Читать книгу Tormenta de guerra - Victoria Aveyard - Страница 7
ОглавлениеTRES
Mare
Mi carcajada resuena en las murallas orientales y sobre los campos oscuros. Desternillada de risa, me apoyo en el liso parapeto y jadeo. No puedo controlarme, presa como soy de una carcajada de verdad, de las que salen de la boca del estómago. Su sonido es hueco, discordante e indeterminado en virtud del desuso. Mis cicatrices se dejan sentir, me producen escozor en el cuello y la espalda, pero no puedo evitarlo. Sigo hasta que las costillas me duelen y tengo que sentarme, apoyada contra la piedra fría. La risa no cesa y a pesar de que aprieto los labios, nuevos gorjeos escapan de mi boca.
Los únicos que pueden oírme son los vigilantes de las patrullas y dudo que les importe que una joven ría sola en las tinieblas. Me he ganado el derecho a reír, llorar o gritar cuanto quiera. Y aun cuando reducidas partes de mí querrían hacer esas tres cosas, la risa se impone.
Parezco una loca y podría estarlo. Es indudable que tengo un pretexto, después de los acontecimientos más recientes. El retiro de cadáveres continúa en las afueras de Corvium; Cal prefirió su corona a todo aquello por lo que luchamos juntos. Ambas son heridas muy frescas todavía, que ningún sanador podría curar y que debo ignorar si no quiero perder la razón. Todo lo que puedo hacer es cubrir mi rostro con las manos, apretar los dientes y vencer esta risa estúpida e infernal.
Es una completa locura.
Evangeline, Cal y yo viajaremos juntos a Montfort. ¡Qué buena broma!
Así lo dije en el mensaje que le envié a Kilorn, quien aún se encuentra a buen resguardo en las Tierras Bajas. Él quiso que lo mantuviera al tanto de todo lo que pudiese. Tras convencerlo de que se quedara allá, es justo que lo mantenga informado y por supuesto que deseo hacerlo: quiero que alguien ría conmigo y maldiga lo que nos aguarda.
Apoyo la cabeza en la mampostería y río de nuevo, sin razón aparente. Apenas veo las estrellas, atenuadas por los faroles de Corvium y la luna en ascenso. Daría la impresión de que nos miran, que observan a la ciudad-fortaleza. ¿Los dioses de Iris Cygnet ríen conmigo? Digo, si existen siquiera.
¿Jon ríe también?
Su recuerdo me hiela la sangre y elimina todo resto de risa maniática en mí. Ese espantoso profeta nuevasangre se refugió en algún sitio tan pronto como escapó de nosotros. ¿Para hacer qué? ¿Para sentarse en la cumbre de una colina y mirar? ¿Para ver con sus ojos carmesí cómo nos matamos? ¿Acaso puede jugar con nosotros, complacerse colocándonos en su tablero y depararnos el futuro que se le antoje? Yo lo buscaría si hallarlo fuera remotamente posible; lo obligaría a que nos protegiera de un destino letal. Pero es absurdo; sabrá que lo persigo. Lo encontraremos sólo si él desea que lo hagamos.
Paso con exasperación los dedos por mi rostro, los hundo en mi cabellera y mis uñas se arrastran por mi piel. Esta aguda sensación me devuelve poco a poco a la realidad, lo mismo que el frío. La piedra bajo mi cuerpo pierde calor a medida que la noche avanza. La fina tela de mi uniforme hace poco por evitar que tiemble, y los sólidos y afilados bordes del muro no son muy confortables que digamos, a pesar de lo cual no me muevo.
Hacerlo significaría irme a acostar… y bajar con los demás al cuartel. Aun si pusiera mi peor cara y corriese, tendría que enfrentar a Rojos y nuevasangres, y a Plateados también, a Julian desde luego. Lo imagino a mi espera junto a mi catre, listo para propinarme otro sermón. Ignoro qué podrá decirme.
Tomará partido por Cal en definitiva, cuando quede claro que no le permitiremos conservar su trono. Los Plateados se precian de la lealtad a su sangre, y Julian de la que le profesa a su difunta hermana. Cal es lo último que queda de ella. Él no le volverá la espalda, pese a toda su palabrería sobre la revolución y la historia. No dejará solo a Cal.
