Читать книгу Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl - Страница 18
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Оглавление–Ya voy de camino –dijo Olivia por el móvil.
Fingía estar entrecerrando los ojos por culpa del sol, pero la verdad era que sonreía de tal manera que los ojos apenas se le veían.
–Más te vale no estar mintiendo –le advirtió Gwen–. Ayer por la noche te llamé por lo menos diez veces.
–Estaba ocupada –respondió Olivia mientras entraba a paso ligero en su edificio.
Se había puesto unos tacones demasiado altos para el trabajo, pero hacían un ruido fantástico contra el suelo de mármol.
–¡Ah! Así que estabas ocupada, ¿eh? Eres una brujita perversa. Te odio.
El eco de la risa de Olivia resonó en todo el pasillo y decidió que sería mejor que colgara para evitar molestar a los grupos que estaban en clase.
–¿Ahora mismo estás ocupada?
–No.
–De acuerdo. Voy a llevar las cosas a mi despacho y después me pasaré…
–Tardarás demasiado. Dejarás las cosas en tu oficina, comprobarás el correo electrónico y tu correo. Ven ahora mismo aquí porque estoy a punto de explotar.
–Vale, voy hacia allí.
Gwen todavía estaba aullando cuando Olivia colgó el teléfono y dio media vuelta en el pasillo. Su progreso fue de pronto interrumpido por la dureza del hombro contra el que chocó.
–¡Ay! –exclamó–. Lo siento.
Un hombre la agarró del brazo para sujetarla.
–No, ha sido culpa mía –dijo mientras ella se volvía hacia él. Era un hombre atractivo, quizá algo mayor que ella–. Estaba intentando adelantarte sin molestarte mientras hablabas.
–Espero que eso no signifique que me he convertido en uno de esos usuarios de móvil tan molestos.
La sonrisa de aquel desconocido le resultaba vagamente familiar, pero no era capaz de identificarle.
–Por supuesto que no. Pero, tengo que reconocer que he perdido el criterio al respecto. El año pasado tuve una cita a ciegas con una mujer que estuvo manteniendo una conversación mediante mensajes de texto durante toda la cena. Soy Paul, por cierto. Paul Summers. Nos conocimos hace unos meses.
Olivia debía de seguir pareciendo perpleja, porque la sonrisa de su interlocutor vaciló.
–Me encargué de las clases de Johnson cuando él se jubiló.
–¡Ah, sí! Lo siento. Cada vez que tengo un grupo nuevo de estudiantes, mi capacidad para recordar nombres disminuye. Venías de Chicago, ¿verdad? ¿Qué tal te va por aquí?
–Muy bien. El invierno es genial. Y, claro, mucho menos húmedo.
Olivia sonrió y se obligó a no mirar hacia la escalera. Estaba deseando ir a ver a Gwen para hablar de Jamie. Burbujeaba por dentro pensando en él. Necesitaba…
–Supongo que no es una buena idea, puesto que ni siquiera te acordabas de mí, pero podríamos salir a tomar un café algún día, o a comer.
–Yo… ¿qué?
–¿Te apetecería salir a tomar un café? –repitió, arqueando las cejas–. ¿A comer? ¿O a lo mejor no?
–¡Ah! –no pudo evitar sonreír al ver la mueca con la que parecía estar cuestionándose a sí mismo–. Eh, yo…
–Eh, tranquila. Lo intentaré en otro momento…
–No, no es eso. Es que no se me dan muy bien este… este tipo de cosas.
–¿Es que hay alguien a quien se le den bien?
Olivia pensó al instante en Jamie, aunque no estaba segura de que debiera estar pensando en él. En realidad, no estaban saliendo juntos, solo se estaban… divirtiendo. Era una relación temporal. Lo habían dejado claro. Jamie era joven, despreocupado y, lo más importante, un hombre libre. Su relación terminaría al cabo de una semana o dos. Después él continuaría con su vida. Y también ella debería continuar con la suya.
Pero aun así…
Olivia tragó saliva, intentando aliviar la sequedad de su garganta.
–La verdad es que –comenzó a decir con mucho cuidado– estaría bien tomar un café. Pero ahora mismo no puedo. ¿Qué tal si lo dejamos para otro momento?
–De acuerdo. Creo que podré soportarlo. Volveré a preguntártelo, y considéralo una advertencia.
–Lo haré.
