Читать книгу Tormenta de guerra - Victoria Aveyard - Страница 12
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Mare
La escolta de Montfort nos lleva al compuesto palaciego situado en lo alto en una cresta que domina el valle central, donde el resto de Ascendente se sujeta de las estribaciones. Estandartes de color verde oscuro ondean por doquier bajo la suave brisa de la noche, con el símbolo del triángulo blanco. Es una montaña, comprendo, y me siento una tonta por no haber descifrado antes el emblema. Los uniformes de Montfort tienen esa misma marca.
Mi ropa es sencilla, ni siquiera un uniforme, apenas prendas reunidas en tiendas de Corvium y las Tierras Bajas. Quizá fueron propiedad de algún Plateado, a juzgar por el fino diseño de la chaqueta, los pantalones, las botas y la camisa. Farley avanza a trompicones cubierta con su versión de un uniforme y lleva a Clara apoyada en la cadera. Viste por completo de rojo con tres cuadrados de metal en el cuello, que la señalan como una general de la comandancia.
Los Plateados que nos siguen son más ostentosos, como era de esperar. Ofrecen un arcoíris de colores vivaces e intensos contra los blancos caminos peatonales de Ascendente que ondulan a través de la ciudad. Cal es difícil de ignorar con su capa de un rojo encendido, aunque desde luego intento hacerlo. Avanza al lado de Evangeline y casi podría asegurar que en algún momento ella va a empujarlo por una de las escaleras o terrazas más peligrosas.
Permanezco junto a mi padre, a quien oigo respirar. Hay demasiados escalones en Ascendente y él es un hombre mayor con una pierna regenerada, por no hablar de su remendado pulmón. El aire enrarecido no le ayuda tampoco.
Se empeña en no tropezar y su cara enrojecida es el único indicio de la magnitud de su esfuerzo. Mamá marcha a su izquierda y comparte mis pensamientos. Lo persigue con las manos, extiende los dedos para ayudarle si se tambalea.
Si papá lo pidiese, yo demandaría la ayuda de un coloso, o incluso de Bree y Tramy, pero sé que no lo hará. Sigue adelante, toca una o dos veces mi brazo y así agradece mi presencia y mi discreción.
Los peldaños se allanan por fin y desembocan en un pasillo abovedado con hojas y troncos tallados en las paredes. Llegamos a una plaza central cuya mampostería es una espiral ajedrezada de granito verde pulido y lechosa piedra caliza. Pinos de toda índole flanquean los arcos que delimitan el lugar y algunos de ellos son tan altos como torres e igual de gruesos. Me impresiona de inmediato el coro abrumador de las aves, que gorjean contra el cielo púrpura.
Detrás de mí, Kilorn suelta un débil silbido. Ve al otro lado de los árboles un edificio largo y con columnas que se tiende sobre la empinada ladera. Es una extraña mezcla de piedra lisa, como la del cauce de un río, y madera laqueada con detalles de mármol. Sus numerosas alas están salpicadas de balcones, algunos de ellos repletos de flores silvestres. Todos dan al valle, así que tienen vista a Ascendente.
Es la casa del primer ministro, estoy segura, un palacio en todo menos en el nombre. Esto hace que me sienta incómoda, mientras que a mi familia le deslumbra, no sin razón. He estado ya en suficientes palacios para saber que no debo confiar en lo que se encuentra detrás de bellas esculturas y ventanas relucientes.
El palacio no está rodeado por murallas ni puertas, como tampoco Ascendente lo está, o no son visibles al menos. Tengo la impresión de que las fronteras de esta ciudad, de este país, están determinadas por su geografía. Montfort es tan fuerte que no necesita murallas, o tan imprudente que no las construye. A juzgar por Davidson, dudo mucho de esto último.
Seguro que Farley piensa lo mismo. Pasa los ojos por los arcos, los pinos y el palacio, en cada uno de los cuales repara con concentrada precisión. Después mira a los Plateados que entran en tropel a nuestras espaldas y que fingen indiferencia ante la casa de Davidson.
El primer ministro sólo nos hace señas para que prosigamos, cada vez más dentro del corazón de su país.
Al igual que en las Tierras Bajas, la familia Barrow recibe habitaciones mucho más hermosas de las que acostumbra. Los aposentos de la residencia de Davidson son vastos, tan grandes que cada uno de nosotros tiene una habitación propia. Kilorn y Gisa se ocupan de explorar y husmean en los diversos recintos. Menos proclive a moverse, Bree se apodera de uno de los sillones de terciopelo en el gran salón. Lo escucho roncar ahora desde nuestra terraza. Este alojamiento es pasajero, hasta que sea posible conseguir uno más permanente en la ciudad.
Me dejan sola, a propósito o no; no me importa.
Ascendente fulgura a mis pies como una constelación sobre la cuesta. Siento que su electricidad constante y remota titila en sus profusas luces. Todo tiene la apariencia de un reflejo del cielo. Las estrellas son de una claridad increíble, tan cercanas que se diría que se pueden tocar. Respiro hondo, absorbo la natural frescura de las montañas. Éste es un buen sitio en el cual dejar a mi familia, el mejor que habría podido pedir.
