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UNO

Mare

Nos sumergimos en el silencio durante un prolongado momento.

Corvium se tiende a nuestro alrededor y, aunque está llena de personas, parece vacía.

Divide y vencerás.

Las implicaciones de este precepto son claras, las líneas muy visibles. Farley y Davidson me miran con igual intensidad y yo les devuelvo la mirada.

Supongo que Cal no tiene la menor idea de que ni la Guardia Escarlata ni Montfort le permitirán ocupar el trono que persigue. Supongo que la corona le importa más que lo que cualquier Rojo pueda pensar. Y creo que nunca debería llamarlo Cal otra vez.

Su nombre es Tiberias Calore, el rey Tiberias, Tiberias VII.

Ése es el nombre con el que nació, el que usaba cuando lo conocí.

Ladrona, me llamó entonces. El mío era ése.

¡Ojalá pudiera olvidar la última hora, retroceder en el tiempo, tambalearme y tropezar! Disfrutaría un segundo más de ese espacio curiosamente agradable donde lo único que sentía era el dolor de mis músculos cansados y huesos reparados, el vacío después de la adrenalina de la batalla, la certeza del amor y el apoyo de Cal. A pesar de mi sufrimiento, no soy capaz de odiarlo por su decisión; la cólera vendrá más tarde.

El rostro de Farley trasluce inquietud, algo raro en ella; estoy habituada a la fría determinación o la ardiente furia de Diana Farley. Reacciona a mi mirada haciendo una mueca con la boca, cubierta de cicatrices.

—Transmitiré la decisión de Cal al resto de la comandancia —rompe la callada tensión con voz suave y comedida—; únicamente a la comandancia, Ada difundirá el mensaje.

El primer ministro de Montfort baja la barbilla para indicar que está de acuerdo.

—Sospecho que los generales Cisne y Tambor ya están al corriente de estos sucesos; han seguido con atención a la reina Lerolan desde que entró en escena.

—Anabel Lerolan estuvo en la corte de Maven el tiempo suficiente, unas semanas por lo menos —declaro con voz firme y vigorosa; debo parecer fuerte pese a que no me sienta así: es una buena mentira—. Puede ser que ella tenga más información de la que yo os he dado.

—Quizás —el primer ministro sube y baja la cabeza con aire reflexivo y entrecierra los ojos mientras mira el suelo y esboza un plan; hasta un niño sabría que el camino que nos aguarda será arduo—, y ésa es la razón por la que tengo que regresar allí —añade como si se disculpara, como si temiera mortificarme cuando sólo cumple con su deber—. Hay que mantener los ojos y oídos bien abiertos, ¿eh?

—¡Ojos y oídos bien abiertos! —respondemos al unísono, para nuestra mutua sorpresa.

Mientras abandona el callejón, el sol reluce en su cabello gris y lustroso; después del combate, tuvo el cuidado de eliminar el sudor y la ceniza y reemplazar por uno limpio su uniforme manchado de sangre, para recuperar así su acostumbrado porte ordinario y sereno: sabia decisión. Los Plateados gastan demasiada energía en su aspecto, en el falso orgullo de la fuerza y el poder visibles, y nadie lo hace más que el rey Samos y su familia, quienes ahora se encuentran en la torre que se levanta sobre nosotras. Junto a Volo, Evangeline, Ptolemus y la siseante reina Viper, Davidson pasaría inadvertido, podría fundirse con las paredes si quisiera. No lo verán venir, no nos verán venir.

Trago saliva con aliento entrecortado para proseguir el hilo de mis pensamientos: Y Cal tampoco.

Tiberias, me corrijo al instante, cierro la mano y clavo las uñas en mi piel con un aguijonazo placentero. Llámalo Tiberias.

Las negras murallas de Corvium lucen pacíficas y descubiertas sin el cerco. Dejo de observar a Davidson y miro a los parapetos que rodean la sección central de la ciudad-fortaleza. La escalofriante ventisca acabó hace tiempo, la oscuridad se disipó y ahora todo parece aquí más pequeño, menos imponente. En otra época, se obligaba a los soldados Rojos a atravesar esta ciudad como si fueran ganado, la mayoría de ellos en marcha a su inevitable muerte en una trinchera; ahora son Rojos quienes patrullan las murallas, puertas y calles, y se sientan junto a reyes Plateados para hablar de la guerra. Algunos soldados cubiertos con pañoletas carmesíes deambulan por doquier con ojos ágiles como flechas y mantienen a mano sus desgastadas armas. Nadie tomará por sorpresa a la Guardia Escarlata, pese a que haya escaso motivo para que esté nerviosa, al menos por lo pronto; los ejércitos de Maven se hallan en retirada y ni siquiera Volo Samos se atrevería a intentar un ataque desde el interior de Corvium cuando necesita a la Guardia, a Montfort y a nosotros, y menos todavía cuando Cal —¡Tiberias, tonta!— ya ha pronunciado una hueca arenga a favor de la igualdad. Volo lo necesita tanto como a nosotros: su nombre, su corona y su maldita mano en ese abominable matrimonio con su infame hija.