Tiberias. Llámalo Tiberias.
Duele incluso recordar su nombre, el verdadero, su futuro: Tiberias Calore VII, rey de Norta, Flama del Norte. Lo veo sentado en el trono de su hermano, a salvo en una jaula de piedra silente. ¿O rescatará el averno de cristal de diamante que usaba su padre, para suprimir hasta el último indicio de Maven y borrarlo de la historia? Reconstruirá el palacio de su progenitor y el reino de Norta volverá a ser lo que fue. Con excepción del rey Samos de la Fisura, todo será de nuevo como lo era el día en que yo aparecí en escena.
Y cuanto ha ocurrido desde entonces habrá sido en vano.
Me niego a permitir que eso suceda.
Y con suerte, no estoy sola en este empeño.
La luna brilla en la piedra oscura y hasta los dorados matices de cada torre y parapeto emiten un fulgor de plata. A mis pies ondulan las patrullas de vigías ataviados con uniformes rojos y verdes, de la Guardia Escarlata y Montfort. Sus iguales, Plateados con los pigmentos de sus Casas, son menos frecuentes y se desplazan en grupos: amarillos los Laris, negros los Haven, rojos y azules los Iral, rojos y naranjas los Lerolan. Ninguno de esos colores es de la Casa de Samos, la cual posee ahora la categoría de familia real gracias a la ambición y sentido de la oportunidad de Volo. No es necesario que sus integrantes pierdan el tiempo en algo tan pedestre como las rondas nocturnas.
Me pregunto qué pensará Maven de esto. Se obsesionó tanto con Tiberias que puedo imaginar el peso de otro rey rival como Volo. Todo giraba alrededor de su hermano pese a que él tenía cuanto quería: la corona, el trono, a mí. Pero sentía aún esa sombra, por obra de Elara. Ella lo retorció como quiso, puso y quitó por igual. La obstinación de Maven avivó su ansia de poder y permitió la de su madre. ¿Esto se aplicará al rey Volo, o los deseos más oscuros y peligrosos de Maven se restringen a matar a Tiberias y conservarme a mí?
El tiempo lo dirá. Cuando él ataque otra vez, y lo hará, voy a saberlo.
Confío en que estemos preparados para eso.
Las tropas de Davidson, la Guardia y nuestra sagaz infiltración serán suficientes. Tendrán que serlo.
Aunque esto no significa que yo no pueda tomar precauciones.
—¿Para cuándo está prevista nuestra marcha?
A pesar de que implicó cierta dosis de temida interacción social, logré llegar a las dependencias de Davidson a fuerza de preguntas. Él está a cargo de grandes oficinas en el sector administrativo, una gran habitación hoy repleta de peces gordos de Montfort y la Guardia, aunque Farley no se encuentra aquí. A los oficiales les tiene sin cuidado mi llegada y ceden el paso a quien llaman todavía Niña Relámpago. La mayoría se ocupa de guardar carpetas, diagramas y documentos, principalmente; nada que incumba a nadie aquí, sino información destinada a la voracidad de personas más listas que yo y dejada quizá por los oficiales Plateados que emplearon antes este lugar.
Ada, una de las nuevasangre que recluté, se desenvuelve en el eje mismo de esta actividad. Pasa revista a cada trozo de papel antes de que otro lo guarde y todo lo retiene con su capacidad de memorizar a la perfeccción. Atraigo su atención al acercarme y ambas inclinamos la cabeza. Cuando partamos a Montfort, ella será remitida a la comandancia, por órdenes de Farley; supongo que no la veré de nuevo en mucho tiempo.
Davidson se da la vuelta desde su escritorio vacío. Las comisuras de sus ojos angulosos se arrugan como única indicación de una sonrisa. Pese a la deslumbrante y despiadada luz de la oficina, se ve apuesto como siempre, distinguido, intimidante, un rey a quien sólo le falta el título. En cuanto agita la mano para saludarme, trago saliva y recuerdo su aspecto derrengado, sanguinolento y asustado en el cerco, si bien decidido como el de los demás. Esto me tranquiliza un poco.
—Hizo un buen papel allá, Barrow —apunta con la cabeza a la torre central.
Pestañeo y suelto un resoplido.