–Me alegro de volver a verte, Olivia –le guiñó el ojo con un gesto amistoso antes de alejarse por el pasillo.
Paul era encantador. Educado. Y un hombre bien entrado en los treinta años. Era la clase de hombre con el que saldría si fuera una mujer seria. Pero, en aquel terreno, ser una mujer seria le parecía mucho más peligroso que ser divertida.
Pensaría en ello más adelante si volvía a invitarla. Pero, en aquel momento, estaba dedicada a Jamie a manos llenas.
Riendo con disimulo por aquel involuntario juego de palabras, corrió hacia las escaleras para dirigirse al despacho de Gwen.
Gwen la estaba esperando en la puerta.
–¡Dios mío, mírate! –dijo, y soltó un silbido.
Olivia bajó la mirada hacia los zapatos.
–Lo sé. Los he visto en el armario y…
–No, no me refiero a los zapatos, que son preciosos. Me refiero a ti. A los zapatos, al botón que te has dejado desabrochado. Y a esa mirada que está diciendo «tómame».
–¡Gwen! –exclamó, empujándola al interior del despacho.
–Es verdad. Ese hombre debe de ser tan milagroso como parece. ¿Le has hecho ponerse la falda escocesa?
–No.
–Pues deberías. Y deberías grabarlo todo.
Olivia cerró la puerta y se apoyó contra ella. Intentó reprimir una carcajada, pero no lo consiguió.
–Eres malísima.
–Sí. Y también estoy muerta de celos. Me gustaría poder pasearme con esa expresión en la cara.
–¿De verdad estoy tan distinta? Porque acaba de invitarme a salir un hombre en el campus.
Gwen se dejó caer en una silla. Los hombros le temblaban mientras reía.
–¿Lo ves? Desprendes una vibración especial, hermanita. ¿Quién te ha pedido salir?
–Paul Summers.
–No le conozco
–Porque está en la International Businnes Law, dos edificios más allá. Pero deberías intentar cruzarte con él. Es un encanto.
–¿Un encanto? –Gwen agarró un bolígrafo y apuntó su nombre–. Estoy segura de que se me ocurrirá algún motivo para pasarme por su despacho. Aunque… –la recorrió de arriba abajo con la mirada–, no puede decirse que seamos mujeres del mismo tipo.
No, desde luego que no. Gwen tenía el pelo rubio y rizado y unos senos maravillosos que mostraba con una sutil habilidad.
–No sé por qué, pero no creo que le importe.
Gwen alzó las manos.
–¡Qué más da! No te he pedido que vengas por eso. Siéntate y cuéntamelo todo.
Olivia se sentó con las manos en el regazo.
–No sé qué contar, la verdad. No quiero violar la intimidad de Jamie, pero estoy a punto de estallar.
–¿Estás enamorada?
La preocupación que asomó al rostro de Olivia fue inconfundible.
–No, claro que no. No soy tan tonta. Ni siquiera estamos saliendo.
Gwen arqueó una ceja con expresión dubitativa.
–En serio. Le dije que necesitaba aprender a relajarme y divertirme y él… se ofreció a ayudarme. Ayer por la noche me hizo salir hasta muy tarde. Y el domingo vamos a ir a un parque de atracciones. Ese tipo de cosas.
Decidió ahorrarse lo de bañarse desnuda en el jacuzzi.
–De acuerdo, todo eso es muy divertido, pero estoy segura de que ha habido algo más.
–Sí, estoy dispuesta a admitir que también están pasando otras cosas. Otras cosas muy divertidas.
–Olivia, no me puedo creer que estés haciendo algo así.
–Lo sé. Es…
–¡Estoy orgullosa de ti! Me gustaría poder hacer algo parecido. Yo también necesito un poco de diversión en mi vida.
Aquella declaración dejó a Olivia estupefacta.
–¿Qué quieres decir, Olivia? Tú siempre te estás divirtiendo.
–Sí, me gusta salir y divertirme, pero nunca he sido tan valiente como para hacer lo que estás haciendo tú. ¡Y con Jamie Donovan nada menos!
Olivia no sabía qué decir. Siempre la había sorprendido la amistad de Gwen, el hecho de que una mujer como ella quisiera ser su amiga.
Gwen negó con la cabeza.
–Lo digo en serio. ¿No te parece increíble estar haciendo algo así?