Los bordes del balcón están cubiertos de flores de todos los tonos, sembradas en jardineras y macetas. Las que tengo frente a mí son violetas y muy curiosas, con pétalos en forma de cola.
—Las llaman flores elefante.
Tramy se desplaza con sigilo hasta mí y planta un codo en la barandilla, sobre la que se apoya para asomarse a la urbe. Pese a la estación, un frío intenso llega con la noche. Supongo que tiemblo, porque él me ofrece un chal.
Cuando lo tomo y envuelvo mis hombros en la tela, arruga la frente.
—No sé qué significa elefante.
Aunque la palabra me suena, sacudo la cabeza y me encojo de hombros.
—Yo tampoco, creo que es un animal. Julian lo sabría —digo su nombre en forma irreflexiva y casi hago una mueca cuando una punzada de dolor arde en mi pecho.
—Podrás preguntárselo en la cena —dice pensativo y pasa una mano por su áspera barba.
Alzo otra vez los hombros como si quisiera librarme de toda mención de Julian Jacos.
—Debes afeitarte, Tramy —río, inhalo de nuevo el dulce aire y me doy la vuelta hacia las luces de la ciudad—. Y pregúntaselo tú a Julian en la cena.
—No.
Algo en su voz me da que pensar, un acento grave de resolución, de osadía. Tramy no es de los que niegan algo. Está demasiado acostumbrado a seguir a Bree por doquier o a allanar los problemas de la familia. Es un conciliador, no de quienes se plantan en un sitio y no se mueven.
Lo miro a la espera de una explicación.
Aprieta el mentón, sus ojos castaños oscuros perforan los míos. Tiene los ojos de mamá, como yo.
—Este lugar no es para nosotros.
Nosotros.
El significado es claro. No iremos más lejos. Los Barrow no son políticos ni guerreros, no tienen ninguna razón para compartir los reflectores ni el peligro en que yo vivo. Sin embargo, la perspectiva de quedarme sola, sin ellos… el temor es infinito, egoísta y repentino.
—Quizá sea así —digo demasiado rápido, tomo su muñeca y él cubre mi mano con la suya—. Pero debería ser vuestro lugar, el de todos vosotros, sois mi familia…
Un rechinido revela que una puerta se abre en la terraza, y se cierra detrás de Kilorn y Gisa. Mi hermana nos examina con ojos relucientes.
—¿Cuántas personas tienen un poder que no deberían sólo porque su familia se lo da? —pregunta.
Alude a los Plateados, a los miembros de la realeza y los nobles que ceden el poder a sus hijos, por incompetentes que sean. La obsesión con la sangre y la dinastía es la causa de que Maven ocupe el trono, un chico retorcido que controla un país cuando ni siquiera es capaz de controlar su mente.
—Eso es distinto —susurro en respuesta, con poco entusiasmo—. Vosotros no sois como ellos.
Gisa ajusta mi chal; me cuida como si fuera la mayor, cuando es al revés. Todavía lleva sujeta en el cabello su flor, pálida como el amanecer. Toco lentamente los pétalos y paso un rizo suyo entre mis dedos. La flor le sienta bien, ¿será lo mismo con Montfort?
—Como dijo Tramy —replica—, tus reuniones, tus consejos, la guerra que tú libras no son para nosotros. Y no queremos estar ahí —me mira a los ojos. Aunque somos ya de la misma estatura, espero que crezca aún; no se merece ver el mundo como yo.
—Bueno —tomo aire y la acerco a mí—, está bien.
—Ellos están de acuerdo —murmura.
Mamá, e incluso papá.
Algo en mí se suelta, me quita un gran peso de encima. Pero ¿es un ancla que tira de mí o que me mantiene estable? Podría ser ambas cosas. Sin mis padres o hermanos en juego, ¿en quién me convertiré?
En lo que debo ser.
Con la cabeza apoyada en el hombro de Gisa, es difícil no ver a Kilorn detrás. Su rostro es oscuro, como una nube de tormenta, y nos mira a ambas. Nuestros ojos se cruzan cuando siente los míos y veo determinación en él. Se afilió a la Guardia hace mucho y no incumplirá su compromiso, ni siquiera para quedarse aquí, a salvo, con la única familia que conoce.
—Ahora — Gisa se aparta—, vamos a prepararte para esa espantosa cena.
Varios meses de vivir en bases rebeldes no han hecho más que aguzar el buen ojo de mi hermana para el color, la tela y la moda. No sé cómo se agencia en el palacio de varios vestidos para que yo elija entre ellos, todos desenfadados pero formales y de gran variedad de estilos; nada semejante a los horrores con gemas que usan las Plateadas de Norta, por supuesto, aunque todos adecuados para una mesa de reyes y líderes. Debo admitir que me gusta vestir de este modo, pasar los dedos por el algodón o la seda, decidir cómo peinarme; es una distracción buena y necesaria.
No cabe duda de que Tiberias se sentará a la mesa conmigo, radiante en sus ropas carmesíes. Y que hará mohínes porque me atengo a mis principios mientras él escupe en ellos. Que vea a qué exactamente le volvió la espalda, y a quién. Esta idea me produce un placer satisfactorio pese a su carácter enfermizo.
