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VII UNA NOCHE DE BODAS

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Poco después nuestro poeta se encontraba en un pequeño aposento con bóveda de ojiva, cerrado y caliente, ante una mesa que parecía estar pidiendo alimentos a una alacena colgada al lado; con la perspectiva de una buena cama y frente a una bonita muchacha. La aventura le parecía, desde luego, obra de encantamiento y estaba empezando a considerarse un personaje de cuento de hadas, por lo que de vez en cuando miraba a su alrededor como buscando la carroza de fuego arrastrada por dos aladas quimeras; el único medio capaz de trasladarle en tan poco tiempo del averno al paraíso.

A veces miraba también con obstinación los agujeros de su jubón para asirse así a la realidad y poder seguir haciendo pie, pues ése era el único contacto con la sierra ya que su razón estaba lanzada hacia los cielos de la fantasía.

La muchacha no parecía prestarle mucha atención: se movía de aquí para allá, cambiando de sitio una silla, hablando con su cabra y haciendo de vez en cuando su graciosa mueca con la boca; por fin se sentó junto a la mesa y Gringoire pudo contemplarla a gusto.

Lectores: todos habéis sido niños alguna vez y quizás os consideráis felices de serlo aún. Sin duda, habéis perseguido en más de una ocasión (por mi parte los mejores días los he empleado en ello) de matorral en matorral, a la orilla de un arroyo en un día de sol, a alguna linda libélula, verde o azul, zigzagueante y rozando casi con su vuelo todas las ramas.

Conservaréis también el recuerdo de vuestro pensamiento amoroso y de vuestra mirada atraída hacia ese remolino azul y púrpura de sus alas cuyo centro era una leve forma flotante, apenas visible por la rapidez de sus movimientos. Ese ser aéreo, confusamente percibido entre temblores vivísimos de alas, os parecía quimérico, imaginario, imposible de tocar, imposible casi de contemplar. Pero cuando por fin la libélula se posaba en un junco del arroyo y podíais entonces examinarla, conteniendo el aliento, sus largas alas de gasa, su alargado cuerpo de esmaltes, sus dos globos de cristal, ¡qué asombro no sentíais y qué temor de que nuevamente aquella forma quimérica desapareciera de nuevo entre sombras! Recordad aquellas impresiones y podréis llegar a comprender lo que sentía Gringoire al contemplar en forma visible y palpable a la Esmeralda que hasta aquel momento sólo había logrado entrever a través de remolinos de danza, de canciones y de bullicio.

—Aquí está la Esmeralda— se decía cada vez más sumido en sus ensoñaciones—. Ésta es —pensaba siguiéndola vagamente con la mirada—. ¡Una criatura celestial! ¡Una bailarina callejera! ¡Tanto y tan poco! Ella ha sido quien le ha dado esta mañana el golpe de gracia a mi misterio y quien esta noche me salva la vida. ¡Mi ángel malo y mi ángel de la guarda! ¡Una hermosa mujer, desde luego!, y que debe amarme con locura para haberse quedado conmigo como lo ha hecho. A propósito —dijo levantándose de pronto con ese sentimiento de lo real que constituía el fondo de su carácter y de su filosofía—, todavía no sé muy bien cómo han pasado las cosas, pero soy tu marido.

Con esta idea en su cabeza y en sus ojos, Gringoire se acercó a la muchacha de una manera tan marcial y tan galante que la joven retrocedió.

—¿Qué queréis de mí? —le preguntó.

—¿Por qué me lo preguntáis, mi adorable Esmeralda? —le respondió Gringoire con un acento tan apasionado que hasta él mismo se sorprendía al oír su voz.

La gitana abrió más sus grandes ojos y dijo:

—No sé lo que queréis decir.

