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I NUESTRA SEÑORA

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Todavía hoy la iglesia de Nuestra Señora de París continúa siendo un sublime y majestuoso monumento, pero por majestuoso que se haya conservado con el tiempo, no puede uno por menos de indignarse ante las degradaciones y mutilaciones de todo tipo que los hombres y el paso de los años han infligido a este venerable monumento, sin el menor respeto hacia Carlomagno que colocó su primera piedra, ni aun hacia Felipe Augusto que colocó la última.

En el rostro de la vieja reina de nuestras catedrales, junto a cualquiera de sus arrugas, se ve siempre una cicatriz. Tempus edax, homo edacior , expresión que yo traduciría muy gustosamente: el tiempo es ciego; el hombre es estúpido.

Si para examinar con el lector, dispusiéramos, una a una, de las distintas huellas destructoras impresas en la vieja iglesia, las producidas por el tiempo resultarían muy inferiores a las provocadas por los hombres, especialmente por los hombres dedicados al arte.

Tengo forzosamente que referirme a estos hombres dedicados al arte pues, en este sentido, han existido individuos con el título de arquitectos a lo largo de los dos últimos siglos.

En primer lugar y para no citar más que algunos ejemplos capitales, hay seguramente en la arquitectura muy pocas páginas tan bellas como las que se describen en esta fachada, en donde al mismo tiempo pueden verse sus tres pórticos ojivales, el friso bordado y calado con los veintiocho nichos reales y el inmenso rosetón central, flanqueado por sus dos ventanales laterales, cual un sacerdote por el diácono y el subdiácono; la grácil y elevada galería de arcos trilobulados sobre la que descansa, apoyada en sus finas columnas, una pesada plataforma de donde surgen las dos torres negras y robustas con sus tejadillos de pizarra. Conjunto maravilloso y armónico formado por cinco plantas gigantescas, que ofrecen para recreo de la vista, sin amontonamiento y con calma, innumerables detalles esculpidos, cincelados y tallados conjuntados fuertemente y armonizados en la grandeza serena del monumento. Es, por así decirlo, una vasta sinfonía de piedra; obra colosal de un hombre y de un pueblo; una y varia a la vez, como las Ilíadas y los Romanceros de los que es hermana; realización prodigiosa de la colaboración de todas las fuerzas de una época en donde se perciben en cada piedra, de cien formas distintas, la fantasía del obrero, dirigida por el genio del artista; una especie de creación humana, poderosa y profunda como la creación divina, a la que, se diría, ha robado el doble carácter de múltiple y de eterno.

Y lo que decimos de su fachada conviene a la iglesia entera; y lo que decimos aquí de la iglesia catedral de París conviene a todas las iglesias de la cristiandad en la Edad Media, pues todo se armoniza en este arte, originado en sí mismo, lógico y equilibrado. Medir el dedo de un pie es medir al gigante entero.

Pero volvamos a la fachada de Nuestra Señora tal como se nos aparece hoy, cuando acudimos piadosamente a admirar la belleza serena y poderosa de la catedral que aterroriza, al decir de los cronistas: quae mole sua terrorem inquit spectantibus .

Tres cosas importantes se echan en falta hoy en la fachada: primero, la escalinata de once peldaños que la elevaban antiguamente sobre el suelo; después la serie inferior de estatuas que ocupaban los nichos de los tres pórticos y la serie superior de los veintiocho reyes más antiguos de Francia, que guarnecían la galería del primer piso desde Childeberto hasta Felipe Augusto, que sostenía en su mano «la manzana imperial».

La escalinata ha desaparecido con el tiempo al irse elevando lenta pero progresivamente el nivel del suelo de la Cité. Pero aun devorando uno a uno esos once peldaños que conferían al monumento una altura majestuosa, el tiempo ha dado a la iglesia más quizás de lo que le ha quitado, pues ha sido precisamente el tiempo el que ha extendido por su fachada esta pátina de siglos que hace de la vejez de los monumentos la edad de su belleza. Pero ¿quién ha echado abajo las dos hileras de estatuas? ¿Quién ha vaciado los nichos? ¿Quién ha tallado en medio del pórtico central esa ojiva nueva y bastarda? ¿Quién se ha atrevido a colocar esa pesada a insípida puerta de madera esculpida en estilo Luis XV junto a los arabescos de Biscornette? Los hombres, los arquitectos, los artistas de nuestros días.

Y dentro del edificio, ¿quién ha derribado la colosal estatua de San Cristóbal, conocida entre las estatuas como lo es entre las salas la del gran palacio o la flecha de Estrasburgo entre los campanarios? ¿Y los miles de estatuas que existían entre las columnas de la nave central del coro, en las más variadas posturas; de rodillas, de pie, a caballo; hombres, mujeres, niños, reyes, obispos, gendarmes; unas de madera, otras de piedra, de mármol, de oro, de plata, de cobre a incluso de cera? ¿Quién las ha barrido brutalmente? Seguro que no ha sido el tiempo.