La cara se me enciende, avergonzada por el rastro de celos que se apodera de mí. Perder a Tiberias tendría que ser la última de mis preocupaciones, no debería dolerme tanto como el riesgo de que yo caiga, seamos derrotados en la guerra y permitamos que toda nuestra lucha haya sido inútil, pero lo consigue. Lo único que puedo hacer es resistir.

¿Por qué no dije que sí?

Rechacé su ofrecimiento, lo rechacé a él. No habría podido aguantar otra traición, suya… y mía. Te amo es una promesa que ambos hicimos y rompimos. Debería significar Te elijo por encima de todo, te quiero más que a nada en el mundo, te necesitaré siempre, no podría vivir sin ti, haré cuanto sea preciso para impedir que nos separemos.

Él no lo hizo. Yo tampoco.

Yo valgo menos que su corona y él vale menos que mi causa.

Y mucho menos que mi temor a otra jaula. Consorte, dijo, y me tendió una corona imposible. Haría de mí una reina si pudiese relegar de nuevo a Evangeline. Pero ya sé cómo es el mundo a la derecha de un rey y no quiero volver a vivir de esa forma. Aun cuando Cal no es Maven, el trono es el mismo, cambia a la gente, la corrompe.

¡Qué extraño destino habría sido el de Tiberias con su corona, su reina Samos y yo! Muy a mi pesar, una parte de mí querría haber dicho que sí. Habría sido sencillo, una oportunidad para rendirme, dar marcha atrás, ganar… y disfrutar de un panorama que ni siquiera en sueños habría imaginado: darle a mi familia una vida mejor, mantenerla a salvo y estar junto a Cal, permanecer a su lado, ser una chica Roja del brazo de un rey Plateado, con poder para cambiar el mundo, matar a Maven, dormir libre de pesadillas y vivir sin temor.

Muerdo con fuerza mi labio para ahuyentar ese deseo. Es demasiado tentador y casi justifico la decisión de Tiberias; incluso separados, nos comprendemos.

Farley cambia ruidosamente de postura para llamar mi atención: suspira, se apoya en el muro de la callejuela y cruza los brazos. A diferencia de Davidson, no reemplazó su ensangrentado uniforme, que después de todo no es tan repugnante como el mío, libre como está de fango y mugre. Aunque tiene manchas de sangre plateada, se han secado y ennegrecido. Clara nació hace apenas unos meses y Farley porta con garbo el peso adicional que persiste en sus caderas. Si acaso sentía compasión, la ha sustituido por una rabia que chispea en sus ojos azules y que no dirige contra mí sino al cielo, a la torre que se eleva frente a nosotras, donde un peculiar consejo de Plateados y Rojos pretende decidir ahora nuestro destino.

—Ahí estaba él —no espera a que pregunte de quién habla—, con su cabellera plateada, ancho cuello y ridícula armadura. Respira en este mundo todavía, pese a que traspasó con una daga el corazón de Shade.

Hundo más las uñas en mi carne cuando pienso en Ptolemus Samos, el príncipe de la Fisura, el asesino de mi hermano. Al igual que Farley, siento una furia súbita y un arranque de vergüenza.

—Tienes razón.

—Y todo porque tú hiciste un trato con su hermana y cambiaste su vida por tu libertad.

—La cambié por mi venganza —admito con voz tenue—. Y sí, le di mi palabra a Evangeline.

Exhibe los dientes con indignación manifiesta.

—Le diste tu palabra a una Plateada y esa promesa vale menos que las cenizas.

—Es una promesa de todos modos.

Gruñe, se endereza y se gira hacia la torre. ¿Cuánto dominio debe ejercer sobre sí misma para no ir en este instante a sacarle los ojos a Ptolemus? Yo no la detendría si lo intentara; de hecho, acercaría una silla para ver el espectáculo.