–¡Sí! Hasta cuando estoy con él tengo la sensación de que es algo que le está ocurriendo a otra persona. Es tan…
Gwen se inclinó hacia delante.
–¿Maravilloso?
–¡Ja, ja! De acuerdo, sí. Es maravilloso, tanto dentro como fuera de la cama –ignoró el gemido de celos de su amiga y se encogió de hombros–. Es tan sencillo y directo… Jamás había conocido a un hombre como él.
–Sí, claro, pero volvamos a la parte de lo maravilloso que es.
–Gwen…
–Vamos –le suplicó Gwen–. Cuéntame algo. ¿No tienes ni unas migajas para una mujer hambrienta? ¡Por favor!
Olivia tomó aire.
–De acuerdo. Te contaré una cosa.
Gwen sonrió y apoyó la barbilla entre las manos.
–Ayer por la noche fuimos a cenar y nos pasamos un poco con el vino. Decidimos ir a mi casa, pero… nos distrajimos y estuvieron a punto de pillarnos haciendo el tonto en una parada de autobús.
–¡No! –chilló Gwen–. ¿Qué pasó?
–Nos estábamos besando y, quizá, yendo un poco más allá. Era de noche y no estábamos en condiciones de pensar. Pasó un coche y nos iluminó como si fuera un foco.
–¿Y qué pasó cuando llegasteis a tu casa?
Olivia sonrió de oreja a oreja.
–Terminamos lo que habíamos empezado, sin que nadie nos viera –salvo ella misma.
–Eres mi heroína. Lo sabes, ¿verdad?
–Gwen, yo soy mi propia heroína.
Gwen señaló hacia la puerta.
–Sal de aquí. No quiero volver a verte.
Olivia comenzó a salir, pero se detuvo con la mano en el picaporte.
–Eh, ¿te apetece ir al cine el sábado por la noche?
–¿Y Jamie?
–No es mi novio, Gwen.
Gwen arqueó una ceja.
–Así que trabaja el sábado.
–Sí.
Tras dejar de reír, Gwen asintió.
–De acuerdo, vamos al cine. Y también a cenar.
Olivia fue sonriendo durante todo el trayecto hasta su despacho.
¿De verdad era valiente? Ella no tenía esa sensación. Al principio, estaba aterrada. Después, sobrecogida. Y, en aquel momento, exultante y un poco perpleja. Pero también se sentía feliz. Mucho más de lo que se había sentido en mucho tiempo.
Acostarse con Jamie Donovan era un milagroso elixir.
Era hasta físicamente agotador. Cuando se sentó tras el escritorio, sus muslos protestaron por el esfuerzo. Otro pequeño momento de felicidad. Jamie había vuelto a hacer el amor con ella aquella mañana. Dos veces. Perderse la carrera matutina había sido un placer. Y el ejercicio había sido igual de intenso.
La única razón por la que había decidido ir a la universidad era que estaba horrorizada con su propio comportamiento. Cuando Jamie se había ido, Olivia se había quedado en la cama con una enorme sonrisa en el rostro. Aquello se había acercado en exceso a la actitud de una enamorada.
Así que se había duchado y vestido y se había puesto los tacones. ¿Y qué iba a hacer consigo misma? Algo responsable, como planificar o investigar. Pero, teniendo en cuenta que su mente continuaba volando hacia las manos de Jamie agarrándole el trasero, pensó que quizá fuera preferible comenzar por algo más sencillo, como el correo electrónico.
Olivia encendió el ordenador y abrió el correo electrónico. No había mucho correo en verano, así que reparó al instante en un aviso de su jefe de departamento. Quería verla en su despacho en cuanto pudiera pasar por allí.
El corazón le dio un vuelco al pensar en qué podría querer. Como instructora, no tenía una plaza fija en la universidad. Podían despedirla cuando quisieran, por cualquier razón, aunque trabajara como una bestia de carga. Siempre había trabajado mucho, pero, desde su divorcio, impartía cuatro asignaturas por semestre además de dos seminarios de verano, decidida a demostrar su valía. No podía permitirse el lujo de perder su trabajo y, habiendo desaparecido de escena su marido, la universidad no sentiría presión alguna para retenerla en la plantilla.
