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III BESOS PARA GOLPES

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Cuando Pierre Gringoire llegó a la plaza de Grève se encontraba aterido. Había dado un rodeo por el Pont-aux-Meuniers (Puente de los molineros) para así evitar la multitud concentrada en el Pont-au Changes (Puente del cambio) y las pinturas de Jean Fourbault; pero las ruedas de los molinos del obispo le habían salpicado al pasar y su blusón estaba empapado. Le parecía además que el fracaso de su obra le hacía aún más friolero y por eso apresuró la marcha para llegar antes a la gran fogata de la fiesta que ardía con un fuego impresionante en medie de la plaza. Una multitud considerable se apiñaba a su alrededor

—¡Malditos parisinos! —se dijo para sí pues Gringoire, como verdadero poeta dramático que era, utilizaba con alguna frecuencia estos monólogos—. ¡Y además no me dejan acercarme al fuego, ahora que necesito un hueco al calor! ¡Mis zapatos se han calado y esos malditos molinos me han puesto pingando! ¡Demonio de obispo y sus molinos! ¡Ya me gustaría saber para qué quiere un obispo tantos molinos! ¿Querrá hacerse obispo molinero? Si para ello necesita mi bendición, se la doy a él, a su catedral y a sus molinos. ¿Me dejarán un sitio junto al fuego todos esos mirones? ¿Qué pintarán ahí? ¡Calentarse! ¡Pues vaya cosa! ¡Menudo espectáculo mirar cómo se van quemando un centenar de leños!

Fijándose un poco mejor se dio cuenta de que el círculo era un poco más ancho de lo necesario para calentarse y que toda aquella gente estaba allí concentrada por algo más que por el simple hecho de ver cómo se quemaba un buen montón de leños.

En un buen espacio libre, abierto entre el fuego y el gentío, una joven estaba bailando.

Tan fascinado se quedó ante aquella deslumbradora visión que, por muy poeta irónico o por muy filósofo escéptico que se considerara, no fue capaz de distinguir a primer golpe de vista si en realidad se trataba de un ser humano, de un hada o de un ángel.

No era muy alta, pero lo parecía por la finura de su talle, que se erguía atrevido con agilidad; era morena pero se adivinaba que a la luz del día su tez debía tener ese reflejo dorado de las mujeres andaluzas y romanas. Sus pies, pequeños, también parecían andaluces. Se diría que estaban presos, pero cómodos a la vez, en sus graciosos zapatos. Bailaba y giraba como un torbellino sobre una vieja alfombra persa y, cada vez que se acercaba en sus giros vertiginosos, sus ojos negros lanzaban destellos de luz.

Todo el mundo tenía sus ojos clavados en ella y la miraba boquiabierto. En efecto, al verla danzar así, al ritmo del pandero, con sus dos hermosos brazos jugando por encima de la cabeza, una, grácil y vivaz como una avispa, con su corpiño dorado, su vestido de mil colores lleno de vuelos, con sus hombros desnudos, sus piernas estilizadas que la falda, al hincharse, dejaba asonar con frecuencia; su pelo negro, su mirada de fuego, parecía una criatura sobrenatural.

—En verdad —pensaba Gringoire—, es una salamandra, una ninfa, una diosa o una de las bacantes del monte Menaleo . En aquel momento una de las trenzas de la «salamandra» soltó y una moneda de latón que la sujetaba rodó por el suelo. —¡Ah, no! —se dijo Gringoire—: ¡Es una gitana!

Todo su entusiasmo se había esfumado.

Nuevamente se puso a bailar y cogiendo del suelo dos sables, los apoyó de punta en su frente, haciéndolos girar en un sentido, al tiempo que ella lo hacía en el otro. Se trataba de una gitana efectivamente y, a pesar del desencanto de Gringoire, el conjunto aquel que la gente estaba presenciando se hallaba cargado de belleza y de magia. La fogata iluminaba con su resplandor crudo y rojizo que se reflejaba, tembloroso en los rostros de la muchedumbre y en la frente morena de la joven. Al fondo de la plaza se adivinaba un reflejo pálido y vacilante de sombras, contra la vieja fachada negra de la Maison aux Piliers y contra los brazos de piedra de la horca.

