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SIETE

Iris

Las márgenes del Ohius son altas. Ésta fue una primavera húmeda; las granjas del sur de la comarca de los Lagos estuvieron a punto de inundarse varias veces. Tiora vino aquí, a la inestable zona fronteriza, hace apenas unas semanas, para contribuir al rescate de los nuevos cultivos y para sonreír y saludar. Sus tímidas y escasas sonrisas nos ganaron algo de favor en estos lares, aunque no el suficiente. Los informes dirigidos a la corona indican que los Rojos siguen en fuga y cruzan las colinas a la Fisura, hacia el este; son unos tontos si creen que el señor Plateado de ese reino les dará una vida mejor. Los más listos atraviesan el Ohius hacia los territorios en disputa, en los que no gobierna rey ni reina alguno, pero deben arriesgar el viaje y enfrentar a Rojos y Plateados por igual entre la comarca de los Lagos y el norte de las Tierras Bajas.

La elevación desde el río ofrece una vista imponente del valle; es un buen sitio para esperar. Miro al sur, a los bosques dorados bajo la declinante luz de la tarde. El día de hoy fue fácil, se consumió en viajar por campos de trigo y maíz. Y Maven tuvo la gentileza de utilizar su transporte, con lo que me concedió largas horas de paz durante nuestro trayecto al sur. Este viaje fue casi un indulto, aun si significó separarme de mi madre y mi hermana, que se quedaron en la capital. No sé cuándo las veré otra vez, si acaso vuelvo a reunirme con ellas algún día.

Pese a la grata brisa y el aire cálido, Maven decidió aguardar en su vehículo, por lo pronto. Hará sin duda una entrada triunfal cuando lleguen los representantes de las Tierras Bajas.

—Va con retraso —susurra la anciana que se encuentra junto a mí.

Aun en estas circunstancias, levanto una comisura de la boca.

—Hay que tener paciencia, Jidansa.

—¡Cuánto han cambiado las cosas, su majestad! —ríe y se le remarcan las arrugas en su moreno rostro—. Recuerdo que en más de una ocasión le di ese mismo consejo, casi siempre respecto a la comida.

Interrumpo mi labor de vigilancia para mirarla.

—En eso, las cosas no han cambiado en absoluto.

Su risa gastada cobra fuerza y resuena al otro lado del río.

Jidansa, del Linaje Merin, ha sido amiga de mi familia desde que tengo uso de razón, tan próxima como una tía y tan atenta como una nodriza. Empleaba su habilidad como telqui para divertirnos de niñas a Tiora y a mí y revolvía con su mente nuestros juguetes o zapatos. No obstante su cara arrugada, cabello blanco y actitud de matrona, es una adversaria temible, una telqui de extraordinario talento, una de las mejores de nuestra nación.

Si fuera más cruel, le solicitaría que volviera conmigo a Norta y ella accedería, pero sé que no debo pedírselo. La mayor parte de su familia murió en la guerra; vivir entre nosotros sería un castigo que no merece.

Su presencia es tranquilizadora. Incluso en la comarca de los Lagos me siento incómoda al lado de Maven.

El resto de mi escolta se abre en abanico detrás de mí, a respetuosa distancia. Aunque los centinelas deberían hacer que me sintiera segura, nunca estoy a gusto bajo su mirada enjoyada. Me matarían si mi esposo lo ordenara, o lo intentarían al menos.

Cruzo los brazos y siento los bordes de mi chaqueta azul de viaje. Aun cuando estoy a punto de conocer a un príncipe de las Tierras Bajas, el príncipe reinante, no vengo vestida para la ocasión. ¡Ojalá no sea tan afecto a la apariencia como la mayoría de los Plateados que conozco!

No tengo que esperar mucho tiempo para descubrirlo.

Desde nuestro mirador, vemos que su caravana avanza por los territorios en disputa. El paisaje es igual al de los bosques del sur de los Lagos; no hay murallas, accesos ni caminos en esta sección de la frontera. Por ahora, nuestras patrullas de vigilantes están escondidas; tienen la instrucción de dejar pasar al príncipe.

Su convoy es reducido, incluso en comparación con nuestro exiguo grupo de seis transportes y una cincuentena de celadores. Veo sólo dos vehículos, máquinas ágiles y rápidas que corren sin hacer ruido a través de los poco densos linderos del bosque. Están pintados al estilo camuflaje, con un verde espantoso que les permite confundirse con el paisaje. A medida que se acercan, distingo las estrellas amarillas, violetas y blancas que salpican sus costados.

Es Bracken.

