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CUATRO

Iris

El refrescante y renovador oleaje de la bahía besa mis tobillos descubiertos. Pese a que aún no ha amanecido y hace frío, apenas lo siento. Hallo consuelo en la simple sensación. Conozco estas aguas como las líneas de mi mano. Las percibo mucho más allá de mis pies, la pulsación de la más débil corriente, la breve ondulación del río que desemboca en la bahía y de la bahía que alimenta al lago. La luz de la aurora se derrama sobre la lisa superficie. El reflejo se distorsiona en haces de pálido azul y coral rosáceo. Esta calma permite que olvide quién soy, aunque no por mucho tiempo. Soy Iris Cygnet, princesa de nacimiento, reina por mérito propio. No puedo darme el lujo de olvidar nada, por más que lo desee.

Mi madre, mi hermana y yo aguardamos juntas, con la mirada puesta en el horizonte. La niebla cubre la estrecha desembocadura de Clear Bay y oculta la península salpicada de torres de vigía y el lago Eris a lo lejos. Algunas luces de las torres centellean en la neblina como estrellas cercanas. Conforme el viento disipa la bruma, un mayor número de torres aparecen ante nuestra vista. Son altas estructuras de piedra, remodeladas y reconstruidas cientos de veces en centenares de años. Han visto más guerras y ruinas de las que los historiadores registran. Sus luces fulguran, demasiado radiantes para la proximidad del amanecer. Aun así, los faros permanecerán encendidos el día entero, con antorchas que arden y luces eléctricas que iluminan. Las banderas que ondean en la brisa no son el estandarte usual de la comarca de los Lagos. Sobre cada torre ondula un azul cobalto atravesado por una franja negra, para honrar y llorar al sinfín de soldados que murieron en Corvium.

Para despedirnos de nuestro rey.

Ya vertí mis lágrimas anoche, durante largas horas de llanto. Aunque no deberían quedarme más, acuden a mis ojos de todas formas. Mi hermana, Tiora, se controla mejor. Levanta la barbilla y una corona titila en su frente, un galón de azabaches y oscuros zafiros que roza sus sienes. Aun cuando ya soy una reina, mi corona es más simple, apenas un cordel de diamantes azules engalanado con gemas rojas en representación de Norta.

A pesar de que tenemos la misma piel fría y bronceada, el mismo rostro, pómulos salientes y cejas arqueadas, los ojos color caoba de Tiora son iguales a los de nuestra madre; los míos, grises como los de mi padre. Ella tiene veintitrés años, cuatro más que yo, y es la heredera del trono de los Lagos. Antes decía que ella era torva y callada desde la cuna, reacia a llorar, incapaz de reír; su seriedad le honra como heredera de mi madre. Es mucho más diestra que yo para controlar sus emociones, aunque hago cuanto puedo por apropiarme de la quietud de las lagunas. Tiora fija la vista al frente y mantiene recta la espalda con un orgullo que ni siquiera un sepelio puede quebrantar. Pese a su estoicismo, también llora la pérdida de nuestro padre. Sus lágrimas son menos evidentes, caen rápidamente en el agua que remolinea a nuestros pies. Es una ninfa como el resto de nuestra familia y emplea su habilidad para arrancar sus lágrimas y no dejar rastro de ellas. Yo haría lo mismo si pudiera; ahora no consigo armarme de valor.

No así nuestra madre, Cenra, la monarca reinante de la comarca de los Lagos.

Sus lágrimas se ciernen en el aire, son una nube de gotas de cristal que atrapan la luz dispersa del amanecer. La nube crece y de ella manan lágrimas cuyo destello proyecta leves arcoíris en la piel morena de la soberana. Son diamantes nacidos de su corazón destrozado.

El agua le llega a las rodillas ante nuestros ojos y su traje de luto flota a sus espaldas. Al igual que nosotras, viste de negro con franjas de regio azul. Su vestido consta de finas e intrincadas capas de seda, pero no tiene una forma precisa y cuelga como un paño improvisado. Mientras que Tiora nos preparó a ambas para el funeral y eligió las joyas y vestidos apropiados, mi madre no hizo lo mismo. Está desaliñada, su cabello lacio y negro está revuelto y no lleva pulseras, pendientes ni corona; es una reina sólo en el porte, y con eso basta. Me siento tentada a aferrarme a sus faldas como lo hacía de niña; podría asirme de ella y no soltarmeee nunca, no abandonar jamás el hogar, no volver nunca a una corte que se desploma en torno a un rey ya despedazado.

Pensar en mi esposo despierta en mí frialdad y resolución.

Las lágrimas se secan en mis mejillas.

Maven Calore es un pequeño que juega con un arma cargada. Pese a que está por verse aún si sabe manejarla, yo tengo algunos objetivos en mente, personas a las cuales apuntar. El Plateado que mató a mi padre, desde luego, un tal Iral; le cortó el cuello, lo atacó por la espalda como un perro sin honor. Pero Iral servía a otro rey, Samos, Volo, uno más sin honor ni dignidad, que se rebeló en pos de una corona despreciable, poco más que el derecho a llamarse amo de un rincón insignificante. Y no está solo; muchas familias de Norta lo apoyan, listas para reemplazar a Maven por el otro hermano Calore, el exiliado. Antes de que mi padre falleciera, no me habría importado que destronaran o mataran a Maven. Si la paz de Norta y los Lagos se mantiene, ¿eso en qué me afectaría? Pero ahora no. Orrec Cygnet se ha marchado. Murió por culpa de hombres como Volo Samos y Tiberias Calore. ¡Qué no haría yo por reunirlos y ahogarlos con mi furia!

Lo haré.

Unas embarcaciones atraviesan pausadamente la niebla. Son tres naves conocidas, con proas pintadas de plata y azul y una sola cubierta. Las naves del alba no están hechas para la guerra sino para la rapidez, el silencio y el deseo de ninfos poderosos. Sus cascos han sido especialmente estriados para enfrentar las forzadas corrientes como lo hacen ahora.

