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IV MAESE JACQUES COPPENOLE

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MIENTRAS el pensionario de Gante y su eminencia el cardenal cambiaban una profunda reverencia y algunas palabras en voz baja, un hombre alto, fornido de hombros y de cara larga, pretendía entrar al mismo tiempo que Guillermo. Habríase dicho un dogo persiguiendo a un zorro. Su gorro de fieltro y su chaqueta de cuero chocaban con los cuidados terciopelos y las finas sedas de su entorno. Juzgándole por un palafrenero cualquiera, el ujier le detuvo.

—¡Eh, amigo! ¡No se puede pasar!

El hombre de la chaqueta de cuero le rechazó de un empujón.

—¿Qué pretende este tipo? —preguntó con un tono de voz, que atrajo la atención de la sala hacia el extraño coloquio—. ¿No ves quién soy?

—¿Vuestro nombre? —preguntó el ujier.

Jacques Coppenole.

—¿Vuestros títulos?

—Calcetero; del comercio conocido por Las trey cadenetar, en Gante.

El ujier quedó desconcertado. Pase el anunciar concejales y burgomaestres, pero anunciar a un calcetero... era demasiado. El cardenal estaba sobre ascuas. El pueblo escuchaba y miraba. Dos días llevaba su eminencia intentado peinar a aquellos osos flamencos para hacerlos un poco más presentables en público; pero aquella inconveniencia era ya demasiado. Guillermo Rym, con su fina sonrisa, se acercó al ujier.

—Anunciad a maese Jacques Coppenole, secretario de los concejales de la villa de Gante —le sugirió en voz baja.

—Ujier —confirmó el cardenal en alta voz—, anunciad a maese Jacques Coppenole, secretario de los concejales de la ilustre villa de Gante.

Esto fue un error porque Guillermo Rym, él solo, habría arreglado aquel embrollo, pero Coppenole había oído las palabras del cardenal.

—¡Ni hablar! ¡Por los clavos de Cristo! —gritó con su voz de trueno—. ¿Jacques Coppenole, calcetero! ¿Me has oído, ujier?, ni más ni menos. ¡Por los clavos de Cristo! Calcetero es bastante importante y más de una vez monseñor el archiduque ha venido a mi comercio.

Estallaron risas y aplausos, pues cosas así las comprende y las aplaude enseguida el pueblo de París.

Conviene saber que Coppenole era un hombre del pueblo y pueblo era el público allí congregado; por eso la comunicación entre ambos había sido rápida; casi como un chispazo. Aquella altiva salida del calcetero flamenco, humillando a la gente de la corte, había removido en el corazón de aquellos plebeyos no sé qué sentimiento de orgullo y dignidad, todavía un tanto impreciso en el siglo XV. Aquel calcetero, que acababa de plantarle cara al cardenal, era como ellos, era de su clase, y representaba ciertamente un sentimiento agradable para unos pobres infelices, acostumbrados al respeto y a la obediencia hacia los criados mismos de los guardias del bailío o del abad de Santa Genoveva, servidor a su vez del cardenal.

Coppenole saludó con altivez a su eminencia que, a su vez devolvió el saludo a aquel poderoso burgués, temido de Luis XI. Después, mientras Guillermo Rym, hombre prudente y maligno, como dice Philippe de Comines, les seguía con una sonrisa burlona y de superioridad, se dirigió cada uno a su sitio; el cardenal nervioso y preocupado, Coppenole tranquilo y altivo, pensando sin duda que, después de todo, su título de calcetero era tan importante como cualquier otro y que María de Borgoña, madre de esta Margarita, cuyas bodas concertaba hoy Coppenole, le hubiera temido menos como cardenal que como calcetero. ¿Por qué? Pues porque un cardenal no habría podido amotinar a los ganteses contra los partidarios de la hija de Carlos el Temerario. Tampoco habría servido un cardenal para animar a la muchedumbre con upas palabras y que ésta resistiera a sus lágrimas y a sus ruegos, cuando la señorita de Flandes fue a suplicar por ellos ante el pueblo al pie mismo del patíbulo. El calcetero sin embargo sólo tuvo que levantar su brazo, revestido de cuero, para hacer rodar vuestras dos cabezas, ilustrísimos señores Guy de Hymbercourt y canciller Guillermo Hugo net.