Abro el puño y libero mi dolor. Doy un paso para acortar la distancia entre nosotras y después de un segundo de vacilación poso una mano en su brazo.

Yo hice esa promesa, Farley, no tú ni nadie más.

Esta afirmación la apacigua y su mueca de disgusto se torna en una sonrisa de complicidad. Me mira con ojos espléndidamente azules en los que se refleja la luz del sol.

—Tal vez serías mejor para la política que para la guerra, Mare Barrow.

Sonrío con incomodidad.

—Son lo mismo —una difícil lección que aprendí por fin—. ¿Crees que lograrás matarlo?

En otro tiempo, la insinuación de lo contrario le habría merecido una burla, porque ella es, como se debe, una mujer dura con una coraza más dura todavía, pero algo —quizá Shade, con certeza Clara, el vínculo que ahora compartimos— me permite ver más allá de la pétrea y segura apariencia de la general, quien titubea a la vez que la sonrisa se le desdibuja.

—No lo sé —murmura—; lo que sí sé es que no podría volver a mirarme a los ojos ni mirar a Clara si no tratara de hacerlo.

—Yo tampoco si te dejara morir en el intento —le aprieto el brazo—. ¡Por favor, no vayas a cometer una tontería!

De pronto recupera la sonrisa y parpadea.

—¿Desde cuándo soy una tonta, Mare Barrow?

Siento una punzada en las cicatrices de mi nuca, que había olvidado casi por completo. Este dolor es poca cosa en comparación con lo demás.

—¿Adónde nos llevará todo esto? —digo, con la esperanza de que recapacite, pero ella sólo sacude la cabeza.

—No puedo contestar una pregunta que tiene tantas respuestas.

—Me refiero a Shade, a Ptolemus: ¿qué ocurrirá después de que lo mates: Evangeline te matará a ti y a Clara, yo acabaré con ella y así sucesivamente, sin final a la vista? —aunque no soy ajena a la muerte, esto parece distinto, desenlaces calculados, algo propio de Maven, no de nosotras. Por más que hace ya mucho tiempo que ella puso la mira en Ptolemus, cuando yo me hacía pasar por Mareena Titanos actuábamos en nombre de la Guardia, de una causa, de algo diferente a la venganza ciega y sanguinaria.

Sus ojos se ensanchan, vehementes e insoportables.

—¿Quieres que le deje vivir?

—¡Por supuesto que no! —escupo casi—. No sé qué quiero ni lo que digo —se me atora la lengua—, pero puedo preguntar de todas formas. Sé lo que la venganza y la ira le hacen a una persona, a quienes la rodean, y no quiero que Clara crezca sin la compañía de su madre.

Aparta toscamente la mirada y oculta el rostro, aunque no tan rápido para esconder una repentina oleada de lágrimas que no alcanzan a rodar por sus mejillas. Se encoge de hombros y se aleja de mí.

Insisto, debo hacerlo, tiene que oír esto.

—Ya perdió a Shade y si le dieran a escoger entre vengar a su padre y conservar a su madre, sé lo que decidiría.

—A propósito de decisiones —suelta, sin mirarme aún—, estoy muy orgullosa de la que tomaste tú.

—No cambies de tema, Farley…

—¿Lo oíste bien, Niña Relámpago? —fuerza una sonrisa y su rostro se enrojece demasiado—. ¡He dicho que estoy orgullosa de ti! Apunta eso, atesóralo en tu memoria, porque quizá no vuelvas a escucharlo jamás.

Muy a mi pesar, lanzo una carcajada enigmática.

—¿De qué exactamente estás orgullosa?

—Antes que nada, de tu buen gusto para vestir —sacude la tierra revuelta con sangre adherida a mi hombro— y de tu carácter amable y sosegado —río de nuevo—, aunque también porque sé lo que es perder al hombre que amas —esta vez es ella quien me toma del brazo, quizá para que no escape de una conversación para la que no creo estar preparada.

Escógeme, Mare. Estas palabras se pronunciaron hace apenas una hora; es lógico que me persigan todavía.

—Lo sentí como una traición —fijo la mirada en su barbilla para no tener que mirarla a los ojos. La cicatriz en la comisura izquierda de su boca es profunda, tira de sus labios hacia un lado; es un corte limpio, obra de un estoque certero, que no tenía cuando la conocí, a la luz de una vela azul en el viejo carromato de Will Whistle.

—¿De Cal? ¡Desde luego…!