Fui yo quien propuso enviarlas. No soportaba la idea de que el cuerpo de mi padre marchase a rastras desde La Congoja, el territorio que en Norta llaman Obturador. Habría tenido que cruzar muchas ciudades, en un truculento desfile al que la noticia de su muerte abriría paso. No, quería que llegara a casa para que nosotras fuéramos las primeras en despedirnos.

Y para no amilanarme.

Ninfos cubiertos con el azul lacustre, nuestros primos del linaje de Cygnet, abarrotan la cubierta del buque insignia. El dolor oscurece sus rostros morenos, todos en duelo como nosotras. Mi padre era muy querido en nuestra estirpe, a pesar de su procedencia de una rama menor de la familia. Mi madre es la que desciende de una familia real, un largo e ininterrumpido linaje de monarcas, y por eso no se le permite traspasar las fronteras del país salvo en caso de extrema necesidad. Tiora no tiene permiso alguno para salir, ni siquiera en la guerra; le corresponde preservar la línea de sucesión.

Al menos ellas no compartirán el destino de mi padre, morir en batalla, ni el mío, vivir lejos de mi hogar.

No resulta difícil distinguir a mi esposo entre los uniformes azul oscuro. Cuatro centinelas lo rodean; por más que han cambiado su llameante atuendo por equipo táctico, conservan sus caretas tachonadas de gemas oscuras, hermosas y horripilantes. Maven viste de negro como siempre y sobresale a pesar de que no porta medallas, corona ni distintivos. No hay soberano tan tonto que entre en batalla con una diana pintada en el cuerpo, aunque no creo ni por asomo que él haya entrado en combate alguna vez. No es un guerrero, al menos en el campo de batalla; se ve demasiado pequeño y débil junto a sus soldados y los míos. Así lo pensé cuando lo conocí y nos miramos bajo un pabellón en medio de un campo minado. Es un adolescente todavía, poco más que un niño, un año menor que yo. Aun así, sabe usar su apariencia en su favor, satisface esas suposiciones. Esto surte efecto en su país, donde la gente se traga sus mentiras y su fingida inocencia. Fuera de su corte, Rojos y Plateados se deleitan con los rumores acerca de su hermano, el príncipe de oro al que una espía sedujo y lo mató. Es una historia suculenta, un chisme encantador del gusto del vulgo que, asociado con el hecho de que Maven puso fin a la guerra entre nuestras naciones, lo vuelve mucho más atractivo. Y lo coloca en una posición singular: es un soberano al que apoyan sus súbditos, no sus allegados, los nobles que todavía se aferran a sus pies porque lo necesitan para sostener un reino en una situación muy delicada.

Y porque, aun si me cuesta admitirlo, es un intrigante consumado. Impone contrapesos a los nobles al enemistar las Casas entre sí mientras mantiene un puño de hierro sobre el resto de la nación.

Hoy más que nunca, la corte de Norta es un nido de víboras.

Las maquinaciones de Maven no tendrán efecto en mí, sin embargo. No soy tan tonta para subestimarlo, menos ahora que sus obsesiones prevalecen. Su mente está tan escindida como su país y esto lo hace más peligroso todavía.

El primer navío se desliza hacia la playa y su calado es tan pequeño que encalla a unos metros de mi madre. Los ninfos son los primeros en saltar al agua, que se aparta de sus pies para que caminen sobre el fondo seco, no en su beneficio sino en el de Maven.

Él los sigue de cerca y desciende de un salto para pisar tierra seca lo más pronto posible. Los quemadores como él no sienten aprecio alguno por el agua y mira con recelo las paredes líquidas de su vereda. No espero ninguna muestra de compasión cuando pasa por mi lado, con sus centinelas a remolque, y ni siquiera recibo una mirada. Para alguien a quien llaman Flama del Norte, su corazón es brutalmente frío.

Los primos Cygnet permanecen junto a la nave y la sueltan en las aguas de la bahía. Éstas se apresuran y arraciman antes de elevarse, como una criatura al alzar la cabeza o un padre que alarga el brazo hacia su hijo.

Los soldados levantan un tablón en cubierta y revelan una figura conocida.

Ya no soy una niña. He visto cadáveres. Mi país lleva en guerra más de un siglo y en mi calidad de hija menor, la segunda, estoy en libertad de cruzar las líneas de batalla. Se me educó para combatir, no para gobernar. Es mi deber apoyar a mi hermana, como lo hizo mi padre con mi madre, cuanto ella lo necesite.

Ahoga un insólito sollozo y tomo su mano.

—¡Quieta como los lagos, Ti! —murmuro y me aprieta en respuesta. Sus facciones se tensan en una máscara inexpresiva.

Los ninfos Cygnet suben los brazos y el agua refleja su acción, multiplicada. Bajan poco a poco la tabla, con el cadáver envuelto en una sábana blanca. Flota en la superficie, cada vez más lejos de la nave.

Mi madre avanza en la bahía. Se detiene tan pronto como sus muñecas están bajo el agua y percibo el sutil movimiento envolvente de sus dedos. El cuerpo de mi padre resbala en la superficie hacia ella, como tirado por cuerdas invisibles. Nuestros primos marchan a un lado del rey, al que flanquean incluso en la muerte. Dos de ellos lloran.

Cuando ella alcanza la sábana, resisto el impulso de cerrar los ojos. Quiero preservar lo que recuerdo de mi padre, no viciarlo con la vista de su cadáver, pero lo lamentaría algún día. Respiro despacio y me concentro en mi calma. Las aguas se agitan en mis tobillos, son una corriente suave y arremolinada que compensa la sensación de náuseas en la boca de mi estómago. Fijo la atención en ella y trazo perezosos círculos con mi mente para que mi pena no se desborde. Aprieto los dientes, elevo el mentón; las lágrimas no retornan.

