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CINCO

Mare

El jet de asalto es lento en el aire, más pesado que de costumbre. Me aferro a los cinturones de seguridad con los ojos cerrados. El movimiento de la nave en conjunción con el reconfortante zumbido de la electricidad me ha puesto soñolienta. Los motores marchan sin complicaciones, a pesar del peso extra. Más cargamento, lo sé. La bodega del avión está llena hasta el tope del botín de Corvium: municiones, revólveres, explosivos, armamento de toda clase; uniformes militares, víveres, combustible, baterías e incluso cordones para las botas. La mitad de eso viaja ahora en dirección a las Tierras Bajas y el resto está en otro jet, rumbo a las montañas de Davidson.

Montfort y la Guardia Escarlata no son abusivos en su proceder. Hicieron lo mismo tras el ataque al Palacio del Fuego Blanco, del que tomaron lo que pudieron en un periodo muy corto, más que nada dinero del Tesoro en cuanto resultó claro que Maven estaba fuera de su alcance. Igual sucedió en las Tierras Bajas, y por ello esa base del sur ofrece una apariencia de vacuidad, en viviendas y edificios administrativos alguna vez destinados a aparatosos consejos de guerra: nada de pinturas, esculturas ni vajillas o cubiertos finos; ninguno de los accesorios que los fastuosos Plateados requieren, sólo lo estrictamente necesario. El resto fue apartado, vendido o reciclado. Las guerras no son económicas; sólo podemos conservar lo útil.

A ello se debe que Corvium se desmorone a nuestras espaldas: ya no nos sirve.

Davidson alegó que dejar ahí una guarnición era una tontería y un desperdicio. La ciudad-fortaleza fue construida para canalizar hacia el Obturador soldados que combatieran a los lacustres. Concluida la guerra, ese lugar no tiene más sentido. No posee ningún río ni recursos estratégicos que resguardar, es apenas un camino de muchos a la comarca de los Lagos; se había convertido en poco menos que una distracción. Y pese a que lo tomamos, estaba rodeado por territorio de Maven y demasiado cerca de la frontera. La comarca de los Lagos podría invadir sin previo aviso, o las fuerzas de Maven retornar en gran número. Aunque quizás habríamos ganado de nuevo, eso habría impuesto un alto coste de vidas a cambio de unos simples muros en medio de la nada.

Como era de esperar, los Plateados se opusieron. Supongo que se toman a honra discrepar de todo lo que dice alguien por cuyas venas corre sangre roja. Anabel alegó el decoro.

—¿Después de tantos muertos, de tanta sangre derramada en esas murallas, queréis renunciar a esta ciudad? ¡Se nos tendrá por idiotas redomados! —rio mientras paseaba la vista por la sala del consejo y miraba a Davidson como si tuviera dos cabezas—. La primera victoria de Cal, el izamiento de su bandera…

—Yo no la veo por ningún lado —la interrumpió Farley con manifiesta mordacidad.

Anabel la ignoró e insistió, daba la impresión de que destruiría la mesa bajo sus dedos. Cal permaneció en silencio a su lado, con los encendidos ojos fijos en sus manos.

—Abandonar esta plaza parecerá una debilidad —aseguró la vieja reina.

—A mí no me importan las apariencias sino lo verdadero, su majestad —replicó Davidson—. Si lo desea, deje una guarnición a cargo de Corvium, pero ningún soldado de Montfort ni de la Guardia se quedará aquí.

Ella torció la boca y no dijo nada; no tenía intención de desperdiciar así su ejército. Se arrellanó en su silla y miró a Volo Samos, quien no ofreció tampoco a sus soldados y calló.

—Si abandonamos la ciudad, la dejaremos en ruinas —Tiberias cerró el puño sobre la mesa; recuerdo con claridad el blanco de sus nudillos bajo la piel: aún tenía tierra en las uñas y sangre también, quizá. Presté atención a sus manos para no tener que mirar su rostro; es fácil adivinar sus emociones y no quiero formar parte de ellas todavía—. Necesitaremos contingentes especiales de cada ejército —agregó—: olvidos Lerolan, gravitrones y bombarderos nuevasangre, todo aquél con destrezas para destruir. Que dejen esta ciudad sin sus recursos, la reduzcan a cenizas y arrasen con lo que reste. Que no quede nada útil para Maven o la comarca de los Lagos.

No levantó la vista mientras hablaba, incapaz de sostener la mirada de nadie. Sin duda le fue difícil ordenar la destrucción de una de sus ciudades. La conocía, su padre la había protegido y su abuelo antes que él. Tiberias valora la tradición tanto como el deber, ambos son ideales que tiene muy arraigados. Pese a todo, en su momento apenas sentí lástima por él y siento menos ahora, en nuestro trayecto a las Tierras Bajas.

Corvium no fue más que la puerta a un cementerio Rojo. Me alegra que haya terminado.

Aun así, siento malestar en la boca del estómago. Esa urbe arde todavía en mi mente cuando cierro los ojos: sus murallas desmoronándose, destruidas por explosiones; los edificios destrozados por la manipulación de la gravedad; las puertas de metal tornándose nudos sinuosos y las calles llenas de humo. Para atacar la torre central, Ella, una electricona como yo, se valió de su tormenta, un furioso relámpago azul que rajó la piedra. Ninfos de Montfort, nuevasangre dotados de enorme poder, usaron los arroyos próximos y aun el río para acarrear los escombros hasta la laguna. Nada de Corvium quedó a salvo; una parte se desplomó incluso sobre los túneles subterráneos. El resto se dejó como escarmiento, a la manera de los antiguos monolitos que sufrían el desgaste de un millar de años, no de unas horas.

