Читать книгу Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl - Страница 7

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Aquello no era un club de lectura; era una cacería.

A Olivia le costaba creer que hubiera terminado allí. En realidad… ni siquiera podía creer que se hubiera metido sin pensárselo en una cosa así. Había leído el libro recomendado dos veces. Había entresacado los temas de discusión más importantes. Había tomado notas detalladas, había marcado las páginas. Y, al final, antes de entrar en la cervecería, se había pasado diez minutos en el coche, preparándose para su primera incursión en un encuentro exclusivo para mujeres.

«Son mujeres como yo», se había asegurado a sí misma. «No tengo por qué estar asustada. Encajaré sin problemas en el grupo porque todas tenemos el libro en común».

Y allí estaba en aquel momento, sentada en la cervecería Donovan Brothers, escuchando a siete mujeres hablando de sus citas y de sus aventuras sexuales. Y Olivia, que no tenía citas ni aventuras sexuales que aportar, permanecía sentada sin decir ni mu, aferrada al libro seleccionado por el club de lectura con dedos tensos.

Y no porque no hubiera tenido amigas. Había tenido una amiga íntima en el colegio. Y otra en la universidad. Y después… después había tenido a su marido. Su ex era lo más parecido a un amigo íntimo que había tenido durante los últimos diez años y Víctor había fracasado estrepitosamente en aquel aspecto. Necesitaba amigas, y las necesitaba rápido.

Cuando Gwen Abbey la había invitado a unirse al club de lectura, Olivia se había sentido halagada y aliviada.

Pero debería habérselo imaginado. Gwen no era la clase de persona a la que le gustara hablar sobre literatura. Por supuesto, era una mujer inteligente, pero su atención revoloteaba como un colibrí después de haberse tomado un café expreso. Podía leer un libro, pero Olivia no la imaginaba pasando dos horas hablando de él.

–Me alegro mucho de que hayas venido –susurró Gwen, pasándole el brazo por los hombros y apretándola un instante–. ¿No te parece muy divertido?

–¡Sí! –contestó Olivia, sintiendo los dedos entumecidos contra la cubierta del libro.

Deseó con todas sus fuerzas no haber pegado tantas notas entre las páginas. Ondeaban como banderines azules bajo el aire del ventilador del techo.

–¿No te parece increíble lo guapo que es?

Olivia miró hacia la barra donde un hombre muy joven y muy atractivo iba llenando los vasos en el grifo de cerveza. Era Jamie Donovan, por lo que le habían dicho. Su saludo de bienvenida había desatado risitas nerviosas en toda la mesa minutos antes. A las risas les habían seguido promesas, o amenazas, sobre lo que aquellas mujeres harían si pudieran quedarse a solas con Jamie Donovan durante unos minutos. «Buscar lo que esconde debajo de la falda escocesa» había sido el referente común.

–¿Entonces él es la razón por la que quedáis en esta cervecería? –aventuró Olivia, acercándose a Gwen.

–Pues claro. No hay ningún motivo por el que no podamos disfrutar de una agradable vista mientras pasamos el rato. Además, Marie, Alyx y Carrie están casadas, así que este es un lugar seguro para divertirse coqueteando un poco. Pueden babear con Jamie y fantasear. Después sus maridos se benefician cuando vuelven a casa. ¡Así que todo el mundo queda contento!

–¡Genial! –contestó Olivia con fingido entusiasmo.

Pero estaba harta de fingir entusiasmo. ¿Por qué no podía entusiasmarse sin necesidad de fingir? Por supuesto, aquello no era lo que esperaba y a Olivia le gustaba saber en dónde se metía. Hacía planes. Listas. Creía que, en la vida, había que medir dos veces antes de cortar. Pero ni todas las medidas y prevenciones del mundo habían conseguido que su matrimonio funcionara. Necesitaba soltarse un poco.

Y, la verdad fuera dicha, se sintió mejor al saber que algunas de aquellas mujeres estaban casadas. Si de lo que se trataba era de divertirse, y no de ligar, ella también podía participar. O, por lo menos, podía intentarlo.

