Читать книгу Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl - Страница 11

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No había llamado.

Olivia permanecía en la cama con la mirada clavada en el techo y sintiéndose estúpida por el mero hecho de pensar en ello. Sabía de antemano que no la iba a llamar. Se había dicho a sí misma que no quería que lo hiciera. Pero, en aquel momento, cuando faltaban solo unas horas para que le viera en clase, la situación le resultaba violenta. Por lo menos para ella.

Jamie se lo tomaría a risa.

Por lo menos no le había invitado a pasar cuando la había acompañado hasta su puerta. Solo le había dado otro beso. Un beso lento, ardiente, que había hecho cosquillear todo su cuerpo.

Sonrió. A lo mejor merecía la pena pasar algo de vergüenza. No se sentía como una mujer nueva ni nada parecido, pero sí bastante más feliz.

Era un buen comienzo.

Aun así, incluso en el caso de que él hubiera mostrado algún interés, ella no se creía capaz de recorrer aquel camino con Jamie. Aquel hombre era muy potente. Se lo había parecido incluso antes de que rozara sus labios, y después le había parecido letalmente embriagador. No tenía la menor duda de que podría pasar muy buenos momentos con Jamie Donovan, pero ella no quería limitarse a ser una más de una larga lista de mujeres. No quería ni pensar lo que sería verle alejarse de ella, llevándose aquellos buenos momentos con él.

Fueran cuales fueran sus propias intenciones, para Olivia no fue ninguna sorpresa pensar en él en cuanto oyó el sonido del teléfono. Una prueba más de que ya estaba loca por él. Se obligó a acercarse temerosa al aparato y contestó sin mirar siquiera el identificador de llamadas, fingiendo que no le importaba quién pudiera ser.

–Olivia Bishop –contestó.

–¡Olivia Bishop! –dijo al otro lado una amistosa voz femenina.

–¿Gwen? –preguntó, y en ese momento se dio cuenta de lo que estaba a punto de pasar.

–Hablé con Marcie ayer por la noche.

–¡Ay, Dios!

Olivia se tapó los ojos con la mano. Marcie era amiga de uno de los compañeros de trabajo de Víctor.

–Eres una brujita traviesa –la acusó Gwen, arrastrando las palabras, sin disimular que estaba disfrutando con su secreto–. Estás enamorada hasta las trancas de Jamie Donovan. No sé si odiarte o subirte a un pedestal.

–No estoy enamorada de Jamie Donovan.

–Mentirosa.

Oliva sonrió mientras sacudía la cabeza.

–No te estoy mintiendo.

–Mira, admiro que estés intentando proteger su pudor. Resulta encantador.

–Gwen –insistió Olivia riendo–, admito que fui con él a una fiesta, pero eso fue lo único que pasó.

–¿No pasó nada más? –preguntó Gwen elevando la voz–. ¿Y cómo surgió todo? Solo le habías visto una vez, ¡una vez!

–Lo sé.

–¿Y decías que estabas intentando regresar al mundo de las citas? Lo que has hecho ha sido ponerte en el disparadero.

Olivia se tiró en la cama riendo de tal manera que no podía respirar.

–Necesito todos los detalles –le pidió Gwen–. ¡Por favor, Olivia, cuéntame algún detalle!

–Lo siento, Gwen, pero no tengo ningún detalle que contar.

–Entonces, cuéntame cualquier cosa a cualquier nivel. Sácame del misterio.

Olivia suspiró. No iba a contarle todo a Gwen, pero si se negaba a hablar, todo parecería mucho peor de lo que había sido.

–Jamie me pidió salir y yo…

–Un momento. Repite eso.

No era una parte fácil de contar y Olivia deseó poder evitar contarla. Pero se limitó a obviar los detalles.

–Le vi en el campus. Me pidió que si quería salir con él y le dije que no, pero entonces me acordé de la fiesta…

Gwen soltó un chillido.

–Fuimos a la fiesta y eso fue todo. Fin de la historia.

–¡Qué va! Ni lo sueñes. ¿Cómo estuvo Jamie? ¿Os enrollasteis? ¿Visteis a Víctor? ¡Oh, Dios mío! Dime que coincidisteis con Víctor.