—No, no de él —la nube que en ese momento atraviesa el cielo nos cubre con sombras móviles. Por extraño que parezca, la brisa del verano es fría y me hace temblar, así que siento un deseo instintivo de Cal y su tibia presencia, porque él nunca permitió que padeciera frío. Esta idea, lo que ambos dejamos atrás, me revuelve el estómago—. Me hizo promesas —continúo—, pero yo se las hice también y las rompí. Y él tiene otras más por cumplir, que se hizo a sí mismo y a su difunto padre. Ya amaba la corona antes de que me amara a mí, lo supiera o no. Y al final cree que hace lo correcto por nosotros, por todos. ¿Cómo podría culparlo por ello?

Debo esforzarme para enfrentar la mirada inquisidora de Farley. No tiene una respuesta para mí, o no una que me complazca, al menos. Pese a que se muerde el labio para contener lo que quiere decir, el recurso no surte efecto.

Ríe e intenta ser cordial, aunque se muestra tan quisquillosa como siempre.

—No lo disculpes.

—No lo hago.

—Da la impresión de que sí —suspira con exasperación—. Por excepcional que sea, un rey no deja de ser un rey. Aun si puede ser una buena persona, eso no significa que no sea lo que es.

—Quizá también habría sido lo correcto para mí, para los Rojos. ¿Imaginas lo que una reina Roja sería capaz de hacer?

—Muy poco, Mare, si acaso algo —responde con extrema seguridad—. Cualquier cambio causado por la presencia de una corona en tu cabeza sería demasiado lento, muy limitado —baja la voz—, y fácil de anular. No perduraría; todo lo que hemos conseguido se acabaría contigo. No me lo tomes a mal, pero el mundo que queremos construir debe vivir más que nosotros.

En beneficio de quienes habrán de sucedernos.

Me traspasa con su mirada, imbuida de una concentración casi inhumana. Clara tiene los ojos de Shade, no los de ella; son dulces, no insondables. ¿Qué piezas de la pequeña terminarán por corresponder algún día a cada uno de sus padres?

La brisa sacude su cabello recién cortado, que bajo la sombra de las nubes es de un dorado oscuro. Cicatrices aparte, es joven todavía, sólo una hija más de la guerra y el desastre. Ha visto cosas peores que yo, ha hecho más de lo que yo haré nunca; también se ha sacrificado y sufrido más. Su madre, su hermana, mi hermano y su amor; lo que de niña soñó ser: todo eso se ha evaporado. Si es capaz de continuar y mantener viva su fe en lo que perseguimos, yo puedo hacerlo de igual forma. Por más que choquemos, confío en ella, y sus palabras son un consuelo extraño pero necesario; en mi mente he discutido tanto conmigo misma que ya estoy fastidiada.

—Es cierto —algo se libera en mi interior y permite que el estrafalario sueño del ofrecimiento de Cal se hunda en las tinieblas para no regresar nunca.

No seré jamás una reina Roja.

Me aprieta el hombro y esto casi duele. A pesar de los sanadores, sufro toda clase de malestares y la mano de ella es demasiado vigorosa aún.

—Además —agrega—, no serías tú quien ocupase el trono. La reina Lerolan y el rey de la Fisura aseguraron sin ambages que será la chica Samos quien lo haga.

Esta idea me hace resoplar. Evangeline Samos dejó ver tan claramente sus intenciones en la sala del consejo que me sorprende que Farley no lo haya notado.

—No si ella puede evitarlo.

—¿De qué hablas? —abre mucho los ojos y alzo los hombros.

—Viste lo que hizo ahí, la forma en que te provocó —el recuerdo es todavía tan fresco que sigue vivo en mi memoria: frente a todos, Evangeline llamó a su lado a una ayudante Roja, rompió una copa y obligó a la pobre doncella a recogerla por mero capricho, para encolerizar a todas las personas de sangre roja presentes en la sala. No es difícil comprender sus motivos y lo que esperaba conseguir—. No quiere participar en esa alianza si eso significa que debe casarse con… Tiberias.

Por una vez, todo indica que la tomé desprevenida; parpadea perpleja, aunque también intrigada.

—Como sea, ella está de vuelta en el punto de partida. Pensé… no pretendo entender la conducta Plateada, pero…

—Evangeline es ahora una princesa por derecho propio y con todo lo que quiso siempre; no creo que desee volver a pertenecerle a nadie y eso es lo que su compromiso matrimonial representó en todo momento para ella… y para él —añado con pesadumbre—: una alianza en busca de poder. Ahora ya lo tiene —tengo un hilo de voz— o no lo quiere más.

