Читать книгу Tormenta de guerra - Victoria Aveyard - Страница 10
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Evangeline
El aire es extraño, ligero, muy limpio, como separado del resto del mundo.
Lo percibo en los bordes de mis prendas de hierro, plata y cromo, y en el penetrante olor metálico de los aviones a reacción, cuyos motores todavía están calientes por el viaje. La sensación es irresistible, aun después de que pasé tantas horas apretujada en el vientre de una nave de Laris en medio de innumerables placas, tubos y tornillos. En el vuelo dediqué más tiempo del que querría admitir a contar los remaches y seguir las uniones del metal. Si hubiera hecho destrozos aquí, allá o acullá, en un instante le habría quitado la vida a Cal, Anabel o a quienquiera, yo incluida. Tuve que permanecer sentada junto a un señor de Haven durante buena parte del viaje, y su ronquido rivalizaba con el trueno. Bajar de un salto casi parecía ser una mejor opción.
Pese a la estación del año, el aire es frío y la piel se me eriza bajo la fina seda que cuelga de mis hombros. Procuré vestirme como debe hacerlo una princesa, aunque ésa es la razón de que ahora padezca frío. Es mi primera visita de Estado como representante de la Fisura y futura reina de Norta. Si ese maldito futuro ocurre en realidad, me veré obligada a hacer un buen papel y a lucir formidable e impresionante hasta las pintadas uñas de los pies. Debo prepararme, estoy mucho más allá de los límites del mundo que conozco. Inspiro de nuevo, con una respiración superficial; aun el acto de respirar es aquí una experiencia inusitada.
A pesar que no es tan tarde para que anochezca, las montañas son tan altas que la luz mengua ya. Largas sombras cruzan la pista de aterrizaje, que se adentra en el valle. Siento que podría tocar los astros si quisiera, pasar mis enjoyadas zarpas por las nubes y hacer al cielo sangrar una roja luz de estrellas. En cambio, mantengo las manos en mis costados, y ocultas mis numerosas pulseras y sortijas bajo los pliegues de la falda y las mangas, meros adornos, cosas bonitas, inútiles y mudas, justo como mis padres querrían que yo fuese.
Al otro extremo de la pista, la superficie se precipita en un peñasco. Los filos tallados de las laderas enmarcan el horizonte como una ventana lo haría. Cal se levanta de perfil y mira al este, donde la noche cae entre matices de un púrpura brumoso. La cordillera proyecta sus sombras y el mundo entero se desvanece en una oscuridad propia de Montfort.
Cal no está solo: lo acompaña su tío, el peculiar Lord Jacos, quien anota algo en una libreta con la nerviosa y agitada energía de un pajarillo. Dos agentes, uno con los colores de Lerolan, rojo y naranja, y el otro con el amarillo de Laris, los flanquean a respetuosa distancia. El príncipe exiliado fija la mirada a lo lejos, inmóvil salvo por el viento que hace ondear su capa carmesí. Invertir los colores de su casa fue una decisión inteligente, para distanciarse de todo lo que el rey Maven representa.
Tiemblo al recordar ese rostro blanco, esos ojos azules, la forma en que cada parte de él parecía arder con una llama que lo consumía todo. En Maven no hay ninguna otra cosa que apetito.
Cal no se gira hasta que Mare ha bajado del jet con su familia y se acerca a una escolta de asistentes de Montfort. Las voces de los Barrow resuenan en las rocosas paredes del alto valle montañoso. Es una familia muy… ruidosa. Y para alguien tan baja y compacta, los hermanos de Mare son sorprendentemente altos. Ver a su hermana menor me revuelve el estómago. Es pelirroja, de un tono más oscuro que el de Elane y sin el pulido lustre de mi amada. Su piel no brilla por una habilidad ni por un encanto interno inexplicable; tampoco es pálida ni atractiva. Su rostro es bonito a secas, más dorado, dotado de una belleza promedio, común, Rojo. Elane es singular de mente y apariencia, no tiene igual a mis ojos. Aun así, la chica Barrow me recuerda a quien más quiero, la persona a la que en realidad no podré tener nunca.