–Jamie fue encantador. No, no nos enrollamos, pero por supuesto que vimos a Víctor. Y, lo más importante, él nos vio a nosotros.

–¡Ay, Dios mío! Me encantaría que estuvieras ahora aquí conmigo para poder chocarte los cinco –Gwen había sido secretaria del departamento de Víctor durante dos años y no le tenía una gran simpatía.

–Admito que fue bastante satisfactorio.

–¿Ah, sí? ¿Terminaste satisfecha?

–Gwen, no pasó nada. Y no va a pasar nada. Me divertí, pero eso es todo.

–¿Te rechazó?

Olivia elevó los ojos al cielo.

–Ahora sí que me gustaría que estuvieras aquí. Para poder chocarte los cinco en la cabeza.

–Vamos, Olivia, ¿por qué no vas a verle otra vez?

–Es complicado.

–No tiene por qué serlo.

–Pero lo es. Y ahora tengo que colgar. Se me está haciendo tarde para salir a correr.

Bastante tarde, la verdad fuera dicha. No solo había dormido más de la cuenta, sino que no había vuelto a acordarse de correr hasta aquel momento. Aquello ya era un principio. Había salido a correr a la misma hora todas las mañanas desde que se había enterado de que su marido la engañaba.

–¡Esta conversación todavía no ha terminado! ¡Ni de lejos! –oyó gritar a Gwen mientras presionaba con el pulgar el botón con el que puso fin a la llamada.

Olivia chasqueó la lengua y colgó el teléfono.

A pesar de la hora que era, no fue a cambiarse para salir a correr. Durante unos segundos se limitó a disfrutar de aquella sensación. De la novedosa y extraña sensación de tener una amiga íntima. Era casi tan emocionante como besar a Jamie, aunque la felicidad quedara confinada en partes menos interesantes de su cuerpo. Se sentía estúpida por haber ignorado la necesidad de tener una amiga durante tanto tiempo. Habría sido mucho más feliz mientras estaba casada con Víctor si no se hubiera dedicado por entero a él.

Y a lo mejor habría descubierto la verdad antes de haber malgastado tantos años.

El arrepentimiento intentó asomar su horrible cabeza, pero Olivia se lo impidió. Había pasado un año regodeándose en el sufrimiento y ya estaba harta. Aquel año iba a ser para ella. El año de Olivia. Y aquel verano sería el punto de partida. Había aceptado impartir dos asignaturas durante el verano para disponer de un dinero extra, pero las dos eran fáciles de preparar y no le llevarían mucho tiempo. Había enseñado aquellos contenidos en otras ocasiones y eran clases libres de créditos. Incluso el grupo de estudiantes al que había aceptado tutorizar durante aquel verano era bastante independiente, de modo que, dejando de lado las horas de despacho y el tiempo de clase, era libre de hacer lo que le apeteciera. ¿Pero qué le apetecía?

Mientras se lavaba los dientes y se ponía unos pantalones cortos y una camiseta, revisó las opciones que tenía para aquel día. Las clases solo duraban hasta las dos. Después podía dedicarse a abrir las cajas que todavía estaban esperando en el armario del dormitorio. O podía dedicarse a estudiar el programa de planificación financiera que tenía intención de revisar. Pero ninguna de aquellas dos tareas le parecieron actividades apropiadas para una mujer que estaba volviendo a la vida. Y tampoco eran la mejor opción para la clase de mujer que se llevaba a un hombre más joven que ella a una fiesta y le besaba a la vista de los empleados de la cocina.

Mientras se ataba los zapatos, Olivia tomó una decisión. Aquel día conduciría hasta Denver y comería allí sola. Se tomaría un vino con la comida. O dos. Y después iría al museo de arte y se pasaría allí tantas horas como quisiera paseando por las galerías.

Además de ser una actividad divertida, la distraería y evitaría que siguiera pensando en Jamie. Lo había pasado muy bien con él, pero no había sido justa. Le había utilizado y él no iba a volver a llamarla. Y era preferible. Tenía toda una vida que construir. Y después de haber descubierto que tenía química… Bueno, aquello le abría todo un mundo de posibilidades…

Pero cuatro horas después, su arenga había perdido la fuerza y al ver a Jamie en el aula, se sintió tan violenta como había imaginado. Él se limitó a sonreírle.