¿Cuántas otras ciudades compartirán ese destino?

Pienso antes que nada en Los Pilares.

No he visto el lugar en que crecí desde hace casi un año, cuando respondía al nombre de Mareena y vi desde la cubierta de un suntuoso barco las márgenes del río Capital acompañada de un fantasma. Elara vivía aún, lo mismo que el rey. Ambos me obligaron a mirar mi aldea, la gente reunida junto al río con la expresa amenaza de un latigazo o una celda. Mi familia estaba ahí; me concentré en sus rostros, no en el paisaje: Los Pilares no fueron nunca mi hogar, ella lo es.

¿Me importaría ahora que la aldea desapareciera, que todo el daño lo padeciesen las casas construidas sobre pilares, el mercado, la escuela, el redondel; que todo eso fuera destruido o quemado, se inundara o sencillamente se desvaneciera?

No lo sé.

Pero sin duda hay lugares que deberían unirse a Corvium en ruinas. Nombro los que quisiera destruir, los maldigo.

Ciudad Gris, Ciudad Alegre, Ciudad Nueva y todas las demás ratoneras de su calaña.

Las barriadas de los tecnos me hacen recordar a Cameron, quien duerme frente a mí enredada en su cinturón de seguridad. Cabecea y su ronquido es casi imperceptible bajo el ruido de los motores del aeroplano. Su tatuaje asoma bajo el cuello de la blusa, un manchón de tinta oscura contra la piel morena. Se le marcó con su profesión, o su prisión, hace mucho tiempo. Pese a que vi sólo una ciudad tecno a lo lejos, su recuerdo me produce náuseas todavía; no me puedo imaginar lo que es crecer en una de ellas, atada a una vida bajo el humo.

Las barriadas Rojas deben ser aniquiladas.

También sus muros tienen que arder.

Aterrizamos en la base de las Tierras Bajas en medio de un aguacero de última hora en la mañana. Me basta con dar tres pasos sobre la pista hacia la fila de transportes en espera para empaparme. Farley me rebasa sin esfuerzo, ansía estar de vuelta con Clara; no piensa en otra cosa y evita al coronel y los demás soldados que nos reciben. Me empeño en seguirle el paso, me fuerza a avanzar a un trote incómodo. Intento no mirar el otro jet, el Plateado; por encima del estrépito de la lluvia oigo que sus ocupantes bajan en tropel a la pavimentada pista con sus aspavientos habituales. La lluvia ensucia sus colores: enloda el naranja de Lerolan, el amarillo de Jacos, el rojo de Calore y el plata de Samos. Evangeline tuvo el acierto de quitarse la armadura; las prendas de metal no son precisamente inofensivas en una tormenta eléctrica.

Al menos el rey Volo y el resto de sus caballeros Plateados no se nos unieron. Van de regreso al reino de la Fisura, donde quizás estén ya. A las Tierras Bajas viajaron sólo los Plateados que continuarán mañana la travesía hasta Montfort: Anabel, Julian y sus agentes y consejeros, así como Evangeline y Tiberias, desde luego.

Tan pronto como subo a mi transporte para guarecerme alcanzo a verlo, inquietante como una nube de tormenta. Se mantiene aparte, es el único de ellos que conoce la base de las Tierras Bajas. Seguro que Anabel le consiguió ropa elegante; ésa es la única explicación de su larga capa y botas lustradas, así como de sus galas interiores. Desde aquí no distingo si porta una corona. Pese a su atuendo señorial, nadie lo confundiría con Maven; ha invertido sus colores: la capa es de color rojo sangre, lo mismo que las demás prendas, todas ellas con ribetes de color negro y plata imperial. Tiberias fulgura bajo la lluvia, brillante como una flama, y mira con la frente arrugada, inmóvil mientras la tormenta se desata sobre nosotros.

Siento el primer estruendo del relámpago antes de que cruce el cielo. La electricona Ella lo contuvo para que aterrizaran los jets. Es un hecho que lo ha soltado ya.

Miro al frente y me apoyo en el cristal de la ventana. Al momento de arrancar, también intento soltar algo.

La casa que ocupa mi familia está igual que cuando me marché hace unos días, pese a la lluvia que azota las ventanas y ahoga las macetas. Esto no le gustará nada a Tramy; adora sus flores.

En Montfort podrá cultivar todas las que quiera. Podrá sembrar un jardín entero y dedicar su vida a verlo florecer.

Farley baja del transporte antes de que se detenga y salta sobre un charco. Yo titubeo por muchas razones.

Claro que debo hablar con mi familia acerca de Montfort. Espero que esté de acuerdo en quedarse ahí, por más que yo tenga que volver a marcharme. Aunque ya deberíamos estar acostumbrados a esto, partir nunca es fácil. Mi familia no puede impedir que lo haga y yo tampoco. Si se niega a ir allá… Tiemblo ante esta idea; saber que ella está a salvo es el único consuelo que me queda.

Esa controversia inevitable es un sueño en comparación con lo demás que debo admitir.

Cal eligió la corona, no a mí, no a nosotros.

Decir esto lo hace realidad.

El charco a un lado del vehículo es más hondo de lo que imaginé y cuando lo cruzo moja los lados de mis botas cortas y un escalofrío sube por mis piernas. Esta distracción me agrada y sigo a Farley escalones arriba, hasta una puerta que se abre.

Una masa indistinta de miembros de la familia Barrow me absorbe; mamá, Gisa, Tramy y Bree se arremolinan a mi alrededor. Mi viejo amigo Kilorn se les suma y avanza para darme un breve pero firme apretón de manos. Siento un alivio inmenso al verlo; no estaba preparado para combatir en Corvium y todavía me alegra que haya aceptado quedarse aquí.