Entre los mil rostros que este fulgor teñía de escarlata había uno que parecía absorto, como ningún otro, en la contemplación de la bailarina. Se trataba de una figura de hombre, austera, serena, sombría. Aquel hombre, cuya ropa quedaba oculta por la gente que le rodeaba, no tendría más allá de los treinta y cinco años; era calvo y apenas si algún mechón de pelo ralo y gris aparecía en sus sienes. Su frente se veía surcada de incipientes arrugas, pero los ojos hundidos denotaban una juventud extraordinaria, una vida ardorosa y una profunda pasión. Los mantenía prendidos en la gitana y mientras la alocada joven de dieciséis años bailaba y revoloteaba para satisfacción de todos, los pensamientos de aquel hombre se tomaban más sombríos. A veces una sonrisa y un suspiro se encontraban juntos en sus labios, resultando la sonrisa más dolorosa que el suspiro.

La muchacha se detuvo por fin, jadeante, y el pueblo la aplaudió con delirio.

—Djali —dijo de pronto la gitana.

Entonces Gringoire vio llegar a una linda cabrita blanca, espabilada, ágil, lustrosa, con cuernos dorados, pezuñas doradas y un collar dorado. No la había visto hasta entonces pues había estado echada todo el rato en un rincón de la alfombra, mirando bailar a su ama.

—¡Djali!, ahora te toca a ti —dijo la bailarina. Y sentándose entregó graciosamente el pandero a la cabra.

—¡Djali! —continuo—; ¿en qué mes del año estamos?

La cabra levantó su pata delantera y golpeó una vez en el pandero. Era el primer mes del año, en efecto, y la multitud aplaudió.

—¡Djali! —dijo la joven volviendo el pandero al revés—. ¿En qué día del mes estamos?

La cabrita levantó su patita dorada y golpeó seis veces el pandero.

—¡Djali! —prosiguió la gitana cambiando nuevamente la posición del pandero—. ¿Qué hora es?

Djali golpeó siete veces el pandero, justo además en el instante en que daban las siete en el reloj de la Mairon-aux-Piliers.

La gente estaba maravillada.

—¡Hay brujería en esto! —dijo una voz siniestra en el gentío. Era la del hombre calvo, que no había apartado sus ojos de la gitana.

La joven se estremeció y se volvió hacia él, pero los aplausos de la gente sofocaron aquella exclamación; incluso consiguieron borrarla de su mente porque la gitana continuó con su cabra.

—¡Djali! ¿Cómo hace maese Guichard Grand-Retny, el capitán de los pistoleros de la villa en la procesión de la Candelaria?

Djali, apoyándose en sus patas traseras, comenzó a balar y a andar con la gracia y tan seriamente que todo el círculo de espectadores se echó a reír ante esta parodia del celo del capitán de los pistoleros.

—¡Djali! —prosiguió la joven, animada por su creciente éxito—. ¿Cómo predica maese Jacques Charmolue, procurador del rey en los tribunales de la Iglesia?

La cabra se puso nuevamente de pie, bailando y moviendo sus patas delanteras de una manera tan extraña que, exceptuando su mal francés y su mal latín, era el mismo Jacques Charmolue, con sus gestos, con su acento y en definitiva con sus mismas formas de actuar.

Y la multitud aplaudía a rabiar.

—¡Sacrilegio y profanación se llama a eso! —exclamó de nuevo la voz de aquel hombre.

La gitana se volvió de nuevo hacia él.

—¡Ah!, ¡es ese hombre ruin otra vez! —y luego, haciendo una mueca con la boca, en un gesto que debía serle familiar, giro sobre sus talones y se dispuso a recoger en su pandereta los donativos del público.

Llovían las monedas, los ochavos, las de plata, grandes y pequeñas, sueldos... Cuando pasó ante Gringoire, éste se llevó la mano al bolsillo, en un gesto un canto distraído, y ella se detuvo.

—¡Demonio! —dijo el poeta, al no encontrar más que el fondo de su bolsillo, es decir, nada. Sin embargo, allí estaba la hermosa joven mirándole con sus negros ojos, mientras esperaba con la pandereta tendida hacia él. Gringoire sudaba la gota gorda. El Perú le habría dado, si lo hubiera tenido en el bolsillo, pero Gringoire no tenía el Perú, ni tan siquiera se había aún descubierto América.

