Читать книгу Lo que hacen los chicos malos - Los hombres de verdad… no mienten - Victoria Dahl - Страница 12
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Оглавление–¿Por qué no contestas a mis mensajes?
Olivia no se podía creer que hubiera contestado al teléfono. Había estado evitando a Víctor durante toda la semana, pero al salir de la ducha no había podido ver el identificador de llamadas y allí estaba, soportando sus reproches.
–Víctor, una de las razones por las que me divorcié de ti fue que, de esa manera, no tendría que responder ni a tus mensajes, ni a tus llamadas ni a tus correos electrónicos a no ser que quisiera. Y no quiero.
–Vamos, Olivia, ¿qué te pasa últimamente?
Olivia se envolvió en la toalla.
–¿De qué estás hablando?
–Te comportas de manera extraña.
Extraña. Sí, por ejemplo, había salido con un desconocido más joven que ella. Y Jamie llevaba tres noches seguidas llamando a la hora de dormir. No podía continuar negando, por lo menos ante sí misma, que se estaba enamorando de él. Por lo visto, hablar con un hombre durante horas mientras se estaba en la cama era una herramienta muy efectiva para romper resistencias.
–¿Olivia? –Víctor elevó la voz con obvia irritación.
–¿Sí?
–¿Quién era ese tipo?
La curiosidad debía de estar corroyéndole las entrañas, para que lo preguntara de forma tan directa. A Víctor le gustaba retorcer los temas complicados de tal manera que, al final, a Olivia le costaba recordar cuál era la cuestión principal. Sonrió.
–¿Qué tipo?
–¡Maldita sea! Olivia, si quieres que juguemos…
–Víctor –le interrumpió–, no estoy jugando. Mi vida ya no tiene nada que ver contigo. Todo ha acabado entre nosotros para siempre.
–Eso no es cierto. Seguimos siendo amigos.
–¡No somos amigos! ¿De dónde te has sacado esa tontería?
–Olivia, escucha…
–No, tengo que colgar. Ya hablaremos en otro momento. O no. En realidad, no importa. Adiós.
Por primera vez desde hacía meses, no se notó nerviosa tras hablar con Víctor. La cuestión era que ya no le importaba. Tenía otros asuntos de los que preocuparse. Asuntos más importantes, esperaba.
Jamie la había invitado a almorzar a su casa, a un brunch. El almuerzo era la más inocente de las comidas, pero, en aquel caso, era posible que fuera la expresión codificada del sexo. Podrían haber quedado para salir a almorzar, pero ella iba a ir a su casa para disfrutar de una comida íntima.
Estaba aterrada, y preparada en un cien por cien.
Algo había cambiado para Olivia durante aquellos últimos días. Salir con Jamie continuaba pareciéndole peligroso e irresponsable y sabía que aquella relación no llegaría a nada. Pero qué más daba. Solo llevaba un año divorciada. Todavía no estaba preparada para una relación estable. Aquel era el momento de disfrutar de una aventura apasionada con un hombre más joven que ella, capaz de hacerla retorcer los dedos de los pies con el mero sonido de su voz.
De hecho, llevaba horas levantada pensando en ello.
Debido a su trabajo, Jamie no era una persona muy madrugadora. Le había pedido que fuera a su casa a las doce y le había explicado que tendría que invitarla a un almuerzo porque el desayuno era la única comida que sabía hacer bien. Olivia se había entretenido yendo a correr, duchándose y secándose el pelo. Pero en aquel momento tenía que enfrentarse a la imposible tarea de elegir lo que se iba a poner. Se plantó delante del armario y miró con impotencia su ropa.
Sabía lo que se habría puesto si hubieran decidido salir. Un bonito vestido sin mangas, no tenía la menor duda. ¿Pero y si tenía la típica casa descuidada de un universitario? ¿O un compañero de piso?