¿Y quién ha reemplazado el viejo altar gótico, espléndidamente recargado de relicarios y de urnas, por ese pesado sarcófago de mármol con nubes y cabezas de ángeles, que se asemeja a un ejemplar desaparecido del Val-de-Grace o de los Inválidos? ¿Quién ha sellado tan absurdamente ese pesadísimo anacronismo de piedra al pavimento carolingio de Hercandus? ¿No fue acaso Luis XIV, en cumplimiento del voto de Luis XIII? ¿Y quién ha puesto esas frías cristaleras blancas en lugar de aquellos vitrales de «color fuerte» que hacían que los ojos maravillados de nuestros antepasados no supieran decidirse entre el gran rosetón del pórtico y las ojivas del ábside? ¿Y qué diría un sochantre al ver ese embadurnamiento amarillo con el que nuestros vandálicos arzobispos han enjalbegado su catedral?

Recordaría que ése era el color con el que el verdugo pintaba los edificios «infames»; se acordaría del hotel del Petit-Bourbon, también embardunado totalmente de amarillo por la traición del condestable; pero de un amarillo después de todo, dice Sauval, de tan buena calidad y pintado tan a conciencia que en más de un siglo no se le ha podido quitar la pintura. Creería que aquel lugar sagrado era un lugar infame y huiría de allí. Y si subimos a las torres, sin detenemos en las mil barbaries de todo género, ¿qué ha sido de aquel pequeño y encantador campanario que descansaba en la intersección del crucero y que con la misma elegancia y la misma arrogancia que su vecina la flecha —también destruida— de la Santa Capilla, se clavaba en el cielo más alto que las torres, decidido, agudo, sonoro, calado como un encaje?

Un arquitecto de buen gusto (1787) lo cercenó y creyó que bastaría cubrir la llaga con ese enorme emplaste de plomo que parece la tapa de una cacerola.

Así ha sido tratado en todas partes este maravilloso arte de la Edad Media, sobre todo en Francia. Tres clases de lesiones pueden distinguirse en sus ruinas y cualquiera de ellas le afecta con distinta gravedad: primeramente el tiempo que lo ha dañado insensiblemente por muchas partes y ha enmohecido su superficie; después las revoluciones políticas y religiosas que, ciegas y encolerizadas por naturaleza, se han lanzado tumultuosamente sobre él y han desgarrado su riquísimo revestimiento de esculturas, de tallas, agujereado sus rosetones, quebrado sus collares de arabescos y estatuillas y arrancando sus estatuas, por causa, a veces, de sus coronas y a veces de sus mitras; y, en fin, las modas cada vez más grotescas y estúpidas que, a partir de las anárquicas desviaciones del Renacimiento, se han venido sucediendo en la inevitable decadencia de la arquitectura. Las modas han causado mayores males que las revoluciones, pues han cortado por lo sano, han atacado al esqueleto mismo del arte, han cortado, segado, desorganizado, anulado el edificio, tanto en la forma como en su simbolismo, tanto en su organización lógica como en su belleza y además han reconstruido, pretensión esta que, al menos, no habían tenido ni el tiempo, ni las revoluciones. En aras del buen gusto, ellas han organizado descaradamente, en las heridas de la arquitectura gótica, sus miserables adornos de un día, sus cintas de mármol, sus pompones de metal; una verdadera lepra ornamental, de volutas, de vueltas, de encajes, de guirnaldas, de franjas, de llamas, de piedra, de nubes de bronce, de amorcillos regordetes, de querubines mofletudos, que empiezan a devorar el rostro del arte en el oratorio de Catalina de Médicis y lo hacen expirar dos siglos más tarde, atormentado y gesticulante en el gabinete de la Dubarry.

Para resumir, pues, los aspectos que acabamos de indicar, tres clases de estragos desfiguran hoy la arquitectura gótica: arrugas y verrugas en la epidermis constituyen la obra del tiempo; brutalidades, contusiones y fracturas son los efectos de las revoluciones, desde Lutero hasta Mirabeau; pero las mutilaciones, amputaciones, dislocaciones del armazón, restauraciones, todo esto lo ha causado el trabajo griego, romano, y bárbaro de los profesores, según Vitrubio y Vignole.

Todo este arte magníficamente creado por los vándalos ha sido asesinado por los académicos. A los daños causados por el correr de los siglos o por las revoluciones que devastan al menos con imparcialidad y grandeza, ha venido a unírseles una caterva de arquitectos colegiados, patentados, jurados y juramentados que degradan a conciencia y con mal gusto el arte sustituyendo, a la mayor gloria del Partenón, los encajes góticos de la Edad Media, por las escarolas de Luis XIV. Es la coz del aíslo al león que agoniza; es el viejo roble que no sólo es podado sino que además es picado, mordido y deshecho por las orugas.

