Читать книгу Tormenta de guerra - Victoria Aveyard - Страница 13
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Mare
–Dije que no quería más sorpresas —le reclamo a Davidson, a quien sigo mientras nos guía por su palacio. Farley marcha a su lado, con la mano sobre la pistola que porta al cinto, como si temiera que los saqueadores empezaran a salir de los armarios de un momento a otro.
Los miembros Plateados de nuestro grupo están igual de nerviosos y Anabel mantiene sus filas en orden. Retarda repetidamente el avance de Tiberias, a quien reinstala detrás de una muralla de leales guardianes de la Casa de Lerolan. Evangeline oculta mejor su miedo, con un rostro que como de costumbre oscila entre la burla y la sonrisa maliciosa. Lleva dos escoltas propios, supongo que son primos Samos. Su atuendo se transforma muy rápido en una armadura con escamas mientras serpenteamos por las estancias del palacio de Montfort.
Cuando hablo, el primer ministro me observa por encima del hombro y me lanza una mirada fulminante. Curiosamente, las campanas y alarmas retumban en el pasillo y envuelven sus palabras.
—Apenas puedo controlar los caprichos de los saqueadores, Mare, y no programo sus ataques, por frecuentes que sean.
Le sostengo la mirada, acelero el paso y la sangre me hierve en las venas.
—¿No lo hace? —no me sorprendería lo contrario; he visto que reyes hacen cosas peores con su pueblo a cambio de poder.
Se arma de valor y aprieta los labios en una línea severa. Un súbito rasgo de vergüenza alcanza sus amplios pómulos y su voz se reduce a un murmullo.
—Estábamos avisados, sí; sabíamos que vendrían. Y dispusimos de tiempo suficiente para confirmar la apropiada defensa de los alrededores. Pero me molesta la insinuación de que yo derramaría la sangre de mi gente, que arriesgaría su vida, ¿para qué?, ¿por mero efecto dramático? —pregunta en un silbido, con voz tan mortífera como el filo de una navaja—. Sí, esto brinda a la Guardia y a Calore la oportunidad de que cumplan su parte del acuerdo y den prueba de algo antes de que vayamos a suplicarle a mi gobierno. Sin embargo, no es un trueque que yo haya querido hacer —suelta—. Preferiría emborracharme en la terraza con mi marido y ver a unos chicos insoportables desdeñarse entre sí.
Me siento reprendida y aliviada. Davidson me mira con ojos de fuego cuando suele ser tan tranquilo, imperturbable e indiscernible. Su fuerza reside no sólo en su habilidad o carisma, sino también en una estudiada calma más allá de la cual pocos pueden ver. No es el caso ahora. La mera insinuación de una traición a su país hizo que se enfureciera. Comprendo esta lealtad, la respeto, e incluso podría confiar en ella.
—¿Qué haremos entonces? —pregunto, satisfecha por el momento.
Él afloja el paso hasta detenerse y volver la espalda contra la pared a fin de avistarnos a todos. Nos para en seco y el amplio pasillo se abarrota de Rojos y Plateados a la espera. Incluso la reina Anabel lo mira con grave atención.
—Nuestras patrullas nos informan que los saqueadores cruzaron la frontera hace una hora —dice—. Suelen dirigirse a las ciudades del valle o a la capital.
Pienso en mis padres y hermanos y en Kilorn, que duermen a pesar del ruido o se interrogan acerca de él. No deseo combatir si eso significa abandonarlos al peligro. Los ojos de Farley se encuentran con los míos y veo el mismo temor en ella. También Clara está arriba, metida en una cuna.
Davidson hace todo lo posible por calmarnos.
—Las alarmas son precautorias y nuestros ciudadanos lo saben —explica—. Ascendente está protegida contra ataques. Por sí mismas, las montañas brindan suficiente salvaguarda para reservar la mayoría de los asaltos a las llanuras o la parte baja de las laderas orientales. Sería preciso subir muy alto para aproximarse peligrosamente a la capital.
—¿Los saqueadores son tontos, entonces? —inquiere Farley, quien trata así de disipar con bravatas su preocupación. No quita la mano del arma.
Davidson sube una comisura de su boca y creo escuchar que Carmadon suelta un sí en su mano.