–Aquí viene –susurró Gwen–. Y parece que tenemos suerte…

–¡Jamie! –exclamó una de las mujeres–. ¡Te has puesto la falda escocesa para nosotras!

El atractivo camarero, un hombre de pelo rubio oscuro y despeinado, les guiñó el ojo. A todas.

–Es el primer miércoles de mes. No habréis pensado que podía olvidarme del encuentro del club de lectura, ¿eh?

Si las risas podían ser estridentes, aquellas, desde luego, lo fueron. Con toda la sutilidad de la que fue capaz, Olivia se cubrió un lado de la cara con la mano para poder ver la famosa falda y no pudo negar que le quedaba bien. Entre el dobladillo de la falda oscura y el principio de las botas quedaba al descubierto una adorable porción de pierna bronceada salpicada con el delicado brillo del vello dorado. La falda no era de cuadros. Parecía de lona negra. El pecho lo llevaba cubierto por una vieja camiseta marrón en la que apenas podía distinguirse el logo de Donovan Brothers.

Era un hombre maravilloso. Olivia no podía negarlo.

Jamie continuó avanzando desde su mesa para servir la bebida a otro grupo reunido en otra parte del bar. No hubo gritos procedentes del otro extremo del bar. Los hombres estaban concentrados en un partido de béisbol que emitían en una enorme pantalla de televisión. Ni siquiera prestaron atención a las piernas desnudas de Donovan. Por su parte, las mujeres del club de lectura estiraron el cuello sin ningún pudor. Olivia se hundió un poco más en la silla.

–¿Cuánto tiempo lleváis reuniéndoos aquí? –le preguntó a Gwen.

–Cerca de un año. Antes solíamos reunirnos en un Starbucks. La verdad es que el club estaba a punto de morir. Nadie tenía tiempo de leer y de reunirse después. Pero ahora tenemos un cien por cien de asistencia.

–¿Y la lectura? –presionó Olivia.

Pero no obtuvo respuesta porque Jamie Donovan había vuelto a aparecer con una enorme sonrisa. Su pelo le pareció más oscuro en aquel momento, pero las luces del ventilador del techo lo teñían de oro.

–¡Feliz miércoles, señoras!

Gwen sonrió de oreja a oreja.

–¿No querrás decir «feliz día de la joroba»?

–Vamos, Gwen, soy un chico educado. Deberías avergonzarte de ti misma.

–Me encantaría poder avergonzarme de mí misma. ¿Quieres ayudarme?

Por un instante, Olivia pensó que Gwen había ido demasiado lejos. Que había ofendido a aquel camarero. Él estaba trabajando. Le tocó el brazo a su amiga, intentando presionar para que se disculpara, pero Jamie soltó una sonora carcajada.

–Muy bueno –reconoció entre risas–. ¿Lo traías preparado?

–Es posible –contestó Gwen.

–Me siento halagado. ¿Os traigo lo de siempre? ¿Una jarra de India pale ale y otra de ámbar?

Todas se mostraron de acuerdo, pero cuando Jamie comenzó a volverse, Olivia se aclaró la garganta.

–Perdona, ¿a mí podrías traerme una botella de agua?

–Por supuesto –respondió, empezando a volverse, pero cuando posó en ella la mirada, se enderezó–. ¡Ah, hola! ¿Eres nueva en el club?

Al saber que su sonrisa iba dirigida a ella, Olivia enmudeció. Entreabrió los labios. De ellos no salió un solo sonido.

–Esta es Olivia –la presentó Gwen.

–Hola, Olivia.

¡Dios santo! ¿Cómo era capaz de hacer que las sílabas de su nombre sonaran como un beso? Un beso profundo, lento. Olivia se estremeció.

Jamie Donovan bajó la mirada. Y arqueó las cejas.

–¡Vaya! Mira eso.

La indignación la invadió al oír sus palabras. ¿Cómo se atrevía a mirarle los senos como si…?

Pero Jamie hizo un gesto con la mano.