Elane no está aquí, ni mi hermano. Tal es el precio a pagar por la seguridad de él, por su vida. La general Farley no perderá la oportunidad de matarlo y yo no permitiré que la tenga, ni siquiera a cambio de mi corazón.
Cal se vuelve para ver partir a Mare con los ojos pegados a su espalda mientras sus escoltas se la llevan con su familia. Tanta idiotez me hace torcer la boca. La tiene enfrente y aun así la hace a un lado con las dos manos, por algo tan frágil y trivial como una corona. Lo envidio de todos modos. Podría elegirla todavía si quisiera; me gustaría tener la oportunidad de hacer lo mismo.
—Piensas que mi nieto es un bruto, ¿cierto?
Cuando me doy la vuelta, me encuentro con los ojos de Anabel Lerolan, sus dedos letales que entrelaza al frente y una diadema de oro rosa que reluce en su cabeza. Como el resto de nosotros, se esmeró en vestir sus mejores galas.
Aprieto los dientes y hago una leve pero perfecta reverencia.
—Ignoro a qué se refiere, su majestad —no me molesto en resultar persuasiva, veo poca importancia en eso, para bien o para mal. Me da lo mismo lo que ella piense de mí; controla mi vida de todas formas.
—Sientes algo por la chica de Haven, ¿cierto?, la hija de Jerald —da un atrevido paso adelante y yo quisiera arrancarle de la mente el rostro de Elane—. Si no me equivoco, está casada con tu hermano, es una futura reina como tú.
La amenaza resbala por sus palabras como una de las serpientes de mi madre.
Fuerzo una carcajada.
—Mis caprichos pasajeros no son de su incumbencia.
Bate un dedo contra un nudillo arrugado. Frunce los labios y las arrugas en torno a su boca se ahondan.
—¡Por supuesto que lo son! Sobre todo cuando mientes con tanta presteza para impedir cualquier escrutinio sobre Elane Haven. ¿Un gusto pasajero? ¡Por favor, Evangeline! Es obvio que estás locamente enamorada —entrecierra los ojos—. Descubrirás que tú y yo tenemos en común más de lo que crees.
Le dedico una sonrisa de suficiencia y muestro los dientes junto con un gruñido velado.
—Estoy al tanto de las habladurías de la corte, como todos. Se rumorea de consortes; su esposo tuvo uno, un caballero llamado Robert, ¿y cree usted que eso nos iguala?
—Me casé con un rey Calore y me senté a su lado mientras él amaba a otro; creo saber cómo… —bailotea dos dedos ante mí— funciona esto. Y déjame decirte que sale mejor cuando los involucrados están de acuerdo y en el entendimiento. Te guste o no, mi nieto y tú tendréis que ser aliados en todo, es la mejor manera de sobrevivir.
—Sobrevivir a la sombra de él, querrá decir —no puedo contenerme.
Parpadea, presa de una rara confusión, y después sonríe y frunce el ceño.
—Las reinas proyectan sombras también —cambia de actitud en un instante—. ¡Ah, primer ministro! —se vuelve a mi izquierda, hacia el hombre que está a mis espaldas.
Hago lo mismo y veo que Davidson da un paso y asiente en dirección a nosotras sin dejar de mirarnos a ambas; sus ojos angulosos, de un especial color dorado, vuelan de Anabel a mí. Son la única parte de él que tiene vida; el resto, desde sus expresiones huecas e insulsas hasta sus inmóviles dedos, parece haber sido adiestrado por la moderación.
—Su majestad, su alteza —agita la cabeza de nuevo y más allá de él veo a sus vigilantes de Montfort, ataviados de verde, y a sus oficiales y soldados con sus insignias. Hay docenas de ellos; aunque algunos lo acompañaron desde las Tierras Bajas, la mayoría ya estaba aquí y esperaba su arribo.
