Читать книгу Nuestra Señora de París (texto completo, con índice activo) - Victor Hugo - Страница 18
VI LA JARRA ROTA
ОглавлениеDespués de haber escapado a todo correr, sin saber hacia dónde, y darse más de un coscorrón contra alguna esquina; después de saltar unos cuantos arroyuelos y atravesar bastantes callejones y plazas en busca de una salida por entre el entramado del viejo mercado y después de explorar en su miedo lo que el bello latín llama tota vía, cheminum et viaria, nuestro poeta se detuvo de pronto, primeramente por el cansancio y luego por el dilema que acababa de venirle al espíritu:
—Me parece, maese Pierre Gringoire —se dijo apoyando el dedo en la frente— que estáis corriendo como un chalado. Aquellos pilluelos han debido asustarse al veros tanto como vos lo habéis hecho al verlos. Tengo la impresión, os digo, de que habéis oído el ruido de sus zuecos alejándose hacia el sur, mientras vos lo hacéis hacia el norte. Así que una de dos: o han huido y entonces el jergón que olvidaron con el miedo va a ser esa cama confortable que estáis buscando desde esta mañana y que la Virgen os envía milagrosamente en recompensa de esa «moralidad» que habéis intentado representar, o bien los rapaces esos no han huido, y entonces han debido pegarle fuego al jergón, en cuyo caso podéis aprovecharlo para alegraros, secaros y calentaros. Sea como sea, fuego o cama, ese jergón es un regalo del cielo y se me ocurre que, a lo mejor, la santísima Virgen de la esquina de la calle de Mauconseil se ha llevado a Eustaquio Maubon sólo para eso y en ese caso sería una locura que huyerais así, a toda prisa, cual un picardo ante un francés, dejándoos atrás lo que andáis buscando con tantas ganas. ¡Sería de tontos!
Así que echó marcha atrás y por todos los medios, olfateando como un perro y escuchando con todo interés, intentó dar con el bendito jergón, pero todo fue en vano. Todo eran cruces de calles, callejones sin salida, bifurcaciones en las que nunca llegaba a orientarse con seguridad... En fin, se encontraba más perdido en aquella maraña de callejuelas de lo que se habría encontrado en el laberinto del hotel de las Toumelles; así que, agotada ya su paciencia, exclamó solemnemente:
—¡Malditas encrucijadas! Seguro que las ha hecho el diablo a imitación de su propio tridente.
Más tranquilo ya después de esta exclamación, tras observar un resplandor rojizo al fondo de una larguísima y estrecha callejuela, sintió que su moral se acrecentaba.
—¡Alabado sea Dios! ¡Si es allá, al fondo! ¡Si es mi jergón el que está ardiendo! —y, cual navegante que zozobra en medio de la noche, añadió piadosamente—: ¡Salve, salve, marls stella!
No podríamos decir, en verdad, a quién iba dirigida aquella letanía, si a la Virgen o al jergón.
No habría aún dado dos pasos por aquella larga calleja, sin pavimentar llena de barro y en pendiente, cuando observó algo que le pareció muy singular y es que no estaba desierta. Acá y allá, a lo largo de la misma, grupos de masas vagas a imprecisas se dirigían hacia el resplandor vacilante del fondo de la callejuela, como esos torpes insectos, que se arrastran por la noche entre las hierbas, hacia la hoguera de un pastor.
Nada le hace a uno tan aventurero como el no tener un cuarto. Gringoire, pues, siguió avanzando hacia el resplandor y pronto alcanzó a una de aquellas larvas que se arrastraban perezosamente siguiendo a las demás. Al llegar vio que no era otra cosa que un miserable lisiado, sin piernas, que se servía de sus manos para andar, dando una especie de saltos, como una araña herida a la que sólo le quedan dos patas.
Precisamente cuando pasaba al lado de aquella araña con rostro humano, alzó hacia él una voz plañidera.
—¡La buona mancia, signor! ¡La buona mancia!
—Vete al diablo —dijo Gringoire—, y que me lleve a mí también si entiendo lo que dices. Y siguió adelante.
Alcanzó a otra de aquellas masas ambulantes y la examinó con atención. Se trataba esta vez de un tullido, cojo y manco al mismo tiempo. Lo era de tal modo, que el complicadísimo sistema de muletas y de piernas de madera que le sostenía, le daba el aspecto de un andamiaje de albañilería en marcha. Gringoire, que gustaba de hacer comparaciones nobles y clásicas, le comparó a unas trébedes vivas de la fragua de Vulcano. Igual que el anterior, le saludó a su paso poniéndole el sombrero a la altura del mentón, como una bacía de barbero, gritándole:
—Señor caballero; para comprar un trozo de pan .
—Parece que también éste habla, pero lo hace en una lengua tan rara que, si él mismo la entiende, es más feliz que yo.
Luego, golpeándose la frente por una repentina asociación de ideas, dijo:
—¡A propósito! ¿Qué diablos querrían decir esta mañana con aquello de su Esmeralda
Quiso acelerar el paso pero por tercera vez algo le cortó el camino. Ese algo, o mejor, ese alguien era un ciego; un ciego bajito y barbudo, con cara de judío que, maniobrando en torno a él con el bastón y guiado por un enorme perro, le lanzó con un acento húngaro:
—Facitote caritatem.