Olivia le saludó con una sutil inclinación de cabeza e intentó no volver a mirarle mientras comenzaba la clase sobre los costes iniciales de un negocio, los seguros y la financiación. Temas áridos, desde luego, y sin ninguna aplicación para su proyecto, pero Jamie parecía estar tomando detalladas notas, si es que podía guiarse por la velocidad con la que volaban sus dedos sobre el teclado. O, a lo mejor, estaba en medio de una conversación online. En aquellos tiempos, era difícil decirlo.

Cuando terminó de contestar la última pregunta planteada por los alumnos y los despidió, no la sorprendió que Jamie bajara las escaleras en vez de subirlas. Pero, aun así, el corazón le dio un vuelco como si acabara de recibir el mayor impacto de su vida. Era ridículo.

Jamie le dejó una manzana en la esquina de la mesa.

–Buenas tardes, señorita Bishop. Está usted muy guapa hoy.

Olivia notó su propio rostro tenso por la vergüenza. Se había puesto aquel vestido pensando en él. Era de color rojo. Demasiado rojo para dar clase, pero las diminutas margaritas blancas le habían servido como excusa y se había dicho que era perfecto para el verano. Y le encantaba cómo se arremolinaba la tela en el corpiño, haciendo parecer que tenía unos senos de tamaño medio.

El relleno del sujetador también ayudaba, pero Jamie no iba a tener oportunidad de quitarle la ropa y descubrir la diferencia.

–¿Quieres que vayamos a comer?

Olivia alzó la mirada bruscamente, desviándola de su ridículo regalo.

–Son las dos.

–De acuerdo. ¿Quieres que vayamos a tomar un café? ¿Una cerveza? ¿Un helado?

–Estuvo mal por mi parte arrastrarte a aquella situación. Te agradezco que vinieras y aprecio que no lo hayas utilizado contra mí. Pero creo que no sería una… buena idea.

–Una declaración demasiado solemne para un inocente helado de barquillo.

Aquel hombre era capaz de hacer que las palabras «inocente helado de barquillo» sonaran como una perversa promesa. En sus ojos verdes parecía bailar una sonrisa.

A Olivia le entraron ganas de encogerse, así que cuadró los hombros e intentó parecer incluso más alta. Pero continuó con la mirada fija en la manzana.

–Eso es porque haces que no parezca inocente. Al menos, para mí.

Jamie cambió de postura y ella alzó la mirada. El semblante de Jamie no traslucía la menor diversión.

–¿Y eso no te parece importante?

Sí, claro que se lo parecía. Demasiado importante. Pero jamás lo reconocería.

–No soy una chica de dieciocho años que esté empezando a abrir las alas. Tengo que ser razonable.

–Yo diría que hasta ahora has sido más que razonable. Dijiste que querías divertirte.

–Y es cierto, pero…

–Entonces, inténtalo –Olivia no sabía que la mirada de Jamie pudiera ser todavía más cálida, pero lo fue–. Yo soy capaz de hacer que cualquier cosa resulte divertida, Olivia, incluso tú.

La excitación se abrió paso a través de ella. Debería haberse sentido ofendida, pero lo único que sintió fue anticipación ante la posibilidad que se le abría.

–Solo eres un niño. No lo comprendes.

–No soy ningún niño –replicó Jamie con voz queda y grave.

Y ella sabía que tenía razón. Lo sabía. Pero había algo alegre y puro en él. Algo que le decía que todavía era capaz de disfrutar de la vida, a diferencia del resto de la triste población, que a duras penas conseguía ir abriéndose camino. Aquello era lo que atraía a las mujeres como moscas. Desde luego, era lo que la atraía a ella.

Olivia se cruzó de brazos y recorrió con la mirada las sillas vacías, la moqueta oscura y el gris de las paredes que resplandecía bajo las luces fluorescentes. Aquel lugar era la parte más importante de su vida y la cuestión era que… que ni siquiera era algo que hubiera deseado. Su vida no podía ser más triste.

–Un café.

Jamie arqueó las cejas.

–¿Un café? De acuerdo, el café es bastante divertido, pero…

–Solo un café. Después tengo otros planes.