–Parece que tú sí sabes cómo se supone que funciona un club de lectura. Las demás deberíais tomar nota.

El calor encendió las mejillas de Olivia mientras bajaba la mirada hacia su subrayado ejemplar de El último mohicano. Las otras mujeres comenzaron a abuchear a Jamie y a lanzarle servilletas arrugadas. Por supuesto, no estaba mirando sus senos. Ni siquiera se había fijado en ella antes de comenzar a volverse hacia la barra. Olivia se inclinó para guardar el libro en el bolso.

–Yo vi la película –comentó la mujer que estaba sentada a su lado–. Es increíble. Una historia magnífica.

–Desde luego. La verdad es que me alegro de haberla leído. Aunque no vayamos a hablar de ella esta noche –desvió la mirada hacia Gwen–. ¿Por qué me dijiste que estabais leyendo El último mohicano?

Gwen se encogió de hombros.

–Porque si te hubiera dicho que solo íbamos a tomar una copa y a pasar el rato no habrías venido, ¿o no tengo razón?

Olivia quería indignarse ante aquella mentira, pero Gwen tenía razón. Lo bueno de un club de lectura era que le proporcionaba a Olivia algo de lo que hablar. Había pensado que podría ayudarla a amortiguar la incomodidad que solían producirle las conversaciones con otras mujeres. Pero en aquel momento estaba allí y aquello era lo que se había propuesto.

–Tienes razón –contestó–, así que, gracias.

La conversación sobre El último mohicano condujo a seguir hablando de películas en las que actuaban hombres atractivos e incluso Olivia pudo hacer alguna contribución. Había estado casada, pero no ciega. Y tampoco estaba ciega cuando Jamie volvió a la mesa con las cervezas. Bastaron sus antebrazos desnudos para despertar su atención. Eran unos brazos fuertes y viriles. Todavía seguía mirándolos cuando apareció un vaso de agua ante ella.

–Su vaso, señorita Olivia –le dijo, dirigiéndose a ella como si fuera una profesora. Y lo era. ¿Sería una coincidencia o se le habría pegado el olor de los rotuladores de pizarra?–. Y también un vaso para la pinta, supongo –deslizó un vaso vacío al lado del agua.

A Olivia no le gustaba la cerveza, pero en aquel momento no podía interesarle más.

–Por supuesto –contestó, y los ojos verdes de Jamie chispearon.

¡Dios santo! ¿Sería capaz de hacer eso a voluntad? Aquella mirada era un arma letal. Olivia desvió la mirada intentando protegerse y mantuvo los ojos bajos hasta que se fue. Aquel hombre era belleza y simpatía en estado puro. Una simpatía que no discriminaba objetivos. Un rasgo divertido para chicas acostumbradas a disfrutar de aventuras de una noche, pero, desde luego, no era algo por lo que ella debiera sentirse halagada. Lo sabía por propia, y dolorosa, experiencia.

Pero sí se sentía halagada por el hecho de que Gwen se hubiera tomado la molestia de engañarla para que asistiera. Bastó aquello para hacerla sonreír mientras bebía un sorbo de la más clara de las dos cervezas. Pero aquella claridad ocultaba un sabor amargo y tuvo que disimular una mueca. A lo mejor podía convencer al grupo para que salieran a tomar un martini en otra ocasión. Sin embargo, a medida que fue avanzando la velada, fue acostumbrándose a aquel brebaje. Aquella cervecería no era como esos bares en los que los varones se agrupaban como los hombres de las cavernas. Era un espacio seguro y acogedor y Olivia descubrió que le gustaba. Incluso llegó a beberse medio vaso de aquella repugnante cerveza y, para cuando se disculpó para ir al cuarto de baño, sentía un zumbido muy agradable en la cabeza.

Aquello iba a formar parte de su nueva vida. Un club de lectura sin libros. Mujeres que disfrutaban de su compañía. Y hombres encantadores dispuestos a atenderla. Bueno, por lo menos, un hombre encantador.