—¡Menos mal —dijo Pierre Gringoire—; por fin doy con alguien que me habla en cristiano. Debo tener cara de limosnero para que todos me pidan limosna, teniendo en cuenta el estado de debilidad en que se encuentra mi bolsa.
—Mi querido amigo —dijo volviéndose hacia el ciego—, hace ya una semana que vendí mi última camisa, y para decírtelo mejor, en la lengua de Cicerón que tan bien entiendes: Vendido hebdómada neper tirantita mema ultiman cheira.
Dicho lo cual, dio la espalda y siguió andando; pero el ciego aceleró el paso a su ritmo y hete aquí que el lisiado y el tullido aparecen también a buen ritmo, y con gran estrépito de escudillas y de muletas contra el empedrado; y así los tres, empujándose tras el pobre Gringoire, se pusieron a entonar su cantinela.
—¡Caritatem! —decía el ciego.
—¡La buona mancia! —decía el tullido; y el cojo empalmaba esa musiquilla con su:
—¡Un pedazo de pan!
—Esto es la torre de Babel —decía Gringoire, tapándose las orejas y echando a correr. Pero también el ciego y el tullido y el cojo corrían tras él y, a medida que iba internándose en la calle, empezaron a pulular a su alrededor más cojos y más tullidos y más ciegos y mancos y tuertos y leprosos, enseñando sus llagas. Unos salían de los portales, otros de las callejas aledañas, otros más de algún tragaluz o de algún sótano, mugiendo todos o rugiendo y chillando, cojeando, renqueando o arrastrándose hacia la luz y revolcándose entre el fango, cual babosas después de llover.
Gringoire, a quien aún seguían sus tres perseguidores, no sabiendo en qué podía parar todo aquello, corría, asustado, empujando y tirando a cojos y ciegos, saltando por encima de más lisiados o pisando a quien se ponía delante, como aquel capitán inglés que fue a encallar en un banco de cangrejos.
Pensó en volver sobre sus pasos, pero era ya demasiado tarde, pues toda aquella legión tapaba casi por completo la calle, y los tres mendigos seguían acosándole. Así que continuó hacia adelante, empujado al mismo tiempo por aquella oleada irresistible, por el miedo y por una especie de vértigo que le hacía ver aquello como una horrible pesadilla.
Por fin alcanzó el extremo de la calle, que desembocaba en una gran plaza en donde mil luces dispersas titilaban, envueltas en la niebla de la noche. Gingoire entró en ella corriendo con la idea de zafarse, por rapidez, de los tres espectros lisiados que casi se habían otra vez agarrado a él.
—¿Onde vas, hombre? —le gritó el cojo soltando las dos muletas y acercándose a él con las dos piernas más sanas que jamás hubieron corrido por las calles de París.
Mientras tanto el tullido, el que no tenía piernas, se puso de pie ante la sorpresa de Gringoire; le plantó en la cabeza su pesado cuenco y el ciego le miraba frente a frente con ojos centelleantes.
—¿En dónde me hallo? —preguntó el poeta aterrorizado.
—En la Corte de los Milagros —respondió un cuarto fantasma que se les había juntado.
—Por mi alma que así debe ser pues compruebo que los cojos corren y que los ciegos ven, pero, ¿en dónde está el Salvador?
Como respuesta obtuvo una carcajada siniestra. El desdichado se encontraba de verdad en la temible Corte de los Milagros, en donde ningún hombre prudente se habría decidido a entrar a tales horas. Círculo mágico en el que los soldados del Châtelet o los guardias del prebostazgo, que se aventuraban por allí, desaparecían hechos pedazos. Ciudad de ladrones, horrible verruga, surgida en la cara de París, cloaca de donde salía cada mañana para volver a esconderse por la noche ese torrente de vicios de mendicidad y de miseria, que siempre existe en las calles de las grandes urbes; colmena monstruosa a la que volvían por la noche, con su botín, todos los zánganos del orden social; falso hospital en donde el bohemio, el fraile renegado, el estudiante perdido, los indeseables de todas las nacionalidades: españoles, italianos, alemanes... de todas las religiones: judíos, cristianos, mahometanos, idólatras, cubiertos de llagas simuladas, mendigos de día que son bandidos por las noches; inmenso vestuario en donde se vestían y se cambiaban todos los adores de la eterna comedia que el robo, la prostitución y el asesinato representaban sobre el adoquinado de París.
Se trataba de una gran plaza irregular y mal pavimentada, como lo eran entonces todas las plazas de París. Algunas fogatas encendidas aquí y allá, en torno a las cuales hormigueaban grupos extraños. Todo era movimiento y gritos. Se oían risas estentóreas, Llantos de niños, voces de mujeres. Las manos, las cabezas de todas aquellas gentes, recortadas en negro sobre el fondo luminoso de las fogatas, se perfilaban en mil gestos extraños. A veces, en el suelo, en donde tremolaban las llamas, mezcladas con grandes sombras indefinidas, se podía ver pasar un perro que parecía un hombre o a un hombre que parecía un perro. Los límites de las razas y de las especies parecían borrarse en aquella ciudad, como en un pandemónium pues hombres, mujeres, animales, sexo, edad, salud y enfermedad, todo parecía patrimonio común en aquel pueblo; todo se hallaba junto, mezclado, confundido, superpuesto y todos, en fin, participaban de todo.