Un brunch podía sonar como algo elegante, pero a lo mejor Jamie consideraba que para un almuerzo bastaba con unas galletas saladas y algo de embutido. Se imaginó a sí misma con un elegante vestido, sentada en una mesa diminuta y comiendo dónuts cubiertos de azúcar glas.
–No –se regañó a sí misma.
Jamie tenía veintinueve años, no diecinueve. Tenía una casa de verdad, con una mesa de verdad y una cocina que quizá sabía cómo usar. Así que eligió un bonito vestido amarillo y lo dejó en la cama. Después se dirigió a la cómoda para enfrentarse a la tarea, todavía más difícil, de elegir la ropa interior.
¡Ay! En aquel momento se arrepintió de haberse puesto un sujetador con tanto relleno. La publicidad falsa y desnudarse a plena luz del día no casaban bien. Bajó la mirada hacia la toalla que apenas sobresalía sobre su pecho y volvió a mirar el cajón lleno de bonitos, delicados e innecesarios sujetadores. Se sentó entonces con fuerza en la cama y se enfrentó a un problema que había estado ignorando. Un problema que había intentado olvidar con todas sus fuerzas.
No solo era una inexperta en divertirse de forma irresponsable.
Era una inexperta y punto.
Víctor era el único amante que había tenido. El único. Si se acostaba con Jamie, él sería el segundo. Pero, por supuesto, no se lo diría jamás de los jamases.
Al fin y al cabo, era una mujer moderna y cultivada. Una divorciada de treinta y cinco años sin prejuicios morales y con una saludable vida amorosa. De joven, no había pretendido reservarse para el matrimonio o para la llegada de su alma gemela. El problema había sido que era una chica delgaducha y con gafas demasiado tímida para atreverse a mirar más allá de los libros. Y, al igual que otras chicas calladas y tímidas antes que ella, se había enamorado locamente de aquel profesor tan inteligente que la había ayudado a abrirse. Parecía tener tanto interés en ella… ¡En ella!, por inaudito que pareciera. No había tenido una sola oportunidad de resistirse.
Todo era perfecto. Ella era una joven sin experiencia y a Víctor le gustaba. Pero ser una inexperta con Jamie era una cuestión muy distinta. De modo que tendría que fingir. Algo que no tenía por qué resultarle en absoluto difícil. Había tenido relaciones sexuales durante una década. Un hombre no podía ser muy diferente de otro. El proceso siempre era el mismo. Ella tenía el mismo cuerpo. Y eso era lo que la preocupaba.
Cuando le había preguntado a Víctor, este le había dicho que no le importaba que tuviera los senos pequeños. Pero había sido imposible ignorar las miradas que dirigía a los escotes de otras mujeres. Y las tres mujeres que le había conocido eran impresionantes en ese aspecto.
Pero era absurdo preocuparse. Solo eran sus senos. Una pequeña parte de lo que a Jamie le interesaba de ella. Al menos, eso esperaba. Y, en cuanto a lo demás, no tenía por qué enterarse de que tenía tan poca experiencia. Saldría del paso fingiendo.
Ella siempre había sido una persona que funcionaba mediante la lógica. Se sintió mejor después de elegir su sujetador favorito. Era de algodón lila con encaje blanco en los bordes. Se puso una braga a juego y se enfundó el vestido amarillo. Después, se puso las lentes de contacto y se maquilló.
El reloj indicaba que todavía le quedaba media hora y no estaba muy segura de qué hacer, de modo que se sentó en el sofá con las manos en el regazo. Si quería, podía ir a casa de Jamie y limitarse a compartir el almuerzo con él. Lo sabía. Pero no era eso lo que quería. Le quería a él. Quería sentirle a su lado y dentro de ella. Y, por asustada que estuviera, no retrocedería. Alguien tenía que ser el primero después de Víctor y ese alguien iba a ser Jamie.
Al cabo de treinta minutos de serena calma, se levantó, se puso unas sandalias de tacón y salió hacia casa de Jamie. Abordaría aquella diversión de la misma manera que abordaba cualquier otra cuestión: con lógica y tranquilidad.