—No —contesta el primer ministro—, pero les encanta la espectacularidad. Atacar la capital de Montfort es un hábito para ellos. Aumenta el favor entre los suyos y entre los señores de la Pradera.
Tiberias eleva el mentón y se adelanta a uno de sus celadores. La tensión en sus hombros indica que no soporta sentirse atrapado, aborrece cualquier otro sitio que no sea estar al frente. Le es ajeno pedirle a otro que haga algo que él no hará, enfrentar el peligro si él no lo hace.
—¿Y quiénes son ellos? —interroga.
—Todos ustedes me han cuestionado acerca de los Plateados de Montfort —responde Davidson con voz fuerte para imponerse sobre las alarmas—. Se preguntan cómo es que viven así, qué cambios efectuamos hace décadas. Algunos Plateados aceptaron la libertad, la democracia; muchos de ellos, debo decir, la mayoría —aprieta el mentón—. Entendieron cómo debía ser el mundo o vieron más allá y decidieron que era preferible que se quedaran, que resultaba más fácil que se adaptasen —sus ojos se fijan en Evangeline; por alguna razón, ella se sonroja bajo su escrutinio y casi esconde la cara.
”Otros no lo hicieron así. Plateados viejos, de la realeza, nobles que no resistieron nuestro nuevo país. Ellos huyeron o llegaron con violencia a las fronteras: el norte, el sur, el oeste. Al este, en las desocupadas colinas entre nuestras montañas y la Pradera, formaron bandas e intentaron establecer sus territorios y señoríos. Siempre peleaban y se hostigaban entre sí, y a nosotros. Viven como sanguijuelas, se alimentan de cualquier cosa que encuentren. No cultivan, no construyen; es poco lo que los mantiene unidos más allá de la ira y un orgullo a ultranza. Atacan transportes, granjas y ciudades en la Pradera y Montfort. Se concentran en ciudades y aldeas Rojas, en aquellos que no pueden defenderse de la embestida Plateada. Avanzan, atacan, vuelven a avanzar; por eso los llamamos saqueadores.
Carmadon chasquea ruidosamente la lengua y pasa una mano por su brillante calva de color púrpura oscuro.
—¡Qué bajo ha caído mi clan Plateado! ¡Y todo por puro orgullo!
—Y por lo que ellos entienden como poder —añade Davidson y posa la vista en Tiberias, quien se endereza y aprieta el maxilar—, por lo que creen merecer. Preferirían perderlo todo a someterse a personas que juzgan inferiores.
—¡Idiotas! —maldigo.
—La historia se estropea a causa de personas así —indica Julian—, que se resisten al cambio.
—Pero vuelven más heroicas a las que lo aceptan, ¿no? —replico y hago sentir mis palabras.
Tiberias no muerde el anzuelo.
—¿Dónde atacarán? —interroga, sin dejar de mirar a Davidson, quien sonríe de forma misteriosa.
—Recibimos noticias de una de las ciudades del valle; los saqueadores están cerca —responde—. Creo que después de todo sí le enseñaré el Paso del Halcón, su majestad.
Ningún palacio está completo sin un arsenal.
Los guardias de Davidson ya se encuentran ahí y deambulan por la amplia sala, provista de armamento y equipo. No se ponen los monos verdes, los uniformes a los que estoy acostumbrada ya, sino ajustados trajes negros y botas altas, aptos para la defensa contra una incursión nocturna. Me recuerdan lo que usaba en el entrenamiento, el traje con franjas plateadas y moradas que me distinguía como una hija de la Casa de Titanos, una Plateada hasta la médula, una mentira.
En la puerta, Anabel posa una mano en el brazo de Cal. A pesar de que le ruega con los ojos, él pasa firme junto a ella y la aparta con gentileza. La abuela recorre con los dedos el borde de su capa roja, y el brocado negro pasa por sus yemas mientras él evita su mano.
—Tengo que hacer esto —lo escucho musitar—. El primer ministro tiene razón; debo pelear por ellos si lo harán por mí.