¿Ha tenido siempre tantos guardias a sus espaldas, tantas armas? Siento las balas en sus recámaras. Las cuento por costumbre y aumento las reservas de hierro de mi vestido, que protege mis órganos más delicados.
El primer ministro hace un amplio movimiento con el brazo.
—Confiaba en que podría acompañarlas hasta nuestra capital y ser el primero en darles la bienvenida a la República Libre de Montfort —pese a su intención de mostrarse ecuánime, advierto orgullo en él, por su país, por su patria; comprendo eso, al menos.
Anabel lo examina con ojos que les bajarían los humos a Plateados nobles, hombres y mujeres de inmenso poder y mayor arrogancia todavía. Él no se inmuta.
—¿Ésta —inquiere ella con desdén y mira los acantilados que nos rodean— es su República?
—Es una pista privada —contesta Davidson.
Hago girar un anillo en mi dedo para distraerme con el cordel de joyas y no reír.
En los contornos de mi visión brillan unos botones de pesado y bien labrado hierro, forjado a semejanza de una llama. Se aproximan, asegurados a las ropas de mi prometido. Él se detiene junto a mí e irradia un calor leve pero constante.
No me dice nada y eso me alegra. No hemos hablado en meses, desde que escapó de la muerte en el Cuenco de los Huesos. Antes, cuando fue mi prometido por primera ocasión, nuestras conversaciones eran escasas y aburridas. No piensa más que en la batalla y Mare Barrow; ninguna de las dos me interesa gran cosa.
Lanzo una mirada furtiva y noto que su abuela se ha hecho cargo de su apariencia. El cabello de corte irregular y la barba dispareja se han esfumado; sus mejillas están lampiñas y su negro cabello, pulcro y lustroso, ha sido cepillado hacia atrás. Se diría que acaba de salir del Fuego Blanco y está listo para su coronación, no que descendió apenas de un vuelo de seis horas tras haber sitiado una ciudad. Con todo, sus ojos son de un bronce duro y apagado, y no lleva puesta su corona. Anabel no pudo conseguirle una o él se negó a usarla; opto por esto último como respuesta.
—¿Una pista privada? —mira a Davidson desde su gran altura.
El primer ministro no muestra ninguna incomodidad a causa de la discrepancia de estatura. Tal vez carece de la muy masculina obsesión por las dimensiones.
—Sí —contesta—. Este campo de aviación está a mayor altitud y ofrece acceso a la ciudad de Ascendente con más facilidad que las pistas de las llanuras o los valles. Pensé que sería mejor que nos trajesen aquí, aunque se considera que la cuesta oriental del Paso del Halcón es un paisaje espléndido.
—Me gustaría conocerla cuando la guerra termine —Cal intenta ser amable pero apenas consigue ocultar su desinterés.
Davidson no le da importancia.
—Cuando la guerra termine —repite con ojos centellantes.
—No querríamos que por nuestra culpa llegara tarde a la sesión en la que pronunciará el discurso ante su gobierno —Anabel se toma del brazo de Cal como la abuela rendida que siempre es. Se apoya en él más de la cuenta, para proyectar una imagen conveniente y calculada.
—Yo no me preocuparía por eso —objeta él con una de sus sonrisas lánguidas e indulgentes—. Mi intervención en la asamblea de Montfort está prevista para mañana a primera hora. Presentaré entonces nuestros argumentos.
Cal se sobresalta.
—¿Para mañana a primera hora? Sabe tan bien como yo, señor, que el tiempo…
—Nuestra asamblea celebra sus reuniones por las mañanas. Espero que esta noche acepten mi invitación a cenar —dice plácidamente.
—Primer ministro… —Cal aprieta los dientes pero el nuevasangre se muestra enérgico y tajante, aunque contrito.
—Mis colegas ya aceptaron celebrar una sesión especial fuera de programa. Le aseguro que hago todo lo que puedo, dentro de los límites de las leyes de mi país.