Por suerte, un pequeño incidente fortuito vino a sacarle de apuros.

—¡Quieres largarte ya, saltamontes egipcio! —gritó una voz agria, desde el lado más sombrío de la plaza.

La joven se volvió asustada. No se trataba ahora de la voz de aquel hombre calvo, sino de una voz de mujer, con tinte de maldad.

Aquel grito que canto asustó a la gitana provocó sin embargo la risa de un grupo de niños que rondaba por allí.

—Es la prisionera de la Tour-Roland —decían entre risas—; es la gruñona de la Sachette; seguro que aún no ha cenado; dadle alguna sobra del convite de la ciudad —y todos se dirigieron hacia la Maiton aux Piliers.

Gringoire aprovechó aquel momento de duda y turbación de la bailarina para desaparecer. Los gritos de los críos le recordaron su vientre vacío y corrió hacia la mesa del banquete, pero las piernas de aquellos pilluelos eran más rápidas que las suyas y, cuando llegó, habían ya arrasado con todo y no quedaba ni un triste pastelillo de los de a cinco perras la libra. Sólo se veían en la pared unas esbeltas flores de lis, entremezcladas con algún rosal, pintadas hacia 1434 por Mathieu Biteme. ¡Como cena era bien poco!, y resultaba muy fastidioso acostarse sin cenar aunque, bien mirado, peor era no cenar y no tener en dónde dormir. Ése era su problema: ni pan ni techo. Se veía acosado por doquier y la fortuna no se le mostraba nada propicia. Hacía tiempo que Gringoire estaba convencido de que Júpiter creó a los hombres en un acceso de misantropía y que, durante toda su vida, el sabio tendrá su filosofía en estado de sitio y acosada por el destino. En cuanto a él, nunca el cerco había sido tan completo. Oía cómo su estómago tomaba posiciones y no le parecía conveniente que el hambre y la mala fortuna asediaran de cal forma a la filosofía.

Este melancólico pensamiento le absorbía cada vez con más fuerza, cuando una extraña canción, Llena de dulzura, le sacó bruscamente de sus ensueños. Era otra vez la gitana que se había puesto a cantar. Su voz y su danza eran como su belleza, encantadoras, aunque difíciles de definir. Eran algo así como una especie de pureza, de sonoridad, como algo etéreo y volátil. Era una continua eclosión de melodías, de cadencias originales, de tonos sencillos, mezclados con notas agudas y vibrantes de gamas y arpegios que hubieran incluso confundido a un ruiseñor. Eran suaves modulaciones de la voz que subían y bajaban como el pecho de la joven cantante. Su bello rostro seguía con una agilidad singular todos los caprichos de su canto desde la inspiración más original hasta la más casta dignidad. Parecía a veces una loca y a veces una reina.

La letra de sus canciones pertenecía a una lengua desconocida para Gringoire y que incluso debía serlo también para ella por la escasa relación que parecía existir entre la música y la letra.

Estos cuatro versos, por ejemplo, eran cantados por ella con una loca alegría:

Un cofre con gran riqueza

Hallaron dentro un pilar,

Dentro del, nuevas banderas

Con figuras de espantar y poco después, ante el acento que dio a esta estancia:

Alárabes de caballo

Sin poderse menear

Con espadas, y los cuellos

Ballestas de buen echar.

Gringoire sentía que se le saltaban las lágrimas. La canción transpiraba una alegría singular y la muchacha daba la sensación de estar cantando como lo hacen los pájaros, despreocupada y con serenidad.

La canción de la bohemia había turbado las ensoñaciones de Gringoire, a la manera con que un cisne turba la calma del estanque. La escuchaba con una especie de arrebato y de olvido de todo. Era el primer momento que pasaba sin sufrir, desde hacía muchas horas. Pero ese momento fue más bien corto, pues la misma voz de aquella mujer, que ya antes interrumpiera la danza de la gitana, lo hizo de nuevo gritando desde el mismo oscuro rincón de la plaza.

—Quieres callarte, cigarra del infierno.