Papá permanece al fondo, a la espera de abrazarme apropiadamente sin que nadie se nos cruce. Quizá deba aguardar mucho, porque mamá no parece dispuesta a soltarme y rodea mis hombros con un brazo para tenerme cerca; su ropa huele a limpio, a jabón y rocío de la mañana, en contraste con Los Pilares. Mi prestigio en el ejército, cualquiera que sea, hace posible que mi familia disfrute de un nivel de vida al que no estaba acostumbrada. La casa misma, antigua vivienda de un oficial, es opulenta en comparación con nuestra vieja casa sobre los pilares. Pese a que la decoración es exigua, el mobiliario básico es fino y está bien cuidado.

Farley sólo tiene ojos para Clara. Mientras atravieso la puerta, la carga ya contra su pecho y permite que pose la cabeza en su hombro. La bebé bosteza y se acurruca con la intención de reanudar la siesta. Cuando Farley cree que nadie la mira, flexiona el cuello y aplasta la nariz contra la cabecita castaña de Clara. Cierra los ojos y aspira.

Entretanto, mamá me planta otra docena de besos en la sien y sonríe.

—¡Estás en casa de nuevo! —musita.

—Así que lo lograsteis —dice papá—: Corvium ha dejado de existir —me aparto de mamá un instante para darle un fuerte abrazo. Aún no nos acostumbramos a estrecharnos de este modo, sin que él esté encogido en su silla de ruedas. Pese a sus largos meses de recuperación con la ayuda de Sara Skonos y los curanderos y enfermeras del ejército de Montfort, nada puede borrar los años que todos recordamos. El dolor continúa ahí, asentado en su cerebro. Y supongo que así debe ser; no es bueno olvidar.

Se apoya en mí, menos pesadamente que antes, y mientras lo conduzco a la sala compartimos una amarga sonrisa secreta. Él también fue soldado alguna vez, durante más tiempo que cualquiera de nosotros. Sabe lo que es mirar la muerte a los ojos y vivir para contarlo. Debajo de las arrugas y sus ralos mechones entrecanos, detrás de sus ojos, intento imaginar cómo era. En casa teníamos algunas fotografías; no sé cuántas de ellas acabaron en el refugio de la isla de Tuck, a la otra base en la comarca de los Lagos y por fin aquí. Una sobresale en mi memoria, una antigua foto, desgastada en las puntas y con la imagen desvanecida y borrosa. Mis padres posaron para ella hace mucho tiempo, antes de que Bree naciera; eran unos adolescentes, chicos de Los Pilares como lo fui yo. Seguramente papá no tenía entonces más de dieciocho años, no lo habían reclutado todavía, y mamá era apenas una aprendiz. Él se parecía mucho a Bree, mi hermano mayor: la misma sonrisa, una boca amplia enmarcada por hoyuelos, cejas rectas y abundantes en una frente alta y orejas muy grandes. No me gustaría que mis hermanos envejecieran como él, que se viesen sujetos a los mismos dolores y preocupaciones. Yo me haré cargo de que no compartan el destino de papá, ni el de Shade.

Bree se desploma en un sillón junto a nosotros y cruza sus desnudos tobillos sobre el tapete. Arrugo la nariz; los pies de los hombres no son bellos.

—¡En buena hora terminaron con eso! —maldice a Corvium.

Tramy agita la cabeza en señal de asentimiento, su barba castaña oscura no cesa de abultarse.

—No lo echaré de menos —coincide. Ambos fueron alistados como papá, conocen tan bien esa fortaleza que tienen derecho a odiarla en su memoria. Intercambian sonrisas como si hubieran ganado un juego.

Papá se muestra menos festivo. Se acomoda en otro sillón y estira su pierna regenerada.

—Los Plateados construirán una ciudad igual. Así se las gastan, no cambian —sus ojos destellan en busca de los míos; siento zozobra cuando capto el sentido de sus palabras, me arden las mejillas—, ¿cierto?

Miro avergonzada a Gisa, a quien examino rápido. Sus hombros están encorvados y suspira, asiente apenas; se entretiene con la manga de su blusa para evitar mi mirada.

—Así que ya os habéis enterado —digo con voz hueca y apagada.

—No de todo —mira a Kilorn y apostaría que él los puso sobre aviso, transmitió anoche las partes menos dolorosas de mi mensaje; inquieta, Gisa enreda un mechón en su dedo y sus hebras rojas relucen—, aunque sí de lo suficiente para hacernos una idea: algo acerca de otra reina, un nuevo rey y Montfort, claro, ¡siempre Montfort!

Kilorn frunce los labios y pasa una mano por su disparejo cabello rubio, en reflejo de la incomodidad de Gisa. En él hay cólera también; hierve a fuego lento en su interior e ilumina sus ojos verdes.

—¡No puedo creer que él haya dicho que sí! —dice.

Lo único que puedo hacer es asentir.

—¡Cobarde! —suelta Kilorn y cierra un puño—. ¡Idiota, bastardo presuntuoso y malcriado! ¡Debería partirle la boca!

—¡Cuenta conmigo! —murmura Gisa.

Nadie los reprende, ni siquiera yo, pese al hecho de que Kilorn lo espera. Me ve y se sorprende de mi silencio; le sostengo la mirada, intento hablar sin mencionar el nombre. Shade dio su vida por nuestra causa y Tiberias ni siquiera puede renunciar a la corona.

Me pregunto si sabe que mi corazón está destrozado. Seguro que sí.

¿Así se siente que lo releguen a uno, como cuando yo rechacé a Kilorn y le dije que no sentía lo mismo que él, que no podía darle lo que quería?