—Quizá porque mantuve cerrada la boca. Alguien ríe en la ventana. Cuando me vuelvo, veo que Tyton está apoyado en el cristal, con los brazos cruzados y su usual mechón de cabello blanco sobre un ojo. Lleva también un uniforme limpio verde olivo, aunque algo corto de las muñecas y las piernas. Ningún distintivo de relámpago lo identifica como lo que es: un electricón, como yo, y eso se debe a que tal uniforme no es el suyo. La última vez que lo vi estaba bañado en sangre plateada de pies a cabeza. Pasa los dedos sobre su brazo, como las armas que son.
—¿Eso es posible? —pregunta con voz grave y no me mira.
Davidson me contempla y sacude el cabello.
—No, me gustó que dijera que vendría a casa conmigo.
—Repito que tengo curiosidad de…
Levanta la mano para detenerme en seco.
—No le creo; en mi opinión, Lord Jacos es el único aquí que hace todo por curiosidad. —Es cierto—. ¿Qué es lo que en realidad desea de Montfort?
En la ventana, los ojos de Tyton destellan bajo la luz cuando por fin se digna a mirarme.
Alzo la frente.
—Lo que usted prometió.
—¿Reinstalación? —por una vez se muestra realmente asombrado—. ¿Usted quiere…?
—Quiero poner a salvo a mi familia —digo sin titubear y pongo en mi porte algo de lo que recuerdo de una Plateada ya desaparecida y sus reglas de etiqueta: Espalda recta, hombros en alto, contacto visual—. Estamos en guerra —añado—: Norta, las Tierras Bajas, la comarca de los Lagos y su República también. No hay sitio seguro en ninguna parte, pero ustedes son los que están más lejos y parecen los más fuertes, o por lo menos los mejor defendidos. Juzgo conveniente que yo misma lleve a mi familia allá, antes de regresar para poner fin a lo que personas más aptas que yo comenzaron.
—Ese ofrecimiento iba dirigido a los nuevasangre, señorita Barrow —dice en voz baja, casi ahogada por el bullicio que nos rodea.
Aunque el temor me invade, me muestro inexpresiva.
—No lo creo, señor.
Adopta su insulsa sonrisa de siempre, la máscara detrás de la que se esconde.
—¿Me cree tan cruel? —Es una broma extraña pero él es todo menos un hombre común y corriente; exhibe por un instante su dentadura uniforme—. ¡Desde luego que sus familiares serán bienvenidos! A Montfort le enorgullecerá tenerlos como ciudadanos. ¿Puedes venir un momento, Ibarem? —llama a alguien por encima de mi hombro.
Un sujeto irrumpe desde uno de los recintos contiguos y soy presa de un sobresalto: es el vivo retrato de Rash y Tahir, los gemelos nuevasangre. Si no supiera que Tahir se encuentra aún en las Tierras Bajas y Rash se ha infiltrado en Arcón, para transmitir en ambos casos información útil a la causa, lo habría confundido con cualquiera de ellos. Son trillizos, reparo en el acto, y esto me produce un mal sabor de boca; no me gustan las sorpresas.
Al igual que sus hermanos, Ibarem es de piel morena y cabello negro, y ostenta una barba muy cuidada. Distingo en su mentón una cicatriz, una línea blanca de piel en relieve. También él está señalado; un señor Plateado lo marcó hace mucho para diferenciarlo de sus hermanos.
—Encantada de conocerlo —entrecierro los ojos en dirección a Davidson, quien percibe mi malestar.
—¡Ah, sí! Es el hermano de Rash y Tahir.
—¡Nunca lo habría imaginado! —digo con tono irónico.
Ibarem tuerce la boca hasta darle la forma de una tímida sonrisa mientras me saluda con una inclinación de cabeza.
—Me da mucho gusto conocerla al fin, señorita Barrow —y añade expectante—: ¿Qué necesita, señor?
Davidson lo mira.
—Comunícate con Tahir para que le informe a la familia Barrow que su hija pasará a recogerla el día de mañana, con objeto de que se le reinstale en Montfort.
—Sí, señor —contesta aquél y nubla los ojos en tanto el mensaje viaja desde su cerebro al de su hermano, lo que le toma un segundo apenas, pese a los cientos de kilómetros que los separan, y entonces baja la cabeza de nuevo—. ¡Listo, señor! Señorita Barrow: Tahir le envía felicitaciones y un saludo de bienvenida.