¡Qué lejos de nuestra época la de Robert Cenalis cuando comparando Nuestra Señora de París con el famoso templo de Diana de Éfeso, tan alabado por los antiguos paganos, inmortalizado por Erostrato, encontraba la catedral gala «más sobresaliente en longitud, anchura, altura y estructura!

Nuestra Señora de París no es, por lo demás, lo que pudiera llamarse un monumento completo, definitivo, catalogado; tampoco es una iglesia románica ni mucho menos una iglesia gótica ni un edificio prototipo. Nuestra Señora de París no tiene, como la abadía de Toumus, esa fortaleza maciza y grave, ni la redonda y amplia bóveda, ni la desnudez fría, ni la sencillez majestuosa de los edificios que tienen su origen en el arco de medio punto. No es tampoco, como la catedral de Bourges, el resultado magnífico, ligero, multiforme, denso, erizado y eflorescente de la ojiva. Es imposible clasificarla entre esa antigua familia de iglesias sombrías, misteriosas, bajas, como aplastadas por el medio punto, casi egipcias, si no fuera por la techumbre; jeroglíficas, sacerdotales, simbólicas, más cargadas en sus adornos de rombos y de zigzags que de flores, con más flores por adorno que animales y con mayor preferencia hacia los animales que hacia los hombres; es más la obra del arquitecto que la del obispo; representa la primera transformación del arte, cargado aún de disciplina teocrática y militar, que tiene su raíz en el bajo imperio y se detiene en Guillermo el Conquistador .

No es posible tampoco colocar a nuestra catedral entre la otra familia de iglesias altas, estilizadas, aéreas, ricas en vitrales y en esculturas, de formas agudas y atrevidas, comunales y burguesas cual símbolos políticos, o libres y caprichosas y desenfrenadas cual obras de arte. A este grupo pertenece la segunda transformación de la arquitectura; es decir: la que no participa ya de lo jeroglífico ni de lo inmutable ni sacerdotal sino de ese concepto artístico, progresista y popular, que se origina con la vuelta de las cruzadas y termina con Luis XI. Nuestra Señora de París no es de pura raza románica como las primeras ni de pura raza árabe como las segundas. Es un edificio de transición. Cuando el arquitecto sajón acababa de levantar los primeros pilares de la nave, la ojiva, que venía de las cruzadas, surge conquistadora y triunfante sobre los amplios capiteles románicos, que estaban preparados para soportar únicamente arcos de medio punto y dueña ya desde entonces, campeó por el resto de la iglesia. Poco experta y tímida en sus inicios, se ensancha, se contiene y no se atreve aún a manifestarse lanzándose y elevándose en flechas y en lancetas como lo harán más adelante tantas y tan maravillosas catedrales. Se diría que no puede olvidar la existencia de sus pesados pilares románicos.

Por otra parte, los edificios de transición del románico al gótico no son menos preciosos para el estudio que los tipos puros, pues sin ellos se habría perdido el matiz del arte que ellos expresan y que es como el injerto de la ojiva en el medio punto.

Nuestra Señora de París es particularmente una curiosa muestra de esa variedad. Cada cara, cada piedra del venerable monumento es no sólo una página de la historia de su país sino también una página de la historia de la ciencia del arte. Para no precisar aquí más que algunos detalles importantes diremos, como ejemplo, que la pequeña Puerta Roja llega casi a los límites de las delicadezas góticas del siglo XV, mientras que los pilares de la nave, por su volumen y su peso, se retrotraen hasta los tiempos de la abadía carolingia de Saint-Germain-des-Prés. Podría creerse que seis siglos separan la puerta de los pilares y hay, entre los herméticos, quienes creen encontrar en los símbolos del gran pórtico un compendio satisfactorio de su ciencia y que la iglesia de Saint Jacques-de-la-Boucherie era un jeroglífico completo; y así, la abadía románica, la iglesia filosofal, el arte gótico y el sajón, el macizo pilar redondo que recuerda a Gregorio VII, el simbolismo hermético mediante el cual Nicolás Flamel preludiaba ya a Lutero, la unidad papal, el cisma, Saint-Germain-des-Prés, Saint Jacques-de-la-Boucherie, todo ello estaría fundido, combinado y amalgamado en la catedral de Nuestra Señora, esta iglesia central y generadora entre las viejas iglesias de París de una especie de quimera, por hallarse compuesta con la cabeza de una, con los miembros de otra, con la grupa de otra más y con un poco de todas ellas al fin.