El resplandor vacilante y débil de aquellas fogatas permitía a Gringoire distinguir, en medio de su turbación, en torno a toda la inmensa plaza, un horrible cuadro de casas viejas cuyas fachadas, carcomidas, deformadas, mugrientas, tenían un par de luceras encendidas en cada una.
Todo ello le parecía, en medio de las sombras, como enormes cabezas de viejas colocadas en círculo, ceñudas y monstruosas, contemplando un aquelarre.
Era para él como un mundo nuevo, desconocido, inaudito, deforme, reptil, increíble y fantástico. Se sentía cada vez más aterrado, sujeto por los tres mendigos, como si fueran tenazas, en medio de un gentío ensordecedor, con caras que se encrespaban y ladraban.
El infortunado Gringoire intentaba recobrar su presencia de ánimo para saber si era sábado, pero sus esfuerzos eran vanos, pues el hilo de su pensamiento y de su memoria se había roto. Dudaba ya de todo; fluctuaba entre lo que veía y lo que sentía y se hacía siempre la misma pregunta.
—Si yo soy, ¿esto es también?, y si esto es, ¿yo soy también?
En aquel momento surgió un grito muy claro de entre el bullicio increíble que le rodeaba.
—¡Llevémosle ante el rey! ¡Llevémosle ante el rey!
—¡Virgen santa! —murmuró Gringoire—. El rey aquí será un chivo.
—¡Al rey! ¡Al rey! —repitieron todas las voces.
Le llevaron a rastras, disputándose entre ellos por arrastrarle con sus garras, pero ninguno de los tres mendigos soltó su presa y se la arrancaron a los demás rugiendo:
—¡Es nuestro!
El jubón casi destrozado del poeta rindió en aquella lucha su último suspiro.
Al atravesar la horrible plaza su vértigo desapareció y unos pocos pasos más allá recobró el sentido de la realidad. Comenzaba a familiarizarse con el ambiente de aquel lugar. En el primer momento, de su cabeza de poeta, o más sencillamente o más prosaicamente, de su estómago vacío se había elevado una especie de vapor que, al expandirse entre él y las cosas, no le había permitido más que entreverlas, envueltas en la bruma incoherente de su pesadilla, en esas tinieblas de los sueños que deforman todos los contornos, que hacen gesticular a todas las formas, que hacen que los objetos se amontonen a grupos desmesurados, transformando las cosas en quimeras y a los hombres en fantasmas. Poco a poco, a esta alucinación le fue siguiendo una visión menos turbada y menos deformante, y lo real iba abriéndose paso a su alrededor; le golpeaba los ojos, chocaba contra sus pies a iba desmontando pieza a pieza toda aquella espantosa creación de la que en principio se creyó rodeado.
Había que darse cuenta de que no iba caminando por la laguna Estigia sino por el fango; de que no eran demonios quienes le llevaban cogido sino ladrones y que no se jugaba el alma sino la vida (puesto que carecía de ese precioso conciliador que actúa tan eficazmente entre el bandido y el hombre honrado y que se llama bolsa) y finalmente cuando observó más de cerca y con más sangre fría la juerga aquella de la plaza se dio cuenta de que no era un aquelarre sino una reunión de taberna.
Porque, en efecto, la corte de los milagros no era sino una taberna de truhanes enrojecida tanto por el vino como por la sangre.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos cuando su harapienta escolta le dejó, al fin, no era el más propicio para pensamientos poéticos, aunque se tratara de una poesía infernal; antes al contrario era aquella situación la realidad más prosaica y vulgar de la taberna. Si no estuviésemos en el siglo XV habría que decir que Gringoire había descendido de Miguel Ángel a Callot .
En tomo a la gran hoguera que ardía en una enorme losa redonda y que envolvía con sus llamas las patas al rojo de unas trébedes, vacías por el momento, se habían colocado aquí y allá algunas mesas carcomidas; las habían puesto al azar, sin orden ninguno, sin que ningún lacayo, versado en geometría, se hubiera dignado ajustar un poco su paralelismo o al menos preocupado de que no se cortasen en ángulos tan poco usuales. Encima de aquellas mesas relucían algunas jarras rebosando vino y cerveza y a su alrededor se agrupaban muchos rostros báquicos, rojos de fuego y de vino. Había un hombre de voluminoso vientre y de cara jovial que besaba ruidosamente a una mujerzuela ya bien entrada en carnes. Había también un falso soldado, un marrullero como se decía entre ellos, que deshacía, silbando, los vendajes de su falsa herida y que desentumecía su rodilla, sana y fuerte, cubierta desde la mañana con mil ligaduras. Otro encanijado hacía lo contrario: preparaba con celidonia y sangre de buey su pierna de Dios para el día siguiente. Dos mesas más allá un conchero, con su hábito de peregrino, recitaba las quejas de la Santa Reina sin olvidar la salmodia y su tono nasal. Más allá un hubertino recibía lecciones de epilepsia de un viejo espumoso que le enseñaba el arte de echar espumarajos masticando un pedazo de jabón. A su lado, un hidrópico se deshinchaba, lo que obligaba a taparse la nariz a cuatro o cinco ladronas que se disputaban en la misma mesa un niño robado aquella misma noche. Circunstancias todas que dos siglos más tarde «parecieron tan ridícula a la corte» como dice Sauval «que sirvieron de entretenimiento al rey y como tema al real ballet de 'La Noche', dividido en cuatro partes y bailado en el teatro del Petit-Bourbon. Jamás —añade un testigo ocular de 1653— las súbitas metamorfosis de la corte de los milagros han sido tan acertadamente representadas. Benserade nos había preparado para ellas con unos versos muy galantes.»