—¡Cómo! —repuso Gringoire enardeciéndose cada vez más y pensando que, después de todo, sólo tenía que habérselas con una virtud de la corte de los milagros—. ¿No soy tuyo, mi dulce amiga?, y tú no era mía acaso? —le dijo asiéndola con toda ingenuidad por la cintura. La blusa de la gitana se deslizó entre sus manos como una anguila. Dio luego un salto hasta el otro extremo de la estancia; se agachó para erguirse a continuación con una navaja en la mano con cal rapidez que Gringoire no tuvo tiempo de ver de dónde la había sacado. Se mostraba excitada y altiva, con los labios apretados y resoplando por la nariz; sus mejillas se habían encendido y su mirada centelleaba. Al mismo tiempo su cabrita blanca se había colocado ante ella y hacía frente a Gringoire con sus dos bonitos cuernos, dorados y puntiagudos. Todo había tenido lugar en un abrir y cerrar de ojos.

La libélula se había transformado en avispa y estaba dispuesta a picar.

Nuestro filósofo estaba perplejo mirando alelado canto a la cabra como a la muchacha.

—¡Virgen Santa! —exclamó cuando la sorpresa le permitió hacerlo—. ¡Vaya par de flamencas!

—Debes ser un tipo muy osado.

—Perdón, señorita —añadió Gringoire con una sonrisa—. ¿Por qué me habéis tomado entonces por marido?

—¿Habrías querido que lo dejara colgar?

—Entonces —siguió el poeta, desalentado ya de sus esperanzas amorosas—, ¿sólo habéis pensado en salvarme de la horca al casaros conmigo?

—¿Y qué otro pensamiento podría, haber tenido?

Gringoire se mordió los labios diciéndose: Bueno, pues no soy tan triunfante como creía en las cosas de Cupido, pero entonces, ¿por qué haber roto aquel pobre jarro?

Todavía estaban prestos a la defensa la navaja de Esmeralda y los cuernos de la cabra.

—Señorita Esmeralda, capitulemos —dijo el poeta—, no soy escribano del Châtelet y no quiero complicaros por el hecho de llevar una daga en París, en contra de las ordenanzas y las prohibiciones del señor preboste, pero no debéis ignorar que Noël Lescripvain ha sido multado hace ocho días a pagar diez sueldos parisinos por haber llevado un chafarote; pero eso no me importa y lo que quiero deciros es que os juro por la parte del paraíso que me pueda corresponder que no me acercaré a vos sin vuestro permiso y aprobación pero, por favor, dadme algo para cenar.

En el fondo Gringoire, como Monsieur Lespréaux, se mostraba muy poco voluptuoso y no era del estilo de esos caballeros y mosqueteros que toman a las jóvenes por asalto. En el amor como en todas las cosas prefería contemporizar y situarse en un término medio.

Pensaba además que una buena cena en amistosa intimidad y con hambre, como era su caso, podía resultar un entreacto excelente entre el prólogo y el desenlace para una aventura amorosa.

La Zíngara no respondió pero hizo su mohín desdeñoso, irguió el cuello como un pájaro y se echó a reír haciendo desaparecer el lindo puñal de la misma manera que había aparecido, sin que Gringoire hubiera podido ver dónde guardaba la abeja su aguijón.

Unos instantes más tarde había ya en la mesa un pan de centeno, una loncha de tocino, algunas manzanas rugosas y una jarra de cerveza. Gringoire se puso a comer con tal ímpetu que ante el tintineo furioso que hacía su tenedor de hierro al rozar contra la loza se habría dicho que todo su amor se había trocado en apetito. La muchacha, sentada ante él, le miraba hacer en silencio, visiblemente abstraída por otros pensamientos que le provocaban a veces una sonrisa; al mismo tiempo su mano acariciaba la cabeza de la cabra que se hallaba suavemente apresada entre sus rodillas.

Una vela de cera amarilla iluminaba aquella escena de voracidad y de ensueño pero, una vez apaciguados los primeros balidos de su estómago, le invadió una falsa vergüenza al ver que no quedaba más que una manzana.

—¿Vos no coméis, señorita Esmeralda?

Ella respondió moviendo negativamente la cabeza y su mirada perdida se detuvo en la bóveda de la estancia.

¿Qué le preocupará? —se preguntó Gringuire mirando al mismo punto en que ella fijaba su vista—. No puede ser el gesto de ese enano esculpido en el centro de la bóveda. ¡Qué diablo! Yo soy más importante.