Se oye a mis espaldas un rechinido metálico y Maven desciende de su transporte. Cruza el prado con un par de rápidas zancadas y se detiene a mi vera con singular donaire. Une lentamente las manos. Su piel blanca es más dorada bajo esta luz; parece casi un ser humano.

—No pensé que el príncipe Bracken fuera tan confiado. Es un necio —señala al reducido séquito del príncipe.

—La desesperación vuelve necia a la mayoría —repongo con frialdad.

Ríe y arrastra sus ojos sobre mí con algo similar a la pereza.

—A ti no.

No, a mí no.

Esta aguja debe enhebrarse con especial cuidado. Como Maven, junto las manos y proyecto una imagen de fuerza, determinación y reciedumbre.

Los hijos de Bracken desaparecieron hace ya varios meses, para ser encarcelados y usados como instrumento de presión. Las Tierras Bajas se desangran cada minuto en que su ausencia se prolonga. Montfort les ha costado ya millones de coronas, se apodera de todo lo que cae en sus manos: armas, aviones, reservas de alimentos. La base militar en el País Bajo fue desmantelada, y gran parte de su contenido remitido a las montañas. Los naturales de Montfort son como langostas, consumen cuanto pueden; han agotado casi por completo los recursos que Bracken les cedió.

Los transportes se detienen a unos metros de nosotros, para guardar segura distancia de nuestro convoy. Cuando abren sus puertas, de ellos desciende una docena de agentes, que resplandecen bajo un lila oscuro con ribetes dorados. Portan armas y espadas, aunque algunos prefieren los mazos o hachas de guerra sobre los estoques.

Bracken no porta arma alguna.

Es alto, de piel negra, tez suave, labios carnosos y ojos como pulidas piedras de azabache. Mientras que a Maven lo cubren su capa, sus medallas y su corona, Bracken no depende del boato. Y si bien su fino ropaje es de un lila oscuro con ribetes de oro como sus agentes, no veo en él corona, pieles ni joyas. Este hombre está aquí para llevar a cabo una misión desesperada y no tiene motivo para lucirse.

Descuella sobre nosotros, con el musculoso físico de un coloso, aunque sé que es un mimo. Si me tocara, sería capaz de utilizar mis habilidades como ninfa, sólo por un tiempo y en limitada medida. Lo mismo vale para cualquier otro Plateado, y quizá nuevasangre también.

—Me habría gustado que nuestro primer encuentro hubiese tenido lugar en mejores circunstancias —dice con voz grave y retumbante. Como de costumbre, hace una leve reverencia en honor a nuestro rango; por más que gobierne las Tierras Bajas, su país no es digno rival de los nuestros.

—También nosotros lo habríamos querido, su alteza —me inclino a mi vez.

A pesar de que Maven sigue mi movimiento, lo hace demasiado rápido, como si deseara que esto terminase lo más pronto posible.

—¿Qué tiene para nosotros?

Ofrezco una mueca a causa de su falta de tacto. Abro la boca por instinto, dispuesta a limar las asperezas de una conversación tan precaria pero, para mi sorpresa, Bracken sonríe.

—A mí tampoco me gusta el perder tiempo —petrifica su sonrisa, uno de sus agentes se acerca con un libro encuadernado en piel—, sobre todo si está en juego la vida de mis hijos.

—¿Ese libro contiene la información acerca de Montfort? —miro los documentos cuando el agente se los entrega—. La reunió con extrema celeridad.

—El príncipe ya ha dedicado varios meses a la búsqueda de sus hijos, así como de personas que le asistan en su empeño —Maven arrastra las palabras—. Recuerdo a sus emisarios, los príncipes Alexandret y Daraeus; lamento no haber podido… ayudarles.

Tengo que sofocar un resoplido. Uno de esos príncipes perdió la vida en el palacio de Arcón, durante un fallido golpe de Estado contra Maven, y hasta donde sé, el otro está muerto también.

Bracken rechaza la disculpa con un gesto.

—Conocían los riesgos, lo mismo que todos los que están a mi servicio. He perdido a docenas de personas en la indagatoria del paradero de mi hijo y de mi pequeña —hay un dolor genuino en sus palabras, oculto debajo de su ira.

—¡Ojalá no perdamos a nadie más! —susurro y pienso en mí, en lo que dijo mi madre. Debes ser tú.

Maven levanta el mentón y mira por turnos a Bracken y al libro. Es seguro que está lleno de datos sobre Montfort, sus misteriosas ciudades, sus montañas, sus ejércitos; la información que necesitamos.