Las risotadas y las canciones obscenas se oían por doquier y cada cual se ocupaba de sí mismo criticando y maldiciendo sin escuchar a los demás. Se brindaba continuamente con las jarras de vino y las pendencias surgían ya en ese mismo instante, arreglándose mediante peleas con las jarras melladas.
Un enorme perro tumbado junto a la hoguera miraba impasible y había también algunos críos que participaban en aquella orgía. El niño que habían robado lloraba sin parar; otro niño, de unos cuatro años, bien gordito y sentado en un banco con las piernas colgando, no decía una palabra, un tercero extendía por la mesa, con un dedo, la cera líquida que iba fluyendo de una vela y el último, un niñito, en cuclillas entre el fango, estaba casi metido en un caldero que rascaba con una teja y del que sacaba unos sonidos que harían desmayarse a Stradivarius.
Había también un tonel junto al fuego con un mendigo sentado encima. Era el rey en su trono.
Los tres que sujetaban a Gringoire le llevaron ante el tonel y toda aquella bacanal se quedó en silencio, excepto el niño aquel que seguía dándole al caldero.
Gringoire con la vista baja no se atrevía ni a respirar.
—Hombre, quítate el sombrero —le dijo uno de los tres tipos que le sujetaban y, antes de que hubiera comprendido lo que quería decir, el otro se lo había quitado ya. Era un triste gorro, la verdad, pero valía aún para el sol o en caso de lluvia. Gringoire suspiró.
El rey entonces desde lo alto del tonel le dirigió la palabra:
—¿Quién es este bribón?
Gringoire se estremeció. Aquella voz, aunque acentuada por el tono de amenazada, le recordó otra voz que aquella misma mañana había dado el primer golpe a su misterio, diciendo con voz gangosa en medio del auditorio: Una caridad, por favor. Entonces levantó la cabeza y vio que, en efecto, se trataba de Clopin Trouillefou.
Clopin Trouillefou, revestido de sus insignias reales, no llevaba ni un harapo de más ni de menos y la llaga de su brazo había desaparecido y llevaba en la mano uno de esos látigos hechos con correas de cuero de los que utilizaban entonces los alguaciles de vara para concentrar a la gente y que se llamaban boulayes. Llevaba en la cabeza una especie de gorro redondo y cerrado por arriba, aunque resultaba difícil saber si se trataba de una chichonera para niños o de una corona real, pues podía pasar muy bien por ambas cosas.
Sin embargo, Gringoire, sin saber por qué, había recobrado alguna esperanza al reconocer en el rey de la corte de los milagros al maldito pordiosero de la Gran Sala.
—Señor —musitó-—. Monseñor..., Sire..., ¿cómo debería Llamaros? —dijo al fin al haber llegado al punto culminante de su crescendo y no saber ya cómo subir ni cómo bajar.
—Monseñor, majestad o camarada, llámame como quieras, pero rápido. ¿Qué puedes alegar en tu defensa?
—¿En tu defensa? —pensó Gringoire—; esto no me gusta —y continuó entre tartamudeos—: Yo soy el que esta mañana...
—¡Por las uñas del diablo! Dime tu nombre y nada más, bribón. Escucha: estás ante tres poderosos soberanos: yo, Clopin Trouillefou, rey de Thunes, sucesor del gran Coësre, supremo soberano del reino del hampa; aquel viejo amarillo que ves allá con un trapo ceñido a la cabeza es Mathias Ungadi-Spicali, duque de Egipto y de Bohemia. Y ese gordinflón que no nos escucha y que está acariciando a esa ramera, es Guillermo Rousseau, emperador de Galilea. Has entrado en el reino del hampa sin ser de los nuestros; has violado los privilegios de nuestra ciudad y en consecuencia debes ser castigado, a menos que seas capón, franc-mitou o escaldado, es decir, en el argot de la gente honrada: ladrón, mendigo o vagabundo. ¿Eres algo de eso? Justifícate; dinos tus cualidades.
—¿Cualidades? ¡Ay! —dijo Gringoire— no tengo ese honor; sólo soy autor...
