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IV LOS INCONVENIENTES DE IR TRAS UNA BELLA MUJER DE NOCHE POR LAS CALLES
ОглавлениеGringoire por lo que pudiera pasar, quiso seguir a la gitana. La había visto tomar, con su cabra, la calle de la Coutellerie y él había hecho lo mismo.
—¿Y por qué no? —se dijo.
Gringoire, filósofo práctico de las calles de París, se había dado cuenta de que nada es tan propicio al ensueño como seguir a una mujer bella sin saber a dónde va. Existe en esta abdicación voluntaria del libre albedrío, en esta fantasía, que a su vez se somete a otra fantasía, una mezcla de independencia fantástica y de obediencia ciega, un no sé qué intermedio entre la libertad y la esclavitud, que agradaba a Gringoire. En efecto, su espíritu era esencialmente mixto, complejo a indeciso, interesado en todos los temas y pendiente un poco de todas las propensiones humanas, pero neutralizando cada una de ellas con su contraria.
Le gustaba compararse a la tumba de Mahoma, atraída en sentidos contrarios por dos piedras de imán, dudando eternamente entre lo alto y lo bajo, entre la bóveda y el suelo, entre la caída y la elevación entre, el cenit y el nadir.
Si Gringoire viviera en nuestros días ¡qué bien sabría mantenerse en un término medio entre lo clásico y lo romántico!, pero no era lo suficientemente primitivo como para vivir trescientos años y era una lástima. Su ausencia es un vacío que hoy día lamentamos.
Por otra parte, para seguir por las calles a los transeúntes (y sobre todo a las transeúntes), cosa que Gringoire hacía con cierta frecuencia, lo mejor es no saber en dónde va uno a dormir.
Iba, pues, pensativo detrás de la muchacha, que aceleraba el paso y hacía ir al trote a su cabritilla al ver que la gente se recogía ya y que las tabernas, únicos establecimientos abiertos aquel día se iban cerrando.
Después de todo, iba pensando Gringoire, en algún lugar tendrá que dormir y las gitanas suelen tener buen corazón. ¡Quién sabe si...!, y él llenaba esos puntos suspensivos con no se sabe muy bien qué ideas peregrinas.
Sin embargo, de vez en cuando, al pasar junto a los últimos grupos de burgueses que se despedían ya para retirarse, cogía al vuelo algún retazo de sus conversaciones que venían a romper la lógica de sus optimistas hipótesis.
A veces se trataba de dos viejos que comentaban...
—Maese Thibaut Femicle, ¿sabéis que hace frío?
¡Gringoire lo sabía bien desde el comienzo del invierno!
—Ya lo creo maese Bonifacio Disome. ¿Tendremos un invierno como el de hace tres años, el del 80, en el que la madera costó a ocho sueldos el haz?
—¡Bah! ¡Eso no eso no fue nada, maese Thibaut! ¿Se acuerda de aquel invierno de 1407, que no paró de helar desde San Martín hasta la Candelaria? Lo hacía con tal fuerza que hasta la pluma del parlamento se helaba a cada tres palabras y por eso hubo que suspender las actuaciones de la justicia...
Un poco más allá eran unas vecinas a la ventana, alumbradas con candiles que el viento hacía chisporrotear.
—¿Vuestro marido os ha contado ya la desgracia, señora Boudraque?
—No. ¿De qué se trata, señora Tourquant?
—Del caballo del señor Gilles Godin, el notario del Châtelet, que se ha desbocado, al ver a los flamencos y la procesión, y ha tirado por los suelos a maese Philipot Avrillot, oblato de los celestinos.
—¿De verdad?
—Ya lo creo.
—¡Un caballo burgués! ¡Quién lo iba a pensar! ¡Si al menos hubiera sido un caballo del ejército!
Y se iban cerrando las ventanas y Gringoire, distraído con las conversaciones, perdía el hilo de sus ideas.
Por suerte lo volvía a encontrar enseguida y enlazaba sin dificultad, gracias sobre todo a la bohemia que, con su cabra, marchaba por delante; eran dos delicadas finas y encantadoras criaturas, en las que admiraba sus pequeños pies, sus lindas formas, sus graciosos ademanes, confundiendo casi a las dos en su imaginación, al considerarlas mujeres por su inteligencia y su amistad y cabritillas por su ligereza y agilidad y por la destreza de sus andares.
Las calles se iban haciendo cada vez más oscuras y solitarias. Hacía bastante tiempo que había sonado el toque de queda y sólo se veía ya, muy de cuando en cuando, a un transeúnte por las calles o una luz en las ventanas.
Gringoire se había internado, siguiendo a la egipcia, en aquel dédalo inextricable de callejuelas, encrucijadas y callejones sin salida, que rodean el antiguo sepulcro de los inocentes y que se asemeja a un ovillo enmarañado por un gato.