Aunque Gisa está a favor de los atuendos complicados, al final nos quedamos con un vestido que nos gusta a ambas. Es sencillo, de un rojo ciruela profundo, mangas largas y falda con cola. Por toda joya me pongo mis pendientes, el rosa de Bree, el rojo de Tramy, el violeta de Shade, el verde de Kilorn. La piedra roja final, granate como la sangre fresca, está guardada entre mis cosas. A pesar de que no uso el pendiente que me regaló Tiberias, tampoco puedo desecharlo. Permanece sin tocar pero no olvidado.
Gisa cose a toda prisa un galón de oro, una intrincada pieza de encaje, en los puños de cada manga. Ignoro de dónde sacó un costurero o si el personal de Davidson se lo dejó a propósito. Sus dinámicos dedos son igual de hábiles para peinarme, hasta que da a mis rizos, de un castaño cenizo, la forma de una corona. Esconde bien mis abundantes puntas grises. Es un hecho que la tensión diaria me ha impuesto un precio muy elevado, que no paso por alto en el espejo. Luzco agotada, con las mejillas hundidas y los ojos rodeados por sombras similares a contusiones. Tengo toda clase de cicatrices: de la marca de Maven, de heridas que no se han curado del todo, de mi relámpago. Pero no soy una ruina. Todavía no.
Pese a la inmensidad del palacio del primer ministro, su distribución es muy simple y tardo poco en descender a la planta baja, donde están las salas públicas. Al final puedo confiar únicamente en el aroma de los platos, para que me lleve uno tras otro por suntuosos salones y galerías. Paso por un comedor del tamaño de un salón de baile con una mesa en la que cabrían cuarenta comensales y una enorme chimenea de piedra. La mesa está vacía y en el hogar no crepita llama alguna.
—Usted es la señorita Barrow, ¿verdad?
Cuando me doy la vuelta hacia esa amable voz, me encuentro con un rostro más amable todavía. Un hombre me hace señas desde uno de los muchos pasillos abovedados que comunican a otra terraza. Exhibe una calvicie completa, su piel oscura es de un matiz casi morado y su sonrisa destella como una media luna sobre un traje de seda más blanco aún.
—Sí —contesto llanamente.
Su sonrisa se ensancha.
—Cenaremos aquí, bajo las estrellas. Pensé que sería mejor hacerlo de ese modo en su primera visita.
Me hace señas y cruzo el grandioso comedor para alcanzarlo. Toma mi brazo con suavidad, entrechoca su codo con el mío y me saca al aire fresco de la noche. El aroma del menú es tan intenso ahora que se me hace la boca agua.
—¡Qué tensa está! —ríe y agita un brazo para contrastarlo con mis músculos contraídos. Su talante es tan desenfadado que querría desconfiar de él—. Soy Carmadon, yo preparé la cena, así que si tiene alguna queja, guárdesela.
Me muerdo el labio para disimular una sonrisa.
—Haré lo que pueda.
Se toca la nariz en respuesta.
Sus arañas vasculares son grises y se ramifican por el blanco de sus ojos. Es de sangre plateada. Siento en la garganta un súbito nudo.
—¿Qué habilidad posee, Carmadon?
Contesta con una fina sonrisa.
—¿No es obvio? —apunta hacia las incontables plantas y flores de la terraza que cuelgan de los innumerables balcones y ventanas—. No soy más que un humilde guardaflora, señorita Barrow.
Exhibo una sonrisa en pos de las apariencias. Humilde. He visto cadáveres de cuyos ojos y boca salen raíces retorcidas. No hay Plateados humildes ni inofensivos. Todos poseen la habilidad de matar. Aunque también nosotros, supongo: todos los seres humanos sobre la Tierra.
Atravesamos la terraza hacia el aroma, las débiles luces y el murmullo de una conversación forzada. Esta parte del palacio sobresale de la cumbre y ofrece una amplia vista de los pinos, el valle y los picos nevados en la distancia, que brillan bajo la luz de una luna en ascenso.
Trato de no parecer ansiosa ni interesada, y ni siquiera enojada, nada que dé un indicio de mis emociones. De todas formas, siento un vuelco en el corazón y una descarga de adrenalina cuando veo la conocida silueta de Tiberias. Contempla el paisaje de nuevo, incapaz de hacer frente a cualquiera a su alrededor. La boca se me tuerce de disgusto. ¿Desde cuándo eres un cobarde, Tiberias Calore?
A unos metros, Farley camina de un lado a otro, ataviada aún con el uniforme de la comandancia. Su cabello está recién lavado y fulgura a la luz de las lámparas que cuelgan sobre la mesa. Me dirige una leve inclinación antes de sentarse.
Evangeline y Anabel ocupan ya sus asientos, a cada lado de una de las cabeceras de la mesa. Seguro que se proponen flanquear a Cal y proclamar su importancia a su izquierda y derecha. Mientras que Anabel parece cómoda en su vestido de siempre, su pesado atuendo de seda roja y naranja, Evangeline se solaza bajo un cuello de negra y lisa piel de zorro. Me mira conforme me acerco a la mesa, con ojos refulgentes como estrellas errantes. Cuando me siento en diagonal a ella, lo más lejos posible del príncipe exiliado, sus labios se fruncen en un remedo de sonrisa.