—¡Basta! —cortó Trouillefou sin dejarle acabar—. Vas a ser colgado. ¡Es algo muy sencillo, honrados señores burgueses! Igual que tratáis a los nuestros en vuestro mundo así os tratamos nosotros en el nuestro. Las leyes que aplicáis a los truhanes, os las aplican a vosotros los truhanes. ¿Que son malas? La culpa es vuestra. Es bueno el ver de vez en cuando upa mueca de honrado burgués por encima del collar de cáñamo; eso lo hace todo más honorable; así que... ¡ánimo, amigo!; reparte alegremente tus harapos a esas señoritas. Te vamos a colgar para divertir a los truhanes y tú les vas a dar tu bolsa para que puedan beber. Si quieres hacer alguna mogiganga ahí encontrarás junto al gran mortero un buen reclinatorio de piedra que hemos robado en Saint-Pierre-aux-Boeufs. Te quedan cuatro minutos para encomendarle tu alma a Dios.
Desde luego, la arenga resultó formidable.
—¡Así se habla, a fe mía! Clopin Trouillefou predica como nuestro santo padre, el papa —exclamó el emperador de Galilea rompiendo la jarra para calzar la mesa.
—Señores emperadores y reyes —dijo Gringoire con sangre fría (no sé cómo había recobrado la firmeza y hablaba con gran decisión)—; no sabéis lo que estáis diciendo. Yo me llamo Pierre Gringoire y soy el poeta que ha escrito la moralidad, esa obra que se ha representado esta mañana en la gran sala del palacio.
—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo Clopin—. Yo estaba allí. ¡Por todos los santos! ¿Y qué pasa, camarada? ¿El que esta mañana nos hayas aburrido es una razón para que no lo colguemos esta noche?
Me va a costar salir con bien de ésta —pensó Gringoire—, pero hizo aún un último intento—: No veo por qué no vais a colocar a los poetas entre los truhanes cuando Esopo fue un vagabundo, Homero fue un mendigo, Mercurio era un ladrón...
Clopin le interrumpió.
—Creo que quieres alelamos con esos conjuros: ¡Venga ya; menos cuento y déjate ahorcar!
—Perdóneme el rey de Thunes —replicó Gringoire, disputando el terreno palmo a palmo—; creo que merece la pena... ¡Un momento!... escuchadme... No querréis condenarme sin haberme escuchado.
Su temblorosa voz quedaba ahogada por el bullicio que había a su alrededor. El niño seguía rascando su caldero con más furor que nunca y para colmo una vieja acababa de poner encima de las trébedes una sartén llena de sebo que chisporroteaba al fuego con un ruido como el que haría una cuadrilla de niños persiguiendo a una máscara.
Pero Clopin Trouillefou pareció conferenciar un momento con el duque de Egipto y con el emperador de Galilea, que estaba completamente borracho y luego gritó malhumorado:
—¡Silencio! —y como ni el caldero ni la sartén podían oírle y seguían con su dúo, saltó del tonel abajo y largó una patada al caldero que rodó más de diez pasos con niño y todo y otro puntapié a la sartén, volcando todo el aceite en el fuego, y luego volvió gravemente a su trono sin preocuparse de los suspiros ahogados del niño ni de los gruñidos de la vieja cuya cena se había convertido en una bella y blanca llamarada.
Trouillefou hizo una señal y el duque, el emperador, los escoltas y los falsos leprosos vinieron a colocarse a su alrededor formando un semicírculo, en el que Gringoire, todavía fuertemente sujeto, ocupaba el centro. Era aquél un semicírculo de harapos, de andrajos, de relumbrón, de horquillas, de hachas, de piernas sucias de vino, de fuertes brazos desnudos, de caras sórdidas, sin lustre y embrutecidas. En medio de esta tabla redonda de la bellaquería, Clopin Trouillefou, como el dogo de aquel senado, como el rey de la pradera, como el papa de aquel cónclave, dominaba todo, primero desde la altura de su tonel y además por un algo de altanería y de ferocidad que brillaba en sus pupilas y que hacía corregir en su perfil salvaje el tipo bestial de la raza de los truhanes; habríase dicho una cabeza de jabalí entre hocicos de cerdos.
—¡Escuchadme! —dijo a Gringoire acariciándose el deforme mentón con su mano callosa—; no entiendo por qué razón no has de ser colgado; es cierto que tal cosa parece repugnarte y es sencillamente porque vosotros, los burgueses, no estáis acostumbrados. Le dais demasiada importancia al asunto; y además no te deseamos ningún mal. ¿Quieres el medio de librarte de esto por el momento? Hazte de los nuestros.
Podemos imaginar el efecto que semejante propuesta produjo en Gringoire cuando veía ya que la vida se le escapaba y comenzaba a perder toda esperanza. Se agarró, pues, a ella, con todas sus fuerzas.
—Ya lo creo que sí —dijo.
—¿Estás de acuerdo en enrolarte con los cortabolsas?
—Con los cortabolsas, exactamente —respondió Gringoire. —¿Te reconoces miembro de la franco burguesía?
—De la franco burguesía.
—¿Sujeto del reino del hampa?
—Del reino del hampa.
—¿Truhán?
—Truhán.