—¡Eh, señorita! —dijo alzando la voz.

Pero ella no parecía oírle.

Insistió de nuevo, un poco más alto esta vez.

—¡Señorita Esmeralda!

Trabajo inútil. La mente de la joven se encontraba en otra parte y la voz de Gringoire carecía de fuerza para hacerla volver. Por suerte la cabra se puso a balar en aquel momento y a mordisquear cariñosamente la manga de su ama.

—¿Qué te ocurre, Djali? —dijo vivamente la zíngara sobresaltada.

—Tiene hambre —dijo Gringoire encantado de recomenzar la conversación.

Y la Esmeralda se puso a desmigar pan que Djali comía graciosamente en el hueco de su mano.

Gringoire, no queriendo darle tiempo para volver a sus ensoñaciones, lanzó una pregunta delicada.

—¿Entonces no me queréis como marido?

—No —le respondió la joven mirándole a la cara.

—¿Y como amante?

La Esmeralda hizo su mohín con la boca y respondió:

—No.

—¿Y como amigo?

Entonces le miró fijamente y tras un momento de reflexión le dijo:

—Quizás.

Ese quizás tan caro a los filósofos enardeció a Gringoire.

—¿Conocéis lo que es la amistad? —le preguntó.

—Sí —respondió la gitana—. Sí; es como ser hermano y hermana; como dos almas que se tocan sin confundirse; como los dedos de una mano.

—¿Y el amor? —inquirió Gringoire.

—¡El amor! —dijo con una voz trémula y con ojos brillantes—: Es como ser dos en uno; como un hombre y una mujer confundidos en un ángel; es como el cielo.

Mientras hablaba así, la bailarina se mostraba tan hermosa y llamaba tan singularmente la atención de Gringoire que no pudo evitar una comparación entre su belleza y el exotismo oriental de sus palabras.

Sus labios sonrosados esbozaban una sonrisa; su frente cándida y serena se ensombrecía a veces por sus pensamientos, como un espejo se empaña con el aliento, y en sus largas pestañas negras flotaba una luz inefable que iluminaba su perfil con la misma delicadeza que Rafael iba a encontrar más tarde en esa intersección mística de virginidad, maternidad y divinidad.

Gringoire sin embargo no se detuvo ahí.

—¿Cómo hay que hacer entonces para agradaros?

—Hay que ser un hombre.

—¿Y entonces, qué es lo que yo soy?

—Un hombre lleva yelmo en la cabeza, espada en la mano y espuelas de oro en los talones.

—Bueno —dijo Gringoire. Así que sin caballo no hay hombre que valga. ¿Amáis a alguien?

—¿Con amor verdadero?

—Con amor verdadero.

Permaneció pensativa un momento y respondió con una expresión muy particular.

—Lo sabré muy pronto.

—¿Por qué no esta misma noche? —solicitó con ternura el poeta—: ¿Por qué no a mí?

Ella le miró entonces gravemente.

—Sólo podría amar a un hombre que pudiera protegerme.

Gringoire se ruborizó y encajó la respuesta como pudo.

Era evidente que la joven quería aludir a la escasa ayuda que él le había prestado en la circunstancia crítica de hacía apenas dos horas. Entonces, semioculto entre otras vivencias de la noche, le surgió aquel recuerdo y se golpeó la frente.

—A propósito, señorita, perdonad mi distracción, pues debería haber comenzado por ahí. ¿Cómo os las habéis arreglado para libraros de las garras de Quasimodo?

La pregunta hizo estremecerse a la gitana.

—¡Oh! ¡Aquel horrible jorobado! —dijo cubriéndose el rostro con las manos y al mismo tiempo se echó a temblar como aterida de frío.

—Horrible, en efecto.

Gringoire seguía sin embargo con su pregunta.

—Pero, ¿cómo conseguisteis libraros de él?

La Esmeralda sonrió, luego suspiró y se quedó en silencio.

—¿Sabéis por qué os seguía? —insistió Gringoire, intentando continuar en el tema y dando un rodeo.