De pie ante el espejo, Olivia se retocó el brillo de labios, parpadeó varias veces para humedecer las lentes de contacto y se alisó su nuevo peinado, una media melena. Había estado a punto de probar un nuevo color de pelo, pero, en aquel momento, se alegraba de no haberlo hecho. Porque aquella noche quería ser una mejor versión de sí misma. Más madura, más sabia y más segura. Algo más segura. Pero no tanto como para no sobresaltarse como un conejo asustado cuando al salir del cuarto de baño tropezó con Jamie Donovan.

–¡Ay, lo siento!

Alargó la mano como si quisiera apuntalar el barril de cerveza que se balanceaba sobre el hombro de Jamie. Pero Jamie la rodeó y dejó el barril en el suelo, detrás de la barra.

–¿Quieres otra cerveza? –le preguntó.

–¡No! –contestó ella con tanto énfasis que Jamie arqueó las cejas–. Quiero decir que no… estoy bien, gracias.

–No te gusta la cerveza, ¿verdad?

Olivia le miró avergonzada.

–No, lo siento. No pretendo despreciar tu trabajo ni nada por el estilo…

–Bueno, creo que mi autoestima sobrevivirá –aquella vez, la sonrisa de Jamie fue más natural, pero no por ello menos deslumbrante.

–El problema es que me resulta demasiado amarga. Nunca me ha gustado. Por muy suave que sea…

Jamie desvió la mirada hacia la mesa del club de lectura.

–¿Cuál has probado esta noche?

–La más clara. La India pale ale.

–Ese ha sido tu error. Una cerveza clara no siempre es sinónimo de suave. La India pale ale tiene un fuerte sabor a lúpulo. Se le añadía una dosis de lúpulo para conservarla cuando se enviaba en barco a la India, de ahí su nombre.

–¡Ah, claro!

Gwen asintió como si de verdad lo comprendiera. Pero la verdad era que había probado todo tipo de cervezas a lo largo de su vida y no le había gustado ninguna.

–Prueba la cerveza ámbar –sugirió Jamie.

–Vale –comenzó a volverse, pero Jamie alzó un dedo para detenerla.

–Toma –le sirvió un vaso muy fino que parecía como el primo mayor de un vaso de chupito. Olivia miró el líquido dorado oscuro con inquietud. En realidad, no tenía la menor intención de probar la cerveza ámbar, pero a lo mejor él se había dado cuenta.

–Adelante –insistió Jamie–. Te prometo que es más suave que la pale ale.

Encogiéndose de hombros con un gesto de resignación, Olivia tomó el vaso y bebió un sorbo. Estaba ya haciendo una mueca cuando se dio cuenta de que no estaba tan mala.

–Vaya.

–¿Lo ves? Te lo he dicho.

Una sonrisa de placer marcó las líneas de expresión de sus ojos y Olivia se dijo que el calor que fluía dentro de ella era producto de la cerveza.

–¡No, no! –protestó cuando le vio servir un vaso de cerveza de color chocolate–. De ninguna manera.

–¿No confías en mí?

No podía estar preguntándolo en serio. ¿Quién demonios iba a confiar en un hombre como aquel, con aquellos chispeantes ojos verdes? De hecho, le resultaba ofensivo que estuviera coqueteando con ella como si de verdad pretendiera hacerlo. Como si ella pudiera tragarse que un joven como él pudiera sentirse atraído por una mujer de treinta y cinco años como ella. ¿Pensaría que estaba tan desesperada como para creerse una cosa así?

Olivia alzó la barbilla y le quitó el vaso de las manos, ignorando el roce de sus dedos.

–No confiaría en ti ni en un millón de años –contestó. Aun así, bebió un generoso trago de cerveza y se sorprendió al ver que no le lloraban los ojos. La verdad era que estaba bastante… suave–. De acuerdo, no está mal.

–¿Alguna vez te he mentido?

Olivia no pudo evitar echarse a reír. Agarró los dos vasitos de cerveza y se alejó de allí. Cada mirada de aquel tipo era una mentira, pero una mentira agradable por lo menos. Aun así, sabía que no debía permitirse disfrutar de sus mentiras en exceso. Ya había caído en eso en otra ocasión. Probablemente, aquello era lo único que Jamie Donovan tenía en común con Víctor, su exmarido. Su especial encanto.