La pobre cigarra se calló del todo y Gringoire se tapó los oídos y exclamó:

—¿Quién es esa maldita sierra mellada que viene a romper la lira?

Los demás espectadores murmuraban como él y más de uno dijo en voz alta:

—¡Al diablo la Sachette!

Y la invisible vieja, aguafiestas, habría tenido motivos para arrepentirse de sus agresiones a la gitana si los espectadores no se hubieran distraído en esos momentos con la procesión del papa de los locos que, tras su largo recorrido por las, calles de la villa, venía a desembocar en la plaza de Grève rodeado de antorchas y bullicio.

Esta procesión que vimos iniciarse y partir desde el palacio se habría acrecentado al paso reclutando a toda clase de merodeadores y vagos de París que se sumaban a ella. Por eso, a su llegada a la plaza de Grève, presentaba un aspecto más que respetable. En primer lugar, desfilaba Egipto; iba a la cabeza el duque de Egipto, a caballo, con sus condes sujetándole la brida y los estribos; detrás, egipcios y egipcias, mezclados todos, con sus hijos, gritando, cargados sobre los hombros.

Todos ellos, conde, duque y pueblo, vestidos de harapos y de oropel. Seguía a continuación el reino del hampa, o lo que es igual, todos los ladrones de Francia, situados por orden de importancia, de menor a mayor.

Desfilaban así, de cuatro en cuatro, con sus enseñas respectivas para indicar sus categorías y los grados de aquella extraña facultad. Casi todos estaban lisiados; quienes cojos, quienes mancos, los vagos, los concheros, los hubertinos, los epilépticos, los calvos, los locos, los libertinos, los calaveras, los ruines, los ventajistas, los canijos, los mercachifles, los marrulleros, los huérfanos, los encapuchados... toda una relación, en fin, como para cansar al mismo Homero. En el centro del cónclave de los encapuchados era difícil descubrir al rey del hampa, el gran coërre, acurrucado en un carrito, tirado por dos enormes perrazos.

Detrás del reino del hampa venía el imperio de Galilea. Guillaume Rousseau, emperador de este imperio, desfilaba majestuoso vestido de una túnica púrpura manchada de vino, precedido de unos bufones que iban batiéndose y danzando; rodeado de sus maceros de sus servidores y de sus pasantes del tribunal de cuentas. En último lugar, desfilaban los curiales con sus «mayos» coronados de flores, sus hábitos negros, su música digna de un aquelarre y sus enormes velones de cera amarilla. En el centro de toda esta multitud, los grandes dignatarios de la cofradía de los locos llevaban sobre sus hombros unas andas más recargadas de cirios que el relicario de Santa Genoveva en época de peste. Sobre las andas resplandecía con báculo, capa y mitra, el nuevo papa de los locos, el campanero de Nuestra Señora, Quasimodo el jorobado.

Cada cuerpo de la grotesca procesión tenía su música particular. Así los egipcios hacían sonar sus tímpanos y sus tambores africanos. Los hampones, raza muy poco musical, no pasaban de la viola, del cuerno y del rabel gótico del siglo XII. Tampoco el imperio de Galilea les superaba en gran cosa. Apenas si se distinguía en su música algún primitivísimo rabel, con notas que no iban más allá del re-la-mi; sin embargo, donde se desplegaban con más vigor, en medio de una impresionante cacofonía, todas las excelencias musicales de la época, era en torno al papa de los locos. Eran notas agudas del rabel, contra-altos y bajos del rabel, sin olvidar, claro está, las flautas y el cobre. Que no lo olviden los lectores: se trataba de la orquesta de Gringoire.

Es muy difícil hacerse una idea del grado de regocijo orgulloso al que había llegado, en el trayecto del palacio a la Gréve, el repulsivo y triste rostro de Quasimodo. Era sin duda la primera satisfacción de amor propio jamás experimentada por él pues hasta entonces sólo humillaciones había recibido, o desdén por su condición o por lo repulsivo de su persona. Por muy sordo que fuera, no cabe duda de que saboreaba, como auténtico papa, todas las aclamaciones de la multitud, a la que odiaba porque también él se sentía odiado por ella.