Nadie más habla y el silencio se espesa como una nube a baja altura; lo único que oigo es el roce de la ropa. Mi vestido se enfanga en torno a mis tobillos y me pongo rápido el traje sobre la ropa interior. Cambio entretanto de posición y fijo la vista en unos músculos que reconozco.
Tiberias aparta de mí la mirada, ya sin camisa y con el traje atado alrededor de la cintura. Sigo su espalda con los ojos, reparo en las escasas cicatrices de una piel por lo demás sedosa y esculpida. Son antiguas, más que las mías, obtenidas en el entrenamiento, en un palacio y un frente de guerra que ya no existen. Aunque un sanador podría borrarlas pronto con su tacto, él las conserva, colecciona marcas en el cuerpo como otro lo haría con medallas o distintivos.
¿Se ganará más de ellas el día de hoy? ¿Cumplirá Davidson su promesa?
Una parte de mí se pregunta si ésta no es una trampa para el genuino rey Calore, un asesinato fácil disfrazado de amenaza real. Pero aun si Davidson mintió acerca de que no le haría daño a Tiberias, no es un idiota; eliminar al mayor de los Calore no haría más que debilitarnos, destruiría un escudo vital entre Montfort y la Guardia Escarlata, por un lado, y Maven por el otro.
Es imposible que deje de mirar. Puede que esas cicatrices sean antiguas, no así la marca casi violeta donde el cuello se funde con el hombro. Ésa es nueva, de hace unos días. Yo se la hice, pienso, y trago saliva para mitigar un recuerdo tan próximo como infinitamente lejano.
Alguien me sacude el hombro y me saca de las arenas movedizas de Tiberias Calore.
—¡Hey! —exclama Farley con aspereza y tono admonitorio; no se ha quitado su uniforme rojo oscuro de comandante y me mira con amplios ojos azules—, déjame a mí.
Sus dedos suben con celeridad el cierre de la espalda de mi traje y el conjunto se ajusta a mi cuerpo. Arrastro los pies y acomodo la tela gruesa de mis muy largas mangas, cualquier cosa que me permita olvidarme del príncipe exiliado, quien justo ahora mete los brazos en el traje.
—¿No había nada de tu talla, Barrow?
El marcado acento de Tyton me ofrece una necesaria distracción. Se yergue junto a nosotras, con la espalda apoyada en la pared y una pierna estirada. Su traje es igual al mío, más a la medida de su espigada figura. No porta ninguna insignia de relámpago, ningún símbolo ni insignia de su mortalidad. Su presencia revela que Davidson no tiene necesidad de aparentar accidentes útiles para eliminar a sus adversarios; le basta con Tyton. Esta escalofriante idea es en cierto modo un bálsamo. Esto no es una trampa, al menos; no hace falta que lo sea.
Me pongo las botas con una sonrisita de suficiencia.
—El sastre se las verá conmigo cuando volvamos.
En el otro extremo de la habitación, Tiberias se sube las mangas y deja al descubierto su pulsera flamígera. Evangeline se ve casi aburrida junto a él, con sus pieles en el suelo para mostrar la armadura que la cubre de pies a cabeza. Atrapa mi mirada y la sostiene.
Pese a que doy por supuesto que no se arriesgará por nadie que no sea Elane Haven, me siento más segura con ella cerca. Ya me ha salvado dos veces y le soy útil todavía; nuestro acuerdo sigue en pie.
Tiberias no debe recuperar el trono.
El salón se vacía cuando pasamos de los vestidores a las interminables hileras de armas del fondo. Farley se pertrecha lo mejor posible, con una pistola en la otra cadera y un rifle corto cruzado en la espalda. Sospecho que ya lleva escondidos sus puñales. No tomo ningún arma; Tyton recoge del estante un cinturón, una pistola y una funda y me los tiende.
—No, gracias —refunfuño; no me gustan las armas ni las balas, no confío en ellas ni las necesito. No puedo controlarlas como a mi relámpago.
—Algunos de los saqueadores son silenciadores —su voz restalla como un latigazo y la sola idea me trastorna: conozco demasiado bien la sensación de la roca silente y por ningún motivo querría soportarla de nuevo.
Sin previo aviso, Tyton sujeta el cinturón a mi cintura y fija la hebilla con agilidad. El arma se desliza dentro de su funda, la siento pesada y ajena en mi costado.