Recuerdo el periodo que pasé con ella en el Palacio del Fuego Blanco. Para Evangeline fue un alivio que Maven se casara con Iris Cygnet, y no sólo porque él era un monstruo sino también porque, pienso… ella quiere a otra persona más que a sí misma o que la corona de Maven.

Elane Haven. Después de que esta Casa se rebeló en su contra, el monarca llamó a Elane la golfa de Evangeline. Pese a que no vi a Elane en el consejo, buena parte de su familia respalda a la de Samos, es su aliada. Y todos los Haven son sombras, capaces de desaparecer a voluntad. Es probable que Elane haya estado ahí todo el tiempo sin que yo lo supiese.

—¿Crees que ella intentaría trastornar la obra de su padre si pudiera? —parece un gato que acabara de atrapar un rollizo ratón—. ¿Si alguien… le ayudara?

El amor no bastó para que Cal rechazara la corona, ¿bastará para que Evangeline lo haga?

Algo me dice que sí: todas sus estratagemas, su resistencia silenciosa, su propensión a estar siempre en el filo de la navaja.

—Quizás —esta palabra adquiere nuevo peso y significado para nosotras—. Tiene motivaciones propias. Y creo que eso nos brinda una ligera ventaja.

Esboza una sonrisa de labios torcidos. A pesar de todo lo que sé, siento de súbito que la esperanza renace en mí. En el instante en que ella me golpea el brazo, su sonrisa es de una franqueza absoluta.

—Bueno, Barrow, toma nota de nuevo: estoy muy orgullosa de ti.

—Tiendo a ser útil de vez en cuando.

Lanza una carcajada, da un par de pasos y me hace señas para que la siga. Parecería que la avenida en la que desemboca el callejón nos llamara, con losas fulgurantes sobre las que se derriten los últimos rastros de la nieve. No quiero alejarme de este oscuro y seguro rincón; el mundo más allá de este espacio reducido es demasiado grande aún. El corazón de Corvium se alza sobre nosotras, con la torre principal al centro. Respiro de manera entrecortada y me obligo a moverme; el primer paso resulta difícil, el segundo también.

—No tienes que volver por obligación —susurra Farley cuando se coloca a mi lado y mira hacia la torre—. Te pondré al tanto de cómo acaba todo. Davidson y yo podemos hacernos cargo.

A pesar de que no sé si podré soportar el retorno a la sala del consejo, y guardar silencio mientras Tiberias me lanza a la cara lo que hemos logrado, debo hacerlo: percibo cosas que los demás no pueden, sé cosas que otros ignoran. Tengo que volver, debo hacerlo por la causa.

Y por él.

No puedo negar cuánto anhelo regresar por él.

—Deseo tener la misma información que tú —murmuro—, conocer todos los planes de Davidson. No volveré a entrar a ciegas en ningún proyecto.

Lo aprueba muy rápido, quizá demasiado.

—¡Por supuesto!

—Cuenta conmigo para lo que gustes, pero con una condición.

—¿Cuál?

Aflojo el paso y ella lo hace conmigo.

—Que él no termine muerto —ladea la cabeza como un perro confundido—. Destruye su corona, haz pedazos su trono, destroza su monarquía —la miro con toda la fuerza de que soy capaz y el relámpago reacciona en mi sangre con fervor, suplica que lo libere—, pero no lo mates.

Toma aire con un siseo y se yergue cuan larga es. Se diría que puede ver a través de mí y llegar hasta mi imperfecto corazón. No cedo; me he ganado ese derecho.

Le tiembla la voz.

—Aunque no puedo prometértelo, lo intentaré; no te quepa la menor duda de ello, Mare.

Al menos no me miente.

Siento como si me hubiesen cortado en dos, como si quisiera avanzar en direcciones distintas. Una pregunta obvia flota en mi mente, otra decisión que quizá deba tomar. ¿Qué es más importante para mí: la vida de Tiberias o nuestra victoria? Ignoro qué lado elegiría si me viera en esa disyuntiva, a qué bando traicionaría. Saberlo me hiere en el alma y sufro hasta donde nadie más puede llegar.

Supongo que esto fue lo que el vidente sugirió. Jon hablaba muy poco pero todo lo que dijo tenía un sentido calculado. Pese a que me resisto, sospecho que no tengo otra opción que la de aceptar el destino que él predijo.