Espero que mis padres acepten esta propuesta, y no es porque piense que vayan a rechazarla de plano. Gisa tenía deseos de ir a Montfort y mamá la apoyará; Bree y Tramy seguirán a mamá. Ignoro, en cambio, cómo reaccionará papá; dudo que acepte la oferta si se entera de que no me quedaré con ellos. Accede, por favor; permíteme hacer esto por ti.
—Dele las gracias de mi parte —murmuro, aún desconcertada.
—¡Listo! —repite—. Tahir insiste en que será muy bienvenida.
—¡Gracias a ambos! —lo corta Davidson y por una buena razón: estos hermanos son capaces de comunicarse con una celeridad enloquecedora, lo que se agrava cuando sus entrelazados cerebros están cerca uno de otro. Ibarem comprende la insinuación de retirarse y arrastra los pies hacia el sitio donde debe continuar sus tareas.
—¿Hay algo más sobre estos hermanos que quiera usted decirme? —inquiero entre dientes.
El primer ministro se toma con calma mi enfado.
—No, aunque me gustaría disponer de más personas como ellos —suspira—. Son un caso curioso. Lo normal es que los ardientes tengan sus contrapartes Plateadas, pero fuera de nuestra sangre jamás he visto a nadie como los trillizos.
—Todo indica que su cerebro es diferente —balbucea Tyton y lo miro estupefacta.
—La forma en que lo dices es muy inquietante —se limita a subir los hombros y yo me vuelvo hacia Davidson, mortificado todavía pese a que no puede ignorar el gran obsequio que acaba de hacerme—. Le doy las gracias por este gesto. Aunque desde la alta posición que ocupa quizá no parezca gran cosa, significa mucho para mí.
—Lo sé —replica— y espero que también signifique algo para otras familias en cuanto podamos brindarles alojamiento. Mi gobierno debate ahora cómo enfrentar lo que se ha convertido muy pronto en una crisis de refugiados, así como la mejor forma de movilizar a los Rojos y nuevasangres ya desplazados. Sin embargo, en el caso de usted es posible hacer excepciones, a causa de lo que ha hecho y de lo que hace todavía.
—¿Qué he hecho en realidad? —pregunto antes de poder impedirlo y siento que una oleada de calor se extiende por mis mejillas.
—Ha abierto grietas en lo impenetrable —afirma como si fuera demasiado obvio—, ha mellado la armadura. Destapó la cloaca proverbial, señorita Barrow, y a nosotros nos toca terminar de romperla —su genuina, amplia y blanca sonrisa evoca la figura de un gato—. Además, no es poca cosa que, gracias a usted, un aspirante al trono de Norta esté a punto de visitar nuestra República.
Este comentario me conmueve. ¿Es una amenaza? Me inclino de inmediato sobre su escritorio, apoyo las palmas en el tablero y lo conmino con voz baja y amonestadora:
—Deme su palabra de que no se le hará daño.
—La tiene —contesta sin vacilar y con un tono idéntico al mío—. No le tocaré un solo pelo, ni a nadie más, mientras él se halle en mi país, se lo prometo con firmeza; no opero de esa manera.
—Está bien —le digo—; porque sería una idiotez mayúscula eliminar la barrera entre nuestra alianza y Maven Calore, y usted no es ningún idiota, ¿verdad, señor?
Ensancha su sonrisa de gato y asiente.
—¿Acaso no es bueno que el joven príncipe conozca algo distinto —levanta una estilizada ceja gris—, un país sin rey?
Que vea que tal cosa es posible, que la corona y el trono no son una obligación para él. Nada lo fuerza a ser rey o príncipe si no quiere serlo.
Pero me temo que lo desea.
—Sí —es lo único que atino a responder… y a esperar. Después de todo, ¿no conocí a Tiberias en una oscura taberna en la que ocultaba su identidad para poder ver el mundo tal como es, aquello que debía cambiar?
Davidson se recuesta en su asiento para poner fin a nuestra conversación y yo hago lo mismo.
—Dé por concedida su petición —dice—. Y considérese afortunada de que debamos pasar primero por las Tierras Bajas, porque de lo contrario quizá no estaría tan dispuesto a salvar a una tonelada de miembros de la familia Barrow.