Carmadon no parece notar o interesarse en que sus invitados se odien a muerte. Se sienta garboso en la silla frente a mí, a la derecha de donde imagino que estará Davidson. Una ayudante emerge de las sombras para llenar su copa de vino, decorada con intrincadas figuras.
Entrecierro los ojos. Es una ayudante de sangre roja, a juzgar por el rubor en sus mejillas. No es vieja ni joven, pero sonríe al mismo tiempo que trabaja. Nunca he visto a una asistente Roja sonreír así, a menos que se le ordene.
—Reciben un salario y se les paga bien —dice Farley, sentada junto a nuestro anfitrión—. Ya lo averigüé.
Carmadon hace girar el vino en su copa.
—Indague lo que guste, general Farley. Revise detrás de las cortinas si lo desea. No hay esclavos en mi casa —adopta un tono serio.
—No nos presentamos como se debe —me siento más ruda que de costumbre—. Usted se llama Carmadon pero…
—¡Desde luego, excuse mi descortesía, señorita Barrow! El primer ministro Davidson es mi esposo y ya se está retrasando. Aunque me disculparía si la cena se enfriara por esperarlo —señala con una mano la mesa de servicio, con nuestro primer plato—, su puntualidad no es mi culpa ni mi problema.
A pesar de que sus palabras son ásperas, su actitud es franca y amigable. Si Davidson resulta difícil de descifrar, su esposo es un libro abierto, lo mismo que Evangeline en este instante.
Mira a Carmadon con tanta envidia que pienso que se pondrá verde. ¡Y no es para menos! La vida de esta pareja, un matrimonio como éste, es imposible en nuestro país. Está prohibido. Se considera un desperdicio de sangre plateada. Aquí no.
Junto las manos en el regazo, intento no inquietarme a pesar de la energía nerviosa que se deja sentir en la mesa. Anabel no ha dicho nada hasta ahora, sea porque reprueba a Carmadon o porque le disgusta comer codo a codo con Rojos. Podrían ser ambas cosas.
Farley baja un poco la cabeza para agradecerle a Carmadon que llene su copa de un vino burbujeante y casi negro, que consume de un solo trago.
Yo me ciño al agua con hielo servida con rodajas de resplandeciente limón. Lo último que necesito es que me dé vueltas la cabeza y no pueda pensar con claridad con Tiberias Calore cerca. Lo veo entrar y paso los ojos por sus conocidos y amplios hombros bajo los bordes de una capa roja. Las luces vivaces de la terraza acentúan su aspecto de flama.
Cuando se vuelve, bajo la mirada. Escucho como se aproxima, su presencia pesa en el aire. Una silla de hierro forjado raspa contra el suelo de piedra con un movimiento irritantemente lento y cadencioso. Casi me sobresalto al ver dónde ha decidido sentarse.
Tiberias roza mi brazo con el suyo durante justo un segundo y me envuelve con su calor. Maldigo esta conocida comodidad, en contraste con el frío de la montaña.
Por fin me atrevo a alzar la vista, y veo a Carmadon con la cabeza ladeada y la barbilla sobre un puño. Se muestra sumamente divertido, y a su lado Farley está a punto de vomitar. No tengo que mirar a Anabel para saber que ha fruncido el ceño.
Uno mis manos bajo la mesa y entrelazo tan fuerte los dedos que mis nudillos se vuelven blancos, no de temor sino de cólera. Tiberias se inclina junto a mí, pone un codo sobre el brazo de la silla; podría murmurar algo en mi oído si quisiera. Aprieto los dientes y resisto el instinto de escupir.
Al otro lado de la mesa del banquete, Evangeline ronronea. Desliza una mano por sus pieles y sus zarpas decorativas destellan.
—¿De cuántos platos constará la cena, milord Carmadon?
El esposo de Davidson no deja de mirarme y tuerce los labios en lo que podría ser una sonrisa.
—De seis.
Con el ceño fruncido, Farley bebe el resto de su copa.
Carmadon sonríe y les hace señas a los sirvientes, que permanecen en las sombras.
—Dane y su Lord Julian se nos unirán más tarde —dice mientras pide el primer plato con un ligero chasquido de los dedos—. Espero que les guste; pusimos especial esmero en preparar algunas de las especialidades de Montfort.
El servicio es rápido y fluido, tan eficiente como en los palacios de los reyes Plateados, pero menos formal. Carmadon preside mientras unos platitos de elegante porcelana son colocados frente a nosotros. Observo una rodaja rosada de pescado del tamaño de mi pulgar cubierta por una especie de espárragos con queso crema.
—¡Salmón fresco, del río Calum, en el oeste! —explica Carmadon antes de llevárselo entero a la boca y Farley sigue su ejemplo—. El Calum desemboca en la costa occidental, en el océano.
Pese a que intento imaginar de qué habla, mi conocimiento de sus territorios es escaso, por decir lo menos. Si bien hay otro mar que bordea el extremo occidental del continente, eso es todo lo que sé por ahora.
