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V PROSIGUEN LOS INCONVENIENTES

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Gringoire, aturdido por la caída, se había quedado en el suelo ante la hornacina de la Virgen que había en la calle y, poco a poco, iba recobrándose. Primero estuvo algunos minutos flotando, como medio perdido en una especie de semi-inconsciencia, bastante atractiva, en donde la vaga representación de la gitana y de su cabra se confundían con el peso del puño de Quasimodo. Sin embargo, esta situación no se prolongó demasiado, pues sintió muy pronto una viva impresión de frío en la parte de su cuerpo que se encontraba en contacto con el empedrado y que acabó por espabilarle y sacar su espíritu a la superficie.

—¿De dónde me viene esta frialdad? —se preguntó bruscamente, y fue entonces cuando comprobó que se hallaba sobre una corriente de agua que fluía por la calle, procedente de las casas. —Demonio de cíclope jorobado —masculló entre dientes intentando levantarse, sin conseguirlo, pues se encontraba aún un tanto aturdido y demasiado magullado. Así que hubo de quedarse en el suelo, resignado, sonándose con la mano que le quedaba libre.

—¡Entre el fango de París! —pensaba, seguro ya de que aquello iba a ser su lecho «¿y qué hacer en un lecho sino meditar?»—. El fango de. París apesta pues debe contener cantidad de sales volátiles y vitrosas; eso es, al menos, lo que piensan maese Nicolás Flamel y los herméticos

Esta palabra le trajo súbitamente al espíritu la idea del archidiácono Claude Frollo y recordó la escena violenta que había entrevisto cuando la zíngara se debatía entre dos hombres. Había otro más con Quasimodo y la figura altiva del archidiácono se dibujó confusamente en su recuerdo.

—¡Sería muy extraño!— y comenzó a reconstruir sobre esa base y con esos datos un fantástico edificio de hipótesis, un castillo de cartas filosófico, para volver enseguida a la realidad, al sentirse de nuevo en contacto con el agua de la calle.

Aquel sitio se hacía cada vez más insoportable, pues cada molécula del agua que corría por la calle robaba otra molécula de calor a los riñones de Gringoire y el equilibrio entre la temperatura del cuerpo y la del arroyuelo aquel empezaba a establecerse de una manera bastante ruda.

Otro inconveniente totalmente distinto surgió de improviso pues un grupo de muchachetes, un grupo de esos pequeños salvajes que desde siempre han correteado por las calles de París con el nombre de pilluelos y que, ya cuando nosotros mismos éramos niños, nos tiraban piedras al salir de la escuela, porque no íbamos sucios ni desharrapados como ellos; una panda de estos rapaces se dirigía, entre risas y gritos, hacia la plaza en donde estaba Gringoire, sin importarles nada el sueño de los vecinos. Llevaban a rastras una especie de saco y, sólo con el ruido de sus zuecos, se habría despertado hasta un muerto.

Gringoire, que aún no lo estaba del todo, se incorporó a medias.

—¡Eh! ¡Annequin Dandéche! ¡Eh! ¿Jean Pincebourde! —chillaban a voz en grito—; el viejo Eustaquio Moubon, el viejo ferretero de la esquina, acaba de morirse y hemos cogido su jergón y vamos a hacer una hoguera con él; hoy es el día de los flamencos. Y fueron a tirar el jergón justo encima de Gringoire, hasta donde habían llegado sin haberle visto. Uno de ellos le sacó un puñado de paja y fue a encenderlo en la lamparilla de la Virgen.

—¡Dios me valga! —susurró Gringoire—. ¡Pues no voy a pasar calor ni nada!

La situación era crítica ya que se encontraba entre el fuego y el agua; realizó un esfuerzo casi sobrenatural, como el de un falsificador que intenta escapar cuando quieren quemarle. Logró ponerse de pie y lanzando el jergón contra los pilluelos aquellos, se escapó.

—¡Santa María! —gritaron asustados—; es el fantasma del ferretero que ha vuelto —y también ellos echaron a correr.

El jergón se adueñó del campo de batalla. Belforét, el tío Le Juge y Corrozet aseguran que al día siguiente fue recogido con gran pompa por el cura del barrio y guardado como parte del tesoro de la iglesia de Saint Opportune, con lo que el sacristán consiguió unas buenas propinas hasta 1789 a costa del gran milagro de la estatua de la Virgen de la esquina, en la calle Mauconseil que, aquella memorable noche del 6 al 7 de enero había con su sola presencia exorcizado al difunto Eustaquio Moubon quien, para hacer una travesura al diablo en el momento de la muerte, había ocultado astutamente su alma en el jergón.

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