Pero aún no había pasado todo para el pobre cardenal; aún tenía que apurar hasta la última gota el cáliz de la mala compañía en que se encontraba.

Seguro que el lector no se habrá olvidado del descarado mendigo, colocado desde el comienzo del prólogo a los bordes del estrado cardenalicio. La llegada de tan ilustres huéspedes no le había desplazado de aquel lugar y, mientras prelados y embajadores se apretujaban como auténticos arenques flamencos en los asientos de la tribuna, él se había puesto cómodo, cruzando tranquilamente sus piernas sobre el arquitrabe. Era de una insolencia increíble, no observada en principio por nadie, pues la atención se centraba en otros puntos; tampoco él estaba pendiente de lo que ocurría en la sala y balanceaba su cabeza con una despreocupación de napolitano, repitiendo de vez en cuando, entre el rumor general: «Una limosna, por caridad.»

Seguramente había sido el único de entre los asistentes que no se había dignado volver la cabeza cuando el altercado entre Coppenole y el ujier. Ahora bien, quiso la casualidad que el maestro calcetero de Gante, con quien el pueblo simpatizaba ya vivamente y en quien todas las miradas estaban clavadas, fuera a sentarse precisamente en la primera fila del estrado, encima del mendigo; y la sorpresa no fue pequeña cuando todos pudieron ver cómo el embajador flamenco, después de haber examinado al extravagante tipo sentado bajo sus ojos, le daba una palmada amistosa en el hombro cubierto de harapos. El mendigo se volvió y los dos rostros reflejaron la sorpresa, el reconocimiento y la alegría... Después sin preocuparse para nada de los espectadores, el calcetero y el lisiado se pusieron a hablar en voz baja apretándose las manos, mientras que los andrajos de Clopin Trouillefou, extendidos sobre el paño dorado del estrado, daban más bien la impresión de un gusano en una naranja.

La originalidad de esta escena tan singular provocó tales rumores de locura y de satisfacción entre el gentío que no pasó mucho tiempo sin que el cardenal se apercibiera de ello. Entonces se asomó y, no pudiendo ver desde donde estaba, más que de una manera muy incómoda a imperfecta, la casaca ignominiosa de Trouillefou, dedujo claramente que el mendigo andaba pidiendo limosna e, indignado por su audacia, exclamó:

—Señor bailío del palacio, hacedme el favor de lanzar a ese tipejo al río.

—¡Por los clavos de Cristo!, señor cardenal —dijo Coppenole, sin dejar la mano de Clopin—: ¡Si es uno de mis amigos!

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritaron todos. Desde entonces maese Coppenole gozó en París, como en Gante, de un gran prestigio entre el pueblo pues las personas como él lo tienen cuando actúan con eta desenvoltura, dire Philippe de Comines.

El cardenal se mordió los labios y, volviéndose hacia su vecino, el abad de Santa Genoveva, le dijo a media voz:

—Valientes embajadores nos envía el señor archiduque para anunciamos a su madame Margarita.

—Vuestra eminencia —le respondió el abad— se excede en cortesías con estos cochinos flamencos. Margaritas ante porcos.

—Más bien habría que decir —le respondió el cardenal con una sonrisa—: Porcos ante Margaritam.

Todo el cortejo de sotanas se maravilló con aquel juego de palabras, lo que tranquilizó un tanto al cardenal pues con ello había quedado en paz con Coppenole, al ser también aplaudido su retruécano.