—Mi tío Julian está ansioso por conocer mejor su país —indica Tiberias; habla despacio, con convicción, y eso lo envejece una década—. Sospecho que sus preguntas son la causa del retraso del primer ministro.
—Quizá, mi Dane es feliz en su biblioteca.
Julian también. ¿El primer ministro desea establecer vínculos propios, aliarse con un afable Plateado de Norta, o sólo pasa gratamente el tiempo con otro sabio, deseoso de compartir información sobre su país?
Después del salmón llega una sopa de verduras, humeante bajo el aire helado, y luego una ensalada de verduras frescas y arándanos silvestres cosechados en estas montañas. A Carmadon le tiene sin cuidado que nadie más que él hable. Llena el silencio con su parloteo, detalla con deleite cada aspecto de la cena que preparó: las particularidades del aderezo de la ensalada, la mejor época del año para recoger moras, cuánto tiempo deben cocerse las verduras, las dimensiones de su huerto personal, etcétera. Dudo que Evangeline, Tiberias o Anabel hayan cocinado un día en su vida y me pregunto si Farley ha comido en alguna ocasión algo que no fuera robado o racionado.
Hago lo que puedo por mostrarme cortés, aunque tengo poco que decir, en especial cuando Tiberias está tan cerca de mí y huele todo lo que se lleva a la boca. Lo miro por doquier, para reunir breves destellos de su rostro: su mandíbula apretada, su garganta en acción. Antes no se afeitaba tan bien. Si yo no tuviera orgullo ni convicción, pasaría mis nudillos por su mejilla, sobre su suave piel.
Esta vez me sorprende antes de que pueda desviar la mirada.
Mi primera reacción es parpadear, interrumpir el contacto visual, volver a mi plato o quizá retirarme de la mesa. En cambio, me mantengo firme. Si el aspirante a rey quiere ponerme nerviosa, asediarme, de acuerdo; yo puedo hacerlo también. Elevo los hombros, me enderezo y recuerdo respirar. Tiberias es apenas un Plateado más que esclavizará a mi pueblo, por más que predique otra cosa. Es un obstáculo y un escudo. Hay que guardar un delicado equilibrio.
Él es el primero en pestañear y vuelve a su plato.
Hago lo mismo.
Arde estar junto a él, tan cerca de una persona en la que antes confiaba, un cuerpo que conozco tan bien. Una decisión, una palabra y las cosas serían distintas. Esta cena se dedicaría a un intercambio de miradas, a comunicarnos a nuestro modo sobre Evangeline, Anabel o la ausencia de Davidson. O bien, ellos no estarían aquí. Seríamos los únicos en la terraza, bajo las estrellas, rodeados por una nación de nuevo cuño, tal vez imperfecta pero un modelo a seguir de todas formas. Carmadon es Plateado, su esposo es un nuevasangre Rojo, los sirvientes no son esclavos. Pese a que he visto poco de Montfort, es suficiente para saber que este lugar sería distinto, y nosotros en él, si Tiberias lo permitiese.
Aunque todavía no porta una corona, la veo sobre él, en sus hombros, sus pupilas, sus lentas pero firmes maneras. Es un rey a la altura de cualquier otro, en la sangre, hasta los huesos.
Cuando los sirvientes retiran los platos de la ensalada, Carmadon se gira hacia la puerta como si esperara que Davidson se nos uniera de un momento a otro. A pesar de que frunce el entrecejo porque nadie aparece, hace señas para que se sirva el siguiente plato.
—Éste es un manjar exclusivo de Montfort —finge una sonrisa.
Un plato se desliza ante mí. Tiene la apariencia de un filete demasiado grueso y sustancioso, rodeado de patatas fritas, champiñones, cebollas y verduras de hoja cocidas en salsa. En pocas palabras, luce delicioso.
—¿Un filete? —pregunta la reina Lerolan mientras se inclina con una sonrisa desagradable—. Tenga la certeza, milord Carmadon, de que hay filetes en nuestro país.
Nuestro anfitrión menea un dedo oscuro, lo que enfada a la vieja tanto como el desdén que él muestra por los títulos.
—No, tienen vacas. Esto es bisonte.
—¿Qué es un bisonte? —pregunto, ansiosa de probar ese plato.
Él raspa el suyo con el cuchillo al tiempo que corta una porción.
—Una especie distinta, aunque cercana, al ganado vacuno que ustedes conocen: mucho más grande y de mejor sabor; más fuerte y dura, con cuernos, pelaje lanudo y músculo suficiente para embestir a un transporte si lo decidiera. Sus ejemplares son salvajes en su mayoría, pese a que hay algunas granjas. Vagan por el Valle del Paraíso, las colinas y las llanuras. Prosperan incluso en los inviernos que podrían matar a hombres y bestias. Nunca mirarán un bisonte vivo a la cara y lo llamarán vaca, eso se lo puedo asegurar —observo fascinada como su cuchillo corta una carne tan curiosa; el jugo rojo que desprende mancha la porcelana—. ¡Qué interesantes el bisonte y la vaca, tan similares! Dos ramas del mismo árbol, si bien completamente diferentes entre sí. Y separados como están, divididos como las dos especies que son, viven juntos de maravilla, se mezclan en manadas y hasta se aparean.