—Si pierdes tu habilidad —agrega—, es mejor que tengas un respaldo.
Detrás de nosotros, la temperatura aumenta a causa de una propagación de calor, lo que sólo puede significar una cosa. Me doy la vuelta a tiempo para ver pasar el hombro de Tiberias, quien guarda su distancia, obstinado en mirar el suelo e ignorarme mientras camina.
Bien podría llevar un rótulo colgado al cuello.
—¡Cuida esas manos, Tyton! —reclama por encima del hombro—. Ella muerde.
El nuevasangre ríe enigmáticamente. No es preciso que responda ni intenta hacerlo, lo que no hace otra cosa que indignar más a Tiberias.
Por una vez, no me importa el rubor que arde en mis mejillas y me aparto de Tyton, quien no cesa de reír.
Tiberias me observa cuando lo alcanzo y sus ojos broncíneos se encienden con algo más que su fuego habitual. Mis extremidades se cargan de energía eléctrica y la mantengo bajo control, la aprovecho para intensificar mi resolución.
—¡No seas tan posesivo! —le doy un codazo cuando paso junto a él y es como si golpeara un muro—. Si insistes en llamarte rey, al menos podrías actuar como tal.
Lanza a mis espaldas algo que fluctúa entre un gruñido y un suspiro de frustración.
No respondo ni me doy la vuelta ni me detengo mientras sigo el flujo constante de la tropa hasta la plaza central, donde estuvimos hace unas horas. Transportes de color negro y verde bosque ocupan la explanada, donde se abren en un abanico uniforme. Davidson aguarda junto al vehículo principal, con Carmadon a su lado. Se abrazan deprisa, unen sus frentes y se besan antes de que Carmadon retroceda. Ninguno de los dos parece preocupado por la escaramuza próxima. Estos episodios deben ser frecuentes, o ellos son buenos para esconder su temor; quizás ambas cosas.
El palacio descuella sobre el creciente número de efectivos y algunas sombras se mueven en los balcones, de ayudantes e invitados por igual. Entrecierro los ojos para identificar a mi familia entre las siluetas. Aunque el cabello de Gisa debería llamar primero mi atención, veo antes a papá, quien se encorva sobre una barandilla para observar bien. Tan pronto como me mira, ladea un tanto la cabeza. Yo quisiera agitar la mano, pero lo juzgo de súbito un gesto ridículo. Y al momento en que los vehículos encienden sus motores con un rugido que llega hasta el bosque, sé que sería inútil tratar de llamar su atención.
Encuentro a Farley en el transporte principal, a la espera y en compañía de Davidson. Como éste es un vehículo elevado, ella tiene que trepar para que le sea posible abordarlo. Estos transportes son distintos a los que conozco; tienen ruedas mucho más grandes, casi de mi altura, con hondos dibujos para el rocoso y dentado terreno de montaña. El resto de la carrocería está reforzado con molduras de acero y decorado con numerosas manijas, estribos y correas colgantes, cuya finalidad es obvia.
Tyton sube de un salto y se acomoda al fondo del vehículo principal. Se sujeta del armazón junto a otro soldado de Montfort. Las correas deben ajustarse a la cintura, lo que ofrece a los usuarios libertad suficiente para inclinarse sin rebotar. Otros efectivos, con sangre de todo tipo, hacen lo propio en los demás transportes. Sin sus insignias, sólo puedo suponer que son las mejores opciones, tanto en armas como en habilidad.
El primer ministro Davidson sujeta la puerta, a la espera de que yo suba con él en el transporte. Un impulso salvaje me incita a hacer lo opuesto.
Trepo junto a Tyton y me ato a su derecha. Él levanta una comisura como única constancia de mi decisión.
El transporte detrás del nuestro está destinado a Tiberias y Evangeline; sus agentes lo flanquean con sus inconfundibles colores. Veo que ella hace una pausa con un pie en el estribo. No me mira a mí, sino más allá, al palacio: a Carmadon, expectante en la entrada monumental, con los brazos cruzados y un resplandor en su traje blanco debido a los reflectores. A unos metros, la distancia que la reina Lerolan establece entre él raya en la descortesía. Anabel alza el mentón en cuanto aparece Tiberias, quien atraviesa la plaza a grandes zancadas.
