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2. Hacia una teología más inculturada e intercultural

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La Constitución Lumen gentium (1964) afirma que el pueblo de Dios está presente (inest) en todos los pueblos de la tierra (LG 13b; cf EG 112-114). Su capítulo II «De populo Dei» expone la catolicidad misionera del pueblo de Dios como el marco en el que sitúa la relación entre la fe y las culturas (LG 9, 13, 17). En las Iglesias particulares confluyen, por una «misteriosa compenetración» (GS 40), la fe del pueblo de Dios y las culturas de los pueblos. «Este pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia» (EG 115).

La historia muestra que el cristianismo, constituido según la lógica de la encarnación del Hijo de Dios, adquiere variados rostros culturales. La Iglesia crece por los distintos pueblos en los que germina y se desarrolla. «Los distintos pueblos en los que ha sido inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la evangelización» (EG 122). El Evangelio puede hacerse cultura en cada pueblo sin imponer formas determinadas de otros. La inculturación genera nuevas expresiones de la fe desde cada idiosincracia cultural. El rostro pluriforme del pueblo de Dios expresa y debe reflejar aún más plenamente la interculturalidad del cristianismo. El pasado siglo XX ha sido uno de los mejores siglos de la historia de la teología. Puede compararse con la gran patrística griega y latina de los siglos IV y V, y con la escolástica medieval del siglo XIII.

El concilio Vaticano II es el símbolo de una nueva etapa en la historia de la Iglesia y también de la teología católica. Recogió el doble movimiento de renovación ad fontes y a giorno, e impulsó una renovación de la teología católica (OT 16-18, GS 62, GE 10, AG 22). Dio testimonio de una forma renovada de hacer teología a partir de las fuentes bíblicas, patrísticas y medievales, puesta al día del mundo contemporáneo. Guio el quehacer posterior colaborando a renovar tanto el contenido como el método de la teología. La forma de «teologizar» del Concilio, en clave histórico-sistemática y con una intención pastoral, orienta la forma de hacer teología después y según el Concilio18.

El Vaticano II orientó a la teología a pensar de forma simultánea la fe y la historia. La constitución pastoral Gaudium et spes (1965) hizo una primera relectura de Lumen gentium presentando la vinculación entre la Iglesia y el mundo como un intercambio dialogal (GS 40-45)19. Esa concepción se presenta en el párrafo que muestra, según la dinámica del don y de la recepción, la ayuda que la Iglesia recibe de la humanidad para anunciar el misterio de Cristo:

La Iglesia, desde el comienzo de su historia, aprendió a expresar el mensaje cristiano con los conceptos y en las lenguas de los distintos pueblos, y procuró ilustrarlo además con el saber filosófico. Procedió así con el fin de adaptar el Evangelio a nivel del saber popular y a las exigencias de los sabios en cuanto era posible. Esta adaptación de la predicación de la Palabra revelada debe mantenerse como ley de toda la evangelización. Porque así en todos los pueblos se hace posible expresar el mensaje cristiano de modo apropiado a cada uno de ellos y, al mismo tiempo, se fomenta un vivo intercambio entre la Iglesia y las diversas culturas (AG 44b).

La Iglesia toma el pensamiento (conceptum) y los lenguajes (linguarum) de los pueblos, e incluso el saber filosófico (sapientia philosophorum), para expresar (exprimere) e ilustrar (illustrare) el mensaje evangélico, y de ese modo, adaptarlo (aptaret) tanto al saber popular como a las exigencias ilustradas. Esa lista de verbos se enriquece con los matices del vocabulario de la adaptación, conocido en la teología preconciliar de la misión. El texto agrega que la adaptación, posibilita expresar el Evangelio de un modo apropiado a los distintos pueblos y, al mismo tiempo, promueve un vivo intercambio (vivum commercium) entre Iglesia y las culturas. Lo que la Constitución Lumen gentium –en un texto que GS 44 cita– llamó «bienes» o «dones» de los pueblos (LG 13b), aquí es denominado con el término «culturas». El párrafo siguiente mueve al pueblo de Dios, en especial a los pastores y los teólogos, a escuchar, discernir e interpretar las múltiples voces del tiempo para crecer en la comprensión del misterio e intensificar el diálogo evangelizador (GS 44b).

En 1965, también el decreto Ad gentes hizo una relectura de la Lumen gentium al desarrollar la teología de las Iglesias locales radicadas en los pueblos. El número decisivo retoma el lenguaje de la encarnación y el intercambio para expresar la relación entre las Iglesias locales y las culturas ad instar oeconomiae Incarnationis (AG 22a). El texto, que también cita aquel señero número 13 de Lumen gentium, afirma que la Iglesia realiza un admirable intercambio con las costumbres, tradiciones, sabidurías, artes e instituciones de pueblos muy diversos. Ese intercambio debe darse en todos los ámbitos de la vida eclesial para «confesar la gloria del Creador» (en la religiosidad, la liturgia y la piedad), «ilustrar la gracia del Salvador» (en la predicación, la catequesis y la teología) y «ordenar debidamente la vida cristiana» (en la costumbre, el derecho y la praxis cristiana).

Para cumplir ese propósito es necesario desarrollar una nueva reflexión teológica en cada región.

«Para conseguir este propósito es necesario que, en cada gran territorio sociocultural, se promuevan los estudios teológicos por los que se sometan a una nueva investigación, a la luz de la tradición de la Iglesia universal, los hechos y las palabras reveladas por Dios, consignadas en las Sagradas Escrituras y explicadas por los Padres y el Magisterio de la Iglesia. Así se percibirá más claramente por qué caminos puede llegar la fe a la inteligencia, teniendo en cuenta la filosofía y la sabiduría de los pueblos, y de qué forma pueden compaginarse las costumbres, el sentido de la vida y el orden social con las costumbres manifestadas por la divina revelación» (AG 22b).

