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Olivia solo había hablado con él una vez desde el domingo y había sido una conversación aterradora. Aterradora por la ola de calor que se había desatado al oír su voz. Aterradora por lo fácil que le había resultado tumbarse en la cama y reír mientras hablaba con él, con el teléfono presionado de tal manera contra la oreja que cuando había colgado le dolía la cabeza.

En aquel momento, mientras recorría el pasillo para dirigirse a clase, tenía los nervios a flor de piel, rebosantes de adrenalina. Aquella era la primera vez que iban a verse desde… desde entonces.

Jamie no seguiría siendo un recuerdo maravilloso. Iba a estar en clase, observándola mientras ella se movía, posando sus ojos allí donde el domingo había posado sus manos.

–Olivia –la saludó en medio del pasillo, y ella se volvió sobresaltada.

Allí estaba. Con aquel pelo del color del bronce ligeramente despeinado, como si hubiera estado mesándose el cabello cada cinco minutos. Sus ojos verdes sonreían, compartiendo con ella su secreto. Y aquellas caderas estrechas que Olivia había rodeado con las piernas…

Si minutos antes se creía saturada de adrenalina, se equivocaba. La adrenalina volvió a manar con tanta fuerza que casi le dio miedo.

–Hola –consiguió graznar.

–Lo siento –Jamie miró a su alrededor–. Lo que quería decir era: hola, señorita Bishop, ¿puedo ayudarla?

Olivia se quedó mirando como una estúpida el ordenador portátil y los libros. «Tranquilízate», se ordenó a sí misma. Aquello era absurdo. Consiguió por fin esbozar una sonrisa.

–No, creo que puedo arreglármelas sola.

–¿De verdad? –Jamie agachó la cabeza, pero Olivia podía seguir viendo la sonrisa que iluminaba su rostro.

¡Y cuántas ganas tenía de acariciarle!

–¿Lo has traído todo? –le preguntó Olivia–. Para después de clase, quiero decir.

–Sí. ¿Deberíamos…?

Jamie señaló hacia la puerta, pero Olivia detectó un movimiento tras él y desvió la mirada. Acababa de pasar otro estudiante saludando a Olivia con un gesto de cabeza. Pero no fue aquel estudiante el que la hizo quedarse boquiabierta.

–¡Ay, mierda! –musitó.

–¿Me estás evitando? –preguntó Gwen a unos diez metros de distancia.

–¡No! –dijo Olivia.

Pero aquel «no» no iba dirigido a Gwen. Se lo estaba diciendo a Jamie, que se estaba volviendo para mirar tras él.

–¡No mires!

Pero ya era demasiado tarde. Los ojos de Gwen se convirtieron en dos círculos perfectos. Y abrió la boca como si estuviera enseñándosela al dentista. Dio un traspié y se detuvo de pronto.

–¡Hola, Gwen! –la saludó Jamie–. ¿Qué haces por aquí?

–¡Ay, Dios mío! –exclamó Gwen. Desvió la mirada hacia el ordenador portátil de Jamie y miró de nuevo a Olivia–. ¡Dios mío!

Jamie se enderezó. Lo embarazoso de la situación terminó minando su natural cordialidad.

–Eh, creo que voy a buscar un asiento. Solo estoy haciendo un curso de actualización…

Gwen por fin había conseguido cerrar la boca y en aquel momento sonreía como el gato de Alicia, era todo ojos y una enorme sonrisa.

–Adiós, Gwen. Señorita Bishop.

La puerta se cerró en silencio tras él, dejando a Olivia a solas con Gwen.

–¡Ay, Dios mío!

–Gwen…

–Por favor, dime que te llama señorita Bishop mientras te lame como si fueras una piruleta.

–¡Gwen! –Olivia la agarró del brazo y tiró de ella hacia un lado del pasillo–. ¡Cállate!

–¡Mierda, Olivia! ¿Está en tu clase? No lo soporto. Te lo juro por Dios, es demasiado perfecto.

Olivia estaba intentando mantener una expresión de firmeza. Al fin y al cabo, una diminuta parte de sí misma todavía era capaz de conservarla. Por desgracia, otras parecían haber empezado a montar un número de baile en el pasillo, aderezado con patadas al aire y confeti brillante.

–No puedes decírselo a nadie –le advirtió, manteniendo la voz a medio camino entre una orden y un grito histérico.

Gwen se puso a dar saltitos con las manos unidas.

–¡Debería haberme imaginado que estaba pasando algo cuando ayer no me devolviste la llamada! ¿Lo has hecho verdad? ¡Te has acostado con Donovan! ¡Ay, Dios mío! Lo veo, se te nota en todo el cuerpo.