Casi me guiña un ojo.
Casi le sonrío.
A medio camino del cuartel me doy cuenta de que alguien me sigue por la ciudad-fortaleza con pasos ágiles y rítmicos a lo largo de una calle sinuosa. Las luces fluorescentes proyectan dos sombras; me tenso de intranquilidad, no de miedo. Corvium hierve de soldados de la coalición y si alguno es tan tonto para querer perjudicarme, ¡que se atreva a intentarlo! Puedo protegerme sola. Las chispas que se esparcen bajo mi piel son fáciles de desplegarse y están listas para ser soltadas.
Giro sobre mis talones con la intención de tomar desprevenida a esa persona, sea quien fuere; no lo consigo.
Evangeline se detiene resuelta y expectante, cruza los brazos y alza unas cejas oscuras y perfectas. Viste todavía su opulenta armadura, más propia de una corte que de un campo de batalla, aunque no porta corona alguna. Tiempo atrás dedicaba sus horas libres a diseñar tiaras y diademas del metal que tuviese a mano, pero ahora, cuando goza de todo el derecho a portar una de ellas, luce una frente descubierta.
—Te seguí por dos sectores de la ciudad, Barrow —echa atrás la cabeza—. ¿No decías que en otro tiempo fuiste una ladrona?
Mi incontenible risa de antes amaga con volver y no puedo menos que sonreír y resoplar. Reconozco su mordacidad y en este momento todo lo conocido es reconfortante.
—Nunca cambies, Evangeline.
Su sonrisa centellea, rápida como una navaja.
—¡Por supuesto que no! ¿Tiene sentido alterar algo que ya es perfecto?
—No permita entonces que la prive de su perfecta vida, su alteza —me hago a un lado, burlona aún, para cederle el paso y delatar su embuste. No me buscó para que intercambiemos insultos; su conducta en la sala del consejo reveló con claridad sus motivos.
Parte de su osadía se esfuma cuando pestañea.
—Mare —indica, un poco más dulce, se diría que suplicante, aunque su orgullo no le permitirá rogar. ¡Ese maldito temple Plateado! No sabe doblegarse; nadie se lo enseñó y nadie le permitiría intentarlo.
Pese a todo lo ocurrido entre nosotras, una pizca de piedad traspasa mi corazón. Evangeline fue educada en la corte Plateada, nació para conspirar y escalar, fue hecha para combatir con la misma ferocidad con que resguarda su mente. Sin embargo, su máscara dista de ser ideal, sobre todo en comparación con la de Maven. Después de que dediqué meses enteros a descifrar las sombras en los ojos del monarca, los pensamientos que se reflejan en los de ella son para mí tan claros como el día: irradian dolor, añoranza. Ella semeja un depredador enjaulado sin posibilidad alguna de escapar. Una parte de mí quisiera dejarla atrapada, que conozca el tipo de vida que ansiaba antes, pero me gusta pensar que no soy tan mala… ni tan tonta. Evangeline Samos sería una aliada muy poderosa, así que me arriesgaré a comprar su lealtad con lo que necesita.
—Si buscas compasión, sigue tu camino —susurro y hago nuevas señas hacia la calle vacía. Aunque es una amenaza inútil, ella se crispa y sus ojos, de suyo negros, se ensombrecen. La puya surte efecto: hace que se sienta acorralada y la obliga a hablar.
—No quiero tu lástima —los bordes de su armadura se afilan con su cólera—. Y sé que no la merezco.
—¡Por supuesto que no! —resoplo—. ¿Entonces quieres ayuda, un pretexto para no ir a Montfort con el resto de nuestro selecto grupo?
Su rostro se tuerce en otra sonrisa cáustica.
—Me refiero a un trueque. No soy tan idiota para deberte un favor.
Fijo mis ojos en ella, con mi semblante tranquilo. Adopto un poco de la serena e insondable inexpresividad de Davidson.
—Pensé que era probable que lo fueses.
—Es bueno saber que no eres tan dura de entendimiento como la gente cree.
—¿De qué se trata? —la apresuro; mañana saldremos rumbo a las Tierras Bajas y Montfort, no podemos darnos el lujo de jugar con las puyas de costumbre—. ¿Qué quieres?
