurando siempre introducir novedades, fueron minoría dentro de la poesía helenística. Ellos son, sin embargo, quienes ejercieron una influencia más profunda a través de los poetas romanos contemporáneos de Catulo, y por eso tendemos a ver en ellos los genuinos representantes de su época, por más que un poema como el de Apolonio Rodio tenga también muchas cualidades típicamente helenísticas. La diferencia entre este autor y Teócrito se aprecia, sobre todo, si se estudia los idilios épicos, el Heracles niño y, especialmente, Hilas y Los Dioscuros , porque estos dos últimos tratan episodios que se encuentran también en la epopeya de Apolonio. Allí, son lances que se insertan en la saga de Jasón y del vellocino de oro; en Teócrito, son composiciones independientes, que reelaboran un motivo de la tradición mitológica conforme a nuevas concepciones literarias. En varios detalles la narración de ambos poetas diverge de tal forma que, sin duda, uno está corrigiendo conscientemente al otro, pero no sabemos con certeza quién a quién, porque no se ha conseguido establecer una cronología segura entre ambos, como tampoco ha podido lograrse entre ellos y Calímaco en muchos aspectos. Si algún venturoso hallazgo de un nuevo documento permite un día obtener seguridad en este punto, se habrán aclarado muchos de los numerosos problemas que hoy presenta la cronología literaria de la primera mitad del siglo III a. C.
Pero la fama de Teócrito no está basada fundamentalmente en sus epýllia . En su patria, Siracusa, había una tradición literaria que atendía a las costumbres populares e imitaba escenas de la vida cotidiana. Podemos estudiarla en lo que nos queda de los dramas de Epicarmo y de los mimos de Sofrón. En época helenística, el mimo, que tenía, junto a aquella tradición literaria siracusana, un aspecto también más popular de farsa y de improvisación, reaparece en el testimonio de varios papiros y en los poemitas de un contemporáneo de Teócrito, Herodas, que compone en coliambos. Los mimos de Teócrito, en cambio, escritos en hexámetros dactílicos, tienen un nivel literario mucho más alto y entroncan con la línea de Epicarmo y de Sofrón. Tres de los mejores idilios pueden encuadrarse en este género: el XIV, donde se advierten también elementos propios de la Comedia Nueva, y, especialmente, el II, obra maestra, sin duda alguna, y el XV, que describe a las burguesas siracusanas durante la fiesta de Adonis en Alejandría. La primera parte de este último idilio, con los pequeños accidentes en casa de Praxínoa y los avatares de ella y de su amiga en las calles atestadas de gente, camino del palacio, nos interesan mucho más que la exquisita aria entonada por una cantante profesional en la segunda parte del poema.
La capacidad de observación y el gusto por la escena apacible y el momento entrañable se encuentran a lo largo de la obra de Teócrito. Ya hemos indicado que una de sus primeras composiciones, el idilio XVI, dedicado a Hierón de Siracusa, combina el canto del mendigo con el encomio. Allí, para describir la paz que seguirá a la victoria sobre los cartagineses, el poeta recurre a un delicioso esbozo pastoril (vv. 92 ss.): el caminante desocupado que vaga por la campiña advertirá que cae la tarde al oír los mugidos de la vacada que vuelve a los establos.
«Bucólico» e «idílico» son palabras que, desde hace mucho tiempo, evocan dulce sosiego en ameno paisaje, lejos del mundanal ruido. Esto es así porque tienen detrás una larga tradición literaria que habla de pastores-poetas en una Arcadia feliz. Esta tradición arranca, precisamente, de Teócrito, y es, indudablemente, la que ha hecho de él el escritor más influyente de toda la literatura helenística. Pero Teócrito, naturalmente, no había oído nunca hablar de todo esto; en su época el poema pastoril no existía, hasta que él lo creó. Si queremos preguntarnos cómo y por qué, debemos tener presente que un cosa es estudiar los presupuestos de los poemas bucólicos de Teócrito, y otra, averiguar por qué cantan y hacen coplas los pastores reales.