El rostro de mi padre es extraño, despojado como está de color y de vida. Su suave piel morena, poco arrugada pese a su edad, tiene un matiz pálido. ¡Ojalá sólo estuviera enfermo, no muerto! Mi madre pone las manos a ambos costados de su cara y lo mira con una fortaleza que no puedo concebir. Sus lágrimas revolotean aún como un enjambre de insectos cintilantes. Tras un prolongado momento, besa sus párpados y arrastra los dedos por su larga cabellera entrecana. A continuación le envuelve el rostro con las manos, con las que forma un cuenco. Sus lágrimas se acumulan y caen sobre sus dedos. Al fin les permite fluir.

Casi doy por supuesto que él se estremecerá, pero no se mueve. Ya no puede hacerlo.

Tiora es la siguiente, toma entre sus manos agua de la bahía y la derrama sobre la faz de nuestro padre. Se detiene a estudiarlo. Siempre fue más próxima a mi madre, como su posición lo exige; esto no aminora su dolor. Su serenidad flaquea, aparta la mirada y se cubre el rostro con una mano.

El mundo aparenta contraerse cuando avanzo en el agua con piernas aletargadas e insensibles. Mi madre se mantiene en suspenso, con una mano sobre la sábana que cubre el cadáver. Me mira desde el otro lado con semblante pacífico y vacío. Conozco esa expresión; la adopto siempre que debo esconder una tormenta de emociones. La usé el día de mi boda, aunque entonces encubría miedo, no dolor.

No esta pena tan profunda.

Imito a Tiora y vierto agua sobre él. Gotas ruedan por la nariz aguileña y los pómulos hasta acumularse en el cabello bajo su nuca. Retiro un mechón gris y de pronto quisiera cortar un rizo para mí. En Arcón dispongo de un pequeño templo —una capilla, en realidad— repleto de velas y gastados símbolos de los dioses sin nombre. Angosto como es, ese recoveco del palacio es el único sitio en el que me siento yo misma. Me gustaría llevarme a mi padre y depositarlo ahí.

Es un deseo imposible.

Cuando me aparto, mi madre se adelanta otra vez. Apoya las manos sobre el tablón y Tiora y yo seguimos su ejemplo. Nunca antes he hecho algo así y quisiera no tener que hacerlo, pero es lo que los dioses ordenan. Vuelve, imploran. A lo que eres, a tu habilidad: se sepulta a un guardaflora, se entierra a un caimán en mármol y granito, se ahoga a un ninfo.

Si vivo aún cuando Maven muera, ¿me permitirán quemar su cadáver?

Bajamos la tabla con nuestras manos y habilidad. Usamos los músculos y el peso de nuestra corriente para sumergir el cuerpo. Incluso en los bajíos, el agua distorsiona su rostro. A mi izquierda rompe el alba, el sol se eleva sobre las colinas. Brilla en la superficie y me ciega un instante.

Cierro los ojos y recuerdo a mi padre como era.

Retorna al seno del agua.

Detraon es una ciudad de canales tallada por los ninfos sobre el lecho rocoso de la margen occidental de Clear Bay. La antigua urbe que la precedió no existe ya, arrasada como fue por inundaciones hace más de un millar de años. Río abajo hay todavía inmensos campos de escombros, entreverados con las ruinas putrefactas de otro tiempo. Polvo de acero corroído por la herrumbre enrojece la tierra hasta la fecha y los magnetrones explotan esas parcelas como los agricultores el trigo. Cuando las aguas cedieron, estos terrenos eran aún la sede perfecta para nuestra capital, tendidos junto al lago Eris y con acceso al Neron y al resto de los lagos por un estrecho de poca longitud. En vías fluviales naturales y abiertas por los ninfos, desde Detraon podemos llegar muy pronto a cualquier rincón del reino, del Hud en el norte, a las fronteras en disputa del Río Grande en el oeste y al Ohius en el sur. No hubo señor ninfo que fuese capaz de resistirse, de modo que henos aquí, donde extraemos fuerza y seguridad de las aguas.

Los canales facilitan la división, ya que separan la ciudad en sectores que rodean los templos centrales. La mayoría de los Rojos viven en el sureste, la zona más alejada del agraciado litoral, mientras que el distrito del palacio y el de los nobles se asientan en la bahía y dominan las aguas que tanto amamos. El Barrio del Remolino, como se le conoce, ocupa el noreste, donde Rojos acaudalados y Plateados de escasa relevancia viven en estrecha proximidad. Son comerciantes en su mayoría, hombres de negocios, oficiales de bajo rango y soldados, estudiantes pobres de la universidad, situada en el distrito noble, así como Rojos de calidad y no tanto: trabajadores calificados —por lo común independientes— y sirvientes ricos o lo bastante importantes para vivir en casas Plateadas, no de su propiedad. El gobierno de la ciudad no es mi fuerte y prefiero dejárselo a Tiora, aunque hago lo que puedo para familiarizarme con él. Pese a que me aburre, al menos debo conocerlo. La ignorancia es una carga que no pienso echarme a cuestas.

No usamos los canales en la actualidad, porque el palacio está muy cerca de la bahía. ¡Qué bien!, pienso, para poder disfrutar de mi paseo habitual. Las murallas de azul turquesa y oro del sector noble discurren en arcos, tan fluidos y uniformes que sólo pueden ser obra de Plateados. Casas de familias que me sé de memoria asoman por las paredes, con las ventanas abiertas de par en par a la mañana en tanto que colores dinásticos ondean orgullosos en la brisa: la bandera rojo sangre del Linaje Renarde, la de verde jade de la sinigual y añeja estirpe de tormentas de Sielle: menciono en mi cabeza a cada una. Sus hijos e hijas combatieron por la nueva alianza. ¿Cuántos de ellos murieron con mi padre? ¿Cuántos que yo conocía?

Es un día hermoso, de un sol radiante entre nubes dispersas. El viento del Eris no se interrumpe, toca mi cabello con ágiles dedos. Aunque imagino que me encontraré con el aroma del deterioro, la destrucción y la derrota del este, lo único que aspiro son las aguas de los lagos, verdes y crecidas por el estío. Nada indica que el ejército avance con dificultad hacia nosotros, después de que perdió su sangre en las murallas de Corvium.