Leyes. ¿Acaso pueden existir leyes en un país como éste, sin trono, corona ni nadie que tome las últimas decisiones mientras el resto pelea por los detalles? ¿Cómo puede tener Montfort la esperanza de sobrevivir? ¿Cómo puede tener la esperanza de progresar con tantas fuerzas que siguen direcciones diferentes?
Pero si Montfort no es capaz de moverse, si Davidson no obtiene más tropas para Cal, esta guerra podría acabar como yo deseo y más pronto de lo que pensé.
—¿A Ascendente, entonces? —pregunto con la esperanza de librarme del creciente frío y acercar a Cal a toda la distracción que este sitio pueda brindar. Puesto que Anabel ya reclamó a su nieto, le ofrezco el brazo a Davidson, quien lo toma con una leve inclinación y pone una mano ligera sobre mi muñeca.
—Es por aquí, su alteza —responde.
Me sorprende descubrir que el tacto de un nuevasangre no es tan repugnante como el de mi prometido. Él fija un paso firme, que nos aleja de los aviones hacia los senderos que conducen a Ascendente.
La ciudad se posa en lo alto de la margen oriental de la inmensa cordillera y domina picos menores y las fronteras distantes. La Pradera se disuelve en el horizonte; es un conocido país de saqueadores donde bandas nómadas de Plateados no alineados con ninguna nación apresan a los incautos que pasan por ahí. El resto es una llanura desierta, sólo estropeada por las ruinas irregulares de lo que hace mucho tiempo fue una ciudad. Ignoro su nombre.
Ascendente da la impresión de haber nacido de las montañas mismas, erigida como está sobre pendientes y valles, y se curva en burbujeantes arroyos y el gran río que avanza al este por sinuosas barrancas. Las escasas carreteras se pierden a la distancia y transportes aparecen y desaparecen por turnos. Sin duda hay más de ellas bajo la superficie, arrancadas a la roca y el corazón de estas montañas.
La mayor parte de los edificios de la urbe son de piedra de cantera —granito, mármol y cuarzo—, tallada y esculpida en bloques increíblemente lisos de colores blanco y gris. Pinos más altos que campanarios emergen entre las edificaciones y sus agujas son del verde oscuro de la bandera de Montfort. El atardecer y las montañas cubren la ciudad con franjas alternas de rosa subido y púrpura oscuro, luz y sombra. Arriba de nosotros, hacia el oeste, se alzan triunfantes picos nevados bajo un cielo demasiado grande y próximo. Estrellas prematuras perforan el anochecer. Me resultan familiares, forman patrones que conozco.
Jamás he visto una ciudad como ésta y me preocupa. No me gustan las sorpresas, no me agrada llevarme una fuerte impresión, porque eso significa que algo es mejor que yo, mi sangre o mi patria.
Sin embargo, Ascendente, Montfort y Davidson lo han conseguido: este extraño y hermoso lugar me impresiona sin remedio.
Aunque el trayecto a la ciudad es de poco más de un kilómetro, son tantos los peldaños que parece más largo. Pienso que el primer ministro desea ufanarse, así que en vez de meternos en vehículos nos obliga a caminar y ver la ciudad en todo su esplendor.
Si estuviera en la corte de un rey Calore con otro noble tomado de mi brazo, no me molestaría en conversar con él; la Casa de Samos ya goza ahí de una reputación excelente. ¿Pero en este sitio? Aquí debo mostrar mi valía, de modo que suspiro, aprieto los dientes y miro a Davidson junto a mí.
—Entiendo que obtuvo su puesto por elección —esta palabra me es ajena y rueda en mi boca como un guijarro pulido.
Ríe sin poder evitarlo, abre una pequeña grieta en su máscara inescrutable.
—En efecto, la nación votó por mí hace dos años. Y al tercero, en la primavera próxima, regresaremos a las casillas.
—¿Quién votó, precisamente?
Tensa la boca.
—Toda clase de personas, si es a lo que se refiere: Rojos, Plateados, ardientes. Las urnas no distinguen colores.
