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DOS

Evangeline

Sería fácil matarla.

Espigas de oro rosado se entrelazan con las joyas de tonalidades rojas, negras y naranjas que penden del cuello de Anabel Lerolan. Bastaría un leve movimiento de mi mano para rebanar la yugular de esta olvido, extraer de su cuerpo la sangre, y de su mente sus innúmeras confabulaciones, y poner fin a su vida y su malhadado compromiso matrimonial frente a todos los que asisten a esta sala: mi madre, mi padre y Cal, por no mencionar a los criminales Rojos y monstruos foráneos con los que hemos terminado por asociarnos. Pero no frente a Barrow, quien no ha vuelto todavía; quizá no haya dejado de llorar aún al príncipe que perdió.

Esto implicaría otra guerra, desde luego, la cual haría trizas una alianza endeble de por sí. ¿En verdad yo sería capaz de cambiar mis lealtades por mi dicha? Esta mera pregunta parece vergonzosa, incluso al abrigo de mi cabeza.

No cabe duda de que la vieja siente mi mirada. Sus ojos vuelan un segundo hasta mí, acompañados por una inconfundible sonrisita de suficiencia, mientras se arrellana en su asiento y resplandece de rojo, naranja y negro.

Son los colores de la Casa de Lerolan… y de Calore. Las filiaciones de Anabel son ostentosamente claras.

Con un escalofrío, bajo la vista y la concentro en mis manos. Una uña está muy lastimada, se rompió en el combate. Suspiro, doy forma de garra a una de mis sortijas de titanio y la vuelvo una zarpa en la punta de mi dedo. La hago chasquear sobre el brazo del trono que ocupo, aunque sólo sea para hacer enfadar a mi madre. Ella me mira de reojo como única evidencia de su desdén.

Fantaseo tanto tiempo con matar a Anabel que pierdo el hilo de una asamblea cuyos miembros conspiran en insoportables círculos viciosos. Nuestro número ha menguado; sólo permanecen los líderes de nuestras facciones, reunidos a la carrera: generales, caballeros, capitanes e hijos de la realeza. El jefe de Montfort habla, después lo hace mi padre, más tarde Anabel y el ciclo empieza de nuevo. Todos hacen gala de palabras medidas, sonrisas falsas y promesas vacías.

¡Cómo me gustaría que Elane estuviera aquí conmigo! Debí traerla. Ella misma me pidió venir; no, lo suplicó. Siempre ha querido estar a mi lado, a pesar del peligro extremo. Trato de no pensar en los últimos momentos que pasamos juntas, con su cuerpo entre mis brazos. Es más delgada que yo, pero también más sedosa. Ptolemus cuidó mi puerta y se encargó de que nadie nos molestara.

—Déjame ir contigo —murmuró ella en mi oído una docena, un centenar de veces. Su padre y el mío nos lo prohibieron.

¡Ya basta, Evangeline!

Me maldigo ahora. En medio de este caos, nadie habría reparado en ella. Después de todo, es una sombra, y una chica invisible es fácil de disimular. Tolly me habría ayudado; si se lo hubiera pedido, no se habría negado a que su esposa nos acompañara. Pero no pude hacerlo; había que ganar antes una batalla, en la que nuestro triunfo distaba de estar asegurado, y no quise correr ese riesgo con ella. Aunque es talentosa, no es una guerrera, y en el fragor de la batalla sólo habría sido para mí una distracción y un motivo de inquietud. No podía permitirme nada de eso entonces, mientras que ahora…

Detente.

Mis dedos se ensortijan en los brazos de mi trono y claman por convertir el hierro en piezas dentadas. En mi hogar, el sinfín de galerías metálicas de la Casa del Risco es una terapia a mi disposición. Puedo destruirlas en paz, canalizar mi furia emergente hacia estatuas en incesante estado de cambio sin tener que preocuparme de lo que piensen los demás. ¿Podré hallar en Corvium la privacidad necesaria para hacer algo así? La esperanza de esa liberación es lo que evita que pierda el juicio. Araño la silla con mi zarpa, metal contra metal, con tanta reserva que sólo mi madre puede oírlo. No me reprenderá por esta causa frente al resto de nuestro insólito consejo. Si he de ser exhibida, ¿por qué no habría de disfrutar de las escasas ventajas de ello?