Las ganas de sonreír se esfumaron mientras leía el mensaje por segunda y tercera vez. El jefe de departamento no daba ninguna pista de lo que quería y Olivia intentó convencerse de que sería algo rutinario. A lo mejor quería que se encargara de los cumpleaños del departamento. No sería la primera vez que un instructor era utilizado como asistente.
Deseando de pronto haberse puesto unos zapatos mucho más estables, recorrió el largo pasillo que conducía hasta el lugar en el que la reclamaban.
El despacho de Lewis Anderson estaba situado en la habitación principal del departamento. Era el más grande, por supuesto, pero eso no significaba mucho en el Departamento de Economía Aplicada. Era uno de los departamentos con menos prestigio de la universidad y el tamaño de los despachos así lo reflejaba.
Tenía la puerta abierta y cuando Olivia llamó, Lewis alzó la mirada confundido.
Cuando reparó en su presencia, la incomodidad se reflejó en sus facciones.
–Olivia, buenos días. Pasa. Y… eh, ¿puedes cerrar la puerta?
¡Ay, no! Aquello no presagiaba nada bueno. Nada bueno en absoluto. La sangre abandonó el cerebro de Olivia a tal velocidad que sintió un ligero mareo. Saludó a su jefe con una seria inclinación de cabeza mientras cerraba la puerta.
–¿Ocurre algo?
–No estoy seguro –señaló la silla. Olivia tomó asiento–. He recibido una información que necesito exponerte, aunque es de naturaleza personal y preferiría no tener que hacerlo.
Olivia asintió como si lo comprendiera.
–Se te acusa de mantener una conducta inadecuada con uno de tus alumnos.
–¿Qué? –preguntó ella casi sin aliento.
La sangre que había abandonado su cerebro regresó con una violencia despiadada. La piel le ardía como el fuego.
–¿Es cierto que tienes una relación personal con uno de tus estudiantes?
–¿Quién te ha contado eso?
–Olivia, esa no es la cuestión. ¿Es cierto?
–Yo. No. Es decir, hay un estudiante en mi clase que es amigo mío. Pero le conocí antes de que comenzaran las clases.
Lewis esbozó una mueca.
–¿En qué clase está?
–En una sesión de formación continua para emprendedores en hostelería. No es un curso que reporte créditos académicos, Lewis. Y no es un estudiante universitario. Es propietario de un restaurante. No es que… Yo jamás…
Lewis alzó la mano y exhaló despacio antes de tomar aire.
–De acuerdo. Todas son buenas noticias. Me preocupaba que pudiera tener algo que ver con el grupo de alumnos a los que estás tutorizando este verano.
–¡No! ¡Claro que no!
Lewis consiguió esbozar una leve sonrisa.
–Por supuesto, no podía creerme que estuvieras manteniendo una relación inapropiada con uno de los estudiantes que tienes bajo tu supervisión, pero cualquier indicio de esa clase de conducta debe de ser comunicado sin dilación.
–¡Por supuesto, por supuesto! –a Olivia se le hizo un nudo en la garganta por culpa de las lágrimas nacidas de una mezcla de miedo y alivio–. Siento haberte puesto en esta situación. No sé quién puede haber insinuado nada de ese tipo.
–Estoy seguro de que la persona en cuestión solo está preocupada por las implicaciones éticas del asunto.
Sí, claro. Y las vacas volaban.
–Si puedes decirme quién te lo ha contado, podría ser yo la que aliviara sus preocupaciones. Me avergüenza que hayamos llegado a este punto. Y, por supuesto, lo último que quiero es dañar la reputación de la universidad.
–No puedo decirte su nombre, Olivia. Pero le transmitiré lo que me has dicho.
Olivia asintió.
–¿Necesitas algo más?
–Sí, espera un momento –tecleó algo en el ordenador e imprimió una hoja–. Solo necesito que firmes esto, es el reconocimiento de que hemos mantenido esta conversación.
Olivia fulminó con la mirada la hoja que le tendía. Cuando miró a Lewis, este esbozó una mueca.
–Lo siento. Tengo que registrarlo. No te estoy pidiendo su nombre. No quiero inmiscuirme en tu vida personal, pero necesito que firmes esto para demostrar que hemos tenido esta conversación.
Aquello quedaría registrado para siempre. Y saldría a la luz cuando el departamento asignara las clases en otoño. A Olivia le tembló la mano mientras garabateaba su firma.
Lewis no podía decirle quién le había comunicado aquella bajeza, pero Olivia no necesitaba un nombre. Sabía quién lo había hecho y salió decidida hacia su edificio.
