Читать книгу Nuestra Señora de París (texto completo, con índice activo) - Victor Hugo - Страница 13
I DE CARIBDIS A ESCILA
ОглавлениеAnochece muy pronto en enero y cuando Gringoire salió del palacio, las calles estaban ya desiertas. Aquella oscuridad le agradó y se impacientaba ya por llegar a alguna callejuela sombría y desierta, para poder allí meditar a sus anchas y para que el filósofo hiciera la primera cura en la herida abierta del poeta. En aquellos momentos la filosofía era su único refugio, pues además no sabía a dónde ir. Después del estrepitoso fracaso de su intento teatral no se atrevía a volver a la habitación que ocupaba en la calle Grenier-sur-l'Eau frente al Port-au-Foin. El pobre hombre había contado con lo que el preboste le pagaría por su epitalamio para, a su vez, liquidar con maese Guillaume DoulxSire, encargado de los arbitrios de las reses de pezuña partida de París, los seis meses de alquiler que le debía; es decir, doce sueldos parisinos. Doce veces más que todo lo que él tenía, incluidas sus calzas y su camisa. Después de pensar un momento, cobijado provisionalmente bajo el portillo de la prisión del tesorero de la Santa Capilla, en qué lugar podría pasar aquella noche, teniendo como tenía a su disposición todos los empedrados de París, se acordó de que la semana anterior había visto en la calle de la Savaterie, a la puerta de un consejero del parlamento, una de esas piedras que sirven de escalones para poder subirse a las mulas, y de haber pensado que, en caso de necesidad, podría servir de almohada a un mendigo o a un poeta, y dio gracias a la providencia por haberle sugerido tan buena idea; pero, cuando se preparaba para atravesar la plaza del palacio y adentrarse en aquel tortuoso laberinto de las calles de la Cité, por donde serpentean todas esas viejas hermanas que son las calles de la Barilleirie, de la Vieille Draperie, de la Savaterie, de la juiverie, etc., que aún se mantienen hoy con sus casas de nueve pisos, vio la procesión del papa de los locos que salía también del palacio, enfilando casi su mismo camino, con acompañamiento de gran griterío de antorchas encendidas, y la orquestilla del pobre Gringoire. A su vista se reavivaron las heridas de su amor propio y huyó. En la amarga desgracia de su aventura dramática, todo recuerdo de ese día le agriaba y le abría de nuevo su llaga.
Quiso pasar entonces por el puente de Saint-Michel por el que corrían unos muchachuelos tirando petardos y cohetes.
—¡Al diablo todos los cohetes! —dijo Gringoire y se encaminó hacia el Pont-au-Change.
Habían colgado, en las casas situadas a la entrada del puente, tres telas que representaban al rey, al delfín y a Margarita de Flandes, y otros seis paños más pintados esta vez con retratos del duque de Austria del cardenal de Borbón, del señor de Beaujeu, de doña Juana de Francia así como del bastardo del Borbón y no sé qué otro más; todos ellos iluminados con antorchas para ser vistos por la multitud.
—¡Buen pintor ese Jean Fourbault! —dijo Gringoire con un profundo suspiro, dando la espalda a todas aquellas pinturas para adentrarse en una calle oscura que surgía ante él. Tan solitaria parecía que pensó que, metiéndose en ella, podría escapar a todo el bullicio y a todos los ruidos de la fiesta.
Apenas hubo dado unos pasos, cuando sus pies tropezaron contra algo y cayó al suelo, era el ramo del mayo que los de la curia habían depositado por la mañana a la puerta del presidente del parlamento, en honor a la solemnidad de aquel día. Gringoire aguantó heroicamente aquel contratiempo y levantándose se dirigió hacia el río. Después de dejar tras de sí la torrecilla civil y la torre de lo criminal, caminó a lo largo del muro de los jardines reales por la orilla no pavimentada, en donde el barro le llegaba hasta los tobillos; llegó a la parte occidental de la isla de la Cité, se paró a mirar el islote del Passeur-aux-Vaches, desaparecido actualmente, con el caballo de bronce y el Pont-Neuf. Entre las sombras de aquel islote, parecía como una masa negra al otro lado del estrecho paso de agua blancuzca que le separaba de ella. Podía adivinarse por los rayos de una lucecita, una especie de cabaña en forma de colmena, en donde el barquero del ganado se cobijaba por las noches.
—¡Ay feliz barquero que no sueñas con la gloria ni compones epitalamios! —pensó Gringoire—. ¿Qué te importan a ti las bodas de los reyes o las duquesas de Borgoña% ¡Para ti no hay más margaritas que las que crecen en el campo y que sirven de alimento a tus vacas! Y a mí, poeta, me abuchean y paso frío y debo doce sueldos por el alquiler, y las suelas de mis zapatos están tan gastadas y transparentes que podrían muy bien utilizarse como cristales para tu farol. ¡Gracias, barquero del ganado, porque tu cabaña me permite descansar la vista y me hace olvidar París!
La explosión de un doble petardo, surgido bruscamente de la cabaña del barquero, le despertó de aquella especie de ensueño lírico en que se había sumido. Se trataba del barquero que sin duda quería también participar en las alegrías de aquella fecha y que había lanzado un cohete artificial.
Aquella explosión puso a Gringoire la piel de gallina.
—¡Maldita fiesta! ¿No podré librarme de ti ni siquiera aquí, junto al barquero?
Luego miró cómo el Sena corría a sus pies y un terrible pensamiento cruzó por su mente.
—¡Con cuanto placer me lanzaría al agua si no estuviera tan fría! —y tuvo entonces una reacción desesperada; puesto que no podía escapar ni al papa de los locos ni a las pinturas de Jehan Fourbault, ni a los ramos del «mayo» ni a los petardos, ni a los cohetes, lo mejor sería participar de lleno en la fiesta y acercarse a la plaza de Gréve. Al menos, pensaba, allí podré encontrar un tizón de la fogata para calentarme y podré cenar algunas migas de los tres enormes escudos de armas hechos con azúcar que habrán colocado presidiendo la mesa para el banquete público de la villa.