La compasión suaviza sus ojos. Espero que no sepa nunca qué se siente y no haberle causado tanta pena. Amarme no está en ti, me dijo en una ocasión; ahora querría que eso no fuera cierto, que yo hubiese sido capaz de salvarnos de esta agonía.

Mamá posa una mano en mi brazo, por fortuna. Es un contacto ligero, aunque suficiente para guiarme al gran sofá. No dice nada acerca del príncipe Calore y la mirada que lanza alrededor de la sala habla por ella. ¡Ya basta!

—Recibimos tu mensaje —dice con voz demasiado fuerte y clara, para forzar el cambio de tema—. Nos lo transmitió ese otro nuevasangre, el de la barba…

—Tahir —interviene Gisa y toma asiento a mi lado, Kilorn guarda nuestras espaldas—. Decidiste reinstalarnos —pese a que esto era lo que ella quería, no paso por alto su afilado tono; parpadea hacia mí y levanta una ceja.

Lanzo un sonoro suspiro.

—Bueno, yo no decido nada por vosotros, pero si quisierais ir a Montfort, hay lugar para todos. El primer ministro me dijo que seréis recibidos con los brazos abiertos.

—¿Y los demás evacuados? —pregunta Tramy y entrecierra los ojos al tiempo que se sienta en el brazo del sillón de Bree—. No somos los únicos aquí.

Coloca un codo en su costado y se dobla mientras Bree ríe.

—¿Lo dices por esa empleadita?, ¿cómo se llama, la del cabello rizado?

—¡No! —replica Tramy y sus doradas mejillas se encienden bajo su barba; Bree trata de abofetearle la cara y se gana un manotazo. Mis hermanos son muy talentosos para actuar como niños. Antes esto me enfadaba; pero ahora su conducta de siempre me relaja.

—Llevará tiempo —sólo puedo alzarme de hombros—. En cuanto a nosotros…

Gisa emite una carcajada, echa atrás la cabeza con exasperación.

—¡En cuanto a ti, Mare! Nosotros no somos tan idiotas para creer que el líder de esa República desea hacernos un favor. ¿Qué recibirá a cambio? —toma mi mano con dedos ágiles y la aprieta—. ¿Qué recibirá de ti?

—Davidson no es Plateado —contesto—. Estoy dispuesta a darle lo que quiera.

—¿Y cuándo dejarás de dar cosas? —revira—. ¿Cuando mueras, cuando acabes como Shade?

Este nombre impone silencio en la sala. Junto a la puerta, Farley oculta el rostro en la penumbra.

Examino la bella cara de mi hermana. Tiene quince años, ya entró en razón. Antes su rostro era más redondo, sus pecas menos numerosas y no tenía las preocupaciones que hoy tiene, sólo los temores habituales. Era la pequeña Gisa de la que dependíamos, de su habilidad, su talento, su capacidad para salvar a la familia. Ya no es así. Por más que no lamenta haberse librado de esa carga, su inquietud es obvia: no la quiere tampoco sobre mis hombros.

Demasiado tarde.

—¡Gisa! —lanza mamá como advertencia.

Me recupero lo mejor posible, aparto la mano y me enderezo.

—Tenemos que solicitar más tropas y el gobierno del primer ministro Davidson debe dar su aprobación para que nos las proporcionen. Yo participaré en la presentación de nuestra coalición, para que sepan quiénes somos, y hablaré a favor de la guerra contra Norta y la comarca de los Lagos.

Mi hermana no está convencida.

—No eres muy buena para debatir…

—No, pero soy el cruce de caminos —eludo esa verdad— entre la Guardia, las cortes Plateadas, los nuevasangre y los Rojos —no miento al menos—. Y tengo práctica suficiente para hacer un buen papel.

Farley mece a su bebé con un brazo y se lleva la otra mano a la cadera. Pasa un dedo sobre la funda de la pistola que lleva a un lado.

—Lo que Mare quiere decir es que es una buena distracción; donde ella va, Cal la sigue, incluso ahora que está tratando de recuperar su trono. Irá con nosotras a Montfort, lo mismo que su nueva prometida.

Kilorn sisea cuando inhala detrás de mí, Gisa está tan disgustada como él.

—¡Sólo ellos pueden detenerse en plena guerra a concertar matrimonios!

—Para forjar otra alianza, ¿no? —se burla Kilorn—. Maven ya comprometió a la comarca de los Lagos, Cal debe hacer algo similar. ¿Quién es la agraciada, una joven de las Tierras Bajas? ¿En verdad eso refuerza lo que hacemos aquí?

—No importa quién sea —cierro el puño en mi regazo en cuanto comprendo lo afortunada que soy de que se trate de Evangeline, una mujer que no quiere tener nada que ver con él, una rendija más en la flamante armadura de Tiberias.

—¿Y vosotros lo permitiréis? —Kilorn sale a zancadas detrás del sofá y nos mira a Farley y a mí—. Perdonadme, ¿lo vais a ayudar? ¿Después de todo lo que hemos hecho, ayudaréis a Cal a disputar una corona que nadie debería tener? —Está tan molesto que juro que escupirá en el suelo; mantengo un rostro impasible, lo dejo rabiar. No recuerdo haberlo visto nunca tan decepcionado de mí; enojado, sí, pero nada como esto. Su pecho sube y baja en tanto espera mi explicación.

Farley se la da por mí.

—Montfort y la Guardia no librarán dos guerras al mismo tiempo —dice sin alterarse aunque con énfasis, para dejar bien claro su mensaje—. Debemos enfrentar uno a uno a nuestros enemigos, ¿sabes?