—Estamos listos para hacer lo que usted no puede, Bracken —el joven rey es un actor consumado y dota a sus palabras de la dosis de compasión exacta; si se le diera la oportunidad, podría atraer a Bracken a su lado antes de que yo pudiese jugar mis cartas—. Comprendo que mientras los de Montfort tengan en poder a sus hijos, no puede actuar contra ellos; aun la más modesta misión de rescate pondría en peligro su vida.

—Así es —Bracken devora cualquier cosa que Maven le da—. Incluso reunir información resultó demasiado peligroso.

El rey de Norta eleva una ceja.

—¿Y qué obtuvo de ello?

—Ubicamos a mis hijos en Ascendente, la capital de Montfort —nos tiende el libro—. Está enclavada en las montañas, la protege un valle. Nuestros mapas de la ciudad son antiguos pero útiles.

Tomo la información antes de que uno de los centinelas pueda hacerlo y sopeso el libro. Es denso, vale su peso en oro.

—¿Descubrieron dónde los tienen? —pregunto, con ansia ya de abrir el volumen y poner manos a la obra.

Él baja la cabeza.

—Eso creo, a un enorme precio.

Cruzo los brazos y estrecho el trascendente libro contra mi corazón.

—Lo aprovecharé al máximo.

El príncipe me mira de pies a cabeza, con respetuosa confusión. Maven es menos obvio: no se mueve ni altera el semblante. Por más que la temperatura no sube un solo grado, percibo la desconfianza que lo corroe. Y la amonestación. Pero es listo y mantiene cerrada la boca frente al príncipe, incapaz de impedir que teja mi tela.

—Yo misma encabezaré el equipo —fijo en Bracken una mirada de gran resolución. No parpadea, firme como una estatua; me sopesa, me examina. Vestir con sencillez fue una buena decisión de mi parte; mi aspecto es el de una guerrera antes que el de una reina—. Usaré soldados de Norta y los Lagos, una fuerza pequeña y suficiente que pasará inadvertida. Puedo asegurarle que desde el día de ayer nos hemos consagrado por entero a este trabajo.

Pese a que me pone los pelos de punta, poso una mano en el brazo de Maven. Su piel es fría bajo su manga. Aunque no puedo verla, siento un ligerísimo temblor en él y mi sonrisa se ensancha.

—Maven concibió un plan muy brillante.

Desliza su mano sobre la mía, con dedos helados; es una amenaza tan clara como el día.

—En efecto —esboza una sonrisa salvaje que rivaliza con la mía.

Bracken ve solamente el ofrecimiento y la posibilidad de rescatar a sus hijos. No lo culpo. Puedo imaginar lo que mi madre haría si Tiora y yo estuviéramos en la misma posición.

El príncipe emite un largo suspiro de alivio.

—¡Magnífico! —inclina la cabeza de nuevo—. A cambio, me comprometo a preservar la alianza que sostuvimos durante décadas, hasta que esos monstruos decidieron intervenir —endurece el gesto—. ¡Ya fue suficiente! La marea cambiará a partir de hoy.

Siento sus palabras tan vivamente como el río que fluye en su cauce a nuestros pies, imparables, inquebrantables.

—La marea cambiará a partir de hoy —repito y aprieto el libro en mi mano.

Esta vez Maven sube a mi transporte después de mí y siento la tentación de devolverlo al prado a patadas. En cambio, me refugio en la esquina más apartada de mi asiento, con la información de inteligencia de Bracken sobre las rodillas. No me quita los ojos de encima mientras se sienta; su sosiego casi me hace sudar.

Espero a que hable e igualo su gélida mirada con la mía. Maldigo su presencia para mis adentros. Ya ansío sumergirme en esos papeles y llenar los huecos de mi plan de rescate, pero no puedo hacerlo bajo la desdeñosa mirada de Maven y él lo sabe. Lo disfruta, como siempre disfruta molestar al prójimo. Barrunto que producir demonios para los demás hace que se sienta mejor con los suyos propios.

Tan pronto como el transporte se aleja a toda prisa de esta zona de frontera, habla.

—¿Qué te propones? —pregunta con voz llana y sin emoción; no dar ningún indicio de su estado de ánimo es su táctica preferida. Resulta inútil buscar algún sentimiento en sus ojos o su cara, intentar descifrarlo como lo haría yo con cualquier otra persona; es demasiado hábil para eso.

Respondo simplemente, con la cabeza en alto:

—Deseo ganar las Tierras Bajas para nosotros.

Para nosotros.

Emite un zumbido grave y gutural antes de acomodarse en previsión del largo recorrido.

—Muy bien —dice y no vuelve a abrir la boca.

Tormenta de guerra

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