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V QUASIMODO
ОглавлениеEn un abrir y cerrar de ojos todo se preparó para poner en práctica la idea de Coppenole. Burgueses, estudiantes y curiales se pusieron a trabajar y como escenario para las muecas se eligió una pequeña capilla que se hallaba frente a la mesa de mármol. Después se rompió uno de los cristales del bello rosetón situado sobre la puerta, dejando libre un círculo de piedra por donde se decidió que los participantes deberían meter la cabeza. Para llegar a él bastaba con subirse a dos toneles, cogidos no se sabe en dónde y puestos uno sobre otro sin apenas estabilidad. Se reglamentó también que cada candidato, hombre o mujer (también podía elegirse una papisa), con el fin de que no se pudieran ver sus muecas antes de meter la cabeza por aquella lucera, se cubriera el rostro y lo mantuviera tapado en la capilla hasta el momento de su aparición. La capilla se llenó en muy poco tiempo con un buen número de concursantes tras los cuales se cerró la puerta.
Coppenole desde su sitio del estrado daba las órdenes, dirigía, lo arreglaba todo. En medio de aquel bullicio, el cardenal, tan desconcertado como Gringoire, so pretexto de resolver unos asuntos y de asistir a las vísperas, se retiró junto con su séquito, sin que la muchedumbre, tan vivamente agitada en el momento de su llegada, lamentara mínimamente su ausencia. Fue Guillermo Rym el único en advertirla. La atención popular, igual que hace el sol, proseguía su curso y recorría la sala de parte a parte, después de detenerse unos instantes en el centro. La mesa de mármol y el estrado habían atraído la atención, pero ahora le tocaba el tumo a la capilla de Luis XI. Se había dado rienda suelta a la locura y ya no se veían más que flamencos y populacho.
Comenzaron las muecas. La primera cara que apareció por aquel agujero o tragaluz con párpados enrojecidos y con la boca tan abierta como unas fauces y con tantas arrugas en la frente como las botas de los húsares del imperio, provocó tan ruidosas risotadas, que el mismo Homero habría confundido a aquellos villanos con dioses del Olimpo. Pero aquella sala no era, ni mucho menos, el Olimpo y el pobre Júpiter de Gringoire lo sabía mejor que nadie. Se sucedieron la segunda, la tercera y otras muecas más, y siempre provocaban las risotadas y el jolgorio de la multitud. Era como si aquel espectáculo tuviera algo de embriagador o de fascinante difícil de ser transmitido al lector de nuestros días.
Habría que imaginarse una serie de rostros que presentaran sucesivamente todas las formas geométricas, desde el triángulo hasta el trapecio, desde el cono al poliedro, todas las expresiones humanas, desde la cólera hasta la lujuria; todas las edades, desde las arrugas de un recién nacido, hasta las de una vieja moribunda; Codas las fantasmagorías religiosas, desde el fauno hasta Belcebú; todos los perfiles de animales, desde unas fauces hasta un pico desde el morro al hocico. Imaginemos aún los mascarones del Pont-Neuf o las pesadillas pétreas salidas de la mano de Germain Pilón , adquiriendo vida y espíritu y acercándose para miraros frente a frente con sus ojos de fuego; o imaginad todos los disfraces del carnaval de Venecia sucediéndose ante el cristal de vuestro catalejo. En una palabra: un calidoscopio humano.
Aquella orgía era cada vez más propiamente flamenca. Un cuadro de Teniers nos daría aún una idea harto imperfecta. Imaginemos más bien, en auténtica bacanal, una de las batallas pintadas por Salvator Rosa. Allí no quedaban ya ni estudiantes, ni embajadores, ni burgueses, ni hombres, ni mujeres. No había ya ningún Clopin Trouillefou, ni Gilles Lecomu, ni Marie Quatrelivres, ni Robin Poussepain; todo se borraba en el libertinaje colectivo. La gran sala no era sino un inmenso homo de desvergüenza y jovialidad, en donde cada boca era un grito, cada ojo un destello de luz, cada rostro una mueca y cada individuo una postura.
Todo allí gritaba y rugía; los extraños rostros que llegaban, uno tras otro, al rosetón a hacer sus muecas, eran como teas encendidas echadas en aquel enorme brasero que era la sala y, de todo aquel gentío en efervescencia, subía como el vapor de un homo, un rumor agrio, agudo, duro y silbante como las alas de un moscardón.
—¡Hala! ¡Maldición!
—¡Mira ésa! ¡Fíjate qué cara!
—¡Bueno! ¡No es para tanto!
—¡Otra! ¡Que salga otra!
—¡Guillemette Maugerepuis, mira ese motro de toro! ¡Sólo le faltan los cuernos! ¿No será tu marido?
—¡Otro! ¡Que salga otro!
—¡Por la barriga del papa! ¡Qué cara es ésa!
—¡Eh eh! ¡Eso es trampa! ¡Eso no es la cara! ¡Sólo se puede enseñar la cara!
—¡Esa condenada de Perrette Callebotte es capaz de todo! —¡Bravo! ¡Bravo!