Mi familia se tensa al mismo tiempo y ensombrece la mirada, papá en especial. Pasa pensativo un pulgar por su mandíbula mientras aprieta los labios hasta formar con ellos una fina línea. Kilorn es menos reservado, un fuego verde crepita al fondo de sus ojos.

—¡Ah! —exhala, casi sonriente—, ya veo.

Bree parpadea.

—Yo no.

—¿Cuál es la novedad? —murmura Tramy.

Me inclino, ansiosa de hacérselo entender.

—No le entregaremos un trono a otro rey Plateado, al menos no por mucho tiempo. Los hermanos Calore están en guerra, agotan sus fuerzas peleando entre sí. Cuando venga la calma…

Papá baja la mano y la deposita sobre su rodilla. No paso por alto el temblor en sus dedos; lo siento en los míos también.

—…será más sencillo negociar con el vencedor.

—¡No más reyes! —deja escapar Farley—. ¡No más reinos!

Ignoro cómo será ese mundo, pero lo sabré pronto si Montfort es todo lo que me han prometido.

Y si creyera en promesas todavía.

No nos molestamos en salir a hurtadillas. Mamá y papá roncan como locomotoras y mis hermanos no son tan tontos para detenerme. Aunque la lluvia no ha amainado todavía, Kilorn y yo la desafiamos. Caminamos sin hablar por la calle de las viviendas y el único ruido lo producen nuestros pies al pisar sobre los charcos y la tormenta que retumba a la distancia. Apenas la siento; el relámpago y el trueno se dirigen a la costa. No hace frío y la iluminación de la base conjura la oscuridad. Marchamos sin rumbo fijo.

—¡Es un cobarde! —susurra él y da una patada a una piedra que provoca ondas en la calle húmeda.

—Ya lo dijiste —repongo—, y también otras cosas.

—Bueno, lo dije en serio.

—Tiene bien merecidos tus insultos —el silencio cae sobre nosotros como una cortina opresiva. Ambos sabemos que estamos en territorio extraño; mis enredos sentimentales no son su tema favorito y no quiero infligirle a mi mejor amigo más dolor del que ya le causé—. No es obligación que hablemos de…

Me interrumpe y posa una mano sobre mi brazo, con tacto firme pero amable. Las líneas entre nosotros están claramente trazadas y él me aprecia tanto que no las cruzará nunca. Tal vez ya ni siquiera siente lo mismo que antes. Yo he cambiado mucho en los últimos meses, quizá la chica a la que creía amar no existe ya. Sé lo que es eso, lo que se siente al querer a alguien que en realidad es un ser imaginario.

—Lo siento —dice—, sé lo que él significa para ti.

Significaba —refunfuño y cuando intento apartarme, afianza su mano.

—No lo dije por error; él todavía significa algo para ti, aun si no lo admites.

No merece la pena discutir.

—Lo acepto —afirmo entre dientes; está tan oscuro que es probable que él no note que mi rostro se ha puesto rojo—. Le pedí al primer ministro que no le quite la vida —susurro; Kilorn lo comprenderá, tiene que hacerlo— al momento en que llegue nuestro triunfo. ¿Es debilidad eso?

Se le descompone el rostro. Las deslumbrantes farolas lo iluminan desde atrás y lo envuelven en un halo. Es un chico apuesto, si no es que un hombre ya. ¡Ojalá me hubiera enamorado de él y no de otro!

—No lo creo —responde—. Supongo que el amor puede explotarse, usarse para ser manipulado. Es su ventaja, pero jamás diría que amar a alguien sea debilidad. Vivir sin amor de ninguna especie es la verdadera debilidad, y el peor de los abismos.

Trago saliva, no siento ya que mis lágrimas sean tan apremiantes.

—¿Desde cuándo eres tan sabio?

Sonríe y mete las manos en los bolsillos.

—Ahora leo libros.

—¿Con ilustraciones?

Suelta una carcajada y echa a andar otra vez.

—¡Qué graciosa eres!

Igualo su paso.

—Eso dicen —contemplo su figura alargada con el cabello empapado, más oscuro por la lluvia, castaño casi. Es idéntico a Shade si lo miro de soslayo y de pronto echo tanto de menos a mi hermano que apenas puedo respirar.

No perderé de nuevo a nadie como perdí a Shade. Aunque es un propósito vacío, sin garantía alguna, necesito alguna clase de esperanza, por pequeña que sea.

—¿Vendrás con nosotros a Montfort? —lo interrogo sin poder contenerme. Es una pregunta egoísta, no tiene que seguirme dondequiera que vaya y no estoy en posición de exigirle nada, si bien tampoco quiero dejarlo aquí.

Sonríe en respuesta y mi angustia desaparece.

—¿Tengo permiso para hacerlo? Creí que era una misión.

—Lo es y yo te doy permiso.

—Porque no implica riesgos —replica, me mira de reojo y frunzo los labios en busca de una contestación aceptable. Es cierto, eso no implica casi ningún riesgo; no tiene nada de malo que yo no quiera que corra peligro. Me acaricia el brazo—. Entiendo —continúa—. No estoy listo aún para tomar por asalto una ciudad o derribar aviones a reacción. Conozco mis limitaciones, y lo que tengo en comparación con todos vosotros.

—Que no puedas matar a alguien con sólo chasquear los dedos no te vuelve inferior a nadie —repongo, casi vibrante por la súbita indignación. ¡Ojalá pudiera hacer una lista en este momento de todas sus virtudes, todo lo que lo hace valioso!

Avinagra su expresión.

—No me lo recuerdes.

Tomo su brazo y entierro mis uñas en la tela húmeda. Él no interrumpe su marcha.

—Hablo en serio, Kilorn —le digo—, ¿así que vendrás?