Aparto al fin mis pensamientos del vulnerable cuello de Anabel y la ausencia de Elane. Tengo que prestar atención si pretendo burlar de verdad el plan de mi padre.

—El ejército del rey Maven está en retirada. No debemos darle tiempo de reagruparse —dice con frialdad el rey de la Fisura y a sus espaldas las altas ventanas de la torre indican que el sol ha comenzado a ocultarse bajo las nubes que perduran en el horizonte; el devastado paisaje humea aún—; es decir, mientras él se lame las heridas.

—Ese rapazuelo ya está en el Obturador —replica al punto la reina Anabel. Ese rapazuelo. Habla de Maven como si no fuera su nieto; imagino que nunca más admitirá que lo fue tras su participación en el asesinato de su hijo, el rey Tiberias. Maven no es de la misma sangre que Anabel, sino de la de Elara.

Ella se inclina sobre sus codos y une sus arrugadas manos. Su antiguo anillo de bodas, radiante aunque maltrecho, titila en uno de sus dedos. Cuando nos tomó por sorpresa en la Casa del Risco y anunció su intención de respaldar a su nieto, no llevaba puesto ningún metal digno de mención, para huir así de nuestro sentido como magnetrones. Ahora los porta con descaro y nos reta a usar en su contra la corona o las alhajas que presume. Cada parte de sí es una decisión calculada y ella misma no carece de armas. Fue una guerrera antes de que fuese la reina, una oficial en el frente lacustre. Es una olvido que con su mortífero tacto puede destruir y hacer estallar algo… o a alguien.

Si no detestara lo que ella pretende imponerme, respetaría al menos su dedicación.

—A estas alturas —añade—, la mayoría de sus fuerzas están ya más allá de la Cascada de la Doncella y han cruzado la frontera a la comarca de los Lagos.

—El ejército lacustre también está herido y es igual de vulnerable. Ataquemos ahora que podemos hacerlo, así sea sólo para liquidar a los rezagados —mi padre desplaza la vista desde Anabel hasta uno de nuestros caballeros Plateados—. La flota aérea de Laris podría estar lista en menos de una hora, ¿no es así?

El Lord general Laris se espabila bajo la mirada de mi padre. Su copa está vacía, permitiéndole disfrutar la embriaguez de la victoria. Tose y se aclara la garganta; percibo su aliento etílico hasta el otro lado de la sala.

—En efecto, su majestad; basta con que usted lo ordene.

Una voz grave lo interrumpe.

—Me opondré si lo hace.

Cal elige con esmero sus primeras palabras desde que retornó de su rencilla con Mare Barrow. Como su abuela, viste de negro con ribetes rojos, en sustitución del uniforme prestado que usó en la batalla. Se revuelve en su asiento junto a Anabel, en el puesto que ella le asignó como su rey y causa. Su tío Julian, de la Casa de Jacos, ocupa su izquierda, mientras que la reina Lerolan se alza a su derecha. Flanqueado por esos dos Plateados de sangre noble y poderosa, Cal presenta un frente unido, un rey que merece nuestro apoyo por partida doble.

Por eso lo odio.

Él podría haber puesto fin a mi suplicio si hubiese roto nuestro compromiso y rechazado mi mano, cuando mi padre se la ofreció. A cambio de la corona, sin embargo, se deshizo de Mare; a cambio de la corona, me tendió una trampa.

—¿Qué? —dice mi padre por toda respuesta. Es un hombre de pocas palabras y menos preguntas todavía. El mero acto de oír su pregunta resulta perturbador y, muy a mi pesar, me tenso.

Cal ensancha despacio los hombros, de por sí amplios. Apoya el mentón en sus nudillos y frunce las cejas en un gesto reflexivo. Se ve más grande, listo y maduro de lo que es, al mismo nivel que el rey de la Fisura.

—Dije que me opondré a la orden de despachar la flota aérea, o cualquier otro destacamento de nuestra coalición, para que ejecute tareas de caza en territorio hostil —explica sin alterarse y debo admitir que aun sin corona se comporta como un rey, dueño de unas formas que imponen atención, si no es que respeto. No es de sorprender que sea así: fue educado para esto y se distingue por ser un pupilo disciplinado. Su abuela frunce los labios en una sonrisa tensa pero genuina; está orgullosa de él—. El Obturador es un campo minado todavía y tenemos muy poca información de inteligencia de la cual valernos más allá de la Cascada. Podría ser una trampa; no pondré en riesgo a nuestros soldados.