Esta evidente distinción no siempre se ha tenido en cuenta. Ya los comentarios antiguos incluyen un apartado dedicado a la invención del canto bucólico, cuyo origen habría que buscar en cantos rituales en honor de la diosa Ártemis. Ejemplo claro de una concepción ingenua del folklore, que se manifiesta también en otros intentos de fijar un lugar de nacimiento y un descubridor a esa manifestación popular tan general que es el canto de los pastores, sea Sicilia y el mítico boyero Dafnis, sea Israel y uno de los profetas o patriarcas del Antiguo Testamento, o tal vez Salomón con su Cantar de los cantares , como se creía en la Europa de la Ilustración. Que Teócrito conocía y, en algunos aspectos, imitaba las sencillas cantilenas con que se entretienen los guardianes del ganado, parece muy verosímil. Al fin y al cabo, no hacía más que observar uno de los aspectos humildes de la vida cotidiana que han inspirado los mimos a los que nos hemos referido; pero, como éstos, sus poemas pastoriles son, ante todo, una obra de arte, productos cuidadosos de una gran personalidad literaria, donde el ideal de selección propio de la poesía helenística se manifiesta, incluso, en la ausencia total de porquerizos y en la jerarquización de los otros pastores en vaqueros, ovejeros y cabreros, observable en varios pasajes. Teócrito acepta con gusto recursos populares, como el estribillo o la estructura en forma de coplas alternantes, así consigue el ambiente que desea, mas fundiéndolos siempre de modo admirable en un conjunto bien equilibrado.
Aun cuando dentro de los idilios bucólicos hay claras diferencias (el I y el VII tienen una calidad literaria superior a la de los otros; el V es más «realista» que los demás; el XI presenta varios descuidos métricos; el X no es, propiamente, pastoril, puesto que sus protagonistas son segadores, etc.), no puede negarse que hay muchas afinidades entre ellos; las suficientes, en cualquier caso, para hacer verosímil que fueran escritos en un corto lapso de tiempo. Quizás en Cos, cuando el poeta acababa de dejar Sicilia, lo cual explicaría bien tanto la ambientación italiana de alguno de ellos, como el uso del dialecto dórico, sin que puedan excluirse otras posibilidades, como ya hemos dicho. Si esto fue así, es notable que Teócrito no volviera a insistir en esta clase de poesía y que, en los años siguientes, compusiera idilios de otro género. Ello indicaría claramente que, para él, los poemas pastoriles fueron sólo una etapa en su carrera literaria. Para la posteridad, en cambio, fueron lo decisivo, hasta el punto de que ellos concentraron toda la atención y dieron pronto nombre a la obra entera del poeta, que pasó a ser conocida como tà boukoliká «los poemas bucólicos», aunque los dos tercios de ella no tenga carácter pastoril, y lo mismo ocurrió con Mosco, Bión y los otros imitadores.
Este éxito de lo bucólico hay que buscarlo en los condicionamientos de la época helenística. Según una tradición muy antigua, el poeta recibía vocación de tal en algún lugar apartado de la montaña, en plena naturaleza libre, como don de las Musas, según nos enseña Hesíodo; pero, después, ejercía su capacidad en el marco de la comunidad ciudadana en que le había tocado vivir, donde ejercía una importante función educadora. Después de Alejandro, al desaparecer la antigua ciudad-Estado y, junto con ella, el ideal de la participación política directa de los ciudadanos, hubo un importante cambio en la mentalidad griega, que se refleja en todos los aspectos. Surgió el gusto entre el público por una literatura de evasión, que motivará la aparición de un nuevo género literario, la novela; en los autores trajo consigo la tendencia a aislarse en círculos literarios afines que supieran apreciar la erudición, el ingenio y las delicadas alusiones entretejidas en cada obra. Teócrito descubrió esa «torre de marfil» que se echaba en falta, el «gabinete verde» que iban a ocupar los poetas cansados de la vulgaridad diaria. En él, el mundo de los pastores está todavía a medio camino entre lo real y lo imaginario, pero pronto se convirtió en feliz utopía. La Arcadia de Virgilio no es ya la agreste región del Peloponeso, es un paisaje espiritual, que está en los poetas y no se halla en ninguna parte. Cuando el autor del Canto fúnebre por Bión caracteriza a su personaje diciendo (vv. 80 s.) «cantaba a Pan, era pastor-poeta», entendemos muy bien lo que quiere decir.