—Tengo que consultar mi agenda —le clavo el codo en el costado y se aparta de un salto, frunciendo el ceño—. ¡No, sabes que me magullo como un melocotón!

Le doy otro codazo por si acaso y reímos a más no poder.

Caminamos sin decir nada y esta vez el silencio no es tan asfixiante. Mis preocupaciones usuales se disipan, o por lo menos se ausentan un buen rato. Kilorn también es mi hogar, como mi familia; su presencia es un reducto de tiempo, un lugar en el que podemos existir sin consecuencias, sin nada antes ni después.

Al final de la calle una figura se materializa bajo la lluvia, en medio del claroscuro. Reconozco la silueta antes de que mi cuerpo pueda reaccionar.

Es Julian.

El desgarbado Plateado vacila un instante al vernos, lo que basta para que yo lo comprenda. Ya tomó partido y no fue por mí.

Un escalofrío me estremece de pies a cabeza. Ni siquiera Julian lo hará.

Cuando se aproxima, Kilorn me da un ligero golpe con el codo.

—Puedo marcharme —murmura.

Lo miro un segundo y saco fuerzas de él.

—No lo hagas, por favor.

Aunque sus cejas se fruncen por la preocupación, asiente vigorosamente.

Mi viejo tutor viste todavía sus largos mantos, pese a la lluvia, y sacude el agua de los pliegues de su ropa de un amarillo desvaído. Es inútil; llueve a cántaros y el agua alisa los rizos de su cabellera entrecana.

—Supuse que te encontraría en tu casa —dice por encima del siseante aguacero—, aunque la verdad es que esperaba que estuvieras indispuesta para que yo tuviera que regresar mañana y no sufrir esta tormenta infernal —agita la cabeza como un perro y se retira el cabello de los ojos.

—Dime a qué has venido, Julian —me cruzo de brazos; la temperatura cae junto con la noche y podría resfriarme, aun en las tórridas Tierras Bajas. Él no contesta, se vuelve hacia Kilorn y levanta una ceja en una interrogación silenciosa—. Kilorn está bien —respondo sin darle la oportunidad de preguntar—, habla antes de que nos ahoguemos.

Mi tono se aviva y él también. No es ningún tonto; el rostro se le desencaja cuando advierte la desilusión grabada en el mío.

—Sé que te sientes abandonada —elige sus palabras con un esmero exasperante.

Es inevitable que me crispe.

—¡Apégate a los hechos! No toleraré que me sermonees acerca de lo que tengo permitido sentir.

Parpadea sin detenerse en mi respuesta. La nueva pausa que hace es tan larga que una gota le rueda por su recta nariz. Julian aprovecha este momento para calarme, estudiarme, medirme. De repente, su parsimonia casi me empuja a agarrarlo de los hombros para arrancarle algunas palabras vehementes.

—¡De acuerdo! —dice con voz baja y dolida—. En beneficio de los hechos, o de lo que muy pronto será historia, acompaño a mi sobrino en su viaje al oeste. Quiero ver por mí mismo la República Libre y pienso que puedo ser de utilidad a Cal en ese sitio —hace el amago de dar un paso al frente; lo piensa mejor y mantiene su distancia.

—¿Tiberias posee un interés en la historia remota desconocido para mí? —pregunto con más aspereza que de costumbre.

Mis palabras lo trastornan visiblemente; apenas puede mirarme a los ojos. La lluvia le adhiere el cabello a la frente, cuelga de sus pestañas, lo acaricia con dedos sutiles. Esto lo calma de algún modo, como si aligerara sus días. Le da un aspecto más jovial que cuando lo conocí hace casi un año: menos seguro de sí, más lleno de dudas y preocupaciones.

—No —admite—. Aunque suelo insistirle en que persiga todo el conocimiento posible, hay cosas de las que preferiría que se alejara, piedras que no debería perder tiempo en volcar.

Elevo una ceja.

—¿A qué te refieres?

Frunce el ceño.

—Supongo que te mencionó sus esperanzas respecto a Maven. Antes.

Antes de que optara por la corona sobre mí.

—Así es —murmuro con un hilo de voz.

—Cree que es factible remediar la situación de su hermano, curar las heridas que Elara Merandus le infligió —sacude despacio el cabello—, pero es imposible montar un rompecabezas del que no se tienen todas las piezas o volver a unir un cristal roto.

Mi estómago se tensa con lo que ya sé, lo que he visto con mis propios ojos.

—Es imposible, en efecto.

—E inútil —confirma—, una causa perdida que no hará más que romper el corazón de mi muchacho.

—¿Qué te hace pensar que su corazón me importa todavía? —inquiero con desdén y siento en mi boca el sabor amargo de la mentira.

Da al frente un paso cauteloso.

—No seas tan dura con él —balbucea.

Respondo sin pestañear:

—¿Cómo te atreves a pedirme eso?

—¿Recuerdas lo que descubriste en aquellos libros, Mare —tira de su túnica y su voz adopta un tono suplicante—, recuerdas sus palabras?

Tiemblo y no es a causa de la lluvia.

No fuimos elegidos sino condenados por un dios.

—Sí —asiente con el fervor con que me instruía antes y me preparo para un sermón—. No es un concepto nuevo, Mare: hombres y mujeres de toda laya se han sentido así desde hace miles de años, elegidos o condenados, predestinados o malditos; sospecho que desde el despertar de la conciencia, mucho antes de los Rojos, Plateados o cualquier otro con habilidades. ¿Sabías que reyes, políticos y gobernantes de todo tipo creían haber sido bendecidos por los dioses, predestinados a ocupar el lugar que tenían en el mundo? Muchos se creían elegidos, aunque también algunos veían su deber como un castigo.