De modo que le resultó fácil dar media vuelta para regresar con su grupo de mujeres. Sin embargo, Gwen decidió ponerle las cosas difíciles.

–Vaaaya –dijo, alargando las sílabas cuando Olivia se sentó–. Se te veía muy cariñosa con Jamie.

–No es cierto. Solo estaba dándome a probar una cerveza. Eso es todo.

Gwen tamborileó los dedos sobre uno de los vasos.

–Dos cervezas.

–Sí, dos cervezas. ¿Eso significa algo? ¿Hay un código secreto relacionado con las cervezas en Donovan Brothers? ¿Es como el lenguaje victoriano de las flores o algo parecido?

Gwen se derrumbó sobre la mesa, riendo a carcajadas tan fuertes que terminó resoplando.

–Espero que no tengas que conducir.

–¡Qué va! Vivo a cuatro manzanas de aquí.

–Puedo llevarte yo a casa –se ofreció Olivia.

Gwen siempre le había caído bien, pero no habían comenzado a hablar entre ellas hasta que se había hecho público el divorcio de Olivia. Durante el año anterior, habían quedado para comer juntas una media docena de veces y Gwen le había confesado que a ella tampoco le resultaba fácil hacer amigas. Había señalado su cuerpo con un gesto que lo explicaba todo. Gwen era una rubia natural de largas piernas y atributos dignos del póster central de una revista. No era la clase de amiga que una mujer llevaba a casa para que conociera a su marido. Pero Olivia ya no tenía marido. Y prefería salir a comer con Gwen que volver a pensar en la posibilidad de una cita.

Al final, Gwen se irguió en la silla y se secó las lágrimas de los ojos.

–Deberías darle caña –dijo, señalando hacia la barra.

–Sí, claro. Seguro que soy su tipo.

–Creo que «su tipo» son las mujeres en general y tú estás dentro del grupo. Me parece que ese chico es una opción muy agradable para volver al mercado del sexo.

–Pensaba que se trataba de volver al mercado de las citas.

Gwen sacudió la cabeza.

–Tienes todo un mundo nuevo ante ti, Olivia.

–Mira, lo sé todo sobre ese mundo nuevo y no tengo ningún interés en convertirme en una asaltacunas, gracias.

–Ya has sido una esposa trofeo. ¿Por qué no probar la otra cara de la moneda?

Olivia se terminó una de las muestras de cerveza.

–Yo no era una esposa trofeo. No tengo los atributos necesarios para ello –miró los senos de Gwen arqueando una ceja con un gesto elocuente.

–Sí, pero Víctor tenía doce años más que tú, ¿verdad? Así que ahora te toca a ti ser la más joven.

Aunque negó con la cabeza, Olivia desvió la mirada hacia Jamie.

–¿Cuántos años tiene, de todas formas?

–No estoy segura. ¿Veinticinco? ¿Veintiséis? Todavía está en su primera juventud.

–¡Dios mío! Es solo un bebé.

Pero, al parecer, ella era la única que lo pensaba. Entre risas ahogadas, una de las mujeres se acercó al billar y metió las dos monedas que hacían falta para una partida. Olivia la miró, confundida por su exagerada alegría, hasta que la mujer, ¿se llamaba Marie?, se irguió y miró hacia la mesa con el ceño fruncido.

–¡Jamie! –gritó–. La mesa de billar está llena.

Jamie rodeó la barra, secándose las manos en un trapo de cocina.

–Se ha tragado las monedas, pero no ha salido ninguna bola –le explicó Marie.

–Bueno, será mejor que le eche un vistazo.

Se echó el trapo al hombro y se agachó y Olivia comprendió por fin de qué iba todo aquello. La falda escocesa se le levantó un poco, mostrando algunos centímetros de su musculoso muslo y, aunque a Olivia le pareció una treta de lo más infantil, ella miró como todas las demás.