Se le traba la lengua y arrastra los dientes sobre sus labios, de los que desprende un poco de tinte púrpura. Bajo el inexorable alumbrado de Corvium, su maquillaje parece demasiado estridente, como pintura de guerra; supongo que lo es. Las sombras violáceas debajo de sus pómulos, con las que pretendió afilar sus facciones, lucen horribles en la oscuridad. Incluso el rutilante polvo blanco que cubre su piel y alisa su cutis de claro de luna padece defectos, rastros de lágrimas. Por más que intentó cubrirlos, la evidencia continúa ahí: la desigualdad del color, un toque de rímel que dejó huella. Los muros de belleza y magnificencia letal de Evangeline tienen grietas muy profundas.
—Es fácil saberlo, ¿no? —contesto mi propia pregunta y doy un paso hacia ella, que casi retrocede—. El tiempo que invertiste en tus maquinaciones ha dado fruto; tienes a Tiberias: la tercera oportunidad de casarte con un rey Calore, ser reina de Norta y alcanzar todo aquello que perseguiste siempre —el cuello se le infla, quizá porque se traga una respuesta brusca; ninguna de las dos tiene mucha práctica en ser cortés con la otra—. Y ahora necesitas una salida —murmuro—, no quieres ser aquello para lo que naciste. ¿A qué se debe esta revelación repentina, que quieras descartar justo lo que antes tanto deseabas?
Su moderación se hace añicos.
—No tengo que explicarte mis razones.
—Tu razón es pelirroja y responde al nombre de Elane Haven.
Se paraliza, cierra los puños y las escamas de su armadura se tensan en respuesta a sus súbitas emociones.
—¡No la menciones! —espeta y revela su debilidad, la fácil palanca que podemos utilizar.
Acorta la distancia entre nosotras. Es varios centímetros más alta que yo y aprovecha su ligera ventaja: con las manos en la cadera y sus ojos brillantes, se yergue contra las luces de la ciudad hasta dejarme por completo bajo su sombra.
Parpadeo e inclino la cabeza.
—¿Así que quieres volver a su lado y crees que puedo impedir que Tiberias se case contigo?
—No te des aires —entorna los ojos—. Pese a que eres una buena distracción para los reyes Calore, no me hago ilusiones de que Cal romperá nuestro compromiso. Maven podría haberlo hecho; ciertamente, influiste en su decisión de dejarme de lado.
—¡Como si en verdad hubieras querido casarte con él! —vi en la corte más de lo que ella sabe: su familia sacó extraordinario provecho del desaire monumental, el reino de la Fisura se planeó mucho antes de que yo empujara a Maven en cualquier dirección.
Se encoge de hombros.
—Jamás habría sido su reina después de la muerte de Elara, de que tú la mataste —se corrige al instante—. Ella podía sujetar su correa, tenerlo bajo control; no creo que nadie pueda hacerlo ahora, ni siquiera tú.
Asiento. Nada controla a Maven Calore.
¡Y vaya que lo intenté! El recuerdo de mis tentativas de manipular al rey niño y explotar su debilidad por mí me provoca náuseas. Maven cambió más tarde la Casa de Samos por la paz, la comarca de los Lagos y una princesa tan mortífera y quizás el doble de astuta que Evangeline. Me pregunto si encontró un digno rival en Iris Cygnet, la ninfa callada y calculadora.
Trato de imaginarlo ahora en su huida a la comarca de los Lagos, con el blanco rostro por encima de un uniforme rojo y negro, y ojos azules que chispean con una furia contenida; en retirada hacia un reino extraño y una corte desconocida, sin la protección de su roca silente, sin nada que presumir que no sea el cadáver del monarca de los Lagos. Saber que fracasó de modo tan espectacular me consuela un poco. Tal vez la reina lacustre lo matará en el acto, en represalia por la muerte de su esposo en el cerco.
Yo no fui capaz de ahogar a Maven cuando tuve la oportunidad de hacerlo. Puede ser que ella lo haga.
—Tampoco podrías ordenarle a Cal que cumpla mi deseo —hurga en la herida—. No me relegará por ti si está en juego la corona. Lo siento, Barrow; no es de los que abdican.