Olivia se asustó, pensando que podía haber pasado algo por alto mientras se duchaba.

–¿Qué?

–Pareces… relajada. Hasta tienes el pelo más suelto. ¿Y te has pintado los ojos para venir a clase? ¡Qué descaro, Olivia!

–¿Me prometes que no se lo contarás a nadie?

–Te lo juro. No pienso repetir nada de lo que me cuentes.

La tensión de Olivia cedió un poco. Se reclinó contra la pared, apoyándose en ella.

–Jamie es… es… ¡Ay, Gwen!

Gwen unió las manos y apoyó en ellas la barbilla, como si fuera una niña esperando un regalo de Navidad.

–Es… ¡Oh, maldita sea! –gimió–. No puedo contarte nada. Me parece mal. Me siento como si fuéramos jugadores de fútbol hablando de mujeres en el pasillo.

Su amiga se entristeció.

–¡Vamos, Olivia!

–No, lo siento. Y ahora tengo que irme. Empiezo la clase dentro de un minuto.

Gwen hizo un gesto restándole importancia.

–¡Bah! Es un curso de verano. Si no quieres darme detalles, por lo menos contesta a esto: ¿es como he pasado horas imaginando que sería?

–¡Gwen!

–Lo digo en serio. ¿He estado empleando bien mis fantasías? Es imposible que sea tan guapo y sea bueno en la cama, ¿verdad? El universo no puede concederle tantas virtudes a un solo hombre.

Olivia sacudió la cabeza con feliz exasperación y se apartó de la pared.

–Tengo que marcharme.

Pero la siguió el último gemido lastimero de Gwen. Y la verdad era que Olivia no quería guardárselo todo. Estaba burbujeando de alegría por lo que había hecho. Así que, antes de marcharse, se acercó y le susurró al oído:

–El universo le ha concedido muchas virtudes. Muchas. En cantidades vergonzosas, te lo juro.

–¡No! –gritó Gwen, haciendo reír a Olivia a carcajadas mientras corría hacia la clase.

Se obligó a sofocar las risas antes de entrar, pero, al parecer, las puertas no estaban insonorizadas. Todos los alumnos estaban pendientes de ella cuando entró y Jamie parecía incluso algo nervioso. Aunque pareció hacerle mucha gracia verla trastabillar hasta detenerse y estirarse el jersey.

La miró con ojos ardientes mientras ella bajaba la escalera y pasaba a solo unos centímetros de él.

–¿Está todo el mundo preparado? –les preguntó a los alumnos.

–Yo sí –sonó una voz por encima de los susurros de asentimiento.

–Muy bien –Olivia ocupó su lugar en la mesa y miró las filas de estudiantes. Pero, al final, miró a Jamie a los ojos–. Vamos a empezar.

Olivia jamás había terminado una clase con aquel grado de excitación, pero había una primera vez para todo. Y Jamie estaba allí, justo delante de ella, rezumando su carisma por todo el aula. Cada vez que posaba los ojos en él, la hacía consciente de su especial presencia. O bien observándola con intensidad o tecleando sus notas con una sonrisa ladeada. Olivia estaba comenzando a preguntarse si después de una hora y media sonrojándose podría terminar desmayándose. De lo que estaba segura era de que estaba ya un poco mareada.

La clase terminó por fin. Y estuvo a punto de gemir cuando vio que dos estudiantes dejaban sus cosas en sus respectivos pupitres para acercarse a preguntarle algo. Una reacción terrible en una profesora, así que se sacudió aquella actitud e hizo un esfuerzo consciente por analizar sin precipitación las hojas de cálculo para las que necesitaban ayuda.

Diez minutos después había terminado y Jamie seguía esperando con paciencia en su silla. Parecía demasiado grande para el pequeño espacio que se esperaba que ocupara un estudiante.

Arqueó las cejas y ella volvió a sonrojarse. Se alisó la falda, en un esfuerzo por secarse el sudor de las manos.

–¿Ya puedes atenderme? –le preguntó.

Durante una décima de segundo, Olivia se imaginó sentándose encima de él. Se levantaría la falda y recrearía el encuentro del jacuzzi en el aula. A lo mejor Jamie le desgarraba la camisa, haciendo volar los botones, para poder posar su boca sobre ella otra vez.

Olivia tragó con fuerza y cerró el ordenador.

–Sí, ya puedo.

Se dirigió hacia su despacho con la espalda ardiendo al saber que Jamie la seguía. Jamás se había sentido así. Como si tuviera hasta el último nervio a flor de piel. Como si la mera caricia de un hombre en el brazo pudiera hacerla gritar de placer. Pero no de cualquier hombre…

Cuando llegaron a su despacho, Jamie alargó la mano para abrirle la puerta y la acarició con el brazo. Ella contuvo la respiración, sintió que el vello se le erizaba y la piel le ardía.