Junto a mí, Tiberias está a punto de ahogarse con un trozo de carne.
A mí me arden las mejillas.
Evangeline oculta la risa con una mano.
Farley se termina la botella de vino.
—¿He dicho una impertinencia? —Carmadon hace bailar ante nosotros sus ojos negros. Sabe qué dijo y lo que significa.
Anabel interviene antes de que cualquier otro pueda hacerlo, para intentar atenuar el bochorno de su nieto. Examina el palacio por encima del borde de su copa.
—¡La tardanza de su esposo es una descortesía, milord!
El sonriente Carmadon no se inmuta.
—¡Tiene usted toda la razón! Me encargaré de que se le castigue sin demora.
El bisonte es magro y Carmadon está en lo cierto: mejor que la res. Me olvido de los buenos modales porque, tan tranquilo, él come las patatas con las manos. Devoro en un minuto la mitad del bisonte y todas las cebollas salteadas. Me concentro tanto en limpiar mi plato con el tenedor para formar un bocado perfecto que apenas noto que la puerta se abre de nuevo detrás de nosotros.
—¡Acepten mis disculpas, por favor! —exclama Davidson mientras se acerca a la mesa con paso cadencioso pero ágil, seguido por Julian. Me impresiona que se parezcan tanto, en su actitud, no en su aspecto; ambos poseen una intensa sed de saber. Por lo demás, no podrían ser más distintos: Julian es muy esbelto, de cabello cano y ralo y lacrimosos ojos castaños; Davidson, la imagen misma de la salud, de un cabello lustroso y bien cortado y todo músculo a pesar de su edad—. ¿Qué nos perdimos? —toma asiento junto a su esposo.
Julian inspecciona la mesa con incomodidad y se sienta en el único asiento desocupado, el destinado a Tiberias si no se hubiese empeñado en fastidiarme.
Carmadon responde con desinterés:
—Una conversación sobre el menú, los hábitos reproductivos del bisonte y tu impuntualidad.
La risa del primer ministro es franca y sincera. No siente necesidad de fingir o lo hace a la perfección en su propia casa.
—La conversación normal en una cena, entonces.
En el otro extremo de la mesa, Julian se inclina avergonzado.
—Me temo que la culpa es mía.
—¿Estabais en la biblioteca? —indaga su sobrino con una sonrisa de complicidad—. Ya lo sabíamos.
Mi corazón se estremece por la viveza de su voz. Ama a su tío y todo recordatorio de la persona que él es bajo sus malas decisiones me hace sufrir.
Julian eleva una comisura de su boca.
—¿Soy tan predecible?
—¡Prefiero a los predecibles! —susurro lo bastante fuerte para que todos en la mesa me oigan.
Farley sonríe, Tiberias arruga la frente y hace girar su cuello hacia mí. Abre la boca como si fuera a decir algo imprudente y estúpido.
Su abuela habla antes de que él pueda hacerlo, deseosa de protegerlo de sí mismo.
—¿Y qué vuelve a esa biblioteca tan… interesante? —pregunta con evidente menosprecio.
—Tal vez los libros —digo sin poder evitarlo.
Farley se echa a reír al tiempo que Julian intenta ocultar su sonrisa con una servilleta. El resto es más recatado, aunque la risilla de Tiberias me para en seco. Cuando me doy la vuelta lo veo sonreír, con arrugas en las comisuras de los ojos mientras me mira. Reparo en que ha olvidado por un momento dónde estamos… y quiénes somos. Su risa se extingue en un instante y su rostro retorna a una expresión neutral.
—¡Oh, sí! —insiste Julian, así sea sólo para distraernos a todos—. Los volúmenes son muy variados; no sólo de ciencia, también de historia. Me temo que hemos perdido el rumbo de lo que somos —agita la cabeza, prueba el vino y ladea la copa en dirección a Davidson—. O el primer ministro me obligó a hacerlo, por lo menos.
Éste alza su copa en respuesta, un reloj pulsa en su muñeca.
—Siempre es una dicha compartir libros. El conocimiento es una marea alta: eleva a todas las embarcaciones, por así decirlo.
—Deberían visitar las Bóvedas de Vale —interviene Carmadon— e incluso la Montaña del Cuerno.
—No pensamos estar aquí el tiempo suficiente para visitar lugares de interés —repone Anabel con altanería y baja su cubierto hasta su plato a medio consumir, para indicar que ya está hasta la coronilla de todo esto.
Envuelta en sus pieles, Evangeline levanta la cabeza y sondea como un gato a la vieja reina, en la que sopesa algo.
—Estoy de acuerdo —dice—. Cuanto más pronto podamos regresar, mejor.
Regresar a alguien, quiere decir.
—Eso no depende de nosotros, ¿cierto? Con su permiso —añade Farley y se inclina sobre la mesa mientras los ojos de Anabel casi se desorbitan al ver que una rebelde Roja toma su plato y vierte las sobras en el suyo propio, para rebanar con mano segura y cuchillo danzarín otro corte de bisonte; la he visto hacer peores cosas con carne humana—. Depende del gobierno de Montfort —agrega—, de si decide darnos o no más soldados, ¿no es así, primer ministro?