—Desde luego estas callejuelas tienen muy poca lógica —decía Gringoire, perdido en esos mil caminos, que venían a desembocar en ellos mismos, y que la joven daba la impresión de conocer tan bien, moviéndose entre ellos con pasos ligeros sin la más pequeña duda.
En cuanto a él, no habría tenido la menor idea del lugar en donde se encontraba, si no hubiera sido porque, al paso, a la vuelta de una calleja, descubrió la masa octogonal de la picota del mercado, cuyo tejadillo abierto destacaba vivamente su silueta negra contra una ventana iluminada aún en la calle Verdelet.
Hacía ya un ratito que la joven se había dado cuenta de que la seguían y varias veces había vuelto hacia él su cabeza con cierta preocupación. Incluso una vez se había parado en seco y, aprovechando un rayo de luz que se escapaba de la puerta entreabierta de una panadería, le había mirado fijamente de arriba a abajo.
Después Gringoire había visto hacer a la gitana la mueca aquella que debía resultarle familiar, y había seguido su camino.
La mueca dio que pensar a Gringoire pues había burla y desdén en aquel gesto, hasta cierto punto gracioso, y por eso comenzó a bajar la cabeza y a contar los adoquines, siguiendo a la joven a una distancia mayor cuando, al doblar una calle, en donde momentáneamente la había perdido de vista, oyó un grito penetrante.
Apresuró el paso. La calle estaba totalmente a oscuras; sin embargo, una lamparita que ardía en una hornacina a los pies de la Virgen, en un rincón de la calle permitió a Gringoire distinguir a la gitana debatiéndose en los brazos de dos hombres que procuraban ahogar sus gritos. La cabritilla, asustada, bajaba los cuernos y se ponía a balar.
—¡Socorro! ¡A mí la ronda! ¡Socorro, guardianes! —gritó Gringoire al mismo tiempo que se dirigía valientemente hacia allí. Uno de los que sujetaban a la joven se volvió hacia él; era la formidable figura de Quasimodo.
Gringoire no emprendió la huida pero tampoco dio un paso más adelante.
Quasimodo se llegó hasta él y de un revés lo lanzó a cuatro pasos contra el empedrado; luego se adentró rápidamente hacia la oscuridad llevándose a la joven bajo el brazo como si fuera un echarpe de seda, seguido de su compañero; mientras la pobre cabra corría tras ellos balando quejumbrosa.
—¡Asesinos! ¡Socorro! —gritaba la desdichada gitana.
—¡Alto ahí, miserables! ¡Soltad a esa mujer! —dijo con voz de trueno un caballero que surgió de repente de una plazuela próxima. Se trataba de un capitán de los arqueros, armado de pies a cabeza y con un espadón en la mano.
Arrancó a la bohemia de los brazos de Quasimodo, estupefacto; la colocó de través en la silla de montar y en el momento en que el terrible jorobado, recuperado de la sorpresa, se lanzaba sobre él para recuperar a su presa, surgieron quince o más arqueros que seguían a su capitán armados todos con espadas.
Se trataba de un escuadrón de la guardia real que hacía la contrarronda por orden de micer Roberto d'Estouteville, guardián del prebostazgo de París.
Entre todos cercaron a Quasimodo, lo cogieron y lo ataron. Rugía, echaba espuma por la boca, mordía y, si no hubiera sido de noche, podemos estar seguros de que su horripilante cara, más repulsiva aún por hallarse encolerizado, habría puesto en fuga a todo el escuadrón. Pero, por la noche, carecía de su arma más temible; su fealdad.
Su compañero se escabulló durante la refriega.
La gitana se irguió con elegancia en la silla del oficial, apoyó sus dos manos en los hombros del capitán y le miró fijamente durante unos segundos, como encantada de su atractivo aspecto y de la ayuda que acababa de prestarle. Después, rompiendo a hablar la primera, le dijo haciendo más dulce aún su dulce voz: —¿Cómo os llamáis, señor gendarme?
—Capitán Febo de Cháteaupers para serviros, preciosa respondió el capitán irguiéndose.
—Gracias —le dijo.
Y mientras el capitán se entretenía atusándose su bigote a la borgoñona, ella se deslizó hasta el suelo, desde el caballo, como una flecha que cae a tierra y huyó tan rápidamente, que un relámpago habría tardado más en desvanecerse.
—¡Por el ombligo del papa! —dijo apretando las ligaduras de Quasimodo—. A fe mía que habría preferido quedarme con la mozuela.
—¡Qué queréis capitán! —dijo uno de los guardias—. La pájara ha levantado el vuelo pero nos queda el murciélago.