El Departamento de Economía estaba en un edificio precioso, tradicional, de techos altos y amplios ventanales. Oliva entró como si estuviera tomando un castillo al asalto. No había puesto un pie en aquel edificio desde hacía meses, pero había pasado años subiendo y bajando aquellas escaleras: reuniéndose a almorzar con Víctor cuando este se lo pedía, llevándole libros que se había dejado en casa, corriendo a llevarle su camisa más bonita cuando el decano le pedía una reunión. Si alguna vez había habido una profesora que hubiera sido utilizado como asistente, esa había sido ella.
Olivia pasó a paso ligero delante de la recepcionista mientras esta balbuceaba una protesta. La puerta de Víctor estaba cerrada, así que avisó con un golpe antes de abrirla. Casi esperaba encontrarle acostándose con una estudiante en el escritorio, pero la mesa estaba vacía. El despacho estaba vacío.
–¡Señora Bishop! –gritó la recepcionista mientras corría hacia allí.
–Señorita Bishop.
–El señor Bishop no está aquí. No ha venido en toda la semana.
–¿Está en la ciudad?
–No lo sé, pero no puede presentarse aquí y…
Olivia pasó por delante de ella, sacando el teléfono móvil mientras caminaba. En cuanto marcó el número de Víctor saltó el buzón de voz, lo que podía significar cualquier cosa. Que estaba de vacaciones con una de sus novias de veintitrés años. O en una pista de raquetbol. O jugando al golf con algún pez gordo de la universidad. O que no la tenía a ella para recordarle que cargara el teléfono.
Estando tan humillada, mortificada y furiosa, no tenía sentido intentar trabajar. Sentía el corazón a punto de salírsele del pecho.
¿Cómo se atrevía? Después de todo lo que le había hecho pasar, ¿cómo se atrevía a lanzarla a los lobos con tan vil ensañamiento? Ella no tenía la protección de su propio trabajo, como él. Ni siquiera tenía un contrato fijo. No era profesora numeraria. En cuanto surgiera la menor duda, lo más prudente para la universidad sería despedirla.
Para cuando terminó de recoger sus cosas y pudo dirigirse hacia el coche, Olivia estaba al borde de las lágrimas. Si terminaba llorando por culpa de Víctor en el trabajo, le destrozaría. Le arruinaría la vida. Y estaba en condiciones de hacerlo. Por eso era tan impactante que hubiera sido tan mezquino.
Por suerte para Víctor, consiguió reprimir las lágrimas hasta que llegó al coche y, para entones, la furia había arrasado con las ganas de llorar. El camino hasta la casa de Víctor, la que había sido también su casa, fue visto y no visto. Aparcó en el camino de la entrada, encantada con el chirrido de los neumáticos sobre el cemento. Solo había provocado aquel chirrido otra vez en su vida.
Con una amarga sonrisa, dejó el coche en la zona del aparcamiento y se abalanzó hacia la puerta como un espíritu vengativo. Así era como se sentía, de todas formas. Aunque probablemente pareciera una profesora irritada y con tacones. El sonido del timbre de la puerta resonó en su cabeza.
Al no obtener respuesta, tuvo la convicción de que Víctor estaba fuera. Había hecho una llamada de teléfono que podía arruinarle la vida y después se había largado feliz en un avión a Hawái. El muy arrogante, egoísta, inútil… Olivia aporreó el timbre una y otra vez, como si así pudiera descargar su furia.
–¡Un momento, maldita sea! –gritó una voz de hombre en el interior.
Olivia se quedó helada con el dedo sobre el timbre.
La puerta se abrió con un silbido.
–¿Qué demonios…? –al verla, Víctor enmudeció.
Olivia retrocedió un paso al ver a Víctor envuelto en una toalla. Tenía el pelo empapado y le goteaba.
–¡Ah! –exclamó.
–¿Olivia? ¿Qué te pasa?
Olivia se envolvió en su indignación como en un chal.
–Necesito hablar contigo.
–¿Ahora mismo?
–Sí, ahora mismo.
–De acuerdo, pasa. ¿Te parece bien que me ponga unos pantalones o prefieres que hablemos así?