—No lo sé —respondió la joven y añadió con viveza—: También vos me seguíais. ¿Por qué?

—En realidad —respondiole Gringoire— ni yo mismo lo sé.

Se produjo un silencio. Gringoire rayaba la mesa con el cuchillo. La muchacha sonreía y parecía mirar algo a través de la pared y de pronto se puso a esbozar esta canción:

Cuando las pintadas aves Mudas están, y la tierra...

La Esmeralda se interrumpió aquí bruscamente y comenzó a hacer caricias a Djali.

—Es muy bonita vuestra cabra —le dijo Gringoire.

—Es mi hermana —le respondió ella.

—¿Por qué os llaman la Esmeralda? —inquirió el poeta.

—No lo sé.

—Alguna razón habrá.

Entonces sacó de su pecho una especie de saquito oblongo que llevaba colgado al cuello mediante una cadena de cuentas de azabache que exhalaba un penetrante olor a alcanfor. Estaba recubierto de seda verde y llevaba en su centro un gran abalorio verde que imitaba a una esmeralda.

—Quizás sea a causa de esto —dijo.

Gringoire quiso tocar el saquito y la Esmeralda retrocedió. —No te toques; es un amuleto y podrías romper el hechizo o éste perjudicarte a ti.

La curiosidad despertaba cada vez un mayor interés en el poeta.

—¿Quién os lo ha dado?

Ella le puso un dedo en la boca y guardó otra vez el amuleto en su seno. Gringoire seguía acosándola con preguntas a las que ella apenas contestaba.

—¿Qué quiere decir esa palabra, la Esmeralda?

—No lo sé —repetía.

—¿A qué lengua pertenece?

—Creo que al egipcio.

—Estaba seguro —dijo Gringoire—: ¿No sois francesa?

—No lo sé.

—¿Conocéis a vuestros padres?

Entonces ella se puso a entonar una vieja melodía:

Mon père est l'oiseau, ma mére est l'oiselle, je passe l'eau sans nacelle, je passe l'eau sans bateau. Ma mère est l'oiselle, Mon père est l'oiseau .

—Está bien —dijo Gringoire—, ¿qué edad teníais al llegar a Francia?

—Yo era muy pequeña.

—¿Vinisteis a París?

—No; a París viene el año pasado. Cuando entrábamos por la Puerta Papal vi volar por los aires la curruca de los cañaverales y me dije: el invierno va a ser duro.

—Y lo ha sido —dijo Gringoire, encantado de conseguir hacerla hablar—. Lo he pasado soplándome los dedos. ¿Tenéis acaso el don de la profecía?

Ella volvió a su laconismo.

—No.

—Ese hombre al que llamáis el duque de Egipto, es el jefe de vuestra tribu.

—Sí.

—Pues ha sido él quien nos ha casado, le hizo observar el poeta.

Ella volvió a hacer su mohín de siempre y dijo:

—Si ni siquiera conozco tu nombre.

—¿Mi nombre? ¿Quieres saberlo?; escucha: me llamo Pierre Gringoire.

—Pues yo conozco uno más bonito —le dijo ella.