Jamie le concedió un simpático guiño de ojos. Ni siquiera protestó cuando le dijo que era mejor que quedaran en la cafetería. De hecho, su sonrisa le indicó que conocía el motivo por el que se lo decía: no porque quisiera ir desde allí al museo, sino porque tenía miedo de lo que podía pasar si Jamie volvía a llevarla a su casa.

Al final, pasó un rato muy agradable. Jamie resultó ser mejor conversador de lo que esperaba. Por supuesto, hablar formaba parte de su trabajo, pero cuando se habían atrevido a meterse en el terreno de la política, le había parecido un hombre reflexivo y bien informado. Y la había hecho reír. Estuvieron sentados en una terraza en sombra. Olivia se pidió un café con leche descremada y él un macchiato de caramelo con hielo con doble ración de nata.

Cuando Jamie la acompañó al coche, estaba tan nerviosa como una adolescente. Y con motivo, porque en cuanto le abrió la puerta, Olivia quedó atrapada entre esta y el coche, con Jamie inclinándose hacia ella.

–¿Puedo llamarte? –le preguntó Jamie.

–Jamie… –no podía permitir que aquello continuara, pero tampoco podía pasarse la vida resistiéndose.

–Solo tienes que decir que sí –susurró él.

Y entonces la besó, de manera que Olivia tuvo la boca demasiado ocupada como para decir nada.

La había dejado marchar con un beso. Con un maldito beso, nada más. Pero incluso aquello le hizo sonreír. No se lo diría a Olivia jamás en su vida, pero salir con ella le hacía sentirse… más adulto. Menos como un ligón y más como un hombre dispuesto a pasar el tiempo con una mujer interesante. Y no porque no estuviera dispuesto a acostarse con ella si surgiera la oportunidad. Aquel único beso le había dejado duro como una piedra. Por supuesto, había sido un beso, largo, húmedo y profundo.

–¡Diablos, sí! –musitó mientras aparcaba en la cervecería.

Rodeó el edificio antes de entrar para asegurarse de que las puertas y ventanas estaban aseguradas y las aceras limpias, pero cuando llegó a la puerta principal, todavía estaba pensando en Olivia.

–¿Dónde demonios has estado? –le preguntó su hermano Eric antes de que Jamie hubiera puesto un pie en el umbral.

La agradable calidez que fluía por sus músculos se transformó en hielo.

–Ya te dije que los jueves llegaría más tarde a partir de ahora.

–Dijiste que llegarías a las cuatro. Y son las cuatro y media.

Jamie sintió que le ardía la sangre. El calor le quemaba la piel. Quería responder. Quería gritar que la semana anterior había trabajado sesenta y dos horas y que si le daba la gana podía llegar media hora tarde. No había un solo cliente en el bar, por el amor de Dios.

Pero no podía contestar porque lo último que quería era que Eric comenzara a preguntarle dónde había estado o por qué de pronto había decidido tomarse los martes libres en vez de los lunes, o por qué necesitaba llegar tarde los jueves. Así que se sirvió de toda su fuerza de voluntad para reprimirse y limitarse a susurrar:

–Lo siento.

Eric pareció sorprendido. A lo mejor tenía ganas de pelea. Pero renunció con elegancia y dijo:

–De acuerdo. Siento haberte gritado.

¿De verdad era tan fácil? Se pasaban la vida peleando como el perro y el gato y esa era una de las razones por las que él prefería mantener sus proyectos en secreto hasta que pudieran hacerse realidad. Si no lo tenía todo planificado a la perfección, Eric le tumbaría el plan antes de que hubiera salido la primera palabra de sus labios. De hecho, ya se lo había tumbado en una ocasión, pero Jamie no estaba dispuesto a rendirse.

–¿Algo especial para hoy?

–Wallace ha recibido por fin ese chocolate mexicano que estaba esperando. Va a preparar otra cerveza negra con sabor a chocolate.

–Genial.

–Quiere llamarla Devil’s Cock.

Jamie arqueó las cejas.

–¿Devil’s Cock?

–Sí, y poner un gallo en la etiqueta.

–¿Y tú qué le has dicho?

–Le he dicho que me lo pensaría. Después de la feria de Santa Fe, decidí que podríamos ser un poco más atrevidos. Ahora mismo la gente no se anda con demasiadas sutilezas.