¡Poco le importaba que sus súbditos se redujeran a un montón de locos, tullidos, ladrones o mendigos! Daba igual pues, en cualquier caso, constituían un pueblo y él era su soberano y por ello tomaba en serio todos aquellos aplausos burlones, aquellas deferencias grotescas, entre los que podía entreverse un cierto trasfondo de miedo real entre el gentío, pues el jorobado era un gigantón y, aunque zambo, era bastante ágil y también irascible a pesar de su sordera; tres cualidades para moderar lo ridículo.

Era difícil, por otra parte, conocer si el nuevo papa de los locos era consciente de sus propios sentimientos y de los que él mismo inspiraba en la gente, pues el espíritu que habitaba su cuerpo fallido debía ser forzosamente algo incompleto y sordo también.

Por eso sus impresiones, al verse así, ante la gente, eran muy confusas a imprecisas. Lo que dominaba más claramente era una sensación de orgullo y su manifestación más clara era la alegría. Existía como un halo en torno a aquella sombría y contrahecha criatura.

Por todo esto hubo miedo y sorpresa cuando, en el momento en que Quasimodo, ebrio de orgullo, pasaba triunfalmente ante la Maison-aux-Piliers, un hombre surgió de pronto de entre el gentío y le arrancó de las manos con un gesto de cólera el báculo de madera dorada, representación de su loca dignidad papal. Aquel hombre tan temerario era el personaje calvo que se encontraba poco antes entre los espectadores que admiraban a la gitana, y que la había dejado helada al proferir aquellas palabras de amenaza y odio.

Llevaba ropa de eclesiástico y hasta Gringoire, que no le había reconocido hasta entonces, se fijó en él al salir de entre el gentío.

—¡Anda! —dijo con sorpresa—, ¡pero si es mi maestro en ciencias, don Claude Frollo, el archidiácono! ¿Qué diablos está haciendo con ese horrible tuerto? ¡Le va a destrozar Quasimodo!

Y efectivamente surgió un grito de terror cuando el enorme Quasimodo se tiró de las andas. Muchas mujeres volvieron la vista para no ver cómo destrozaba al archidiácono. Se abalanzó sobre él pero, al verle así, de cerca, se echó de rodillas a sus pies. El clérigo le quitó la tiara, le rompió el báculo y le rasgó su capa de relumbrón.

Quasimodo siguió de rodillas, humilló la cabeza y juntó las manos en ademán de súplica. Luego se entabló entre ambos un extraño diálogo de gestos y de signos porque ninguno de los dos hablaba. El clérigo, de pie, irritado, con gesto amenazador a imperativo y Quasimodo prosternado humillado y suplicante, cuando la verdad es que, con un solo dedo, podría haber aplastado al clérigo.

Finalmente el archidiácono sacudió con violencia los hombros de Quasimodo y le hizo una seña para que se levantara y éste se levantó.

Entonces la cofradía de los locos, repuestos ya de esos momentos de estupor, quiso defender a su papa, tan bruscamente destronado. Los egipcios, los hampones y los curiales se acercaron vociferando en torno al clérigo.

Entonces Quasimodo se colocó ante él, protegiéndole, al mismo tiempo que enseñaba sus músculos y sus puños de atleta y, enfrentándose a los asaltantes, les mostró sus dientes, cual tigre enfurecido.

El clérigo recobró su sombría seriedad, hizo una seña a Quasimodo y se retiró, silencioso, precedido del gigantón que iba apartando a la gente a su paso.

Cuando llegaron al final de la plaza, después de atravesar la multitud, la nube de curiosos y de desocupados pretendió seguirlos; entonces Quasimodo se colocó detrás del archidiácono, mirando a la gente y marchaba de espaldas, corpulento, agresivo, monstruoso a hirsuto como él era; tensando sus músculos, pasándose la lengua por sus dientes de jabalí, gruñendo como una bestia salvaje y haciendo amago de abalanzarse sobre sus perseguidores con los gestos o con la mirada.

Desaparecieron los dos por una calleja estrecha y tenebrosa y nadie se arriesgó en su persecución, pues la nueva visión de Quasimodo rechinando los dientes daba la sensación de cerrar la entrada.

—¡Es algo increíble! —dijo Gringoire—, pero, ¿en dónde diablos encontraré algo para cenar?

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