Debemos repetir otra vez que estas construcciones híbridas son muy interesantes tanto para el artista como para el historiador o para el amante del arte. Hacen sentir hasta qué punto la arquitectura es algo primitivo, al demostrar, como también lo demuestran los vestigios ciclópeos, las pirámides de Egipto, las gigantescas pagodas hindúes, que las más grandes construcciones arquitectónicas no son tanto productos individuales como auténticas obras sociales; que son más bien la creación del pueblo con su trabajo que el genio de un solo hombre; el sedimento que deja un país, la acumulación que van formando los siglos, el poso de las evaporaciones sucesivas de la sociedad humana; en una palabra: especies en formación. Cada oleada en el tiempo deposita su aluvión, cada raza superpone una capa en el monumento, cada individuo aporta su grano de arena. Así lo hacen los castores, así las abejas y así lo hace el hombre. Babel, el gran símbolo de la arquitectura, es una gran colmena.

Los grandes edificios como las grandes montañas son obra de los siglos. Con frecuencia el arte se transforma cuando ellos están en plena construcción: Pendent opera interrupta, y continúan tranquilamente siguiendo las normas de la nueva moda. El nuevo arte coma el monumento como lo encuentra, se incrusta en él, lo asimila, lo desarrolla según su fantasía y lo termina si puede hacerlo; pero todo ello sin molestias, sin esfuerzos, sin reacciones, siguiendo una ley natural y tranquila; es como un injerto que se hace, una savia nueva que circula, una vegetación que renace. Es verdad que, en las sucesivas soldaduras de dos artes, en las diferentes plantas de un mismo edificio, existe materia suficiente para buen número de gruesos volúmenes a incluso para una historia natural de la humanidad. El hombre, el artista, el individuo desaparecen por completo ante esas grandes masas sin nombre de autor en las que la inteligencia humana toda queda resumida y simplificada; es como si el tiempo fuese el arquitecto y el pueblo el albañil.

Como aquí no consideramos más que la arquitectura europea cristiana, esta hermana menor de las grandes obras del Oriente, se nos aparece como una inmensa formación dividida en tres zonas bien delimitadas que se superponen: la zona románica, la zona gótica y la zona renacentista que podríamos definir como grecorromana.

La capa románica, la más antigua y profunda, está ocupada por el arco de medio punto, que reaparece traído por la columna griega hacia la capa moderna y más elevada que es el Renacimiento. La ojiva se encuentra entre las dos. Los edificios que pertenecen exclusivamente a una de estas tres capas son perfectamente diferentes; unos y completos en sí mismos. Es la abadía de Jumièges, es la catedral de Reims y es la Santa Cruz de Orleáns. Pero las tres zonas se amalgaman y se mezclan por los bordes como los colores en el espectro solar. De ahí los monumentos complejos, los edificios de matices y de transición. El uno es románico por los pies, gótico en el cuerpo y grecorromano en la cabeza; es porque se ha tardado seiscientos años en construirlo. Esta variedad es poco frecuente. El torreón de Etampes es una buena muestra de ello. Los monumentos de dos estilos son más repetidos, como Nuestra Señora de Paris, edificio ojival que se entronca por sus primeros pilares en el período románico de donde proceden también el pórtico de Saint-Denis y la nave de Saint-Germain-des-Prés. También lo son la encantadora sala capitular, semigótica, de Boscherville, en donde la capa románica le llega hasta la cintura y la catedral de Rouen que sería totalmente gótica si no bañara la extremidad de su flecha central en la zona del Renacimiento. En cualquier caso todos estos matices y diferencias sólo afectan al exterior de los edificios; es como si el arte cambiara de piel pues siempre queda respetada totalmente la constitución de la iglesia cristiana; se mantiene siempre la misma armazón interna, la misma disposición lógica de sus partes. Sea cual sea el envoltorio de esculturas y los trabajos de talla de una catedral, siempre se encuentra debajo de él, al menos en una fase de germen y de rudimento, la basílica romana que repite ya eternamente su planta, según un mismo sistema. Siempre indefectiblemente vemos dos naves que se cortan en cruz, y cuya extremidad superior redondeada en ábside, forma el coro. Siempre tienen dos naves laterales, para las procesiones por el interior y para las capillas, que sirven de ambulatorios laterales, a los dos lados de la nave central, con la que tienen comunicación por medio de los intercolumnios.

Partiendo de ahí, el número de capillas, de pórticos, de campanarios y de agujas se modifica hasta el infinito según la fantasía del siglo del pueblo mismo o del arte en sí, puesto que, una vez asegurada la prestación del culto, la arquitectura obra como mejor le place, combinando, según el logaritmo que le convenga, estatuas, vidrieras, rosetones, arabescos, encajes, capiteles o bajorrelieves; y de ahí la variedad tan prodigiosa de exteriores en estos edificios cuyo fondo está presidido por el orden y por la unidad. El tronco del árbol es inmutable aunque la vegetación sea caprichosa.

Nuestra Señora de París (texto completo, con índice activo)

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