Lógica, tranquilidad y un corazón que latía enloquecido. Al parecer, lo de divertirse no iba a ser un asunto tan fácil, porque para cuando llegó a casa de Jamie, apenas podía oír otra cosa que su pulso acelerado.
Advirtió que vivía en un bonito barrio, de casas grandes. Y la suya no era una excepción. El porche estaba dividido en dos entradas. Se dirigió a la de la izquierda y llamó. Cuando comenzó a marearse, se obligó a respirar, y siguió haciéndolo cuando vio una figura acercarse tras el cristal esmerilado de la puerta.
–Señorita Bishop –la saludó Jamie. Una sonrisa se extendió por su rostro como un cálido regalo–, gracias por venir.
Ojalá pudiera repetir más tarde esa misma frase, pensó Olivia. Reprimió una risa nerviosa mientras él le abría la puerta por completo y le hacía un gesto para invitarla a entrar. Olivia comenzó a pasar delante de él y trastabilló cuando Jamie se movió para besarla. En el preciso instante en el que se dio cuenta de que pretendía darle un beso en la mejilla, ella estaba volviéndose para darle un beso en la boca. Y para entonces ya fue demasiado tarde. Sus bocas toparon con torpeza antes de que Olivia se apartara.
La puerta se cerró tras ella.
–¡Qué bien huele! –dijo animada.
–Gracias.
–Y… –se fijó por fin en cuanto la rodeaba y giró asombrada–. ¡Qué bonito!
Aquel no era un sórdido apartamento. Ni siquiera el refugio de un hombre. Los altos ventanales se abrían a la brisa, dejando que el sol iluminara el suelo de madera. Las puertas y los rodapiés también tenían la calidez de la madera y hacían un bonito contraste con el color almendra de las paredes.
–¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
–Unos dieciocho meses –la condujo hacia una cocina pequeña amueblada en granito oscuro y acero inoxidable.
–Tienes una casa preciosa. No me esperaba esto.
–¿Ah, no? –abrió la puerta del horno y sacó una sartén–. ¿Qué te esperabas entonces?
Olivia se aclaró la garganta, pero no contestó.
–¿Letreros de neón de marcas de cerveza? ¿Pósteres pegados con cinta adhesiva a las paredes?
–No, yo…
–Eso lo reservo para mi dormitorio. Así me aseguro de empezar bien el día.
–Para –Olivia le dio un golpe en el brazo.
Jamie la agarró de la muñeca y la atrajo hacia él.
–Llevo mucho tiempo esperando esto.
La abrazó, le rozó los labios y el mundo pareció explotar. Olivia entreabrió los labios y Jamie deslizó la lengua en su interior. Y, aunque todo comenzó despacio, Olivia no tardó en encontrarse apoyada contra la encimera de la cocina mientras la lengua de Jamie trabajaba en su boca y sus manos la agarraban de las caderas. Ella se aferró a él, adorando su olor, su sabor, su tacto. Durante tres noches seguidas, se había dormido oyendo su voz. También ella había estado esperando aquel momento.
Habían compartido besos en otras ocasiones, pero aquello fue muy diferente. El cuerpo entero de Jamie estaba presionado contra el suyo. Olivia cambió de postura, Jamie presionó con las caderas y el deseo se desató dentro de ella.
A lo mejor Jamie pretendía hacerlo allí mismo. A lo mejor la sentaba en la encimera, le subía la falda y le bajaba las bragas. Nunca se había visto en una situación como aquella, excitada hasta la desesperación en una cocina, con el frío granito a su espalda. Ya estaba húmeda. Tan húmeda, de hecho, que hasta podía notarlo.
Algo vibró con fuerza y Oliva se sobresaltó.
–Lo siento –le pidió Jamie con voz ronca–. Perdona un momento.
Cuando Jamie se alejó, dejó tras él tal repentina frialdad que a Olivia se le irguieron los pezones. Tenía la sensación de estar a punto de estallar, pero Jamie continuó moviéndose con calma mientras se agachaba para sacar una fuente del horno.