Nuestra escolta se abre en abanico, compuesta por soldados con ojos de pedernal de la comarca de los Lagos y el contingente de Maven. La mayoría de los nobles de este último permanecen en el ejército, con el que se movilizan tan rápido como el resto lo permite, pese a lo cual él tiene consigo a sus centinelas, siempre a su sombra, lo mismo que dos de sus generales de alto rango, cada cual con ayudantes y guardias propios. Aun cuando el lord general de la Casa de Greco tiene el cabello cano y es engañosamente esbelto para un coloso, el emblema en su hombro, de un azul y amarillo chillón, resulta inconfundible. Tiora se encargó de que yo memorizara los grandes linajes de Norta, sus Casas, hasta conocerlos tan bien como a los nuestros. El otro, el Lord general Macanthos —cuyos colores son el azul y el gris—, de cabello rubio rojizo y ojos nerviosos, es demasiado joven para su puesto. Sospecho que su rango es nuevo y reemplazó a un pariente recién fallecido.

Maven no es tan tonto para no tratar con deferencia a mi madre en su terruño y camina detrás de ella. Yo hago lo que se espera de mí, seguirle el paso. No nos tocamos, ni siquiera los brazos o las manos; así lo estableció él. No se ha acercado a mí desde el día en que perdió a Mare Barrow. Nuestro último contacto fue un beso frío bajo una tormenta en ciernes.

Doy gracias a esto en secreto. Sé cuál es mi deber como Plateada, reina y puente entre nuestras naciones. También es deber de él, una carga que ambos debemos llevar. Pero si él no saca a colación el tema de los herederos, menos lo haré yo. Para empezar, tengo apenas diecinueve años, toda la vida por delante; y para continuar, si Maven fracasa y su hermano recupera la corona, no tendré ningún motivo para quedarme. Sin hijos, seré libre de volver a casa. No quiero que un ancla me ate a Norta si no la necesito.

Nuestros vestidos dejan al arrastrarse húmedas estelas en la ancha calle junto al lago. El sol se refleja en la blanca piedra. Mis ojos van y vienen para abarcar por completo el espectáculo de un día de verano en mi antigua capital. ¡Cuánto querría detenerme como lo hacía antes, para sentarme en la pared baja que separa la avenida de la bahía, practicar mis habilidades con perezosa atención, y tal vez incluso para retar a Tiora a una breve y amistosa contienda! Pero no hay tiempo ni oportunidad para ello. No sé cuánto permaneceremos aquí ni cuánto más podré estar con lo que resta de mi familia, así que lo único que puedo hacer es prolongar cada momento, memorizarlo, grabarlo en mi mente como las agitadas olas tatuadas en mi espalda.

—Soy el primer rey de Norta que ha puesto el pie en este lugar durante un siglo.

La voz de Maven es baja y fría, la brusca amenaza del invierno en plena primavera. Después de tantas semanas en su corte, empiezo a conocer sus humores, a estudiarlo como lo hice con su país. El rey de Norta no es una criatura buena y mientras que mi supervivencia es indispensable para nuestra alianza, mi bienestar quizá no lo sea. Intento mantener con él buenas relaciones y eso ha sido fácil hasta ahora. No me trata mal; de hecho, casi no me trata. No cruzarme en su camino requiere poco esfuerzo en el laberinto del Palacio del Fuego Blanco.

—Durante más de un siglo, si la memoria no me falla —escondo mi sorpresa de que me haya dirigido la palabra—. Tiberias II fue el último rey Calore en hacer una visita de Estado, antes de que tus antepasados y los míos se declararan la guerra.

Ese nombre le arranca un silbido. Tiberias. No soy ajena al rencor entre hermanos; envidio muchas cosas de Tiora. Aun así, jamás he experimentado nada parecido a los hondos y profusos celos que Maven siente por su hermano exiliado y que le llegan hasta la médula. Cada mención de él, aun a título oficial, lo sulfura como el pinchazo de una daga. Supongo que ese nombre ancestral es algo más que él codicia, otra marca de un rey verdadero que no poseerá nunca.

Quizás a eso se debe que persiga a Mare Barrow con tanta obstinación. Los rumores parecen ser ciertos, yo misma lo he comprobado. Ella no sólo es una poderosa nuevasangre, la peculiar clase de Rojos dotados de habilidades similares a las nuestras, sino que además el rey exiliado la ama, por más que sea una chica Roja. Dado que la conocí, casi comprendo el motivo. Incluso encarcelada, Mare luchó, resistió. Era un rompecabezas que me habría gustado montar. Y todo indica que es un trofeo que los hermanos Calore se disputan; nada en comparación con la corona, pero es algo que estos muchachos envidiosos y pendencieros se arrebatan como hacen los perros con un hueso.

—Puedo disponer un paseo por la capital si su majestad lo desea —aunque pasar con él más tiempo del que debo dista de ser ideal, significaría más momentos en la urbe—. Los templos son famosos en todo el reino por su esplendor y la presencia de usted honraría sin duda a los dioses.

Alimentar su ego no da resultado, como suele ocurrir con los nobles y cortesanos. Tuerce la boca.

—Quiero prestar atención a cosas que sí existen, Iris, como la guerra que ambos deseamos ganar.

¡Haz lo que te plazca! Me trago la respuesta con un desapego glacial. Los ateos no son asunto mío; no puedo abrirles los ojos, no es mi responsabilidad hacerlo. Que Maven enfrente a los dioses cuando muera y vea lo equivocado que estaba antes de entrar al infierno que él mismo se forjó. Ellos lo ahogarán para toda la eternidad; ése es el castigo que espera a los quemadores en la otra vida, así como las llamas serían una condena para mí.

—¡Desde luego! —bajo la cabeza y siento las frías alhajas en mi frente—. El ejército sanará y se rearmará en la Ciudadela a su llegada; deberíamos recibirlo ahí.

Él asiente.

—Sí, deberíamos.

—Y hay que considerar también a las Tierras Bajas —añado. No estuve en Norta cuando los señores leales al príncipe Bracken buscaron la ayuda de Maven, nuestros países estaban en guerra todavía, pero los informes de inteligencia fueron muy elocuentes.