Sin sus colores, se confunde con el resto: es un soldado competente con órdenes que cumplir, y también lo que él cree ser: un sujeto más bajo el mando de su padre, plegado a la voluntad de un difunto. Intercambiamos nuevas miradas y algo en los dos arde.
A pesar de todo, su presencia infunde seguridad. Más allá de cualquier otra cosa, ahuyenta todo temor que yo pueda tener por mí.
Lo que sólo me deja, desde luego, el miedo por las personas que amo.
Por Farley, por mi familia.
Y todavía, siempre, por él.
Un poblado en el valle está en riesgo y ha pedido ayuda al otro lado de la montaña. No hay tiempo para bajar la cuesta y serpentear por la llanura, así que llegaremos desde lo alto.
Las carreteras que circulan arriba del palacio se introducen en bosques de pinos. Cruzamos con un aullido de motores el paisaje empinado, bajo ramas tan densas que impiden que veamos las estrellas. Me pego lo más posible al vehículo porque temo que una rama colgante me atraviese. Los árboles desaparecen pronto y el terreno sobre el que ruedan nuestros transportes se vuelve pedregoso. Mi cabeza se pone rígida y los oídos se me taponan como en el momento en que un avión despega. Un poco de nieve aparece esparcida en el terreno en declive, reunida en hondonadas, y a lo lejos cubre el pico final. El frío me enrojece la cara, aunque la hechura especial de los trajes me permite conservar el calor. De todas formas, me castañetean los dientes y me pregunto qué fue exactamente lo que me empujó a viajar en la parte trasera del transporte y no dentro de él.
La cima de la montaña se eleva sobre nosotros, es una daga blanca contra un cielo perforado por radiantes luceros. Me inclino tanto como me atrevo; la vista de las estrellas hace que me sienta pequeña.
Mi equilibrio se altera al iniciar el descenso. Dejamos atrás la nieve, y luego tierra y rocas, de modo que una nube de escombros sigue al vehículo en su camino por la ladera oriental. Me invade el temor cuando nos acercamos otra vez a la línea de árboles. El valle se extiende más allá de los pinos, interminable y oscuro como un océano. Siento como si pudiera ver, a miles de kilómetros, la comarca de los Lagos, Norta, a Maven y lo que nos tiene reservado. Pronto caerá otro mazazo. ¿Dónde?, ¿sobre quién? Nadie lo sabe todavía.
Nos sumergimos en la arboleda y el transporte rebota sobre rocas y raíces. No hay carreteras a este lado de la montaña, apenas senderos abiertos bajo el arco de la enramada. Mis dientes vibran a cada sacudida y las correas lastiman mi cadera.
—¡Invócalo! —ruge Tyton casi encima de mí para que pueda oírlo sobre el estruendo de los motores y el aullido del viento—. ¡Prepárate!
Asiento y me armo de valor. Es fácil reunir a las vibraciones de la electricidad. Me cercioro de no tomarlas de los motores que me rodean, sino del relámpago que sólo yo puedo convocar y que brama peligroso y purpúreo bajo mi piel.
El espesor de los inmensos pinos disminuye y entre sus agujas alcanzo a ver la luz de las estrellas. No arriba, sino aquí, más adelante, al frente.
Lanzo un chillido y me aprieto contra el transporte cuando derrapa y da una forzada vuelta a la izquierda, a un repentino camino llano junto al precipicio. Durante un instante aterrador, pienso que podríamos salir disparados de la montaña y despeñarnos en la oscuridad. Sin embargo, el vehículo se mantiene firme y las llantas se aferran al camino conforme, uno por uno, los demás transportes nos siguen y avanzan con dificultad por la pavimentada vereda.
—¡Eso fue fácil! —exclama Tyton, con los ojos fijos en mi cuerpo.
Chispas de color púrpura suben y bajan por mi piel en respuesta al temor. Arden de modo inofensivo, titilan en la oscuridad.
—¿No había una mejor manera de hacer eso? —pregunto en un susurro.
Se encoge de hombros.