–Tortilla al horno. Espero que no tengas nada en contra del beicon.
–No, intenté hacerme vegetariana hace unos cuantos años. Pero fue un vergonzoso fracaso.
–¿Ah, sí?
–A los cuatro días estaba tan desesperada por comer carne que paré en una tienda de camino a casa y me compré un taco. Me lo comí en la caja registradora, mientras estaba pagando.
–Eso está muy mal –le reprochó Jamie–. Y yo que pensaba que eras una mujer tan controlada.
Olivia sonrió, aunque era cierto que siempre le había gustado tenerlo todo bajo un estricto control.
–Puedo llegar a perder la cabeza, supongo. Pase lo que pase, no te interpongas entre mí y una bandeja de tacos.
–Jamás se me ocurriría.
A pesar de la intensa esperanza de Olivia, Jamie no volvió a su lado. Al parecer, no iba a haber sexo en la cocina. Aquel hombre estaba dispuesto a darle de comer. Se acercó a la nevera y sacó un cuenco. Los ojos de Olivia bajaron hasta sus pies descalzos. Todo en él hacía que se le hiciera la boca agua, hasta sus pies. Tenía un aspecto adorable y juvenil con aquellos vaqueros viejos y la camiseta. Cuando alargó la mano hacia el interior de la nevera, la camiseta se levantó y Olivia tuvo posibilidad de ver un pedazo de su musculosa espalda y el hueso de su cadera sobresaliendo de forma deliciosa.
Iba a hacerlo. De verdad lo iba a hacer. Iba a verle desnudo. Iba a tocarle. Iba a envolverle con su cuerpo. Qué sensación tan rara. Era como si se estuviera viendo a sí misma en una película, representando un papel.
–Olivia, ¿puedes agarrar esto?
«¿Esto?», Olivia estaba dispuesta a agarrar cualquier cosa que le pidiera. Pero, al final, resultó ser un cuenco de fruta cortada. Le siguió con tristeza a través de la cocina hasta la puerta de atrás.
Estaba siendo encantador, estaba haciendo un gran esfuerzo por ella. Pero Olivia no necesitaba nada de aquello. ¿Se tomaría siempre tantas molestias para una simple sesión de sexo? No era raro entonces que fuera tan popular. El camarero siempre a su servicio.
Como tenía los ojos fijos en el trasero de Jamie, tardó varios minutos en darse cuenta de dónde estaban. Jamie dejó un cartón de zumo de naranja y una botella de champán sobre una mesa redonda.
–¿Un cóctel mimosa?
–¿Y tienes que preguntarlo? ¿Alguna vez te ha dicho alguien que no?
Jamie frunció el ceño, pero Olivia estaba demasiado distraída por lo que veía a su alrededor como para preocuparse.
–Qué lugar tan bonito, Jamie.
Se sentaron en una amplia terraza de madera equipada con una mesa, sillas y una única tumbona. Desde allí, bajando un escalón, se accedía a una zona más pequeña que incluía un jacuzzi escondido detrás de un enrejado. Pero el resto del jardín era lo más sorprendente. Un camino de piedra cruzaba las plantas y las formaciones de rocas. Al final del enorme jardín había una pequeña cascada que caía desde unas piedras de unos dos metros.
–Qué espacio tan bonito. Es muy relajante.
–Gracias.
Jamie hizo un gesto para que se sentara, le tendió un cóctel y volvió a la cocina. Ya había puesto la mesa y Olivia se descubrió sonriendo mientras contemplaba la vajilla y la cubertería, todo dispuesto en perfecto orden sobre un mantel de papel. Su café ya estaba preparado.
–La otra taza que tengo es un vaso de pinta.
–¿Necesitas ayuda? –se ofreció.
–No –Jamie salió haciendo equilibrios con dos fuentes, sendos cucharones de madera y la cafetera–. Si algo sé hacer, es servir una mesa.