Permítasenos preguntar a aquellos de nuestros lectores que tienen capacidad de generalizar una imagen y una idea, si se imaginan claramente el espectáculo que ofrecía, en el instante en que solicitamos su atención, aquel enorme paralelogramo que era la gran sala del palacio. En el centro, adosado al muro occidental, un amplio y magnífico estrado de brocado de oro por el que van entrando en procesión, por una puertecilla en arco de ojiva, graves personajes anunciados uno tras otro por la voz chillona de un ujier. En los primeros bancos se ven ya muchas y venerables figuras vestidas de armiño, terciopelo y escarlata. En torno al estrado, que permanece silencioso y digno, surge frente a él, por debajo de él, por todas partes, un gran gentío y un rumor confuso de voces. Miles de miradas populares y miles de murmullos se dirigen hacia cada parte del estrado, pues el espectáculo es ciertamente curioso y atrae la atención de los Espectadores. Pero, ¿qué es esa especie de tablado, con cuatro fantoches embardunados encima y otros cuatro debajo, que se ve allá, al fondo? ¿Quién es aquel hombre de blusón negro y de figura pálida que se encuentra junco al tablado? ¡Ay, querido lector! Es Pierre Gringoire y su prólogo. Nos habíamos olvidado de él y era eso lo que él se temía.

Desde la entrada del cardenal, Gringoire no había cesado de preocuparse por su prólogo. Primero había pedido a los actores, que se habían quedado cortados, que continuasen y que alzasen su voz; después, al ver que nadie escuchaba, les había hecho callar y, desde entonces, hacía ya prácticamente más de un cuarto de hora, andaba agitándose, moviéndose de un— lado para otro, hablando con Gisquette y Lienarda y animando en fin a los espectadores más próximos a que le escuchasen, pero todo era en vano, pues nadie dejaba de mirar al cardenal, a la embajada flamenca y al estrado, único centro de atracción de todas las miradas.

Hay que decir, y lo hacemos con pena, que el prólogo comenzaba ya a aburrir ligeramente al auditorio, en el momento en que su eminencia había venido a distraer la atención de una manera tan terrible.

Después de todo, tanto en el estrado como en la mesa de mármol, tenía lugar el mismo espectáculo: el conflicto entre Trabajo, Clero, Nobleza y Mercancía. Además muchos de los allí presentes preferían sencillamente verlos vivos; respirando, actuando, en carne y hueso, en la embajada flamenca o en aquella corte episcopal, bajo el ropaje del cardenal o la chaqueta de cuero de Coppenole; prefería verlos a lo vivo que maquillados o, por decirlo así, disecados bajo sus ropajes amarillos y blancos con que les había disfrazado Gringoire.

Éste, sin embargo, al ver que la calma había renacido, imaginó una estratagema que habría podido arreglarlo todo.

—Señor —dijo volviéndose hacia uno de los espectadores más próximos, un hombre de aspecto pacífico y un poco rechoncho—. ¿Y si recomenzamos?

—¿Cómo? —dijo aquel hombre.

—Eso; que si seguimos con la representación —dijo Gringoire.

—Como os plaza —respondió el hombre.

Esta semi aprobación le fue suficiente a Gringoire que, tomando la iniciativa, comenzó a vociferar intentando pasar lo más posible por un espectador.

—¡Que recomience el misterio! ¡Que recomience!

—¡Demonios! —dijo Joannes de Molendino—, ¿qué es lo que dicen allá abajo? —la verdad es que Gringoire hacía tanto ruido como cuatro—. Pero bueno, amigos, ¿no ha terminado aún el misterio? ¿Y quieren empezarlo otra vez? ¡Ni hablar! ¡No hay derecho!

—¡Ni hablar!, ¡ni hablar! —gritaron los estudiantes. ¡Fuera! ¡Fuera el misterio!

Pero Gringoire se multiplicaba y chillaba más fuerte que ellos.

—¡Que empiece! ¡Que empiece!

Todo aquel ruido atrajo la atención del cardenal.

—Señor bailío del palacio —dijo a un hombre alto, vestido de negro que se encontraba a unos pasos de él—. ¿Esos villanos están acaso metidos en la pila del agua bendita para armar tanto jaleo?

El bailío del palacio era algo así como un magistrado anfibio; una especie de murciélago del orden judicial y, a la vez, algo de rata y de pájaro, de juez y de soldado.