—¿Con toda el alma?
—Con toda mi alma.
—Quiero que sepas —prosiguió el rey— que no por eso vas a dejar de ser colgado.
—¡Diablos! —dijo el poeta.
—Lo que ocurre es que serás colgado más adelante, con más ceremonia, con cargo a la buena villa de París, en una bonita horca de piedra y por los honrados burgueses. Es un consuelo.
—Como vos digáis —respondió Gringoire.
—Hay más ventajas pues, en calidad de franco burgués, no tendrás que pagar ni el impuesto de lodos, ni el de pobres, ni el de farolas a los que están sujetos los burgueses de París.
—Que así sea —añadió el poeta—; consiento en ello. Soy truhán, hampón, franco burgués, cortabolsas y todo lo que queráis, aunque yo era todo eso antes, señor rey de Thunes, pues soy filósofo: et omnia in philosophia, omnes in philosopho continentur , como vos sabéis muy bien.
El rey de Thunes frunció las cejas.
—¿Por quién me tomas, amigo? ¿Qué argot de judío de Hungría nos cantas? No conozco el hebrero, pero no hay que ser judío para ser ladrón y yo incluso ya ni robo; estoy por encima de esas cosas; yo mato. Corta cuellos sí, no cortabolsas.
Gringoire trató de deslizar alguna excusa en medio de aquellas palabras que la cólera hacía más cortantes:
—Os pido perdón monseñor, pero no es hebrero es latín.
—Te repito que no soy judío —gritó encolerizado Clopin—, y ¡te juro que lo haré colgar, vientre de sinagoga! Igual que a ese pequeño mendigo de Judea que 'está junto a ti y que un día espero clavar en un mostrador como una moneda falsa que es.
Al decir esto se refería, señalándole con el dedo, al pequeño y barbudo judío húngaro que se había acercado a Gringoire soltándole lo de Facitote caritatem, y que como no conocía otra lengua, miraba con sorpresa cómo el mal humor del rey se desbordaba sobre él.
Por fin monseñor Clopin se calmó.
—Bribón —le dijo— ¿Quieres entonces ser truhán?
—Sin duda —respondió Gringoire.
—No todo consiste en querer —dijo el verdugo Clopin—; la buena voluntad no añade ninguna cebolla a la sopa y no sirve más que para ir al paraíso y el paraíso nada tiene que ver con el hampa. Debes probamos que sirves para algo si de verdad deseas ser admitido en el hampa y para empezar tienes que registrar y robar al maniquí.
—Haré todo lo que os plazca —aseguró Gringoire.
Clopin hizo una señal y algunos de los truhanes se marcharon del círculo para volver momentos más tarde con dos postes terminados en la parte inferior por dos espátulas con armazón que les permitía fácilmente sostenerse en el suelo. Sobre la parte superior de ambos postes atravesaron una viga con lo que se formó un bonito patíbulo portátil, erigido ante Gringoire en un abrir y cerrar de ojos. Nada le faltaba pues hasta tenía una cuerda balanceándose graciosamente en la viga.
—¿Qué se propondrán? —se preguntaba Gringoire no sin cierta inquietud, cuando un ruido de campanillas que empezó a sonar en aquel momento puso fin a su ansiedad. Se trataba de un maniquí que los truhanes habían colgado por el cuello de una cuerda; una especie de espantapájaros vestido de rojo con tal cantidad de campanillas y de cascabeles que se habría podido enjaezar con ellos a más de treinta mulas castellanas.
Aquellas mil campanillas tintinearon un rato, al mover la cuerda, después fueron apagándose poco a poco hasta que dejaron de oírse cuando el maniquí hubo recobrado la inmovilidad total, siguiendo la ley del péndulo, que ha destronado a la clepsidra y al reloj de arena.
Entonces Clopin, indicando a Gringoire un viejo taburete tambaleante, colocado bajo el maniquí, le dijo:
—Súbete encima.
—¡Por todos los diablos! —le objetó Gringoire— Me voy a romper la cabeza, pues vuestro escabel cojea como un dístico de Marcial; tiene una pata de hexámetro y otra de pentámetro.
—Sube —repitió Clopin.
Gringoire subió por fin al escabel y después de unos cuantos equilibrios de la cabeza y de los brazos, consiguió encontrar el centro de gravedad.
—Ahora —prosiguió el rey de Thunes—, enrosca el pie derecho alrededor de tu pierna izquierda y ponte de puntillas sobre el pie izquierdo.
—Monseñor —dijo Gringoire—, ¿os proponéis de verdad que me rompa algo?
Clopin movió la cabeza.
—Escúchame, amigo, y no hables tanto. Voy a explicarte en dos palabras en qué consiste el juego. Vas a ponerte de puntillas como te he dicho y así podrás llegar al bolsillo del muñeco; le registrarás y cogerás una bolsa que hay en él. Si lo haces todo sin que llegue a oírse el ruido de ningún cascabel, será perfecto y podrás ser un truhán como nosotros y así sólo nos quedará ya molerte a palos durante ocho días.
—¡Que el diablo me lleve! ¡Ni hablar! —dijo Gringoire. ¿Y si, hago sonar las campanillas?