A mi lado, Kilorn suelta una risita; yo soy más obvia y entorno los ojos hacia Julian. Cuando me muevo, lo mismo ocurre con el cuello de mi blusa; me entra agua por la espalda y cierro los puños para no estremecerme.

—¿Insinúas que tu sobrino está condenado a su corona? —pregunto con sarcasmo, él se endurece y lamento en el acto mi crueldad. Sacude la cabeza hacia mí como si fuera una niña reprensible—. ¿Que se vio forzado a elegir entre la mujer que ama y lo que considera correcto, lo que cree que debe hacer en virtud de todo lo que se le enseñó? ¿De qué otra forma llamarías a eso?

—Yo lo llamaría una salida fácil —reclama Kilorn.

Me muerdo la mejilla para tragarme una docena de respuestas insolentes.

—¿En verdad viniste aquí a justificar lo que él hizo? ¡Porque no estoy de humor para eso!

—Por supuesto que no, Mare —replica—. Vine a explicar, si tal cosa me es posible.

Se me retuerce el estómago por la idea de que sea nada menos que Julian quien me explique el corazón de su sobrino, con sus análisis y reflexiones. ¿Lo reducirá todo a simple ciencia? ¿A una ecuación que demuestre que la corona y yo no somos iguales a ojos del príncipe? No lo soporto.

—No gastes saliva, Julian —escupo—. Vuelve junto a tu rey, plántate a su lado —lo miro directo a los ojos para que sepa que no miento—. Y mantenlo a salvo.

Ve esta propuesta como lo que es: lo único que puedo hacer.

Hace una profunda reverencia y ondea su empapada túnica en forma supuestamente cortés. Tengo por un segundo la impresión de que estamos de vuelta en Summerton, él y yo solos en un aula repleta de libros. Yo vivía aterrada entonces, obligada a hacerme pasar por otra persona. Julian era uno de mis únicos refugios ahí, junto con Cal y Maven, mis únicos santuarios. Los hermanos Calore ya no están a mi favor; pienso que es probable que Julian tampoco lo esté.

—Lo haré, Mare —dice—; con mi vida de ser necesario.

—Confío en que las cosas no lleguen a esos extremos.

—Yo también.

Son advertencias mutuas. Y su voz tiene el sonido de las despedidas.

Creo que Bree no ha abierto los ojos durante todo el vuelo. No porque haya dormido, sino porque aborrece tanto volar que apenas puede verse los pies, y menos todavía asomarse a la ventana. Ni siquiera responde a las inocentes burlas de Tramy y Gisa, quienes, sentados a sus flancos, se complacen en fastidiarlo. Gisa se inclina sobre Bree para susurrarle algo a Tramy sobre accidentes de aviación y fallo de motores. No me sumo a ellos: sé lo que es padecer un accidente aéreo o algo muy parecido a ello, pero tampoco echaré a perder su diversión. ¡Tenemos tan pocos motivos de júbilo en estos tiempos! Bree permanece inmóvil en su asiento, con los brazos cruzados y los párpados tensos. Por fin la cabeza le cuelga, apoya la barbilla en el pecho y duerme durante el resto de la travesía.

No es proeza menor si se considera que la ruta desde la base de las Tierras Bajas hasta la República Libre de Montfort es uno de los vuelos más prolongados que he hecho, de seis horas por lo menos. Como se trata de un viaje demasiado largo para un jet de asalto, volamos en una nave más grande, parecida al Blackrun, no por fortuna ese mismo aparato; aquél fue destruido el año pasado por un contingente de guerreros de Samos y la furia de Maven.

Miro por el fuselaje hasta las siluetas de los dos pilotos que manejan el jet. Son hombres de Montfort y no conozco a ninguno. A sus espaldas, Kilorn los observa maniobrar.

Como Bree, mamá no es afecta a volar; en cambio, papá se retuerce con la frente pegada al cristal y los ojos puestos en el terreno que se extiende a nuestros pies. El resto de la escolta de Montfort —Davidson y sus asesores— dedica su tiempo a dormir; seguro tendrán mucho que hacer cuando lleguen a casa. Farley descansa también, con la cara apretada contra el asiento; escogió un lugar sin ventana: volar le sienta mal todavía.

Es la única representante de la Guardia Escarlata. Incluso dormida, envuelve entre sus brazos a Clara, a la que mece al ritmo del avión para que esté tranquila. El coronel se quedó en la base, probablemente eufórico; en ausencia de Farley, es ahí el miembro de más alto rango de la Guardia. Podrá jugar a la comandancia cuanto quiera mientras su hija transmite datos a la organización.

En la superficie, el verdor de las Tierras Bajas, trenzado con ríos pantanosos y onduladas colinas, da paso sin cesar a los terrenos aluviales del Río Grande. Los territorios en disputa se extienden a ambas orillas, con fronteras extrañas y siempre variables. Sé poco de ellos salvo lo obvio: la comarca de los Lagos, las Tierras Bajas, la Pradera y hasta Tiraxes, más al sur, contienden por ese trecho de ciénaga, pantanos, colinas y árboles, sobre todo para controlar el río. Así lo espero. Los Plateados combaten por nada la mayoría de las veces, derraman sangre roja a cambio de poco menos que polvo. Dominan esta zona también, aunque sin la misma severidad que ejercen en Norta y los Lagos.