—Así que tienen Plateados aquí —aunque me lo habían dicho ya, dudé que un Plateado se rebajara a vivir con un Rojo, y más todavía a ser gobernado por él, incluso un nuevasangre. Esto me intriga, de cualquier forma. ¿Qué sentido tiene que vivan aquí como iguales cuando podrían vivir como dioses en otra parte?
Baja la barbilla.
—Tenemos muchos.
—¿Y ellos permiten esto? —pregunto con sorna, sin molestarme en contener la lengua. Hago eso únicamente en presencia de mis padres, y no están aquí; se marcharon después de lanzarme a estos lobos de sangre roja.
—¿Se refiere a nuestra existencia como iguales? —Su voz adopta un tono más agudo, silba en el aire de la montaña.
Perfora mis ojos con los suyos, oro contra gris oscuro. Proseguimos nuestra marcha con paso firme sobre los numerosos escalones. Él querría que me disculpara; no lo hago.
Llegamos por fin a un rellano, una terraza de mármol que da a un jardín exuberante. Flores desconocidas, de color púrpura, naranja y azul pálido, se elevan en espiral ante nosotros, silvestres y fragantes. Unos metros más allá, Mare Barrow y su familia atraviesan el jardín guiadas por sus escoltas de Montfort. Uno de sus hermanos se agacha para inspeccionar mejor las flores.
Mientras el resto de nuestro grupo disfruta de la vista de este edén, Davidson se acerca a mí; sus labios casi acarician mi oreja y resisto el impulso de partirlo en dos.
—Perdone mi atrevimiento, princesa Evangeline —murmura—, pero tiene una amante, ¿cierto? Y le prohíben casarse con ella.
Juro que les cortaré la lengua a todos. ¿No dicen que los secretos son sagrados?
—No sé de qué habla —digo entre dientes.
—¡Claro que lo sabe! Ella está casada con su hermano, como parte de un trato, ¿no es así?
Mis manos se tensan sobre un barandal de piedra; su fresca lisura no contribuye a serenarme. Clavo los dedos, las agudas y enjoyadas puntas de mis zarpas decorativas calan hondo. Davidson continúa con sus palabras en tropel, suaves, rápidas e imposibles de ignorar.
—Si todo fuera como usted quisiera, si usted no fuese una pieza negociable de una corona y ella no estuviera desposada, ¿podrían casarse? En las mejores circunstancias, ¿los Plateados de Norta accederían a su deseo?
Me vuelvo hacia él y le muestro los dientes. Está demasiado cerca; no se arredra ni retrocede. Veo las diminutas imperfecciones de su piel: arrugas, cicatrices, poros incluso. Podría sacarle los ojos con las manos si quisiera.
—El matrimonio no tiene nada que ver con el deseo —espeto—. Es sólo para los herederos.
Por razones que no comprendo, sus ojos dorados se suavizan. Veo lástima en ellos, pesar. No lo soporto.
—Así que se le niega lo que quiere a causa de lo que es. De una decisión que nunca tomó, una pieza suya que no puede ni quiere cambiar.
—Yo…
—Menosprecie a mi país lo que le plazca —veo una sombra del carácter que se empeña en ocultar—, cuestione cómo son las cosas aquí; quizá las respuestas sean de su agrado —se aparta y recobra la imagen del político, un hombre ordinario con un encanto ordinario—. Espero que disfrute nuestra cena esta noche; Carmadon, mi esposo, ha puesto mucho empeño en prepararla para ustedes.
¿Qué? Apenas puedo pestañear. ¡Desde luego que no! Oí mal. Mis mejillas se inflaman de calor, se ponen grises de la vergüenza. No negaré que el corazón dio un salto en mi pecho y una descarga de adrenalina se apoderó de mí, sólo para apagarse en un soplo. Es inútil desear imposibles.
Pero el primer ministro hace una leve inclinación.
No escuché mal ni él cometió un error.
—Ésta es otra minucia que permitimos en Montfort, princesa Evangeline.
Suelta mi brazo sin ceremonia alguna y acelera el paso para poner un poco de distancia entre nosotros. Siento que el corazón me late con fuerza. ¿Miente? ¿Lo que dijo es posible siquiera? Para mi desconcierto, las lágrimas acuden a mis ojos y mi pecho se pone rígido.