Le tiembla la mejilla.

—El príncipe Bracken no luchará contra Montfort mientras estos bastardos tengan a sus hijos como rehenes —habla como si yo fuera una incauta.

Conservo la calma e inclino la cabeza.

—Por supuesto —le digo—. Pero ¿y si fuera posible forjar en secreto una alianza? Montfort perdería su base en el sur, todos los recursos que Bracken le cedió, y obtendría a cambio un poderoso enemigo, otro reino Plateado que combatir.

Sus pasos resuenan con fuerza y regularidad en el sendero. Lo oigo respirar, exhala suspiros graves y sibilantes mientras espero una respuesta. A pesar de que somos casi de la misma altura y es probable que yo sea tan pesada como él, si no es que más, me siento pequeña a su lado, pequeña y vulnerable, un ave en sociedad con un gato. Esta sensación no me gusta.

—El intento de recuperar a los hijos de Bracken podría ser infructuoso. No sabemos dónde están ni qué tan vigilados los tienen. Puede ser que estén al otro lado del continente, o muertos, pese a los informes que hemos recibido —susurra—. Debemos poner toda nuestra atención en mi hermano; cuando él desaparezca, los demás no tendrán a quién apoyar.

Aunque trato de no mostrarme desairada, me encorvo de todas maneras. Sé que necesitamos las Tierras Bajas. Dejárselas a Montfort es un error que podría derivar en nuestra ruina, de modo que vuelvo a la carga.

—El príncipe Bracken tiene las manos atadas. No podría intentar el rescate de sus hijos aun si supiera dónde están —bajo la voz—. El riesgo de fracasar es muy grande. Pero ¿no sería posible que alguien lo hiciera por él?

—¿Te ofreces a llevar a cabo esta misión, Iris? —me ataja al tiempo que me mira por encima del hombro.

Me tenso frente a una idea tan descabellada.

—Soy una reina y una princesa, no un perro que juega a buscar cosas.

—¡Seguro que no eres un perro, querida! —se burla sin que pierda el paso un solo segundo—. Los perros obedecen.

En lugar de arredrarme, hago caso omiso de su crudo insulto y suspiro.

—Quizás estés en lo cierto, señor mío —me queda una última carta, la mejor—. Después de todo, tienes mucha experiencia con rehenes.

Una ola de calor estalla a mi lado, tan cerca que empiezo a sudar al instante. Hacer que recuerde a Mare —y cómo la perdió— es una manera fácil de lograr que pierda los estribos.

—Si consiguiéramos encontrar a los hijos de Bracken —reclama—, tal vez podría concertarse algo.

Eso es todo lo que obtengo del rey Calore. Considero que esta conversación ha sido un éxito.

Los muros transitan de un lustroso tinte azul turquesa y oro a un mármol flamante, lo que señala el fin del sector noble y el inicio del palacio. Los arcos que recorren esta parte del camino tienen puertas, cada uno provisto de un miliciano lacustre vestido de invariable azul, y los que deambulan sobre la muralla ven pasar a su reina. Mi madre acelera la marcha. Ansía estar en el palacio, lejos de miradas indiscretas, a solas con nosotras. Tiora la sigue, no porque desee mantenerse a su lado sino para alejarse de Maven; como a casi todos, algo en la intensidad de los ojos eléctricos del rey la pone nerviosa. En alguien tan joven, ese atributo es impropio, incluso artificial, como si otra persona lo hubiera implantado.

Con una madre como la suya, a nadie le extrañaría que haya sido así.

Si ella viviera, no se le permitiría estar en Detraon, y menos aún a tan corta distancia de la familia real. En la comarca de los Lagos, los Plateados de su tipo —los susurros, con aptitud para controlar la mente— no son de fiar, y en realidad ya no existen. El Linaje Servon se extinguió hace mucho tiempo, por una buena razón. En cuanto a Norta, tengo la impresión de que la Casa de Merandus podría hallar pronto un destino similar. Desde que llegué al Fuego Blanco, no he cruzado palabra con ningún susurro y, tras la muerte en nuestra boda del primo de Maven, sospecho que él mantiene lejos a la progenie de su madre, si es que sobrevive aún.

El Royelle, nuestro palacio, ocupa los vastos terrenos de su sector. Posee sus propios canales y acueductos y sus aguas emanan de fuentes y cascadas. Algunas de ellas forman un pasillo abovedado sobre nosotros, en dirección a la bahía, mientras que otras corren bajo la vereda. En invierno, la mayoría se congela y decora el camino con esculturas de hielo que ninguna mano humana sería capaz de crear. En las festividades, los ministros de los templos descifran el hielo con objeto de transmitir la voluntad de los dioses. A menudo hablan en clave y escriben sus palabras en la tierra y los lagos para que sólo los elegidos las vean y apenas unos cuantos las comprendan.

Se requiere osadía para que el rey quemador de una nación hasta hace poco hostil entre al baluarte de la comarca de los Lagos, y Maven lo ejecuta sin chistar. Otro pensaría que ni siquiera es capaz de temer, que su madre lo libró de ese defecto, pero no es verdad. Veo miedo en todo lo que hace, a su hermano más que nada, aunque también porque la chica Barrow se marchó y está fuera de su alcance. Y como cualquier otro en este mundo, teme por encima de todo perder su poder. Por eso está aquí, por eso se casó conmigo: hará lo que sea con tal de conservar su corona.

¡Qué dedicación! Es su mayor fortaleza y su mayor debilidad.

Arribamos a las fastuosas puertas que dan a la bahía, flanqueadas por guardias y saltos de agua. Los hombres se inclinan e incluso el agua ondula cuando pasa mi madre, por efecto de su habilidad extraordinaria. Detrás de esas puertas se encuentra mi jardín favorito, una extensa y acicalada profusión de flores azules de toda clase: rosas, azucenas, hortensias, tulipanes e hibiscos, con pétalos cuyos matices van del violeta al índigo más profundo. A pesar de que debieran ser azules, están de luto también, como los pendones y mi familia.