—Sé cómo es —siento su pinchazo tan fuerte como ella sintió el mío. Si mi vida continúa de esta manera y todo lo que hago lastima mi herida, no tendrá tiempo para curarse.
—Él ya tomó una decisión —me castiga y se explica—. Cuando recupere Norta, y lo hará, me casaré con él. Afianzaré una alianza, aseguraré la supervivencia de la Fisura; preservaré el legado de Volo Samos y sus reyes de acero —mira más allá de mí, al fondo de la calle oscura, donde una patrulla de vigilantes cruza la avenida aledaña, con voz tan baja y monocorde como sus pasos. Son de la Guardia Escarlata, a juzgar por sus uniformes de color ocre, en su mayoría Rojos del ejército de Norta, sin sus insignias. Dudo que ella lo note; tiene nublados los ojos, piensa en algo distante, que no le gusta si me atengo a como tensa su mandíbula.
—¿Y si no te casas con él? —la espoleo y vuelve a la realidad.
A pesar de que la pregunta es obvia, ella palidece, pasmada por la sugerencia. Sus ojos se ensanchan y el susto la deja boquiabierta.
—¡Eso es imposible! —exclama con sorna—. No hay forma de impedirlo. Equivaldría a que yo huyera a Tiraxes, Ciron o cualquier otro rincón que mi padre no pueda invadir —ríe con sorna—, pero ni siquiera eso daría resultado. Me encontrará donde vaya, me arrastrará de vuelta y me usará de acuerdo con lo previsto. El único curso de acción que veo, mi única opción, es muy simple.
Desde luego, Evangeline.
Nuestros objetivos son iguales, nuestras motivaciones diferentes. Dejo que suelte justo lo que quiero oír; todo será más fácil si cree que fue idea suya.
—No habrá matrimonio si Cal fracasa —me atraviesa con la mirada, fuerza las palabras: son una traición a su casa y colores, su padre y su sangre, y la hieren en lo más vivo—. Si Cal no es rey de Norta, mi padre no me desperdiciará en él; y si pierde su guerra en pos de la corona, si perdemos, mi padre estará tan distraído en defender su trono que olvidará venderme a alguien más, al menos en un lugar remoto.
Lejos de Elane, quiere decir.
—¿Deseas que impida que Cal recupere su reino?
Adopta un aire burlón y da un paso atrás.
—Has aprendido mucho en las cortes Plateadas, Mare Barrow; eres más lista de lo que aparentas. No te subestimaré nunca más, y sería mejor que tú no me subestimaras a mí —la armadura resbala por sus extremidades, sus escamas se extienden y contraen al mismo tiempo; como las bestias que su madre controla, cada una de ellas es una condensación refulgente de negro y plata. Ella transforma su vestimenta en algo más sustancial, menos ostentoso: una armadura de verdad, hecha para la batalla—. Cuando digo que deseo que detengas a Cal me refiero a tu pequeño círculo, aunque no sé qué tan pequeños sean Montfort y la Guardia; después de todo, no es posible que estén dispuestos a apoyar sin condiciones a otro reino Plateado.
—¡Ah! —suspiro en señal de contrariedad; habría preferido que esa carta se mantuviese oculta.
—No hace falta tener genio político para saber que una coalición Roja y Plateada es un hervidero de traiciones. Te aseguro que todos los líderes saben que no deben confiar unos en otros —sus ojos destellan cuando se vuelve para marcharse—, con la excepción, quizá, de un aspirante a rey —añade por encima del hombro.
Conozco demasiado bien esta verdad: Tiberias es tan confiado como un cachorro, fácil de influir por quienes ama: su abuela, yo y, sobre todo, su difunto padre. Persigue la corona por su causa, en beneficio de un lazo que no se ha roto. Pese a que su aplomo, valor y obstinada atención le procuran una fuerza inmensa, lo ciegan a todo lo que no sea el campo de batalla. Intuye el ataque de un ejército, no de un conspirador. No quiere ni puede ver las maquinaciones que se traman en torno suyo; si no lo hizo antes, tampoco ahora.
—No es Maven —susurro, así sea sólo para mí.
El inesperado eco de Evangeline rebota en las murallas de Corvium.
—¡Claro que no!
Oigo en su voz lo mismo que yo siento.
Alivio y pesar.