—Cada parte de esta guerra entraña un peligro —ruge Ptolemus, al otro lado de mi padre, mientras realiza un despliegue similar al de Cal y se yergue en su trono cuan largo es. El sol poniente tiñe de rojo su cabello y hace brillar sus satinados rizos plateados bajo su corona principesca. Esa misma luz envuelve a Cal en los colores de su Casa: el carmín de sus ojos y el negro de las sombras a su espalda. Se sostienen la mirada el uno al otro, a la extraña manera de los hombres. Todo es competencia, río para mí.

—¡Qué sagaz es usted, príncipe Ptolemus! —exclama Anabel con un tono sarcástico—. Pero su majestad el rey de Norta conoce la guerra a la perfección y yo estoy de acuerdo con su análisis.

Ya lo llama rey. No soy la única que lo nota.

Cal baja los ojos, azorado. Se recupera pronto y aprieta la mandíbula con resolución. Su decisión está tomada. No cedas más, Calore.

El primer ministro de Montfort, Davidson, asiente desde su lugar. En ausencia de la comandante de la Guardia y de Mare Barrow, resulta fácil pasarlo por alto; me había olvidado de él casi por completo.

—Coincido —dice, e incluso su voz es anodina, sin inflexión ni acento—. También nuestros ejércitos necesitan tiempo para recuperarse, y esta coalición lo necesita para recobrar… —hace una pausa y piensa; aún soy incapaz de descifrar su expresión y esto me molesta en extremo. ¿Podrá un susurro infiltrar los escudos de su mente?— para recobrar su equilibrio.

Mi madre no es tan inconmovible como mi padre y fija en el líder nuevasangre su negra y calcinante mirada. Su serpiente la imita y parpadea en dirección al primer ministro.

—¿Así que no hay agentes de inteligencia ni espías al otro lado de la frontera? Perdone usted, señor; yo tenía la impresión de que la Guardia Escarlata —casi escupe este apelativo— disponía de una intrincada red de espionaje tanto en Norta como en la comarca de los Lagos. Tal cosa sería sin duda de gran utilidad, a menos que los Rojos nos hayan engañado respecto a su fuerza —sus palabras destilan aversión como veneno salido de los colmillos de una víbora.

—Nuestros agentes operan como de costumbre, su majestad.

La general Roja, la rubia con el permanente gesto de desdén, irrumpe en la sala, seguida por Mare. Emergen del acceso en un costado del recinto, que atraviesan para ir a sentarse con Davidson. Se mueven con rapidez y sigilo, como si de esa forma pudiesen evitar que la sala las mire.

Mientras se acomoda en su asiento, Mare fija los ojos justo en mí. Para mi sorpresa, su mirada me provoca una emoción extraña. ¿Será vergüenza? No, no es posible, aunque mis mejillas se encienden; espero no colorear mis mejillas, de enojo ni de pena, sentimientos que se agitan por igual en mi interior, y por un buen motivo. Desvío la mirada hacia Cal, así sea sólo para distraerme con el único sujeto en este sitio que se siente más desdichado que yo.

Aunque él aparenta que la presencia de Mare no le afecta, no es su hermano; en contraste con Maven, no sabe ocultar sus emociones. Un tono plateado brota debajo de su piel y colorea sus mejillas, su cuello e incluso la punta de sus orejas. La temperatura de la sala aumenta un poco, por efecto de la emoción que él combate, sea cual fuere. ¡Vaya idiota!, profiero en mi mente. Tomaste tu decisión, Calore, y nos condenaste a ambos. Finge por lo menos que eres capaz de guardar la compostura. Si alguien debiera perder el juicio a causa del desconsuelo soy yo.

Doy por hecho que se pondrá a maullar como un gatito, pero en vez de eso parpadea con violencia y deja de ver a la Niña Relámpago. Cierra un puño sobre el brazo de su silla y su pulsera flamígera relumbra bajo el sol moribundo. Se controla; ninguno de los dos arde en llamas.