Los pétalos se han ennegrecido.

—Su majestad, ¿accedería a consentir la presencia de mi hija en nuestra capilla, de conformidad con nuestras tradiciones?

Es la primera vez esta mañana que oigo decir algo a mi madre. Emplea el tono de la corte y el idioma de Norta para que Maven no pueda poner como pretexto que no entendió su solicitud. Su acento es mejor que el mío, casi imperceptible; Cenra Cygnet es una mujer inteligente, con oído para las lenguas y ojo para la diplomacia.

Se detiene a examinar a Maven, volviendo su rostro para mirarlo de frente en un despliegue de cortesía común. Sería una insensatez que le diera la espalda a un monarca justo cuando le pide algo; aun si la petición se refiere a mí, su hija, un ser humano con voluntad propia, pienso en consonancia con un mal sabor de boca, aunque en realidad no es cierto. Él está por encima de ti. Eres su súbdita ahora, no de ella. Cumples sus deseos.

En apariencia, al menos.

No tengo ninguna intención de ser una reina atada a una correa.

Por fortuna, Maven muestra menos displicencia por la religión ante mi madre, a quien brinda una tensa sonrisa y una leve reverencia. Junto a ella, de cabello canoso y arrugas alrededor de los ojos, él luce más joven, nuevo e inexperto: es todo menos eso.

—Hemos de honrar la tradición —dice—, incluso en momentos tan caóticos como éste. Ni Norta ni la comarca de los Lagos deben olvidarse de lo que son. Esto podría salvarlas en última instancia, su majestad.

Se expresa bien, con palabras tan empalagosas como el almíbar.

Pese a que mi madre deja ver su dentadura, la sonrisa no llega a sus ojos.

—Así es. Ven conmigo, Iris —me hace señas para que la siga.

Si yo no tuviera compostura alguna, tomaría su mano y echaría a correr; en cambio, la poseo en abundancia y avanzo con paso uniforme, demasiado lento, detrás de ella y mi hermana, entre las flores negras y salones con diseños azules hasta llegar al territorio sagrado del templo personal de la reina en el Royelle.

Erigido a un costado de los aposentos de la monarca, el solitario templo es sencillo y está enclavado entre salones y dormitorios. La tradición salta a la vista en los accesorios de rigor. Una fuente borbotante de mediana altura bulle en el centro de la pequeña estancia. Caras gastadas de rasgos indefinidos, extrañas y conocidas, miran desde el techo y las paredes. Nuestros dioses no tienen nombre ni jerarquía. Sus bendiciones son azarosas, sus palabras escasas, sus castigos impredecibles, pero existen en todas las cosas, se dejan sentir en cualquier momento. Busco a mi preferido, un rostro vagamente femenino de ojos grises y vacíos, al que distingue una anomalía en los labios que podría ser una imperfección de la piedra y parece una sonrisa de complicidad. Aun ahora me consuela, a la sombra de las exequias de mi padre. Pienso que dice: Todo irá bien.

Este templo no es tan grande como el del palacio, que se utiliza para las ceremonias de la corte, ni tan espléndido como los magnos edificios en el centro de Detraon, con altares de oro y libros de la ley celestial tachonados de joyas. Nuestros dioses demandan poco más que fe para dar a conocer su presencia.

Extiendo la mano sobre una ventana que me resulta familiar, a la espera. El sol naciente se filtra por el grueso cristal de diamante, cuyos paneles están dispuestos como olas en espiral. Únicamente cuando las puertas de la capilla se cierran a nuestras espaldas para dejarnos solas con los dioses, lanzo un pausado suspiro de alivio. Antes de que mis ojos se adapten a la luz, mi madre toma mi rostro entre sus tibias manos y me estremezco sin remedio.

—No es necesario que regreses —murmura.

Jamás la había oído rogar; suena inusual.

La voz se me atora en la garganta.

—¿Qué?

—¡Querida, por favor! —retoma con destreza el lacustre e indica así su favor por nuestra lengua. Abre mucho los ojos, que se le oscurecen bajo la penumbra de la angosta habitación; son profundos pozos en los que yo podría caer para no salir más—. La alianza sobrevivirá sin ti.

No suelta mi rostro, me pasa los pulgares por los pómulos. La contemplo un largo momento. Veo en sus pupilas un brote de esperanza y aprieto los labios. Poso con lentitud mis manos en las suyas y las aparto.

—Tú y yo sabemos que eso no es cierto —me obligo a encararla.

Tensa la mandíbula, se endurece. Una reina no se acostumbra jamás a que la rebatan.

—No me digas lo que sé o lo que ignoro.

Pero yo también soy una reina.

—¿Los dioses te han dicho otra cosa? —pregunto—. ¿Hablas por ellos? —suelto una blasfemia; si bien uno puede escucharlos en su corazón, sólo los ministros tienen autoridad para difundir sus palabras.

Incluso la reina de los Lagos está sujeta a esas restricciones. Desvía avergonzada la vista antes de darse la vuelta hacia Tiora. Mi hermana no dice nada y luce más severa que nunca. ¡Qué gran hazaña!

—¿Hablas por la corona? —pongo distancia entre nosotras. Madre debe entenderlo—. ¿Eso ayudará a nuestra nación?

El silencio se impone de nuevo, no contesta. En lugar de ello, se fortifica para asumir ante mis ojos su imagen imperial. Es como si se insensibilizara y agigantara. Casi doy por supuesto que se convertirá en piedra. No te mentirá.

—¿O hablas por ti, como doliente? Acabas de perder a mi padre y no deseas perderme…

—No puedo negar que te quiero aquí —dice con firmeza y reconozco la voz de una soberana, la misma que emplea en las resoluciones de la corte—, a salvo, protegida de monstruos como él.

—Puedo ocuparme de Maven, lo he hecho varios meses, tú lo sabes —como ella, busco apoyo en Tiora; su expresión no ha cambiado, es neutra aún. Permanece atenta, callada y calculadora, como conviene a una reina en flor.