Se aproximó a su eminencia y, no sin temer su enojo, intentó explicarle, entre balbuceos, la incongruencia del pueblo; que hacía ya tiempo que habían dado las doce sin que su eminencia hubiera hecho su aparición, y que los comediantes se habían visto obligados a comenzar sin su presencia.

El cardenal se echó a reír.

—A fe mía que el señor rector de la Universidad debería haber hecho otro tanto. ¿Qué opináis vos, micer Guillermo Rym?

—Monseñor —respondió—, debemos damos por satisfechos con habernos librado de la mitad de la comedia; eso hemos salido ganando.

—¿Pueden, pues, esos rufianes proseguir su farsar —preguntó el bailío.

—Que sigan, que sigan —dijo el cardenal—; me da lo mismo; mientras tanto voy a leer el breviario.

El bailío se acercó al borde del estrado y, haciendo con su mano un gesto de silencio gritó:

—¡Burgueses y villanos todos! Para satisfacción de quienes quieten que recomience la representación y de los que desean ver cómo acaba, su eminencia ordena que prosiga.

Tuvieron, pues, que resignarse ambos bandos, aunque público y autor guardaron por ello un cierto rencor hacia el cardenal.

Así que los personajes continuaron su representación con la esperanza de Gringoire de que su obra fuera oída hasta el final y esta esperanza y otras de sus ilusiones se vieron decepcionadas porque, si bien se había conseguido restablecer el silencio entre el auditorio, no se había fijado Gringoire en que, cuando el cardenal dio la orden de proseguir, el estrado no se encontraba aún lleno y que, después de la legación flamenca, seguían llegando nuevos personajes integrantes del cortejo. Gringoire seguía, pues, con su

Prólogo mientras el ujier iba anunciando nombres y cargos de los recién llegados, organizándose, como es lógico, un bullicio considerable.

Imaginemos el efecto que pueden producir durante la representación de una obra de teatro los chillidos de un ujier, lanzando a voz en grito, entre dos rimas, cuando no entre dos hemistiquios, paréntesis como éste:

—¡Maese Jacques Charmolue, procurador real en los tribunales de la Iglesia!

—Jehan de Harlay, escudero, caballero de la ronda y vigilancia nocturnas de la ciudad de París!

—¡Micer Galiot de Genoilhac, caballero, señor de Brussac, jefe de los artilleros del rey!

—¡Maese Dreux Raguier, inspector de las aguas y bosques del rey nuestro señor en los territorios franceses de Champagne y de Brie!

—¡Maese Denis Lemercier, encargado de la casa de ciegos París!... etcétera.

Todo aquello era insoportable para Gringoire. Aquel extraño cortejo, que impedía por completo la representación, le indignaba tanto más, cuanto que se daba cuenta de que el interés por la obra iba acrecentándose, y de que sólo faltaba para el éxito el ser oída.

No era fácil imaginar una trama tan ingeniosa y tan dramática como la de aquella pieza. Los cuatro personajes del prólogo se lamentaban de la inutilidad de su incesante búsqueda, cuando la diosa Venus en persona, vera incensu patuit dea , se apareció ante ellos vestida con una espléndida túnica, bordada con el bajel de la villa de París.

Venía a reclamar para sí misma el delfín prometido a la más hermosa y era apoyada en sus pretensiones por Júpiter, cuyos truenos se oían retumbar en los vestuarios. Ya la diosa iba a conseguir su deseo es decir, iba para expresarlo sin metáforas, a desposarse con el delfín, cuando una joven vestida de damasco blanco y llevando en su mano una margarita —clarísima personificación de la señorita de Flandes— se presentó, dispuesta a disputárselo a Venus.

Efectos de teatro y peripecias diversas después de una larga controversia. Venus, Margarita y los demás personajes deciden someterlo al recto juicio de la Santísima Virgen. Quedaba aún otro papel, el de don Pedro, rey de Mesopotamia, pero resultaba difícil con tantas interrupciones el poder determinar su importancia.