—En efecto —responde este último—. Las guerras no se ganan solamente con caras conocidas, por radiante que sea su bandera y alto que llegue su estandarte —desplaza su mirada de Tiberias a mí y la alusión es clara—. Necesitamos ejércitos.
Tiberias asiente.
—Y los tendremos; si no de Montfort, de dondequiera que podamos. Aún es posible persuadir a las Grandes Casas de Norta.
—La de Samos intentó hacerlo. —Evangeline pide a señas más vino con lento y familiar giro de sus dedos—. Atrajimos a todos los que pudimos, pero ¿el resto? Yo no dependería de ellos.
Tiberias palidece.
—¿Piensas que mantendrán su lealtad a Maven cuando…?
—¿Cuando puedan optar por ti? —se burla y lo interrumpe con una mirada imperiosa—. ¡Mi querido Tiberias!, ¡ellos podrían haberte escogido hace meses! Pero a ojos de muchos, eres todavía un traidor.
Farley frunce el ceño ante mí.
—¿Sus nobles son tan tontos para creer aún que Tiberias mató a su padre?
Sacudo la cabeza, cuchillo en mano.
—Se refiere a que él está con nosotros, se ha aliado con Rojos —el filo rebana el resto de la carne y corto con una fuerza salvaje para contrarrestar mi mal sabor de boca—. Está empeñado en encontrar el equilibrio entre nuestros pueblos.
—Eso es lo que espero hacer —dice él con voz demasiado apagada.
Dejo de mirar la carne para observarlo. Sus ojos se cruzan con los míos, amplios y asquerosamente amables. Me resisto a sus encantos.
—Tienes una interesante manera de demostrarlo —digo en son de burla.
Anabel reacciona con rapidez.
—¡Basta ya ustedes dos!
Mi mandíbula se tensa y más allá de Tiberias veo a su abuela, quien me mira ahora. Enfrento sus ojos con igual fogosidad.
—Ésa es justo la fortaleza de Maven, una de tantas —digo—: divide con extrema facilidad, sin siquiera proponérselo. Lo hace con sus enemigos y sus aliados.
En la cabecera de la mesa, Davidson chasquea los dedos y me contempla por encima de sus nudillos sin pestañear.
—Continúe.
—Como dijo Evangeline, hay familias nobles que nunca lo abandonarán porque él no hará cambio alguno. Y es muy bueno para gobernar: se gana a sus súbditos al tiempo que mantiene satisfechos a los nobles. El fin de la Guerra Lacustre le granjeó el respeto de la gente —recuerdo cómo hasta los Rojos lo vitorearon en su gira por el campo y esto todavía me revuelve el estómago—. Explota ese amor, tanto como el temor. Cuando fui su prisionera, procuraba tener numerosos jóvenes en la corte, herederos de diversas Casas, rehenes en todo menos en el nombre. Ésa es una fácil manera de controlar a una persona, arrebatarle lo que más quiere —lo sé por experiencia—. Y por si fuera poco —añado con un nudo en la garganta—, Maven Calore es por completo impredecible. Su madre murmura aún en su cabeza, tira de sus hilos, pese a ser ya sólo una difunta.
Una ligera corriente de calor ondula a mi lado. Tiberias mira el tablero de la mesa como si fuese capaz de agujerearlo por debajo de su plato. Sus mejillas pierden el color, pálidas como un hueso.
Sin quitarme los ojos de encima mientras devoro los últimos trozos de mi carne, Anabel tuerce la boca.
—El príncipe Bracken de las Tierras Bajas está bajo nuestro control —dice—. Él nos dará todo lo que necesitemos.
Bracken, otro de los ardides de Montfort. El príncipe reinante de las Tierras Bajas se halla bajo nuestro dominio siempre que Montfort mantenga cautivos a sus hijos. Me pregunto dónde estarán, cómo son. ¿Son jóvenes, o unos niños apenas? ¿Son inocentes en todo esto?
La temperatura comienza a subir, poco pero constante. Tiberias se tensa a mi lado y fija la mirada en su abuela.
—No quiero soldados que no hayan aceptado pelear por mí, en particular los Plateados de Bracken. No son de fiar, tampoco él.
—Tenemos a sus hijos —dice Farley—. Eso debería bastar.
—Montfort tiene a sus hijos —replica él con voz grave.
Antes, en la base, era fácil ignorar el precio que alguien pagaba, los males que se infligían por buenas razones. Miro a Davidson, quien consulta la hora. Así es la guerra, dijo en una ocasión, para justificar lo que debía hacerse.
—Si los devolviéramos, ¿podríamos convencer a las Tierras Bajas de que se hagan a un lado? —inquiero—. ¿De que se mantengan neutrales?
El primer ministro juega en sus manos con su copa vacía, cuyas incontables caras reflejan la suave luz de las linternas. Creo ver pesadumbre en él.
—Lo dudo mucho.
—¿Los hijos de Bracken están aquí? —pregunta Anabel con una calma tan forzada que supongo que una vena le saltará en el cuello.
Davidson no contesta, sólo se mueve para llenar su copa de nuevo.