Olivia le indicó que se alejara con un gesto y se dirigió sola al cuarto de estar, consciente de la desagradable ironía de estar siendo invitada a entrar en su propia casa. Ella había decorado aquella habitación, al igual que el resto de las habitaciones de la casa. Se le hacía raro estar allí con los brazos cruzados, como si temiera romper algo sin querer. Y, aun así, no le producía tristeza. Podía haber decorado aquella casa, pero lo había hecho atendiendo a los deseos de Víctor, no a los suyos. Víctor necesitaba una casa en la que pudiera celebrar fiestas y cenas importantes. Las habitaciones estaban diseñadas para impresionar, no pensando en el confort.
Oyó los pasos de Víctor en el piso de arriba y la invadió de nuevo la nostalgia. Había vivido en aquella casa durante muchos años, conocía todos sus sonidos, todas sus peculiaridades. Pero en aquel momento quería marcharse.
Olivia cruzó los brazos con fuerza, sintiendo cómo iba trepando por la nuca el dolor de cabeza y se tensaba alrededor de su cuello y su cabeza. Cuando oyó los pasos de Víctor en la escalera, se volvió para enfrentarse a él.
Se había puesto unos pantalones y una camisa que se había dejado desabrochada. ¿Estaría provocándola? ¿Intentando tentarla? Ella le había dicho muchas veces que tenía un torso muy bonito, y se lo había dicho en serio, pero la definición de «bonito» había cambiado desde que había visto el cuerpo de Jamie.
Víctor se pasó la toalla por el pelo una última vez y se la colgó al hombro.
–¿Qué puedo hacer por ti?
–No me lo puedo creer –rugió.
–¿El qué? –preguntó Víctor, arqueando las cejas con fingida inocencia.
–¿Has llamado al jefe de mi departamento?
–¿Por qué iba a hacer una cosa así?
–¡Para que me despidan!
Víctor se encogió de hombros.
–No tengo la menor idea de a qué te refieres.
Maldito mentiroso.
–Alguien ha llamado al jefe de mi departamento para decirle que me estoy acostando con uno de mis alumnos. ¿Quién crees que puede haber sido?
–No he sido yo. ¿Por qué iba a llamar yo?
–Vamos, Víctor. No finjas que no te cabreó enterarte de lo de Jamie.
Víctor sonrió con un gesto de suficiencia.
–Yo no diría que me «cabreó», como tú dices de forma tan educada.
Otra mentira. Había visto la rabia en sus ojos.
–¿De verdad, Víctor? ¿Entonces cómo describirías tus sentimientos?
–¿De verdad quieres saberlo? Muy bien. Me pareció vergonzoso. Una mujer de treinta y cinco años ligando con un estudiante que tendrá poco más de veinte. Me pareció un gesto desesperado, y te compadecí.
Olivia retrocedió horrorizada.
–No me puedo creer que me hayas dicho una cosa así. ¡Tú, precisamente tú!
–Yo soy el único que puede decirte la verdad, porque te quiero.
Olivia se quedó boquiabierta, pero no fue capaz de articular palabra.
–Sabes que todavía te quiero. No entiendo por qué me estás haciendo esto.
–Estás loco –consiguió decir Olivia por fin–. Estás loco de remate. Debería ser yo la que hablara con el jefe de tu departamento.
–¡Yo no llamé a tu jefe! Dios mío, sabes que jamás te haría algo así. Sería el primer sospechoso y no puedo arriesgarme a que te enfades conmigo.
–Sí, tienes toda la maldita razón, no puedes –le espetó–. Y no te atrevas a decir que estoy haciendo algo vergonzoso. Te dedicas a perseguir a chicas a las que doblas en edad como si estuvieras intentando revivir tu juventud.
–Jamás he tenido que perseguir a nadie –le contradijo–. Ni siquiera a ti.
Olivia se clavó las uñas en las palmas de las manos y no le permitió ver nada más que burla en su rostro. Tenía razón. No la había perseguido. La había apadrinado y había conseguido que estuviera dispuesta a arriesgarlo todo por él. Alzó la barbilla.
–A lo mejor deberías pensar algún día en la posibilidad de asumir un desafío.
–¡Ah! ¿Eso es lo que estás haciendo tú?
La verdad era que sí, pero no en el sentido que pensaba él.
–No he venido aquí para volver a discutir de nuestros problemas. Solo quiero saber por qué lo has hecho.
–Yo no le he contado a nadie tu secreto, Olivia.