Colocó cada cucharón en una de las fuentes y aquel detalle le recordó a Olivia al de las servilletas de papel dobladas. Su detallismo no alcanzaba los niveles de Martha Stewart, pero le pareció adorable. Una vez más.
Olivia se sirvió los huevos y el café y la mezcla de fragancias fue gloriosa. Le sonó el estómago, pero cuando alargó la mano hacia el tenedor, Jamie tomó la botella de champán. Olivia se obligó a esperar con educación mientras él le servía el champán y el zumo de naranja. Cuando terminó, Jamie alzó su copa.
–Por la diversión –brindó.
–Y las cosas nuevas –añadió ella.
Cinco minutos después, Olivia se dio cuenta, avergonzada, de que había dejado el plato limpio. Y la copa vacía.
–¡Ay, estaba todo buenísimo!
–Toma un poco más –le ofreció Jamie, inclinando la botella.
El líquido dorado burbujeó y siseó en su copa. Olivia soltó una risita y ella misma se preguntó si estaría achispada. Después, se sirvió un poco de café.
–¿Siempre has querido ser profesora? –le preguntó Jamie mientras se servía una generosa cantidad de tortilla de beicon.
–No, la verdad es que no.
–¿Aterrizaste en ese trabajo sin pensarlo?
–Sí –había surgido así, sin más. Pero había aterrizado empujada por la mano de su marido. Intentó no suspirar–. Pero la asignatura que imparto me encanta. Mis padres eran inversores y empresarios. Hay mucho conocimiento especializado en cualquier negocio relacionado con la hostelería. Muchas cosas que un restaurador no tiene por qué saber. Me gusta poder servir de ayuda en ese campo.
Jamie la miró con atención.
–¿Ah, sí?
–Es un campo difícil. Montar un restaurante es arriesgado y estresante, y consume mucho tiempo. Me gusta la idea de poder echar a la gente una mano.
De hecho, a ella le habría gustado ser asesora en vez de profesora. Abrió la boca para decirlo, pero decidió no hacerlo, incapaz de expresarlo de una forma que no resultara patética. Se había enamorado de Víctor y él había querido que dedicara su tiempo y su energía a su carrera. Y eso era lo que había hecho ella. Había aceptado un trabajo mal pagado en la universidad porque lo importante era la carrera de Víctor. Por supuesto que sí. Nadie se habría atrevido a discutirlo.
Jamie se la quedó mirando fijamente con los ojos entrecerrados, como si quisiera descifrar algo. Olivia quería encogerse y protestar diciendo que había hecho lo que en aquel momento había considerado lo mejor. Sí, entonces era una idiota de veintitrés años que se había casado con un hombre que la manipulaba, pero su intención había sido buena. Al fin y al cabo, a Víctor acababan de nombrarle profesor numerario. Tenía que sacar adelante su carrera.
–No es un mal trabajo –dijo con voz queda.
–Tengo una idea –no parecía decepcionado. Parecía… ¿emocionado?
A Olivia le costó acostumbrarse a aquel giro inesperado de la conversación.
–¿Qué clase de idea?
–A lo mejor podemos ayudarnos el uno al otro.
Olivia inclinó la cabeza con expresión interrogante.
–Tú quieres aprender a divertirte…
–¿Y?
Jamie sonrió, pero no lo hizo con su habitual nivel de confianza.
–Y yo quiero aprender cómo convertir una cervecería de degustación en un auténtico pub.
No era un plan muy impactante. Olivia ya había imaginado que intentaría orientar su negocio en aquella dirección. Pero sí era sorprendente oírle exponer los problemas de ambos como si estuvieran al mismo nivel. ¿Le estaba proponiendo que trabajara para él a cambio de sexo?
–Jamie… no sé.
–No tenemos nada que perder.
–Si voy a trabajar para tu familia, no estoy segura de que sea apropiado…
–No vas a trabajar para mi familia. Mi familia no sabe nada de esto.