Arcos de rocas talladas cruzan a intervalos el camino, son estructuras en forma de curvas alternas de mármol y piedra caliza. Corona cada una un par de alas finamente labradas, cuyas plumas están grabadas en la roca en torno a las brillantes luces que iluminan el sendero.
—El Paso del Halcón —digo en voz alta. Es un nombre adecuado para un camino que se tiende a alturas a las que sólo llegan los halcones y las águilas. Debe de ser imponente a la luz del día.
El camino avanza zigzagueante por la ladera, casi un acantilado, con curvas muy pronunciadas. Ésta es sin duda la forma más rápida de bajar al valle, y la más imprudente, aunque los conductores de los vehículos son muy hábiles y dan con precisión cada curva. Quizá sean sedas o su equivalente entre los nuevasangre, y trasladen su agilidad a las máquinas que manejan. Intento mantenerme alerta en tanto descendemos por el Paso del Halcón, a la caza de hostiles Plateados escondidos entre las rocas y los nudosos árboles. Las luces del valle adquieren un perfil más definido. Las ciudades que Davidson mencionó salpican el paisaje; su aspecto es pacífico, e intacto y vulnerable.
Cuando tomamos otra curva pronunciada, un gemido perfora la noche. El ruido de metal al desgarrarse y desprenderse de sus junturas nos envuelve en su estrépito. Levanto la mirada y veo que un transporte da crecientes volteretas a mitad de la fila. Todo parece disminuir la velocidad al tiempo que el vehículo despliega una cegadora claridad y mis sentidos se centran en la máquina que se precipita en espiral por el aire. Los soldados a bordo forcejean con sus sogas, con la esperanza de vencer la gravedad. Otro, un coloso, intenta sujetarse del borde del camino, pero éste resbala entre sus dedos, bajo los que el pavimento se agrieta. El transporte prosigue en su caída, gira en su eje. Esto no puede ser un accidente; la trayectoria es demasiado perfecta.
Va a aplastarnos.
Apenas tengo tiempo de agacharme antes de que el transporte en el que viajo se sacuda a mis pies y haga rechinar los frenos para detenerse a tiempo. Al momento en que los frenos se clavan, sale humo de las llantas.
El camino se sacude cuando el vehículo cae con estridencia y nosotros chocamos contra él. Tyton me sujeta de la espalda del traje y tira de mí hacia arriba mientras rompo mis correas y uso mi electricidad para atravesar el espeso tejido. Sufrimos una nueva sacudida cuando el vehículo de Tiberias y Evangeline impacta con el nuestro, lo que nos inmoviliza entre el que cayó y el suyo.
Más frenos chirriantes y choques estruendosos resuenan a nuestras espaldas, uno después de otro, en una reacción en cadena de motores retorcidos y hule quemado. Sólo los últimos transportes de la fila, unos seis, se salvan de la embestida, y frenan a tiempo para proteger su maquinaria.
Miro para todas partes sin saber adónde ir. El transporte que cayó yace de espaldas, como una tortuga volcada. Davidson bajó ya del vehículo principal y tropieza en su marcha con la máquina debajo de la cual hay soldados aplastados. Farley avanza a su lado, con una mano sobre la pistola; cae de repente sobre una rodilla y apunta con la mirada puesta en los riscos que se alzan sobre nosotros.
—¡Urgen magnetrones! —ruge Davidson y levanta una mano en petición de ayuda. Tras tender una palma, forma un escudo de color azul claro sobre el mortal borde del camino.
De un modo u otro, Evangeline ya está junto a él, sus manos parecen danzar. Sisea mientras levanta el pesado transporte, que deja ver extremidades retorcidas y cráneos aplastados de los que se derraman sesos como zumo de uvas reventadas. Davidson no pierde tiempo y se acerca bamboleante a sacar a los supervivientes de debajo del transporte suspendido en el aire.
Evangeline lo hace descender poco a poco. Con un movimiento de sus dedos desprende una puerta, para que salgan quienes se hallan dentro. Los efectivos están ensangrentados y desorientados, pero vivos.
—¡Apartaos! —les hace señas para que se alejen del transporte y, una vez que se apartan a rastras, bate palmas con fuerza.