–Bueno, supongo que no me sorprende. Y creo que podría ser una etiqueta fantástica. Podrías pedir una muestra antes de tomar una decisión.

–Sí, es una buena idea. A lo mejor lo hago.

Jamie apretó los dientes al percibir el tono de sorpresa de Eric.

–Y ya está la nueva –Eric le tendió una copia plastificada de la carta de verano.

–¡Vaya! Bonita presentación.

–Es de la nueva empresa de marketing. Supongo que está funcionando bien.

–¿Dónde está Tessa? –preguntó Jamie.

Su hermana era una compañía mucho más relajante y Jamie preferiría ponerse al día con ella, pero, al parecer, tenía el día libre. Aquello explicaba el mal humor de Eric. Tessa calmaba y alegraba a los dos hermanos por igual.

–¿Tienes que irte pronto? –Jamie miró el reloj.

Debió de ser muy poco sutil, porque Eric echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

–Te dejaré solo. Chester ha organizado la barra. Ya está todo listo.

–Gracias.

–¡Ah! Y Tessa ha comentado algo sobre un especial.

Jamie gimió mientras Eric pasaba por delante de él.

–Espera, ¿qué clase de especial?

La carcajada de su hermano fue la única respuesta. La risa fue perdiéndose mientras Eric se dirigía hacia la parte de atrás y las puertas abatibles se cerraban tras él.

–Dios mío.

Entonces fue Jamie el que murmuró malhumorado. Por mucho que quisiera a Tessa, estaba volviéndole loco con aquellas travesuras de Twitter. Era ella la que se encargaba de la red social de la cervecería. Por desgracia, Jamie no sabía nada de Internet que fuera más allá de Google y el correo electrónico. Y, para mayor desgracia de Jamie, Tessa utilizaba el Twitter con su nombre y disfrutaba poniéndole en situaciones incómodas. Dos semanas atrás había organizado una campaña llamada «¿Dónde está Jamie?», en la que incitaba a las clientas a fotografiarle allí donde le vieran. La campaña había ido bien en la cervecería, aunque había ralentizado su trabajo. Pero había sido mucho menos agradable cuando estaba en el supermercado o paseando en bicicleta.

Había intentado dejarse llevar, pero comenzaba a estar paranoico. Asomó la cabeza por la parte trasera del bar.

–¡Chester! –llamó a un camarero que trabajaba allí a tiempo parcial–. ¿Puedes mirar la cuenta de Twitter en tu teléfono? Cuando hayas terminado de limpiar, mira a ver qué ha preparado Tessa para esta noche.

–¡Entendido! –respondió Chester.

Jamie corrió de nuevo a la barra para estar listo antes de la avalancha de clientes que se acercaban al salir del trabajo. Sí, Chester ya había preparado la barra, pero nadie era tan exigente como él. Comenzó a arreglar las mesas para que estuvieran preparadas para los clientes. Limpió las mesas, las sillas y las cartas. Barrió después todo el salón y regresó a la barra para terminar de prepararla.

–¡Eh! –Chester se asomó al cabo de un rato–. Tessa ofrece pintas a mitad de precio de cinco a seis a cualquiera que te cuente un chiste. Y no tiene por qué ser gracioso.

Jamie sonrió mientras limpiaba la barra hasta sacarle brillo. Podría soportar unos cuantos chistes. O, por lo menos, eso creía.

Para cuando dieron las seis de la tarde, la garganta le dolía de tanto reír. Y también de gemir horrorizado. No era consciente de la cantidad de chistes malos que existían y, mucho menos, de que pudiera oírlos todos en una hora. Pero tenía que admitir que había sido una hora bastante buena. Pasó el resto de la tarde de buen humor, hasta que, a las nueve menos cuarto, comenzó por fin a cerrar. A las nueve en punto vio marcharse al último cliente, que se despidió saludándole con la mano, cerró la puerta y sacó el teléfono a toda velocidad para llamar a Olivia.

–Hola, señorita Bishop.

–¿Jamie? –parecía dormida. Y accesible.

–Lo siento, ¿estabas durmiendo?

Miró perplejo el reloj. ¿Había gente que se acostaba a las nueve?