—¡Ah, sí, leo tus cartas! —agita una mano con desdén. ¿Sus dedos fueron siempre tan frágiles, con tantas arrugas e imperfecciones? Mirarlos me causa una honda impresión. Demasiado canoso, cavilo cuando veo que su cabello refulge bajo la luz mortecina al tiempo que ella marcha de un lado a otro. Lo recordaba menos gris—. Recibo tu correspondencia oficial y los informes secretos que envías, Iris —agrega—. Ni una ni otros aumentan mi confianza. Y al verlo ahora… —emite un suspiro entrecortado mientras reflexiona y se desplaza a la ventana opuesta, donde sigue con un dedo las volutas del cristal de diamante—. Ese muchacho no alberga otra cosa que mordacidad y vacío. Es un desalmado, mató a su padre y trató de hacer lo mismo con su hermano exiliado. Sea lo que haya hecho su diabólica madre, condenó al rey de Norta a una vida de tormento. Yo no te condenaré a eso; no permitiré que desperdicies tu vida a su lado. Tarde o temprano su corte lo devorará, o él a ella.

Aunque comparto este temor, resulta inútil lamentar decisiones que ya se tomaron, puertas que ya fueron abiertas, caminos emprendidos con antelación.

—¡Si me lo hubieras dicho antes —me burlo—, podría haber dejado que él muriera cuando los Rojos atacaron durante nuestra boda, y mi padre viviría aún!

—Sí —estudia la ventana como si fuera un fino lienzo para no tener que mirar a sus hijas.

—Y si Maven hubiera muerto… —bajo la voz a fin de parecer tan fuerte como ella y Tiora, una reina de nacimiento. Me acerco y poso mis manos en sus estrechos hombros; siempre ha sido más delgada que yo— nosotras libraríamos una guerra en dos frentes: contra el nuevo monarca de Norta y contra la rebelión Roja que bulle en apariencia por todas partes. —En mi propia nación, me lamento; esa rebelión empezó en nuestro suelo, frente a nuestras propias narices: fuimos nosotros quienes permitimos que esa podredumbre se esparciera.

Mi madre bate sus oscuras pestañas sobre las mejillas morenas y cubre mi mano con la suya.

—Sin embargo, yo tendría conmigo a tu hermana y a ti, estaríamos juntas otra vez.

—¿Por cuánto tiempo? —pregunta Tiora, quien, más alta que nosotras, nos contempla con presunción y hace crujir su seda negra y azul cuando cruza los brazos; semeja una estatuilla en el pequeño templo, lo que la eleva al nivel de los dioses—. ¿Quién puede asegurarnos que ese camino no conducirá a más muertes —inquiere—, a que nuestros cadáveres acaben en el fondo de la bahía? ¿Piensas, madre, que la Guardia Escarlata nos dejará vivas en caso de que derroquen nuestro reino? Yo no lo creo.

—Yo tampoco —oprimo la frente contra el hombro de la monarca—. ¿Tú qué opinas, mamá?

Su cuerpo se pone rígido bajo mi tacto, contrae los músculos.

—Puede hacerse —afirma—, ese nudo es posible de desenmarañar. Podrías quedarte con nosotras, pero la decisión es tuya, monamora.

Mi amor.

Si pudiese pedirle una cosa a mi madre, sería que decidiera por mí, que hiciera lo que ha hecho miles de veces en mi nombre. Ponte esto, come aquello, di lo que te recomiendo. Su sabiduría me molestaba entonces, que ella o mi padre asumieran mi responsabilidad, pero ahora querría esquivarla, poner mi destino en manos de los que confío. ¡Si fuera una niña aún, y todo esto apenas un mal sueño!

Busco a mi hermana por encima del hombro. Me frunce el ceño, abatida, y no ofrece ninguna escapatoria.

—Me quedaría si pudiera —se me quiebra la voz pese a que intento sonar como una reina—, tú lo sabes, como en el fondo también sabes que lo que me pides es imposible, una traición a tu corona. ¿Recuerdas lo que nos decías de pequeñas?

Tiora responde y mi madre hace una mueca:

Primero el deber, siempre el honor.

Este recuerdo me reconforta. Aunque lo que me espera no es nada fácil, debo hacerlo; tengo ese propósito, al menos.

—Mi deber es resguardar la comarca de los Lagos tan bien como vosotras —les digo—. Quizá mi matrimonio con Maven no garantiza que ganemos la guerra, pero nos brinda una oportunidad; erige una barrera entre nosotras y los lobos que están al acecho. Por lo que se refiere a mi honor… no lo recuperaré hasta que mi padre sea vengado.

—¡Así sea! —gruñe Tiora.

—¡Así sea! —musita mi madre con un hilo de voz.

Miro a sus espaldas el rostro del dios risueño. Saco fuerzas de su sonrisa, de su seguridad. Me sosiega.

—Aunque Maven y su reino son un escudo, también son una espada. Tenemos que usarla, pese a que él represente un peligro para nosotras.

Mi madre sofoca una risita.

—En especial para ti.

—Así es.

—¡Jamás debí aceptarlo! —sisea—. Fue idea de tu padre.

—Lo sé, y fue una buena idea, yo no lo culpo. —Yo no lo culpo. ¿Cuántas noches de insomnio pasé sola en el Palacio del Fuego Blanco mientras me decía que no le guardaba rencor? ¿Que no me contrariaba que me hubiese vendido como una mascota o un solar? Era una mentira entonces y lo es ahora, si bien mi enojo a causa de estas cosas murió con mi progenitor.

—Cuando todo esto termine… —dice mi madre.

Si ganamos… —la interrumpe Tiora.

Cuando ganemos —mamá da media vuelta y sus ojos reflejan un destello de luz; en el centro del santuario la fuente ondulante retarda su fluir y el agua enlentece su incansable caída—. Tan pronto como tu padre nade en la sangre de sus asesinos; tan pronto como la Guardia Escarlata sea exterminada al igual que tantas otras ratas opulentas —el agua se detiene, suspendida por el ardor de sus palabras— no tendrá sentido que permanezcas en Norta, y menos todavía que un rey inepto e inestable conserve la corona de Arcón, máxime uno tan imprudente con la sangre de su pueblo y el nuestro.