—¡Uff! ¡Me ahogo!
—¡Mira! ¡A ése ~o le caben las orejas por el agujero!... Pero seamos justos con nuestro amigo Jean. En medio de aquel alboroto, aún se le veía en lo alto del pilar, como a un grumete en su gavia. Bregaba con una furia increíble. De su boca totalmente abierta se escapaban gritos incomprensibles, no porque la intensidad del clamor general los ahogase, sino porque seguramente iban más allá del límite de la escala perceptible de los sonidos agudos: las doce mil vibraciones de Sauveur o las ocho mil de Biot .
Gringoire, por su parte, después de aquellos momentos de abatimiento, había conseguido rehacerse y se mostraba decidido a hacer frente a cualquier adversidad.
—Continuad, repetía una vez más a sus comediantes, auténticas máquinas parlantes y, dando grandes pasos ante la mesa de mármol, le entraban deseos de acercarse también a la lucera de la capilla, aunque no fuera más que para darse el gusto de hacerle una mueca de burla a aquel pueblo ingrato.
«Nada de venganzas que serían indignas de nosotros; lucharemos hasta el fin», se repetía, «porque el influjo que la poesía tiene sobre el pueblo es muy grande y acabaré por interesarles. Veremos quién gana si las vulgaridades o las bellas letras.»
Pero, ¡ay!, sólo él quedó como espectador de su propia obra y ahora era todavía peor que antes pues ya sólo veía las espaldas de la gente. Esto no es totalmente cierto, pues aquel hombre paciente y rechoncho, a quien ya había consultado poco antes, miraba aún al escenario. Gisquette y Lienarda hacía ya rato que habían desertado.
Gringoire se emocionó hasta el fondo de su corazón ante la fidelidad de aquel espectador y se acercó a él para hablarle, pero hubo de sacudirle fuertemente, pues el pobre se había adormilado, apoyado en la balaustrada.
—Muchas gracias, señor —le dijo Gringoire.
—¿De qué señor? —contestó el otro con un bostezo.
—Ya me doy cuenta de que todo ese ruido os impide oír a gusto la obra —le dijo Gringoire—. Tranquilizaos porque os prometo que vuestro nombre pasará a la posteridad. ¿Cómo os llamáis?
—Renault Château, guardasellos del Châtelet de Paris, para serviros.
—Señor, sois aquí el único representante de las musas —dijo Gringoire.
—Muchas gracias; sois muy amable —añadió el guardasellos del Châtelet.
—Sois el único que ha escuchado la obra, ¿qué os ha parecido?
—Vaya —respondió el rechoncho magistrado, un tanto adormilado aún—: interesante, bastante buena en realidad.
Hubo de contentarse Gringoire con tal elogio pues una atronadora salva de aplausos, en medio de un griterío ensordecedor, puso fin a su conversación. Se había, por fin, elegido el papa de los locos.
—¡Viva!, ¡viva! —gritaba la multitud.
En efecto, la mueca que en aquel momento triunfaba en el hueco del rosetón era algo formidable.
Después de tantas caras hexagonales o pentagonales y heteróclitas que habían pasado por la lucera sin culminar el ideal grotesco, formado en las imaginaciones exaltadas por la orgía sólo la mueca sublime que acababa de deslumbrar a la asamblea habría sido capaz de arrancar los votos necesarios. Hasta el mismo maese Coppenole se puso a aplaudir y Clopin Trouillefou, que también había participado —y sólo Dios sabe cuán horrible es la fealdad de su rostro— se confesó vencido y lo mismo haremos nosotros, pues es imposible transmitir al lector la idea de aquella nariz piramidal, de aquella boca de herradura, de aquel ojo izquierdo, tapado por una ceja rojiza a hirsuta, mientras que el derecho se confundía totalmente tras una enorme verruga, o aquellos dientes amontonados, mellados por muchas partes, como las almenas de un castillo, aquel belfo calloso por el que asomaba uno de sus dientes, cual colmillo de elefante; aquel mentón partido y sobre todo la expresión que se extendía por todo su rostro con una mezcla de maldad, de sorpresa y de tristeza. Imaginad, si sois capaces, semejante conjunto.
La aclamación fue unánime. Todo el mundo se dirigió hacia la capilla y sacaron en triunfo al bienaventurado papa de los locos y fue entonces cuando la sorpresa y la admiración llegaron al colmo, al ver que la mueca no era tal; era su propio rostro.
Más bien toda su persona era una pura mueca. Una enorme cabeza erizada de pelos rojizos y una gran joroba entre los hombros que se proyectaba incluso hasta el pecho. Tenía una combinación de muslos y de piernas tan extravagante que sólo se tocaban en las rodillas y, además, mirándolas de frente, parecían dos hojas de hoz que se juntaran en los mangos; unos pies enormes y unas manos monstruosas y, por si no bastaran todas esas deformidades, tenía también un aspecto de vigor y de agilidad casi terribles; era, en fin, algo así como una excepción a la regla general, que supone que, canto la belleza como la fuerza, deben ser el resultado de la armonía. Ése era el papa de los locos que acababan de elegir; algo así como un gigante roto y mal recompuesto.