Todos ellos habían subido al escenario por la escalerilla a la que ya antes hemos hecho alusión, pero ya no había remedio y nadie podía ya comprender ni sentir los valores y la belleza de la obra. Era como si, a la entrada del cardenal, un hilo invisible y mágico hubiera atraído todas las miradas, desde la parte meridional en donde estaba la mesa de mármol, hasta la parte occidental en donde estaba el estrado. No había nada capaz de quitar el hechizo al auditorio y todas las miradas seguían atentas a la llegada de nuevos personajes; y sus malditos nombres, sus caras, su atuendo le producían una diversión continua. Era desolador aquello. Salvo Gisquette y Lienarda que se volvían hacia Gringoire cuando éste las tiraba de la manga, salvo aquel personaje paciente y rechoncho que se encontraba a su lado, nadie escuchaba, nadie se preocupaba para nada de la pobre farsa. Gringoire sólo veía los rostros de perfil.

¡Con cuanta amargura veía derrumbarse paso a paso todo aquel tinglado de gloria y de poesía! ¡Y pensar que aquella multitud había estado a punto de revelarse contra el bailío del palacio, impaciente por ver su obra! ¡Y ahora que estaba representándose no les importaba! ¡Una representación que había comenzado entre el clamor unánime del pueblo! ¡Eternos flujo y reflujo del fervor popular! ¡Y pensar que habían estado a punto de lanzarse contra los guardias del bailío! ¡Qué no habría dado él, Gringoire, por volver de nuevo a esos dulces momentos del comienzo!

Con la llegada de todos los embajadores había cesado aquel brutal monólogo del ujier y el poeta pudo por fin respirar. Los actores habían ya recomenzado valientemente, cuando he aquí que maese Coppenole, el calcetero, se levanta de pronto y, ante la atención de toda la sala, Gringoire le oye pronunciar esta abominable arenga.

—Señores burgueses y terratenientes de París, ¡En el nombre de Dios! Me estoy preguntando qué hacemos aquí. Estoy viendo allá, en aquel escenario, a gentes que parece que quieren pegarse y desconozco si es a eso a lo que vosotros llamáis misterio pero, en cualquier caso, no es divertido. ¡Pelean con las palabras y nada más! Hace ya un buen rato que espero impaciente el primer golpe y no lo veo; son cobardes que sólo se ofenden con injurias. ¡Deberían haber traído a luchadores de Londres y de Rotterdam para saber lo que es bueno! Se habrían dado tales puñetazos que podrían oírse desde la plaza. Pero esos dan pena. ¡Si al menos nos hubieran dado una danza morisca o algo por el estilo! A mí me habían hablado de otra cosa; me habían prometido una fiesta de locos con la elección de un papa. También nosotros tenemos nuestro papa de los locos en Gante y en esto ¡voto al diablo!, no os vamos a la zaga. Os voy a decir cómo lo hacemos: nos reunimos, como vosotros, un gentío enorme, y luego, uno por uno, van metiendo su cabeza por un agujero, que da al lugar en donde se encuentra el público, y comienzan a hacer muecas. El que haya hecho la mueca más fea queda nombrado papa por aclamación popular. Os aseguro que es muy divertido. ¿Queréis elegir vuestro papa a la manera de mi tierra? Siempre será menos latoso que escuchar a estos charlatanes quienes, por cierto, también podrán entrar en el juego, si se deciden a hacer su mueca en el agujero. ¿Qué dicen a esto, señores burgueses? Hay aquí suficiente muestra grotesca de ambos sexos para divertimos a la flamenca y somos lo suficientemente feos para hacer bonitas muecas.

Gringoire le habría respondido si la indignación, la cólera y la estupefacción, no le hubiesen dejado mudo. Pero, como además la propuesta del popular calcetero fue acogida con tan enorme entusiasmo por los burgueses —halagados al oírse llamar terratenientes— todo habría resultado inútil. No había más que seguir la corriente y Gringoire se cubrió la cara con las manos, lamentando no disponer de un manto, para taparse la cabeza como el Agamenón de Tumanto .

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