Se preguntó cómo sería el tacto de aquellos muslos. Seguro que eran duros. Fuertes. Y seguro que sería una delicia saborearlos.

Jamie le dio un puñetazo al mecanismo de las monedas y tiró varias veces de él. Sus músculos se tensionaban y se relajaban con cada movimiento.

¡Dios santo!

–¡Ah! Aquí está el problema –dijo Jamie–. Has metido una moneda de cinco centavos.

–¡Ay, qué tonta!

Jamie le tendió la moneda y comenzó a levantarse, pero recorrió la habitación con la mirada hasta cruzarla con la de Olivia. Arqueó las cejas al tiempo que bajaba la mirada hacia sus rodillas desnudas.

–Nos ha pillado –susurró Gwen, mientras las dos volvían la cabeza hacia la mesa.

–Marie no debería haber hecho eso –replicó Olivia–. Y nosotras no deberíamos haber mirado.

Gwen apretó los labios para sofocar una carcajada.

–¡Estoy hablando en serio! –insistió Olivia, pero la voz de Jamie, sonando justo tras ella, la interrumpió.

–Es increíble. Cada vez sois más perezosas. Hace cuatro meses ya utilizasteis este truco. ¿Qué tal un poco de originalidad para la próxima vez?

–¡Ay, Jamie! –exclamó la mitad de la mesa con obvia decepción.

–Y procurad no romperme el billar.

Era adorable. Como un cachorro. Pero Olivia mantenía los ojos fijos en la mesa.

–¿Ya estás lista, Gwen?

–¿Para irme? Pero si son solo las ocho.

¿Las ocho? Aquellas dos horas se le habían pasado volando. Se había divertido de verdad. Pero todavía tenía que ir a la compra, poner una lavadora y prepararse para meterse en la cama a las diez y media. Se levantaba todas las mañanas a las seis y media. Sin excepción.

–Sé que soy patética, pero tengo que irme. ¿Estás segura de que no quieres que te lleve a casa? No me gusta la idea de que vuelvas andando.

–Ya encontraré a alguien que me lleve, no te preocupes. Nos veremos mañana en la universidad, ¿de acuerdo?

Olivia agarró el bolso y se levantó para no correr el riesgo de dejarse atrapar otra vez por la conversación. Y, por una vez, la posibilidad de que la atrapara era real. Aquellas mujeres eran simpáticas, amables y divertidas. Ninguna de ellas había sacado el tema del divorcio. No había sido objeto de miradas malintencionadas. Nadie le había preguntado con sarcasmo que dónde estaba viviendo. Parecía caerles bien de verdad.

De hecho, todas expresaron su decepción ante su marcha. Algunas se levantaron para abrazarla antes de que se dirigiera hacia la puerta.

–Entonces, ¿cuál será el libro del mes que viene? –preguntó Olivia, haciéndolas reír a carcajadas.

–¡El Kama-Sutra! –gritó una de ellas.

Y Olivia cedió a la tentación de enseñarles el dedo índice. Respondió con una risita a sus carcajadas de indignación y se dirigió hacia la puerta. Por supuesto, allí estaba Jamie Donovan, con la mano en el picaporte.

–Te lo recomiendo con entusiasmo –dijo mientras mantenía la puerta abierta, dejando entrar una ráfaga de aire frío–. El Kama-Sutra, quiero decir.

–Estaba de broma –le aclaró Olivia.

–Yo no.

Olivia se vio envuelta en una extraña mezcla de alegría y pura vergüenza, pero no quería limitarse a sonrojarse y pasar de largo. Así que optó por aceptar su desafío y recorrerle de los pies a la cabeza con la mirada. Estaba adorable, sosteniéndole la puerta con el brazo estirado.

–Mucho hablar, pero… –dijo mientras pasaba por delante de él con una confiada sonrisa, intentando ignorar cómo temblaban las notas del libro, sacudidas por el viento.

–Buenas noches, Olivia –gritó Jamie tras ella–. Te veré el mes que viene.

Y era muy posible que lo hiciera, se dijo Olivia.

Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten

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