–¿Entonces quién ha sido?
Víctor alzó las manos, abriéndose la camisa al hacer aquel gesto.
–¿Cómo voy a saberlo?
–¿Alguien te ha hablado de ello?
–Fueron muchas las personas que me hablaron de ello después de la fiesta. Supongo que es algo que tengo que agradecerte a ti.
Olivia creyó sentir una punzada de culpa, pero, al final, resultó ser solo la emoción de una minúscula victoria.
–Sé muy bien lo que se siente, así que no intentes hacerme sentir mal.
–Hay una gran diferencia y lo sabes. Yo no quería llegar a esto.
–Víctor…
–Yo no quería llegar a esto y sigo sin quererlo.
Olivia deseó entonces no haber ido a buscarle.
–Víctor, vas ya por la segunda novia. No te hagas el mártir.
–Fue un error, maldita sea. Tú…
–No –le interrumpió Olivia, dándole la espalda y dirigiéndose hacia la puerta–. No he venido a esto. Adiós. Pero si averiguo que fuiste tú el que llamó a Lewis, que el cielo te ayude, porque pienso contarle al decano todo lo que sé –abrió la puerta, salió y la cerró de un portazo.
Víctor volvió a abrirla.
–Olivia…
–¡Y carga el maldito teléfono!
Olivia se alejó y le dejó allí plantado, en el último escalón, observándola con el ceño fruncido mientras se alejaba.
Hacía mucho tiempo que Víctor no le repetía aquello de «yo no quiero el divorcio», ¿qué sentido tenía que lo resucitara en aquel momento?
Debía de ser triste no poder tenerlo todo, pero Olivia creía que Víctor había superado su divorcio tiempo atrás.
Aun así, el estado emocional de Víctor ya no era su problema. Tenía otros problemas que solucionar. Como averiguar quién la había denunciado. Víctor tenía razón en algo; estando en su sano juicio, no haría nunca algo así.
Ninguno de sus compañeros de trabajo estaba al tanto de la razón de su divorcio. No sabían que se había estado acostando con su alumna asistente. Olivia lo había descubierto porque había tenido que adelantar un viaje para asistir al entierro de su abuelo.
Había aceptado guardar silencio. Aquella había sido su última concesión a la carrera profesional de Víctor. Aun así, continuaba impresionándola el esmero con el que había tejido su mentira. Había sido entonces cuando se había dado cuenta de lo bien que mentía. Por lo que a sus colegas concernía, Olivia y Víctor habían roto de mutuo acuerdo, el suyo había sido un divorcio civilizado. Como una triste separación.
Pero si ella contaba la verdad, la reputación de Víctor quedaría dañada.
No perdería su trabajo, pero dejaría de ser el niño bonito destinado a convertirse en el jefe de su departamento. Y había habido otras mujeres. Allison, por ejemplo, que había sido alumna de Víctor. Olivia estaba convencida de que su relación había empezado entonces, al igual que había iniciado su relación con Olivia años atrás.
Qué tonta había sido al creer que era la única mujer de su vida. Al creer que era alguien especial. La verdad era que a ciertos hombres les gustaba sentir la adoración de las jóvenes. Les gustaba ser los mentores sabios, los iniciadores en el sexo, siempre en posesión de la autoridad. Y a muchas mujeres jóvenes les gustaba también aquel acuerdo.
Olivia intentó sacudirse los recuerdos. Ella ya no era así. Había dejado de ser así mucho tiempo atrás.
Pero si Víctor no la había denunciado, ¿quién habría sido? ¿Quién más lo sabía? Que ella supiera, Gwen era la única persona al tanto de que Jamie estaba en su clase y de que ella estaba saliendo con él. Pero no podía ser Gwen. De ninguna manera. A lo mejor había sido una casualidad. A lo mejor algún alumno les había visto salir juntos y temía que pudiera mostrar algún favoritismo. ¿Pero por qué? Aquel curso no tenía créditos asignados. No habría nota.
A lo mejor había sido Víctor el que había llamado y había confiado en su capacidad para mentir para eludir cualquier enfrentamiento con ella.
Cuando llegó a su casa, Olivia estaba tan confundida como cuando había salido del despacho de Lewis. No podía pensar. No quería pensar. Y solo conocía una manera de evitar que su mente dejara de funcionar, de modo que se puso la ropa deportiva y salió a correr.