En comparación con él, Mare es una roca: rígida, implacable, insensible. No suelta un solo chispazo, únicamente me mira; me perturba pero no me reta. Por curioso que parezca, sus pupilas están desprovistas de su furia habitual; pese a que no son cordiales, tampoco desbordan aversión. Pienso que tiene pocas razones para odiarme ahora. Mi pecho se tensa; ¿sabe que la decisión no fue mía? Seguro que sí.

—¡Me alegra que haya vuelto, señorita Barrow! —le digo en serio; ella siempre es garantía de que los príncipes Calore se distraigan.

En lugar de contestar, cruza los brazos.

Por desgracia, su colega, la general de la Guardia, no es tan proclive al silencio; tienta al destino y pone mala cara ante mi madre.

—Nuestros agentes se turnan ya para seguir el repliegue del ejército del rey Maven y nos informan que éste avanza a marchas forzadas hacia Detraon. Maven y algunos de sus generales abordaron navíos en el lago Eris, parece que también en dirección a esa ciudad, en la que, se dice, habrán de celebrarse las exequias del monarca lacustre. Ellos cuentan con un número de sanadores muy superior al nuestro; quien haya sobrevivido a la batalla estará en posibilidad de combatir antes que nosotros.

Anabel frunce el ceño y le lanza a mi padre una mirada aniquiladora.

—Sí, la Casa de Skonos está dividida aún entre las dos facciones y la mayoría de sus miembros todavía es leal al usurpador. —Como si fuera culpa nuestra; hicimos todo lo posible, convencimos a cuantos pudimos—. Por no mencionar que la comarca de los Lagos tiene sus propias Casas sanadoras de la piel.

Davidson inclina la cabeza al mismo tiempo que hace un amplio ademán y exhibe una sonrisa tensa. Las arrugas en las comisuras de sus ojos delatan su edad. Calculo que tiene alrededor de cuarenta años, aunque es difícil asegurarlo.

Se lleva los dedos a la frente en una extraña especie de promesa o saludo.

—Montfort vendrá en su ayuda: pienso solicitar más sanadores, Plateados y ardientes por igual.

—¿Solicitar? —inquiere mi padre con sorna. Mientras los demás Plateados se muestran tan confundidos como él, me vuelvo en mi fila y mis ojos se cruzan con los de Tolly. Arruga el entrecejo; no sabe a qué se refiere el primer ministro. El estómago se me retuerce y muerdo mi labio para contener esa sensación; es común que compensemos nuestras deficiencias a la par, pero esta vez los dos estamos perdidos. Y mi padre lo está también. Pese a mi disgusto con él, esto me asusta más que todo; es imposible que nos proteja de algo que escapa a su comprensión.

Mare no lo entiende tampoco y frunce la nariz para dejar constancia de su desconcierto. ¡Vaya gentuza!, maldigo para mí. Me pregunto si la eternamente malhumorada y marcada con cicatrices sabrá de qué habla Davidson.

Éste deja escapar una risita. El viejo se divierte. Baja los ojos y sus oscuras pestañas acarician sus mejillas. Sería apuesto si se lo propusiera; supongo que esto no representa ningún beneficio para sus intenciones.

—Como todos saben, no soy rey —mira a mi padre, Cal y Anabel, en ese orden—. Ocupo mi cargo por voluntad de mi pueblo, que dispone de otros políticos electos para que representen también sus intereses. Ellos deben aprobar todas las decisiones. Cuando regrese a Montfort para requerir más tropas…

—¿Regresará a Montfort? —lo ataja Cal y él para en seco—. ¿Cuándo pensaba decírnoslo?

Davidson se encoge de hombros.

—Ahora.

Mare tuerce la boca, no sé si para sofocar una mueca o una sonrisa; es probable que para esto último.

No soy la única que se da cuenta de ello. Cal mira por turnos a la Niña Relámpago y al primer ministro, con desconfianza creciente.

—¿Y qué haremos en su ausencia, señor? —lo interroga—. ¿Lo esperaremos o combatiremos con una mano atada a la espalda?

—Me halaga que otorgue a Montfort tanta importancia para su causa, su majestad —sonríe—, pero lo siento, no puedo infringir las leyes de mi país, ni siquiera en tiempo de guerra. No traicionaré los principios de Montfort y me atendré a los derechos de mis ciudadanos. Después de todo, se cuentan entre quienes le ayudarán a usted a reclamar su país —la amonestación que sus palabras conllevan es tan obvia como la sonrisa que no se aparta de su rostro.