–No lo comprendo –musitó.
Alargó la mano hacia su copa y se alegró de que Jamie se la hubiera vuelto a llenar.
Jamie se reclinó en la silla y sostuvo su copa entre las manos, fijando en ella la mirada mientras inclinaba el líquido.
–Mi hermano no confía en mí. La verdad es que nadie confía en mí. Supongo que me lo he ganado a pulso. Digamos que mi criterio a la hora de meterme en algunos asuntos ha sido bastante cuestionable.
–¿Te refieres a asuntos relacionados con el negocio?
–No, no me refiero a eso. Hace años, hice algunas locuras, bastante considerables. Y, una vez asumes el papel de oveja negra, es difícil quitártelo de encima.
–¿Tuviste algún problema con las drogas? ¿Hiciste algo ilegal?
–No, nada parecido. Es solo que… mi hermano y yo no nos parecemos en nada. Él es un ejemplo de responsabilidad. Yo nunca pude competir con él a ese nivel, así que ni siquiera me molestaba en intentarlo –se encogió de hombros–. Es complicado, pero, al final, el resultado es este. Somos socios a partes iguales en la cervecería, así que, proponga lo que proponga, tendré que convencer a mis hermanos de que es una buena idea. Por eso necesito ayuda. Toda la ayuda posible.
–Por supuesto, estaré encantada de ayudarte, pero no necesito que…
–No, eso no es verdad. Tú también necesitas ayuda. Y da la casualidad de que a mí se me da muy bien divertirme. Estoy muy curtido en ese campo.
A Olivia le ardía la cara como si se hubiera caído en un campo de agujas.
–¿Pero sexo? Yo no puedo…
–Yo no he dicho nada de sexo.
¡Ay, Dio santo! Olivia se llevó la mano a la mejilla.
–No lo entiendo.
–Me refiero a divertirse. A quedarse despierto hasta más tarde de las diez, por ejemplo.
–A mí me gusta…
–A acostarse tarde. A emborracharse bajo las estrellas. A bañarse desnudo. A ir a un club de striptease…
–¿A un club de striptease? –gritó.
Jamie le guiñó el ojo.
–Y quizá podamos trabajarnos una sesión de «no puedo esperar más» contra la pared del cuarto de baño mientras estamos allí. Siempre y cuando eso te parezca divertido.
–Creo…
La cara le seguía ardiendo. Tenía la garganta tan cerrada que le costaba creer que todavía pudiera respirar. Aquello no era normal. No era así como la gente hacía las cosas. Ni siquiera las divorciadas maduras con los hombres más jóvenes que ellas. A lo mejor debería sentirse ofendida porque Jamie le estaba ofreciendo un trato que implicaba meterse en su cama. O colocarla contra una pared.
Pero, por otra parte, aquello le facilitaba las cosas. No tendría que preocuparse de que la relación se convirtiera en algo especial. En algo profundo. Solo… estaban haciéndose un favor. Intercambiando servicios.
Pensando en ello, decidió que quizá fuera así como se hacía. A lo mejor era como una de aquellas ricachonas que mantenían a su lado a hombres mucho más jóvenes que ellas, si bien, en su caso, era una ricachona bastante pobre.
Pero era así como hacían los hombres, ¿no? Los hombres como Víctor ofrecían consejo, estabilidad, una mano sabía con la que guiar a sus parejas. Las mujeres jóvenes les brindaban a cambio cuerpos tersos y la satisfacción de necesidades básicas.
–¿Y bien? –la urgió Jamie.
Dejó la copa en la mesa y se enderezó. La miró a los ojos sin la menor sombra de vergüenza. ¿Cómo era capaz de hacer algo así?
Olivia se obligó a sí misma a enderezarse también. Fuera cono fuera, ella le deseaba, ¿no?
–De acuerdo –dijo, sorprendida por la convicción que reflejaba su propia voz–. Trato hecho, pero quiero que demos hoy la primera lección.