–¡Dios mío! ¡Qué bien hueles! –susurró Jamie.

Cuando abrió la puerta, se presionó contra la espalda de Olivia.

Olivia se estremeció con fuerza y esperó que Jamie no lo notara. Pero cuando rodeó el escritorio, descubrió que tenía la mirada fija en sus senos. Los pezones se irguieron e imaginó que debían de ser visibles bajo la camisa y el jersey.

Jamie ya no sonreía.

Olivia no pudo evitar preguntarse qué pasaría si cerrara la puerta con cerrojo. ¿Querría volver a hacer el amor con ella? Era imposible que la deseara tanto como él, pero, al menos, la deseaba. Eso era evidente.

Sin embargo, por mucho que Olivia hubiera cambiado, no se había transformado en una persona diferente. No era capaz de acostarse con alguien en su despacho. No podía. En cualquier caso, estaban allí para que ella cumpliera con su parte del compromiso. Jamie podía disfrutar del sexo donde quisiera. Lo que necesitaba de ella era un consejo.

Olivia dejó el portátil en el suelo para despejar la mesa y señaló la zona que acababa de quedar liberada.

–Enséñame lo que tienes –le pidió a Jamie.

Por un instante, Jamie pareció sobresaltarse.

–Me refiero al proyecto –le aclaró.

–¡Ah! El proyecto. Estaba pensando en otra cosa.

Olivia intentó con todas sus fuerzas no emocionarse demasiado. Era un hombre. Por supuesto, pensaba mucho en el sexo. Seguramente tanto como antes de haberla conocido.

Jamie se pasó la mano por el pelo y bajó la mirada antes de levantarse de nuevo para acercarse a la puerta.

–¿Te importa que cierre? Me siento…

–Claro, no pasa nada.

Una vez estuvo la puerta cerrada, se sentó y comenzó a sacar papeles de su bolsa. Montones de papeles. Algunos de tamaños estándares y otros que recordaban de forma sospechosa a servilletas de la cervecería Donovan Brothers.

Olivia no fue consciente de lo nervioso que estaba hasta que le vio manejar con tanta torpeza los papeles que la mitad terminaron en el suelo.

–Lo siento, es solo… –recogió el último de los papeles caídos, lo colocó sobre el resto y presionó el montón–. Es la primera vez que le enseño esto a alguien.

Olivia recordó en aquel momento su preocupación por el tamaño de sus senos y se quedó muy quieta, intentando sofocar una risa muy poco oportuna. Una vez superada la risa, asintió.

–Sé hasta qué punto puede ser algo íntimo y personal un proyecto. La gente considera los negocios como algo árido, como entidades que solo sirven para ganar dinero. Pero un negocio puede ser algo tan significativo como cualquier otra forma de expresión.

–Sí, supongo que sí –mantuvo las manos sobre sus documentos.

Olivia inclinó la cabeza y Jamie por fin transigió.

–De acuerdo. Permíteme dejar algo claro desde el principio. No quiero crear un nuevo negocio. Quiero trabajar con lo que ya hemos construido. La cervecería es un espacio cercano. Yo hablo con cada una de las personas que cruza la puerta de la cervecería. No quiero una expansión que suponga tener que atender cincuenta mesas más. De hecho, creo que lo mejor sería venderles el proyecto a mis hermanos como algo que encaja con lo que ya tenemos.

–De acuerdo.

–Así que…

–Jamie –Olivia posó la mano en su brazo–, no tienes por qué estar tan nervioso.

–Lo sé –asintió, inclinó la cabeza y le tendió los papeles.

–Antes quiero que me cuentes qué idea tienes.

Jamie parecía no saber qué hacer con las manos tras haberse quedado sin los documentos para apoyarlas.

–La idea que tengo es… –tras hacer una pausa, se aclaró la garganta y volvió a intentarlo–. Estoy pensando que en todas las cervecerías a las que voy ofrecen el mismo menú. Sándwiches y patatas fritas. O platos presentados con salsas hechas con cerveza. O helados hechos con cerveza negra.

Olivia tuvo problemas para no esbozar una mueca de repugnancia.

–Son buenos menús. Pero, aunque quisiera hacer algo parecido, en la cocina no tenemos espacio para algo así.

–Muy bien.

–Así que estaba pensando en pizzas. Pero no como las pizzas a domicilio, sino pizzas artesanas con mozzarella fresca, hojas de albahaca y salsas caseras. Y, en vez de hacer comidas con cerveza, podríamos ofrecer cervezas para acompañar a cada una de las pizzas. Por ejemplo, una pizza picante puede combinarse con una pilsner. Otra que lleve mucha carne podría maridar con la porter. Y el queso feta es perfecto para una India pale ale.