—¡No seáis mala! —contestó el poeta—; pero no me importa, pues no me enfadaré. Quizás cuando me conozcáis mejor lleguéis a amarme. Pero me habéis contado vuestra vida con tal confianza que me siento casi obligado a hacer lo mismo. Así que os diré que me llamo Pierre Gringoire y que soy hijo del arrendador de la casa del notario de Gonesse; que a mi padre lo colgaron los borgoñones y a mi madre le abrieron el vientre los picardos cuando el sitio de París hace ya más de veinte años. Así que yo era huérfano a los seis y aprendí a andar las calles de París, aunque no comprendo cómo pude sobrevivir hasta los dieciséis con las cuatro ciruelas que me daba una frutera o con las cortezas de pan que me daba algún panadero... Por las noches me las arreglaba para que me detuvieran los guardias y así podía dormir sobre un mal jergón aunque, como podéis comprobar, nada de esto me impidió crecer y adelgazar. En invierno me calentaba tomando el sol bajo los porches del hotel de Sens y siempre me pareció ridículo que las hogueras de San Juan se reservasen para la canícula. A los dieciséis años quise empezar a trabajar en serio y desde entonces lo he intentado todo: primero me hice soldado, pero no era lo bastante valiente; después me hice monje, pero sin ser lo bastante devoto y además no me gusta beber. Desesperado ya, entré como aprendiz de carpintero, pero carecía también de la fuerza suficiente. La verdad es que lo que más me gustaba era ser maestro y, aunque no sabía leer, nunca creí que eso fuera un gran inconveniente. Al cabo de cierto tiempo llegué a la conclusión de que no servía para nada y entonces, totalmente convencido de lo que quería, me hice poeta y rimador. Cuando uno es un vagabundo siempre se puede coger ese oficio y mejor es eso que robar, como me aconsejaban algunos de los bribones de mis amigos. Por suerte un buen día encontré a don Claude Frollo, el reverendo archidiácono de la iglesia de Nuestra Señora, que se interesó por mí y, gracias a él, hoy me puedo considerar un verdadero letrado, conocedor del latín, desde los oficios de Cicerón hasta el martirologio de los padres celestinos, y no soy negado ni para la escolástica ni para la poética ni para la rítmica y tampoco se me da mal la hermética. Por otra parte, soy también el autor del misterio que se ha representado hoy, con gran éxito y gran concurrencia de público, nada menos que en la Gran Sala del palacio. He escrito además un libro de más de seiscientas páginas sobre aquel prodigioso cometa de 1465, que volvió loco a un hombre y también he tenido otros éxitos. Veréis: como entiendo algo de caza, trabajé en aquella bombarda de Jean Maugue que, como sabéis, reventó en el puente de Charenton el día del ensayo matando a veinticuatro curiosos. Fijaos que no soy un mal partido y conozco muchas gracias y muy interesantes para enseñar a vuestra cabra cómo imitar al obispo de Paris, ese maldito fariseo cuyos molinos salpican a todo el que cruza por el puente de los molineros. Además mi misterio me reportará buen dinero contante. Si me pagan. En fin, me pongo a vuestras órdenes con mi inteligencia, mis conocimientos y mi sabiduría. Dispuesto estoy, señorita, a vivir con vos castamente o alegremente, como más os plazca, o bien como marido y mujer, si así lo queréis, o como hermano y hermana, si os parece mejor.

Gringoire se calló en espera de los efectos producidos por su perorata, pero la Esmeralda seguía con la vista fija en el techo.

—Febo —dijo a media voz—, y luego volviéndose al poeta—: ¿Qué quiere decir Febo?

Sin comprender muy bien la relación que pudiera haber entre su alocución y semejante pregunta, no se sintió molesto de poder dar nuevas pruebas de su erudición y respondió pavoneándose:

—Es una palabra latina que quiere decir Sol.

—¿Sol? —dijo ella.

—Es también el nombre de un apuesto arquero que era un dios —añadió Gringoire.

—¡Dios! —repitió la zíngara, imprimiendo a su acento un algo de ensoñación y de apasionamiento.

En aquel momento uno de sus brazaletes cayó al suelo. Gringoire se agachó presto para recogerlo y cuando se incorporó, la gitana y su cabra habían desaparecido. Oyó el ruido de un cerrojo al cerrarse. Era una pequeña puerta que comunicaba sin duda con una estancia vecina y que se cerraba por fuera.

—¡Si al menos me hubiera dejado una cama! —dijo nuestro filósofo.

Dio una vuelta a la estancia y no encontró ningún mueble apropiado para dormir excepto un arcón de madera, bastante largo con la tapa repujada y que al tumbarse daba a Gringoire más o menos la misma sensación que debió experimentar Micromegas al tumbarse sobre los Alpes.

—Bueno —se dijo, acomodándose como mejor pudo—. Habrá que resignarse, pero la verdad que es una noche de bodas bien rara. ¡Qué lástima! Había en aquella boda del cántaro roto algo de ingenuo y de ancestral que me seducía.

Nuestra Señora de París (texto completo, con índice activo)

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