El soberano de la Fisura es mejor que Cal para esto y exhibe una sonrisa falsa.

—¡Jamás pediríamos a un gobernante que se volviese contra su pueblo, señor!

—¡Desde luego que no! —añade la marcada con cicatrices con mordacidad patente. Mi padre mantiene la calma ante esa falta de respeto, si bien sólo en favor de la coalición. De no ser por nuestra alianza, sospecho que la mataría al instante, para dar a todos una lección de buena educación.

Cal se tranquiliza un tanto y hace todo lo que puede por controlarse.

—¿Cuánto tiempo durará su ausencia, señor?

—Aunque todo depende de mi gobierno, no creo que el debate sea largo —responde.

La reina Anabel bate palmas, divertida, y su risa ahonda sus arrugas.

—¡No me diga! ¿Y qué es lo que su gobierno considera un debate largo?

Siento de súbito como si viera una obra interpretada con malos actores. Ninguno de ellos —mi padre, Anabel, Davidson— cree una sola palabra de lo que dicen los demás.

—Una controversia de varios años de duración —contesta Davidson con un suspiro y se pone a la altura del forzado humor de la reina Lerolan—. La democracia es sumamente entretenida; lamento que ninguno de ustedes la conozca aún.

Este remate busca herir y lo logra. A Anabel la sonrisa se le congela en el rostro y golpetea los dedos sobre la mesa, con igual propósito admonitorio. Su habilidad puede destruir sin esfuerzo, como las del resto de nosotros. Todos somos letales y nuestros motivos están en juego; no sé cuánto más podré soportarlo.

—Ardo en deseos de verla yo misma.

La temperatura aumenta antes de que estas palabras terminen de salir de la boca de Mare. Es la única que no mira a Cal. Él fija en ella sus ojos incandescentes al tiempo que se muerde los labios. Mare no abandona su resolución ni su semblante de plácida indiferencia. Presumo que sigue el ejemplo de Davidson.

Me llevo una mano a la boca para ahogar una risa de sorpresa. Tengo que reconocer el enorme talento de Mare Barrow para disgustar a los Calore. ¿Será que lo planea? ¿Que no duerme mientras trama cómo confundir a Maven o distraer a Cal?

¿En realidad lo hace? ¿Sería capaz de tal cosa?

Mi primera reacción es apagar el rayo de esperanza que ilumina mi pecho, pero después permito que irradie.

Lo hizo con Maven: lo mantuvo ocupado, desequilibrado, lejos de ti. ¿Por qué no habría de hacer lo mismo con Cal?

—Usted sería entonces un buena emisaria de Norta —intento ofrecer una apariencia aburrida, poco interesada, nada ansiosa; no deseo que nadie se dé cuenta de que arrojo el hueso demasiado lejos, sabedora de que el cachorro correrá tras él. La Niña Relámpago me mira de pronto y alza un centímetro las cejas. ¡Vamos, Mare! Me alegra que nadie en este lugar pueda leer mi mente.

—No hará lo que dices, Evangeline —me reprende Cal de inmediato—. Sin afán de ofender, primer ministro, no sabemos lo suficiente de su nación…

Inclino a un lado la cabeza y parpadeo en dirección a mi prometido. Mi cabello de plata resbala sobre la armadura de escamas en mi clavícula. Por pequeño que sea, el poder que tengo ahora aviva mis sentidos.

—¿Y qué mejor forma entonces de conocer la República Libre? La Niña Relámpago será recibida como heroína, Montfort es un país nuevasangre y la presencia de Mare contribuirá a nuestra causa, ¿no es así, señor?

Fija en mí su mirada inexpresiva, con la que siento que me perfora. Ve todo lo que quieras, Rojo.

—No tenga usted la menor duda.

—¿Confiará que una Roja informe de todo lo que encuentre allá, sin adornos ni omisiones? —pregunta Anabel con incredulidad palpable—. No se confunda, princesa Evangeline; esta señorita no profesa lealtad a nadie en cuyas venas corra sangre Plateada.

Cal y Mare bajan la vista al mismo tiempo, como si evitaran mirarse uno a otro.

Levanto los hombros.