La vieja reina dobla un dedo, con ojos refulgentes.
—¡Ah, sí están! —ensancha su sonrisa—. ¡Qué buena arma de presión! Podemos exigirle a Bracken más soldados, un ejército entero si queremos.
Miro la servilleta en mi regazo, manchada con huellas de grasa y pintalabios. Ellos podrían estar en este palacio, mirarnos justo ahora, unos niños asomados a una ventana detrás de una puerta cerrada con llave. ¿Son tan fuertes que requieren guardias silenciosos o incluso la tortura de las cadenas como a la que yo fui sometida? Sé cómo es una cárcel así. Me toco las muñecas bajo la mesa, siento la piel vacía, carne en lugar de esposas, electricidad en vez de silencio.
Tiberias azota un puño sobre la mesa y hace saltar platos y copas. Me sobresalto, sorprendida.
—¡No haremos eso! —gruñe—. Tenemos recursos suficientes.
Su abuela frunce el entrecejo, lo que ahonda las líneas de su rostro.
—Necesitas soldados para ganar guerras, Tiberias.
—La conversación sobre Bracken ha terminado —es todo lo que dice en respuesta y, tajante, corta en dos la última pieza de su filete, que sierra con el cuchillo. Anabel lo mira con sorna, muestra los dientes, pero no dice nada. Aunque es su nieto, es también un rey, proclamado por ella misma. Rebasó desde hace mucho la línea de lo que es un debate correcto con un soberano.
—Así que mañana tendremos que rogar —susurro—. Es la única opción que nos queda.
Frustrada, pido una copa de vino y me apresuro a beberla hasta el fondo. La entintada dulzura me relaja tanto que casi ignoro la sensación de unos ojos sobre mi rostro, unos ojos broncíneos.
—Pienso que podría decirse así —Davidson tiende la vista a lo lejos, mira su reloj otra vez y después de soslayo a Carmadon. La mirada que intercambian dice cosas que no puedo imaginar. Me da envidia, y de nuevo desearía que las cosas fueran distintas.
—¿Qué posibilidades tenemos? —Tiberias se muestra brusco, enérgico y directo, todo lo que se le enseñó que debe ser un rey.
—¿De desplegar a cada soldado de nuestros ejércitos? —el primer ministro sacude la cabeza—. Ninguna en absoluto; mi país cuenta con fronteras que proteger. ¿La mitad de ellos, un poco más? Creo que la balanza se inclinará a nuestro favor si…
Si. Odio esa palabra.
Me preparo en mi asiento, de pronto más al borde que de costumbre. Siento como si la terraza pudiera venirse abajo y arrojarnos al valle a todos.
El rostro de Farley refleja mi temor. Sostiene su cuchillo en la mano, recelosa de nuestro aliado.
—¿Si qué?
Unas campanas suenan antes de que Davidson pueda contestar. Los demás damos un salto, asustados por el ruido, y él no se mueve. Está acostumbrado a esto.
O lo esperaba.
No son las campanadas de un reloj. Éstas poseen un sonido grave, su voz retumba en la ladera y se esparce de un extremo a otro de Ascendente, donde incita la respuesta de otras. El estrépito se extiende como una ola, baja por una cuesta y sube a otra. Unas luces se propagan junto con el ruido, brillantes y cegadoras, reflectores, lámparas de seguridad. La alarma que sigue es mecánica, quejumbrosa, sacude con su gemido al sereno valle montañoso.
Tiberias se levanta de un salto y su capa gira en sus hombros. Suelta una mano, estira los dedos y su pulsera flamígera destella bajo la manga. Si invoca al fuego, vendrá. Evangeline y Anabel hacen lo propio, letales ambas; ninguna da trazas de estar asustada, sólo decidida a protegerse.
Siento que el relámpago sube a mí de la misma manera y pienso en mi familia, alojada en el palacio a nuestras espaldas. Ni siquiera aquí está a salvo. Con todo, no tenemos tiempo para uno más de mis sufrimientos.
Farley se pone en pie también y se apoya con fuerza en sus palmas. Mira a Davidson.
—¿Si qué? —espeta de nuevo, grita por encima de la alarma.
Él la mira, demasiado tranquilo en medio del caos. Unos soldados reemplazan a los sirvientes en las sombras y flanquean nuestra mesa. Me tenso, cierro los puños en mis costados.
—Si Montfort pelea por ustedes —dice el primer ministro con los ojos fijos en Tiberias—, ustedes deben pelear por nosotros.
Carmadon no da muestra alguna de estar alterado; mira hacia el palacio antes de suspirar con aparente fastidio.
—Saqueadores… —pone mala cara—. ¡Siempre es lo mismo cuando ofrezco una cena!
—¡Falso! —sonríe Davidson sin dejar de mirar a Tiberias, como si lo desafiara.
—¡Pues parece cierto! —replica aquél con un mohín.
Mientras las lámparas de seguridad resplandecen en torno nuestro, la mirada de Davidson despide chispas doradas, en tanto que las de Tiberias son rojas.
—Lo llaman Flama del Norte, su majestad; muéstrenos su fuego —y entonces me mira a mí—. Y usted, muéstrenos su tormenta.