–No, todavía no. Estoy leyendo en la cama.

–Tenía la esperanza de que te apeteciera acercarte a echar una partida de billar.

–¿Ahora? –se echó a reír como si fuera algo inaudito.

–¿Podría ser?

–Ya estoy en pijama y en la cama.

–¿Ah, sí? –Jamie se dejó caer en una silla y apoyó los pies en la mesa–. ¿Qué tipo de pijama?

Olivia se echó a reír como si estuviera de broma. Genial. Jamie decidió imaginarla con un pijama corto de seda y botones y las gafas negras. Una imagen muy sexy.

–¿Qué tal ha ido la noche? –le preguntó Olivia.

–Me has hecho llegar tarde.

–Ha sido culpa tuya

–No –la corrigió–, la que me ha subido la camiseta has sido tú.

Jamie decidió en aquel momento que jamás se cansaría de oírla reír. Le encantaba cómo se le quebraba la voz cuando se sentía avergonzada.

–Lo siento. No suelo ser tan atrevida. Y menos en el aparcamiento de una cafetería.

–No has podido controlarte –dijo él–. Nos pasa a todos. Pero prometo no decírselo al decano.

–¡Basta! –la risa de Olivia comenzaba a ser somnolienta.

–¿Qué estás leyendo? –le preguntó Jamie, intentando mantenerla al teléfono. Olivia le dijo el título de un libro del que Jamie nunca había oído hablar. Un libro que sonaba serio y difícil–. Mi madre leía mucho, pero no me transmitió el amor por la lectura –admitió.

–¿Leía? ¿Ha muerto?

–Sí, hace mucho.

A Jamie no le gustaba hablar sobre ello. No le gustaba nada hablar de aquel tema. Así que cerró la boca, dejando patente que no tenía nada más que decir. Pero Olivia no entendió la indirecta.

–¿Hace cuánto tiempo?

–Hace trece años.

–¡Dios mío! Entonces solo eras un adolescente.

–Sí.

Jamie se aclaró la garganta e intentó decirse que se alegraba de que no le hubiera preguntado por su padre, porque entonces habría tenido que contar toda la tragedia. Pasando por alto los detalles del papel que había jugado en ella, por supuesto.

–¿Estabas muy unido a ella? –le preguntó Olivia con voz queda.

–Sí.

Todos estaban muy unidos en aquella época. Sus hermanos y sus padres. Cada hermano tenía una personalidad diferente, pero todos habían sido queridos por igual. Aunque había resultado ser Jamie el único que no lo merecía. Toda una sorpresa.

–Yo no estoy muy unida a mi madre –confesó Olivia. Jamie oyó el sonido de un interruptor y la imaginó acomodándose en la cama–. Es una mujer fría, muy estricta. Y nada divertida.

Jamie sonrió al oír su tono irónico.

–Tú no eres una mujer fría –le aseguró.

–¿No?

–No. Estás tumbada en la cama con un pijama muy corto y manteniendo una conversación inapropiada con uno de tus alumnos, ¿no es cierto?

La risa de Olivia volvió a disipar la tristeza.

–Tú no sabes nada de mi pijama.

–Shh.

–Y esta conversación no tiene nada de inapropiado.

–Podría tenerlo, si dejaras de intentar corregirme.

–Jamie –suspiró–, eres increíble, ¿lo sabes?

–Me encanta que susurres eso estando en la cama.

Pero la voz de Olivia era cada vez más queda, de modo que Jamie fue lo bastante galante como para ofrecerle colgar. Pensó en la agenda que tenía para el día siguiente y esbozó una mueca. Le tocaba pasar el día entero haciendo trabajo de oficina y ocuparse después de la barra, y los viernes abrían hasta las diez. Gracias a Dios, aquel era un espacio de degustación y no un bar normal que abriera hasta altas horas de la madrugada.

–Si eres capaz de aguantar despierta una hora más, mañana también te arroparé antes de dormir.

–Me encantaría –susurró Olivia.

Y Jamie casi pudo sentir sus dedos deslizándose por su cuello.

–A mí también me encantaría.

Qué relación tan extraña. Nada de sexo. Largas conversaciones íntimas. Y maldita fuera si no le gustaba.

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