Continuamos en dirección al oeste sobre las aplanadas pasturas y gentiles colinas de la Pradera. Una parte de ésta es terreno agrícola. El trigo emerge en olas doradas, entreverado con interminables hileras de maíz. El resto da la impresión de ser paisaje descubierto, salpicado por un ocasional bosque o lago. Que yo sepa, la Pradera no tiene reyes, reinas ni príncipes; sus señores gobiernan por derecho de autoridad, no de sangre. Cuando un padre dimite, el hijo no siempre toma su lugar. Éste es otro país que no creí ver jamás, pero ahora lo contemplo desde las alturas.

El extraño sentimiento que se desprende de la singular división entre lo que yo era antes y lo que soy ahora no se extingue. Fui una chica de Los Pilotes, el conocido pantanal, atrapada en un espacio estrecho hasta el fatal destino del alistamiento. Mi futuro se reducía entonces a un gran vacío, pero ¿era más fácil que esto? Me siento muy lejos de esa vida, a un millón de kilómetros y un millar de años.

Julian no viaja en nuestra nave, o de lo contrario estaría tentada a preguntarle sobre los países por los que pasamos; vuela en otro avión, el jet de Laris con franjas amarillas, junto al resto de los representantes de las Casas de Calore y Samos y sus agentes, por no hablar de su equipaje. Todo indica que un aspirante a rey y una princesa requieren una inmensa cantidad de ropa. Nos siguen, visibles desde las ventanas de la izquierda, con alas metálicas que resplandecen bajo la luz del sol.

La electricona Ella me contó que es originaria del territorio de la Pradera que está antes de Montfort, las Colinas de Arena, un país de saqueadores: más términos que no entiendo. No está aquí para explicármelos, permanece con Rafe en la base de las Tierras Bajas. Aparte de mí, Tyton es el único electricón que vino con nosotros; nacido en Montfort, sospecho que visitará a sus familiares y amigos. Está sentado cerca del fondo de la nave, tumbado sobre dos asientos y con la nariz metida en un libro maltrecho. Cuando lo miro, siente mis ojos y nuestras miradas se cruzan un segundo: hace parpadear sus luceros grises y calculadores. Me pregunto si siente las minúsculas pulsaciones de electricidad en mi cerebro. ¿Sabe lo que cada una de ellas significa? ¿Distingue entre arranques de temor y de emoción?

¿Podré hacerlo algún día?

Apenas comprendo el pleno alcance de mis habilidades. Lo mismo les sucede a todos los nuevasangre que he conocido y entrenado. Pero quizá no sea así en Montfort; puede ser que los ardientes sepan qué somos y todo lo que podemos hacer.

De lo siguiente que me doy cuenta es de que alguien sacude mi brazo y me libra de un sueño intranquilo. Papá apunta a la redonda ventana entre nosotros, engastada en una pared curva detrás de nuestros asientos.

—Jamás pensé que vería algo así —tamborilea los dedos sobre el grueso cristal.

—¿El qué? —pregunto y trato de incorporarme; él afloja mis cinturones para que pueda moverme con libertad y asomarme.

He visto montañas en otras ocasiones. En los Grandes Bosques, junto a la Muesca, verdes cordilleras se atavían del fuego del otoño y el páramo del invierno y un frío que cala los huesos. En la Fisura, crestas encorvadas se tienden al horizonte y suben y bajan como olas inagotables. Las laderas campo adentro de las Tierras Bajas se pierden en un azul y púrpura distantes, y sólo es posible vislumbrarlas desde las ventanas de un aeroplano. Todas estas cumbres forman parte de las Allacias, la larga y antigua cordillera que va de Norta al interior de las Tierras Bajas. Pero jamás había visto montañas como las que se alzan en este momento frente a nosotros. No creo que siquiera sea posible llamarlas montañas.

Fijo boquiabierta los ojos en el horizonte mientras el jet arquea hacia el norte. Las llanuras de la Pradera terminan en forma abrupta, perforada su margen occidental por el muro de una vasta y escarpada cadena montañosa, más grande que cualquiera que haya visto nunca. Las cuestas se elevan como cuchillos, demasiado altas y afiladas; componen una fila tras otra de gigantescos dientes serrados. Algunos picos están desnudos, desprovistos de árboles, como si no pudieran crecer ahí. Unas cuantas montañas remotas están cubiertas de nieve, pese a que estamos en verano.

Respiro con dificultad. ¿A qué clase de país hemos venido a dar? ¿Plateados y ardientes lo controlan por completo, con fuerza suficiente para erigir una nación tan increíble? Estas montañas me infunden temor, pero también un poco de emoción. Incluso desde el aire, este país parece distinto. La República Libre de Montfort remueve algo en mi sangre y mis huesos.

Junto a mí, papá pone una mano en el cristal. Sigue con los dedos la silueta de la cordillera, traza los picos.

—¡Qué hermoso! —sisea, tan bajo que sólo yo puedo oírlo—. Ojalá este lugar nos traiga bendiciones.

Es cruel dar esperanzas donde no hay ninguna.

Él dijo eso una vez, a la sombra de una casa sobre pilotes. A falta de una pierna, estaba confinado a una silla de ruedas. Yo creía entonces que era un hombre deshecho. Ahora sé que no es así: está tan entero como cualquiera de nosotros, y lo ha estado siempre. Sólo quería protegernos del dolor de que deseáramos algo que no podríamos tener, un futuro que nadie nos permitiría. Nuestro destino ha sido muy diferente y se diría que mi padre ha cambiado con él. Puede tener esperanzas.

Respiro hondo y me doy cuenta de que mi situación es igual, aun después de Maven, mis largos meses de cárcel, toda la muerte y destrucción que he visto o causado; de mi corazón roto, que no cesa de sufrir; del temor persistente por las personas que amo y las que quiero salvar. Todo esto permanece, es un peso constante, pero no permitiré que me ahogue.

También tengo esperanzas todavía.

Tormenta de guerra

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