—¡Así sea! —murmuramos al unísono Tiora y yo.

Mi madre gira hacia la fuente inmóvil y le da al líquido la forma que le place, lo hace arquearse en el aire como una compleja figura de cristal. La luz juega con el agua, que se astilla en prismas de todos los colores. La soberana ni siquiera parpadea, como si el sol no la deslumbrara.

—La comarca de los Lagos arrasará esos países ateos. Conquistará Norta y la Fisura. Estas naciones se muerden ya unas a otras, sacrifican a los suyos a causa de mezquinas rivalidades. No pasará mucho tiempo antes de que su fuerza se agote. Nada escapará a la furia del linaje de Cygnet.

Siempre he estado orgullosa de mi madre, desde que era una niña. Es una gran mujer, el deber y el honor personificados, visionaria e implacable, una guía para el reino y sus hijas. Ahora me doy cuenta de que yo desconocía la mitad de esto, la resolución que oculta bajo su aspecto apacible, tan fuerte como una tempestad. ¡Y qué gran tormenta será ésta!

—¡Que se ahoguen! —recito nuestra antigua maldición de castigo divino contra traidores y enemigos de toda laya.

—¿Y qué hay de los Rojos, aquéllos con habilidades y que se han refugiado en el país montañoso? Sus espías merodean por todo el reino. —Tiora arruga la frente, lo que abre un desfiladero en su piel. Aunque yo querría allanar sus innúmeros temores, tiene razón: hay que acabar con personas como Mare Barrow. Ellas también forman parte de esto y son nuestras rivales.

—Usemos a Maven contra ellos —le digo—. Está obsesionado con los nuevasangre, en particular con la Niña Relámpago. Los perseguirá hasta el fin del mundo si es necesario, y empeñará toda su fuerza en ello.

Mi madre asiente con siniestra aprobación.

—¿Y las Tierras Bajas?

—Hice lo que me dijiste —me enderezo con orgullo— y sembré esa semilla. Maven necesita a Bracken tanto como nosotras, así que intentará rescatar a sus hijos. Si podemos ganar al príncipe para nuestra causa, emplear sus ejércitos en lugar de los nuestros…

Mi hermana remata por mí:

—La comarca de los Lagos será preservada, reuniremos nuestras fuerzas y las tendremos en espera, e incluso podríamos lanzar a Bracken contra Maven.

—Sí —digo—. Con algo de suerte, todos se matarán entre sí antes de que nosotras mostremos nuestras verdaderas intenciones.

Tiora chasquea la lengua.

—Creo poco en la suerte si tu vida está en juego, petasorrehermanita.

Aunque pronuncia esta palabra con cariño y sin el menor dejo de escarnio, me desagrada. Y no porque ella sea la heredera, la mayor, la hija destinada a gobernar, sino porque ese término revela su preocupación y que está dispuesta a hacer grandes sacrificios por mí, y no quiero esto de ella ni de mi madre. Mi familia ya ha dado suficiente.

—Tú debes rescatar a los hijos de Bracken —dice la reina con una voz tan gélida y sombría como sus ojos—, una hija de Cygnet. Maven no lo hará, enviará a sus Plateados; no tiene habilidad ni humor para esas cosas. En cambio, si tú acudes con sus soldados, si vuelves junto al príncipe Bracken con sus hijos en tus brazos…

Trago saliva. No soy un perro que juega a buscar cosas. Se lo dije hace unos minutos a Maven y ahora estuve a punto de decírselo a mi ilustre madre.

—Es demasiado peligroso —dice Tiora y casi se interpone entre nosotras.

Mamá no cede, inquebrantable como siempre.

no puedes traspasar nuestras fronteras, Ti. Y si deseamos inclinar a Bracken a nuestro lado, debemos ayudarlo; así es como se estila en las Tierras Bajas —aprieta los dientes—. ¿O preferirías que lo hiciera Maven y consiguiese de esta forma un firme aliado? Solo, ese joven es muy peligroso, no le des otra espada para que la empuñe.

A pesar de que estas palabras hieren mi orgullo y resolución, advierto su buen juicio. Si Maven encabeza u ordena el rescate de los chicos de Bracken, sin duda se ganará su lealtad. Esto es algo que no debemos permitir.

—¡Desde luego que no! —contesto—. Tengo que hacerlo yo, a toda costa.

Tiora lo acepta también, da la impresión de que se empequeñece.

—Haré que mis embajadores establezcan contacto con Bracken lo más discretamente posible. ¿Qué otra cosa necesitas?

Inclino la cabeza y siento que los dedos se me entumecen. Rescatar a los vástagos del príncipe. Ni siquiera sé por dónde empezar.

Los segundos se prolongan tanto que es difícil ignorarlos. Si permanecemos más tiempo aquí, despertaremos sospechas en Norta, pienso y me muerdo el labio; sobre todo en Maven, si es que no las tiene ya. Mis piernas pesan como plomo cuando me aparto de mi madre y mis manos se enfrían sin su calor.

Al pasar junto a la fuente meto los dedos en el arco del agua y me mojo las puntas, que me llevo a los párpados para que el rímel se corra. Lágrimas falsas ruedan por mis mejillas, negras como las flores de duelo.

—Reza, Ti —le digo—. Si no crees en la suerte, confía en los dioses.

—Mi confianza en ellos es absoluta —repone en forma automática—. Pediré por nosotras.

Me entretengo en la puerta, con una mano en el pomo.

—Yo también lo haré —abro, rompo la burbuja en la que estábamos, pongo fin a los que podrían ser nuestros últimos momentos de seguridad en varios años y balbuceo para mí—: ¿Dará resultado?

Mi madre me escucha, se vuelve y no puedo ignorar sus ojos mientras me retiro.

—Sólo los dioses lo saben.

Tormenta de guerra

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