—La diplomacia nunca fue tu fuerte.
Cal me fulmina con una mirada desde mi hombro, su abuela cuchichea a unos pasos con uno de los señores Iral.
Oculto un momento el rostro bajo una cortina de cabello plateado, justo el tiempo indispensable para recuperar el control o aparentarlo. Por fortuna, él sigue ocupado en mirar a Mare, cuyos desplazamientos rastrea con una añoranza lastimera.
—¿Por qué me elegiste entonces? —respingo al fin, con la esperanza de que sienta toda mi rabia y mi dolor—. ¿Por qué te obstinas en volver reina a alguien como yo cuando no seré para ti otra cosa que una espina?
—Hacerte la tonta tampoco es tu fuerte, sabes cómo funciona esto.
—Sé que pudiste escoger entre dos caminos, Calore, y elegiste el que pasa por mí.
—Escoger —protesta—. A las mujeres les encanta esta palabra.
Pongo los ojos en blanco.
—Que al parecer desconoces, porque no haces más que culpar a todos y sólo por una decisión que tú tomaste.
—Una decisión que tuve que tomar —me mira con ojos destellantes—. ¿Acaso crees que Anabel, tu padre y el resto se habrían aliado con los Rojos, sin recibir nada a cambio? ¿Piensas que no buscaron a otro que apoyar, alguien peor? Si soy yo, al menos puedo…
Me paro frente a él, pecho contra pecho, y me enderezo preparándome para la batalla. Una vida de entrenamiento se solidifica bajo mi piel.
—¿Qué, hacer mejor las cosas? ¿Crees que cuando acaben las hostilidades te sentarás en tu nuevo trono, atizarás tus absurdas flamas y cambiarás el mundo? —lo mido de pies a cabeza con un aire de desdén—. ¡No me hagas reír, Tiberias Calore! Eres un títere igual que yo, pero tú al menos tuviste la oportunidad de cortar tus hilos.
—¿Y tú no?
—Lo haría si pudiera —creo que hablo en serio. Si Elane estuviera aquí, si hubiera un modo de que permaneciéramos…
—Cuando… cuando llegue el momento de que debamos casarnos… —se le atora la lengua, tartamudear no es digno de un Calore— trataré de facilitarte lo más posible las cosas, visitas de Estado, reuniones. Elane y tú podréis hacer lo que deseéis.
Me recorre un escalofrío.
—Siempre que cumpla mi parte del acuerdo…
Esta perspectiva nos asquea a ambos y apartamos la mirada.
—No haré nada sin tu consentimiento —susurra.
Aunque esto no me convence, hace surgir un poco de alivio en mi corazón.
—Te amputaría algo si lo intentaras.
Ríe débilmente, es más que nada una expulsión de aire.
—¡Qué horror! —sisea, con voz tan baja que quizá no se da cuenta de que lo escucho.
Respiro con dificultad.
—Puedes elegirla aún.
Estas palabras flotan en el aire y nos torturan a los dos.
No replica, se mira los pies dentro de las botas. En el jardín, Mare le da la espalda todavía y sigue a su hermana. Pese a que el cabello de ambas no es del mismo color, advierto el parecido: se mueven de la misma manera, cuidadosa, lenta, callada, como ratones. La hermana corta una flor, un capullo verde pálido de pétalos rozagantes, y la prende a su cabello. Mientras miro, el Rojo joven y larguirucho que Mare insiste en llevar consigo a todas partes hace lo mismo; la flor se ve ridícula detrás de su oreja y las hermanas Barrow se desternillan de risa. Su carcajada llega hasta nosotros, es una pulla más que otra cosa.
Son Rojas e inferiores, y son felices. ¿Cómo es posible?
—Deja de deprimirte, Calore —digo entre dientes; es un consejo para los dos—. Tú forjaste esta corona, úsala ahora, o no lo hagas jamás.