—Envíen a un Plateado con ella. ¿Acaso no podría ser Lord Jacos? —El escuálido viejo de los atuendos amarillos se sobresalta cuando escucha su nombre; tiene un aspecto deshilachado, como un paño raído—. Si la memoria no me falla, usted es un hombre de letras, ¿cierto?

—Así es —contesta en un murmullo.

Mare se endereza de repente. Pese a que sus mejillas están rojas, parece serena.

—Envíen con nosotros a quien deseen, porque iré a Montfort de todas formas; ningún rey tiene derecho a detenerme por más que quiera.

¡Magnífico! Calore se tensa en su silla. Su abuela asoma a su lado, menuda en comparación con él, aunque el parecido entre ambos destaca todavía: los mismos ojos broncíneos, anchos hombros y nariz recta; el mismo corazón guerrero y, en definitiva, idéntica ambición. Mientras ella habla, no le quita los ojos de encima, temerosa de su reacción.

—¿De modo que Lord Jacos y Mare Barrow representarán al legítimo rey de Norta junto con…?

La pulsera de él chisporrotea y escupe una llamita roja que llega lentamente a sus nudillos.

—El legítimo rey de Norta se representará a sí mismo —asegura, con la vista puesta en el fuego.

Al otro lado de la sala, Mare aprieta los dientes. Aun cuando debo hacer acopio de toda mi moderación para guardar silencio, canto y bailo dentro de mí. ¡Qué fácil fue conseguirlo!

—¡Tiberias…! —silba Anabel y él no se molesta en atenderla; la reina Lerolan no puede presionarlo. Todo esto es obra tuya, vieja tonta. Lo declaraste rey; ahora debes obedecerlo.

—Admito que poseo un poco de la curiosidad natural de mi tío Julian y mi madre —expone Cal y el recuerdo de la reina Coriane lo suaviza. Debo reconocer que no sé mucho de ella; Coriane Jacos no era un tema del agrado de Elara—. Me gustaría visitar la República Libre y descubrir si todo lo que se dice de ella es cierto —su voz se diluye; ve a Mare como si quisiera que correspondiese a su mirada, pero ella no lo hace—. Me place ver las cosas directamente.

Davidson asiente con un brillo en las pupilas y su inexpresiva máscara cae por un segundo.

—Será usted muy bienvenido, su majestad.

—¡Gracias! —Cal extingue su fuego antes de batir los nudillos sobre la mesa—. Entonces está decidido.

Su abuela frunce los labios como si hubiera comido algo muy amargo.

—¿Decidido? —ríe—. ¡Nada está decidido todavía! Debes sentar tus reales en Delphie y proclamar tu capital; conquistar territorios, obtener recursos, ganarte a la gente, atraer más Grandes Casas a tu bando…

Él no da marcha atrás.

—Necesito recursos, abuela, soldados, y Montfort los tiene.

—¡Eso es muy cierto! —dice mi padre con una voz estruendosa que despierta un viejo temor en mi corazón.

¿Le encolerizó o le agradó que yo haya causado este enredo? De niña conocí los efectos de contrariar a Volo Samos: era convertida en un fantasma, ignorada, no deseada, hasta que la inteligencia y el mérito me permitían recuperar su cariño.

Lo miro de soslayo. El rey de la Fisura se yergue en su trono, pálido y perfecto. Bajo su acicalada barba adivino una sonrisa y lanzo un silencioso suspiro de alivio.

—Una petición de boca del propio rey legítimo de Norta obrará maravillas en el gobierno del primer ministro —continúa mi padre—, lo que no podrá menos que reforzar nuestra alianza. Lo indicado es entonces que yo también envíe un emisario, en representación del reino de la Fisura.

¡Que no sea Tolly, por favor!, gime mi mente. Por más que Mare Barrow prometió que no lo mataría, no confío en su palabra, y menos aún en una circunstancia tan oportuna. Ya lo veo suceder: un accidente absurdo que es todo menos eso. Y Elane tendría que marcharse igual, como su diligente y buena esposa. Si mi padre envía a Tolly, recibiremos a cambio un cadáver.

—Te acompañará Evangeline.

Las náuseas fulminan mi alivio.

No sé si pedir otra copa de vino y vomitarlo todo a mis pies. Cada voz de las muchas que se arraciman en mi cabeza grita lo mismo:

Todo esto es obra tuya, niña tonta.

Tormenta de guerra

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