—Entonces lo colgaremos. ¿Está claro?
—No entiendo nada —respondió Gringoire.
—Escúchame otra vez. Tienes que registrar al muñeco y quitarle la bolsa pero si, en esta operación, se oye una sola campanilla, serás ahorcado. ¿Lo entiendes ahora?
—Bueno; hasta ahora está claro, ¿y después?
—Si consigues quitarle la bolsa sin que se oiga ninguna campanilla, entonces ya eres un truhán y serás molido a palos durante ocho días seguidos. ¿Lo entiendes ya todo, sin ninguna duda?
—No, monseñor, no lo entiendo. Vamos a ver: en el peor de los casos, colgado; y en el mejor, apaleado; entonces, ¿qué ventajas tengo yo?
—¿Y convertirte en truhán no tiene importancia? ¿No significa nada para ti? Si te molemos a palos es por tu bien, para endurecerte el cuerpo.
—Un gran placer; muchas gracias —replicó el poeta.
—Venga ya; aceleremos —dijo el rey dando una patada al tonel, que resonó como un tambor—. Registra al muñeco y acabemos, pero que quede claro una vez más: si se oye un solo cascabel pasas a ocupar el sitio del maniquí.
La banda de hampones aplaudió fuertemente aquellas palabras de Clopin y se fueron colocando todos alrededor de la horca con unas risotadas tan despiadadas que Gringoire comprendió que les divertía demasiado, para no temer lo peor. No le quedaba, pues, la más mínima esperanza salvo la remotísima posibilidad de salir con bien de aquella terrible prueba, así que decidió comer el riesgo no sin antes dirigir una ferviente súplica al muñeco al que iba a desvalijar, convencido de que sería más fácil de enternecer que los truhanes.
Aquellos miles de cascabeles con sus lengüecitas de cobre se le antojaban fauces abiertas de áspides, prestas a morder y a silbar.
—;Oh! —se decía bajito a sí mismo— ¿Será posible que mi vida dependa de la más pequeña vibración del más pequeño de estos cascabeles? ¡Oh! —añadía juntando sus manos—: ¡Campanilla! ¡No tembléis, no vibréis, no cascabeleéis!
Aún tuvo una última intentona con Trouillefou.
—¿Y si se levanta un poco de brisa? —le preguntó.
—Te colgaremos —respondió sin dudar.
Visto que no había aplazamiento ni tregua ni escapatoria posible, tomó valientemente una decisión. Enroscó el pie derecho en la pierna izquierda, se puso de puntillas sobre el pie izquierdo y estiró el brazo; pero, en el instante en que iba a tocar al maniquí, su cuerpo, apoyado sólo en un pie, se desequilibró al moverse el taburete, que sólo tenía tres, y entonces instintivamente se apoyó en el maniquí y fue a parar al suelo aturdido por los fatales tintineos de las mil campanillas del maniquí que, al tirar de él, cedió primero y, girando después sobre sí mismo, se balanceó majestuosamente entre los don postes.
—¡Maldición! —gritó al caer y se quedó como muerto con la cara contra el suelo, pero seguía oyendo el terrible carillón y la risa diabólica de los truhanes y la voz de Trouülefou que decía:
—Levantadme a este tipejo y colgadle sin más historian.
Se levantó y vio que ya habían descolgado el muñeco para hacerle sitio.
Los truhanes le subieron al taburete y Clopin se le acercó; le puso la soga al cuello y dándole unos golpecitos en el hombro le dijo:
—Ahora ya no te escapas ni aunque tuvieses las tripas del papa.
La palabra gracia se quedó cortada en los labios de Gringoire. Paseó la mirada en torno a él pero no había ninguna esperanza; todos reían.
—Bellevigne de l'Etoile —dijo el rey de Thanes a un corpulento truhán que salió de las filas—: súbete a la viga.
Bellevigne de l'Etoile subió ágilmente a la viga transversal y un instante más tarde, Gringoire, aterrorizado, levantó la vista y le vio, en cuclillas, en la viga, por encima de su cabeza.
—Ahora —prosiguió Clopin Trouillefou—, cuando yo dé una palmada, tú, André le Rouge retirarás el taburete de un rodillazo; tú, François Chante-Prune lo colgarás de los pies del bribón y tú, Bellevigne, lo echarás sobre sus hombros; pero todos al mismo tiempo, ¿entendido?
Gringoire sintió un escalofrío.
—¿Ya estáis? —dijo Clopin a los tres truhanes, prestos a lanzarse sobre Gringoire como tres arañas sobre una mosca. El pobre condenado tuvo unos momentos de espera horribles mientras Clopin empujaba tranquilamente con el pie hasta el fuego unos trozos de sarmiento que se habían quedado fuera del alcance de las llamas—. ¿Ya estáis? —repitió, separando sus manos para dar una palmada. Un segundo más y todo acabado.
Pero se detuvo como iluminado por una idea repentina.
—¡Un momento! —dijo—; se me olvidaba..., no tenemos costumbre de colgar a un hombre sin preguntarle antes si hay alguna mujer que le quiera. Camarada, aún te queda un último recurso: o te casas con una truhana o la cuerda.