Este valioso texto mueve a indagar los caminos por los cuales la fe puede llegar a la inteligencia teniendo en cuenta la filosofía o la sabiduría de los pueblos. En cada región o gran territorio socio-cultural se debe llevar la fe a la inteligencia y la inteligencia a la fe, de tal modo que se generen reflexiones teológicas originales. Con esas orientaciones, el Vaticano II promovió la inculturación de la teología en las Iglesias que viven en distintos países, regiones y continentes. En esta línea se desarrollaron varias teologías a partir de situaciones concretas y de contextos socio-culturales determinados, sobre todo desde las periferias del mundo. Este segundo párrafo del número 22 del decreto Ad gentes constituye, a mi juicio, «la carta magna de la inculturación teológica», y para Ch. Theobald es «la última palabra del Concilio sobre el problema hermenéutico»20.

Por cierto, la Iglesia latinoamericana y caribeña vive en una particular región geocultural. Desde Medellín (1968), la Iglesia expresa la autoconciencia de pertenecer a una comunidad original, una unidad plural, una casa común, una nación de naciones, que debe ser una gran patria de hermanos (AG 525). América Latina conjuga unidad y pluralidad sin sacrificar la una a la otra, porque no cede ante una homogeneidad abstracta ni ante una heterogeneidad irreconciliable. Albergando muchas diferencias nacionales o locales, la región es una originalidad histórica porque se forma a partir de factores lingüísticos, geopolíticos, culturales y religiosos comunes, y comparte realidades pasadas y presentes, lo que le da cierta unidad a pesar de las diferencias nacionales y sociales.

El nombre «América Latina» tiene una larga historia que trasciende los factores políticos ligados a la expansión francesa del siglo XIX y los movimientos revolucionarios del siglo XX. La Iglesia católica está en el origen del nombre porque fue la primera institución en el mundo que usó el apelativo «latinoamericano». En 1858 se fundó en Roma, por iniciativa del teólogo chileno José Errázuriz, una residencia para formar al clero, que en 1863 pasó a llamarse Colegio Pío Latinoamericano. En 1899 León XIII reunió, a pedido de varios obispos del Cono Sur, el I Concilio plenario latinoamericano. En 1949 se editó en México la revista Latinoamérica en castellano y portugués, que ligó a pensadores de la talla de José Vasconcelos o Alberto Hurtado.

El nombre «América Latina» nos identifica porque distingue a los americanos que tenemos un remoto origen latino, especialmente ibérico. Nos une con todos los americanos, incluidos aquellos que tienen otros orígenes, pero nos distingue de los que forman la América anglosajona. A la vez, nos integra en la tradición occidental, latina e ibérica, pero nos distingue de Europa y los europeos, con quienes tenemos vínculos seculares. El nombre afirma la vocación a ser un pueblo continental21.

La Iglesia habla de América Latina integrando México, América Central y América del Sur, con sus dos rostros predominantes, el lusoamericano y el hispanoamericano. Su enfoque cultural permite integrar el Caribe latino. En nuestra identidad se funden componentes hispanos y lusitanos, aborígenes y africanos, mestizos, criollos y europeos. En ella se mezclan todas las sangres.

La expresión «teología latinoamericana» señala una reflexión de la fe hecha desde el horizonte hermenéutico de la Iglesia inculturada en nuestro particular mundo histórico-cultural (AG 22b; EN 63b; LC 70). El desde dónde de esta teología indica muchos horizontes y situaciones. Destaco, en particular, la situación histórica de cada pueblo y la interpelación de Dios en el mundo de los pobres; la modalidad cultural de vivir la fe y de expresarla en la sabiduría, religiosidad, espiritualidad y mística popular; la tradición del pueblo de Dios vivida en los estilos de vida de los pueblos.

En 1996, en una reunión realizada en Vallendar, Alemania, por el Consejo Episcopal Latinoamericano y la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida por el cardenal J. Ratzinger, las autoridades de ambas instituciones y los participantes elaboramos un documento en el que consensuamos varias proposiciones, entre las cuales se halla esta: «Se debe proseguir en el camino de la inculturación de la reflexión teológica para que sea plenamente católica y latinoamericana»22. La teología se nutre en la sabiduría teologal del pueblo de Dios y piensa la ratio fidei respetando tanto la universalidad de la fe y de la razón, que descubren la verdad en la historia, como la tradición eclesial particular y el arraigo sociocultural situado, donde se desarrollan, diversamente, la filosofía y la teología como saberes sapienciales, universales, concretos e inculturados.

En ese marco cabe preguntarse por «el gran ámbito socio-cultural» íbero-americano. Nos ayuda a pensar algo que decía Hans G. Gadamer mirando Europa: «Lo otro del vecino no es una alteridad que solo debe evitarse, sino una alteridad contributiva que invita al propio reencuentro. Todos somos otros y todos somos nosotros mismos (Wir sind alle Andere, und wir sind alle wir selbst)»23. Toda identidad se constituye en el intercambio con otras alteridades. ¿Podemos pensar en un nosotros íbero-americano plural en el que todos seamos otros y nosotros a partir del don de la fe cristiana, el êthos del amor fraterno, un humanismo relacional, una comunidad intercultural, los vínculos migratorios, y, también, una teología y una filosofía pensada y dicha en lenguas ibéricas?

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