El transporte se encoge hasta convertirse en una compacta bola dentada del tamaño de una puerta del vehículo, que ella deja caer con estrépito, con lo que satisface su deseo. Sólo los cristales y las llantas vuelan en todas direcciones, fuera del control metálico de Evangeline. Un neumático que rueda camino abajo ofrece un raro espectáculo.
Me doy cuenta de que estoy de pie sobre mi transporte inmovilizado. Evangeline se da la vuelta y en su armadura se refleja la luz de las estrellas. Pese a que Tyton está junto a mí, me siento expuesta, soy un blanco fácil.
—¡Traed a los sanadores! —grito en dirección a la hilera de vehículos aplastados que están apilados bajo los arcos—. ¡Y conseguid más luz!
Algo brilla sobre nuestras cabezas, un rayo ascendente como el sol. Es obra de las sombras, sin duda, manipuladores de la luz, que nos arrojan una luz deslumbrante y una oscuridad más cegadora aún. Bajo ligeramente los párpados, cierro un puño y emito un poco de electricidad en torno a mis nudillos. Al igual que Farley, no dejo de mirar los salientes rocosos que nos rodean. Si por cualquier motivo los saqueadores se hallan en lo alto, si están sobre nosotros, perderemos una ventaja considerable.
Tiberias lo sabe ya.
—¡Todos vigilad los acantilados! —vocifera, con la espalda contra el transporte. Tiene una pistola en una mano y sus llamas lengüetean en la otra. Los soldados no necesitan su instrucción: todos los que portan un arma la han levantado ya y envuelven el gatillo con los dedos. Sólo necesitamos un blanco.
Curiosamente, el Paso del Halcón está sumido en el silencio, salvo por algún grito y eco ocasional, en tanto las órdenes recorren la línea.
Una docena de efectivos de Montfort se abren paso por el camino que desciende en zigzag, son siluetas con trajes negros. Hacen alto en cada transporte y usan sus habilidades para tratar de separar los destrozados vehículos. Son magnetrones y colosos, o sus versiones nuevasangre.
Evangeline y sus primos se acercan pisando fuerte para soltar mi transporte del suyo.
—¿Podéis arreglarlo? —pregunto desde arriba.
Ella adopta un aire desdeñoso y hace patinar el metal retorcido para separarlo.
—Soy magnetrona, no mecánica —resopla y avanza a empujones entre los restos.
De pronto, echo de menos a Cameron y su cinturón de herramientas, pero ella está lejos, fuera de peligro, con su hermano de regreso en las Tierras Bajas. Me muerdo el labio y la cabeza me da vueltas. Ésta es una trampa insolente que nos deja vulnerables en la ladera, o inmovilizados mientras los saqueadores causan estragos en las ciudades del valle, si no es que en la capital a nuestras espaldas.
Tiberias piensa lo mismo. Corre hasta el borde de la vereda y se asoma a la oscuridad.
—¿Os podéis comunicar por radio con vuestros poblados? Debemos avisarles.
—¡Frente a usted! —grita Davidson y se acuclilla junto a un miliciano herido, cuyo brazo sostiene mientras un sanador trabaja con la pierna rota. A un lado del primer ministro, un oficial habla muy rápido en un equipo de comunicación.
Tiberias frunce el ceño y se vuelve hacia la gran cantidad de despojos.
—¡Informad a la capital! Pedid otro destacamento, sets de asalto si pueden llegar rápido.
Davidson asiente apenas. Me da la impresión de que él ya ha hecho eso también, pero contiene la lengua y permanece atento al soldado a sus pies. Media docena de sanadores trabajan con diligencia en toda la fila y atienden a los lesionados en este espantoso desastre.
—¿Qué hay de nosotros? No podemos quedarnos aquí mucho tiempo —me deslizo por mi vehículo hasta dar en el suelo; es preferible estar en tierra firme—. Algo volcó a ese transporte.
Aún sobre el toldo, Tyton se lleva las manos a la cadera. Mira el camino que sube en zigzag y examina el sitio, por lo demás vacío, desde el que cayó la máquina.
—Quizá fue una mina de poca carga. Detonada en el momento justo, lanzó un vehículo por los aires.