Se interrumpió de pronto, como si temiera haber hablado demasiado. Pero Olivia no supo cómo llenar aquel silencio. Estaba tan impresionada que no sabía qué decir.

–Pero es solo una idea –se precipitó a aclarar Jamie.

–Bueno, yo… ¡Caramba!

Jamie bajó la mirada y la clavó en sus manos abiertas.

–Creo que es una idea asombrosa. De verdad. Es original, pero asequible y fácil de llevar a cabo. Creo que a tus clientes les encantará y que atraerás a un nuevo público que busque un lugar en el que comer algo con la cerveza.

–¿Sí? –Jamie comenzó a sonreír y cuando Olivia asintió, esbozó una enorme sonrisa–. ¿Te gusta?

–Sí, me gusta. Y no solo es un concepto genial, sino que no vas a necesitar una enorme cocina industrial para llevarlo a cabo.

–Exacto –Jamie comenzó a buscar frenético entre sus papeles y Olivia apartó las manos para evitar que se rozaran sus manos–. Mira.

Le tendió una hoja que parecía haber arrancado de un catálogo. En ella aparecían cuatro modelos diferentes de hornos para pizza.

–¿Tenéis una nevera comercial?

–Tenemos una nevera bastante grande, pero creo que necesitaríamos una más grande. Y también un congelador, aunque quiero que los ingredientes sean frescos.

Olivia se reclinó en la silla y le sonrió.

–¿Qué pasa? –le preguntó Jamie con los ojos entrecerrados.

–Tenemos mucho trabajo que hacer, pero todo lo que me has dicho es alentador. Por lo que me dijiste la vez anterior, pensaba que tenías una idea muy general, que solo habías pensado en la posibilidad de servir comidas. Pero veo que ya has empezado a recrear todo el proyecto. Y tienes una visión realista. Creo que todo va a ser muy fácil.

–¿Sí?

–Bueno, va a ser fácil para mí, pero tú vas a tener que trabajar mucho.

Jamie se echó a reír, pero a Olivia le pareció ver una expresión de alivio cruzando su rostro. Parecía sentirse en un terreno inestable; resultaba extraño ver a un hombre con tanta confianza en sí mismo sintiéndose tan inseguro.

A Olivia le costaba comprenderlo. Él era uno de los socios de la cervecería. Llevaba la barra con sorprendente habilidad. Pero había algo en su propio proyecto que le generaba inseguridad.

–¿Y por dónde quieres empezar? –le preguntó.

–No lo sé. ¿Por dónde te parece que deberíamos empezar?

–Tienes una gran idea, por no mencionar un local perfecto. Así que, lo siguiente será un análisis comparativo de los competidores y los costes de equipamiento, renovación y diseño. Tendrás que ocuparte del desarrollo de la carta, la campaña de publicidad, el establecimiento de plazos, la elaboración de un presupuesto… –se interrumpió al darse cuenta de que Jamie había palidecido–. ¿Estás bien?

–Sí, claro que estoy bien. Creo que tengo aquí algunas de esas cosas. Por lo menos en parte.

A Olivia le parecía imposible que Jamie Donovan pudiera ser más encantador, pero al verle tan vulnerable, no pudo evitar que despertara en ella una nueva oleada de sentimientos cálidos y reconfortantes.

–Muy bien –le dijo con suavidad–. ¿Por qué no le echamos un vistazo para ver lo que tenemos?

Jamie soltó un suspiro de alivio, aunque parecía estar preparándose para algo traumático.

–¡Eh! –Olivia le tomó la mano–. Solo es un jacuzzi –le dijo, repitiendo sus propias palabras–. No tienes por qué tener miedo.

Jamie entrecerró los ojos.

–Solo un jacuzzi, ¿eh? Estaría más tranquilo si no hubiera estado mintiendo cuando te lo dije.

Si hubieran tenido una relación de verdad, en aquel momento, Olivia se habría levantado y habría rodeado el escritorio para darle un abrazo. Se habría sentado en su regazo, le habría abrazado y le habría dicho que no se preocupara, que estaba segura de que sería tan bueno dirigiendo un restaurante como en todo lo demás. Pero solo estaban haciendo de profesores. Por supuesto, con un toque más divertido de lo habitual. De modo que se limitó a apretarle la mano y se la soltó.

Hasta ese momento, Jamie había cumplido más que de sobra con su parte del compromiso. En aquel momento, le tocaba a ella ayudarle a hacer realidad sus sueños.

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