Levantarse.

Y hacerlo sola.

Las losas ruedan bajo cada uno de mis pasos. La brisa sopla de nuevo, esta vez desde el oeste, y trae consigo el inconfundible aroma de la sangre. Reprimo las náuseas al tiempo que todo vuelve en tropel: el cerco, los cadáveres, la sangre de ambos colores, mi muñeca rota cuando intenté zafarme de la mano del caimán; cuellos rotos, pechos destrozados, la carne al volar en pedazos, órganos refulgentes y huesos astillados. En la batalla fue fácil distanciarse de ese horror, indispensable incluso; el miedo me habría costado la vida. Ahora no lo es ya; mi pulso se triplica y un sudor frío me cubre el cuerpo. A pesar de que sobrevivimos y vencimos, el terror de la derrota abrió en mi interior abismos muy profundos.

Los siento aún. Los nervios, los senderos eléctricos que mi relámpago trazó en cada persona a la que maté. Como finas y brillantes ramificaciones, cada uno de ellos era diferente, pero igual a los otros. Maté a demasiadas personas para contarlas, con uniformes rojos y azules, de Norta y lacustres por igual, Plateados todos ellos.

O por lo menos eso espero.

El temor de que no haya sido así me golpea como un puñetazo en el vientre. Maven ha utilizado antes a los Rojos como carne de cañón o escudos humanos. Ni siquiera pensé en ello, ninguno de nosotros lo hizo o quizá no le importó: Davidson, Cal, aun Farley si en algún momento creyó que el resultado era más importante que el precio.

—¡Hey! —ella toma mi muñeca y doy un traspiés debido a su tacto, a la sensación de que sus dedos me rodean como un grillete. Me desprendo con un gesto enérgico y emito un gruñido; la vergüenza de que todavía reaccione de este modo me hace enrojecer.

Farley retrocede, sube las palmas y abre bien los ojos, aunque sin temer ni juzgar y sin pizca alguna de lástima. ¿Es comprensión lo que veo en ella?

—Lo siento —dice al instante—. Olvidé la excesiva sensibilidad de tus muñecas.

Agito un tanto la cabeza y meto las manos en los bolsillos para esconder las chispas púrpuras que crepitan en las puntas de mis dedos.

—Está bien. Aún no ha transcurrido…

—Lo sé, Mare; ocurre cuando nos relajamos. El cuerpo vuelve a procesar más cosas, en ocasiones demasiadas, y eso no es motivo de bochorno —inclina la cabeza en dirección opuesta a la torre—, como tampoco que te tomes algo de tiempo. El cuartel está…

—¿Hubo Rojos ahí? —señalo como una autómata hacia el campo de batalla y las derruidas murallas de Corvium—. ¿Maven y los lacustres enviaron soldados Rojos junto con el resto?

Pestañea, presa de la desazón.

—No que yo sepa —responde al fin y oigo zozobra en su voz. Lo mismo que yo, no lo sabe, no quiere saberlo; no lo soportaría.

Giro sobre mis talones y por una vez la fuerzo a seguirme. El silencio se impone de nuevo, rebosante de ferocidad y vergüenza en igual medida. Me sumerjo en él para torturarme, para recordar esa congoja y repugnancia. Vendrán más batallas; morirán más personas, sea cual sea el color de su sangre: así es la guerra, así es la revolución. Y otros quedarán atrapados en el fuego cruzado. Olvidar es condenarlos otra vez, y a quienes están por venir.

Mientras subimos la escalera de la torre mantengo las manos en los bolsillos. Un arete hiende mi piel y siento la tibia piedra roja contra la carne. Debería arrojarla por una ventana; si hay algo que tengo que olvidar es a él.

Pese a todo, el arete permanece.

Entramos juntas a la sala del consejo. Los bordes de mi visión se desdibujan e intento situarme en un lugar que ya conozco, observar y memorizar, buscar grietas en lo que se dice y descubrir secretos y mentiras en lo que se deja sin decir. Es una meta y una distracción. Comprendo la causa de que haya sentido tanto interés de regresar aquí cuando tenía todo el derecho a salir corriendo.

La razón no es que esto sea importante ni que yo sirva de algo, sino que soy egoísta, débil y asustadiza. No puedo estar sola, no todavía.

Así que ocupo una silla, escucho y miro.

Y en todo momento siento sus ojos sobre mí.

Tormenta de guerra

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