Esta ley gitana, por extraña que pueda parecer al lector, está aún vigente en la legislación inglesa. Ved si no Burington's Observations.
Gringoire respiró pues era, en la última media hora, la segunda vez que se salvaba; por eso no se confió demasiado.
—¡Eh! —gritó Chopin, puesto de pie en su barrica=, ¡eh!, ¡mujeres, hembras! ¿Hay entre vosotras, desde la bruja hasta la gata, una bribona que se quiera quedar con este bribón? ¡Tú, Colette, la Chamaronne! ¡Elisabeth Trouvain! ¡Tú, Simone Jodouyne! ¡Marie Piédebou! ¡Thonne la Longue! ¡Bérarde Fanouel! ¡Michelle Genaille! ¡Claude Rongeoreille! ¡Mathurine Girorou! ¡Tú, Isabeau la Thierrye! ¡Venid todas a ver! ¡Un hombre por nada! ¿Quién lo quiere?
Gringoire, en el estado en que se encontraba, no debía estar muy apetitoso y las truhanas no se sintieron precisamente atraídas por aquella propuesta y el desventurado las oía decir:
—No, no, colgadle; así disfrutaremos todas.
Sin embargo, tres de ellas salieron de entre las filas y se acercaron a olfatearle. La primera era una muchacha gorda de cara cuadrada que examinó con mucha atención el deplorable jubón del filósofo. Su blusón estaba ya muy viejo y tenía más agujeros que un asador de castañas.
La moza puso mala cara al verlo:
—¡Vaya tela vieja! —y se dirigió a Gringoire— ¿dónde tienes la capa?
—Se me ha perdido —dijo Gringoire.
—¿Y el sombrero?
—Me lo han quitado...
—¿Y los zapatos?
—Empiezan a fallarles la suela.
—¿Y tu bolsa?
—Ay, ¿mi bolsa? —suspiró Gringoire— no me queda ni un denario parisino.
—Anda, que lo cuelguen y da las gracias —replicó la truhana dándole la espalda.
La segunda, vieja, negruzca, arrugada y repulsiva, con una fealdad que llamaba la atención en la corte de los milagros, dio una vuelta alrededor de Gringoire. A éste le entró miedo de que pudiera quedarse con él pero, por fortuna, dijo ella entre dientes:
—Está muy flaco— y se alejó.
La tercera era una joven lozana y nada fea.
—¡Sálvame! —le dijo por lo bajo el pobre diablo.
Ella le miró un instante un canto apiadada, luego bajó los ojos, se cogió la falda con la mano y se quedó indecisa. Él seguía con la vista todos sus movimientos, pues representaba su último fulgor de esperanza.
—No —dijo al fin la joven—; Guillaume Longuejoue me zurraría —y volvió al grupo.
—Camarada —le dijo Clopin—; no tienes suerte.
Se puso de pie encima del tonel y dijo, imitando el tono y las maneras de un subastador, con gran regocijo de los presentes: ¿nadie lo quiere? ¡A la una, a las dos, a las tres! —y volviéndose hacia la horca hizo un gesto con la cabeza—: «Adjudicado».
Bellevigne de l'Etoile, Andry le Rouge y François Chance-Prune se acercaron a Gringoire.
En aquel momento se elevó un clamor entre los hampones: ¡La Esmeralda! ¡La Esmeralda!
Gringoire se echó a temblar y se volvió hacia el lado de donde procedía el clamor. La multitud se separó y dio paso a una pura y resplandeciente figura. Era la gitana.
—¡La Esmeralda! —dijo Gringoire, estupefacto, en medio de sus emociones, sintiendo cómo esa palabra mágica era capaz de aglutinar todos los recuerdos del día.
Hasta en la corte de los milagros parecía ejercer su imperio y encanto aquella extraña criatura. A su paso, hampones y hamponas se ponían calmadamente en fila y hasta sus rostros brutales se iluminaban bajo sus miradas.
Se aproximó al sentenciado con paso ligero seguida por su cabrita Djali. Gringoire estaba ya más muerto que vivo. La Esmeralda le examinó un momento en silencio.
—¿Vais a ahorcar a este hombre? —preguntó a Clopin con mucha seriedad.
—Sí, hermana —le respondió el rey de Thunes—; a menos que tú le tomes por marido.
—Lo tomo —respondió.
En este punto Gringoire creyó firmemente que había estado soñando desde la mañana y que ésta no era sino la continuación de su sueño. La situación, aunque bastante graciosa, no era por ello menos violenta.
Soltaron el nudo corredizo y bajaron del escabel al poeta, el cual no tuvo más remedio que sentarse; tan viva era su emoción.
El duque de Egipto, sin pronunciar una sola palabra, trajo un cántaro de arcilla; la gitana se lo ofreció a Gringoire pidiéndole que lo lanzara contra el suelo. Así lo hizo, y la jarra se rompió en cuatro trozos.
—Hermano —dijo entonces el duque de Egipto, imponiendo las manos en su frente—: ella es tu mujer; hermana, él es tu marido durante cuatro años. ¡Marchaos!