Cuando esta especie de cíclope apareció en la capilla, inmóvil, macizo, casi tan ancho como alto, cuadrado en su base, como dijera un gran hombre, el populacho lo reconoció inmediatamente por su gabán rojo y violeta cuajado de campanillas de plata y sobre todo por la perfección de su fealdad, y comenzó a gritar como una sola voz:
—¡Es Quasimodo, el campanero! ¡Es Quasimodo, el jorobado de Nuestra Señora! ¡Quasimodo, el tuerto! ¡Quasimodo, el patizambo! ¡Viva! ¡Viva!
Fíjense si el pobre diablo tenía motes en donde escoger:
—¡Que tengan cuidado las mujeres preñadas! —gritaban los estudiantes.
—¡O las que tengan ganas de estarlo! —añadió Joannes.
Las mujeres se tapaban la cara.
—¡Vaya cara de mono! —decía una.
—Y seguramente tan malvado como feo —añadió otra.
—Es como el mismo demonio —porfiaba una tercera.
—Tengo la desgracia de vivir junto a la catedral y todas las noches le oigo rondar por los canalones.
—¡Como los gatos!
—Es cierto; siempre anda por los tejados.
—Nos echa maleficios por las chimeneas.
—La otra noche vino a hacerme muecas por la claraboya y me asustó tanto que creí que era un hombre.
—Estoy segura de que se reúne con las brujas; la otra noche me dejó una escoba en el canalón.
—¡Uf! ¡Qué cara tan horrorosa tiene ese jorobado!
—Pues, ¡cómo será su alma!
Los hombres, por el contrario, aplaudían encantados.
Quasimodo, objeto de aquel tumulto, permanecía de pie a la puerta de la capilla, triste y serio, dejándose admirar.
Un estudiante, Robin Poussepain creo que era, se le acercó burlón, chanceándose un poco de él y Quasimodo no hizo sino cogerle por la cintura y lanzarle a diez pasos por encima de la gente sin inmutarse y sin decir una palabra.
Entonces maese Coppenole, maravillado, se acercó a él.
—¡Por los clavos de Cristo! ¡Válgame San Pedro! Nunca he visto nadie tan feo como tú y creo que eres digno de ser papa aquí y en Roma. Al mismo tiempo, y un canto festivamente, le pasaba la mano por la espalda. Como Quasimodo no se movía, Coppenole prosiguió:
—Eres un tipo con quien me gustaría darme una comilona, aunque me costase una moneda nueva de doce tornesas. ¿Te hace?
Quasimodo no contestaba.
—¡Por los clavos de Cristo! ¿Pero eres sordo o qué?
Y en efecto, Quasimodo era sordo.
Sin embargo, estaba empezando a impacientarse por los modales de Coppenole y de pronto se volvió hacia él, con un rechinar de dientes tan terrible, que el gigante flamenco retrocedió como un buldog ante un gato. Se hizo entonces a su alrededor un círculo de miedo y de respeto de, por lo menos, unos quince pasos de radio. Una vieja aclaró entonces a maese Coppenole que Quasimodo era sordo.
—¡Sordo! —dijo el calcetero con una enorme carcajada flamenca—. ¡Por los clavos de Cristo! Es un papa perfecto.
—Yo le conozco —dijo Jehan, que había bajado por fin de su capitel para ver a Quasimodo de más cerca—; es el campanero de mi hermano el archí diácono.
—¡Hola, Quasimodo!
—¡Demonio de hombre! —dijo Robin Poussepain, un tanto contusionado aún por su caída—: Aparece aquí y resulta que es~ jorobado; se echa a andar y es patizambo; lo mira y es tuerto; hablas y es sordo. ¿Pues cuándo habla este Polifemo?
—Cuando quiere —respondió la vieja—; es sordo de tanto tocar las campanas, pero no es mudo.
—Menos mal —observó Jehan.
—¡Hay tiene un ojo de más —añadió Pierre Poussepaia,
—No —dijo juiciosamente Jehan—. Un tuerto es mucho más incompleto que un ciego, pues sabe lo que le falta.
Mientras tanto todos los mendigos los lacayos, los ladrones i junto con los estudiantes habían ido a buscar en el armario de la I curia la tiara de cartón y la toga burlesca del papa de los locos.
Quasimodo se dejó vestir sin pestañear con una especie de docilidad orgullosa. Después le sentaron en unas andas pintarrajeadas, y doce oficiales de la cofradía de los locos se lo echaron a hombros. Una especie de alegría amarga y desdeñosa iluminó entonces la cara triste del cíclope, al ver bajo sus pies deformes aquellas cabezas de hombres altos y bien parecidos.
Después se puso en marcha aquella vociferante procesión de andrajosos para siguiendo la costumbre dar la vuelta por el interior de las galerías del palacio, antes de hacerlo por las plazas y calles de la Villa.