Читать книгу Al rojo vivo - Walter Mosley - Страница 10

6

Оглавление

Llegué a Sunset Boulevard sin más incidentes. El tráfico por el Strip era lento, pero me gustaban las calles llenas de hippies, tiendas donde vendían hierba y discotecas. La juventud estadounidense andaba metida en eso que ellos llamaban una revolución cultural. Querían desertar y poner fin a la guerra, hacer el amor porque sí y olvidarse de los prejuicios del pasado. Esos nómadas melenudos que fumaban hierba y a menudo estaban en el paro me permitían atisbar lo que mi país, mi país, podría ser.

Ese día conducir por entre la plebe hippie ofrecía una ventaja adicional. Los jóvenes se comían con los ojos mi cochazo. Algunos, la mayoría blancos, me saludaban con el puño en alto del poder negro e incluso movían silenciosamente los labios diciendo: «Eso es, hermano».

Ese coche me gustaba mucho, pero que mucho más de lo debido.

Las aglomeraciones cesaron unas cinco o seis manzanas después, y ya avanzaba velozmente por el paseo, ahora bordeado de mansiones y árboles grandes, amplios jardines verdes y apenas ningún viandante. El límite de velocidad era más alto y casi nadie se fijaba en mi coche porque me internaba cada vez más en el territorio de la riqueza.

Unos cinco kilómetros después había un desvío sin nombre en dirección al norte que en seis o siete minutos se convirtió en una carretera sin asfaltar. El estrecho camino continuaba unos doce o trece kilómetros con un solitario Rolls-Royce amarillo por todo tráfico.

Tras veinte minutos o así de profundas roderas y curvas muy cerradas por puentes de madera que cruzaban cauces secos y una o dos charcas, me detuve delante de una verja alta de hierro. Un hombre salió de una garita de bambú que había delante de la barrera. Medía en torno a uno ochenta, hirsuto, con ojos azul océano y una piel atezada que había recibido el beso del sufrido sol de la historia siciliana. Bajo el pelo negro rizado y tras un bigote generoso, cualquiera le hubiera echado cuarenta y tantos años, pero yo sabía que Cosmo Longo acababa de cumplir treinta y dos el 3 de mayo.

El centinela me dirigió una gran sonrisa y se acercó a mí cuando me apeaba del coche.

—¡Easy! —anunció al bosque y la tierra, al cielo y la franja plateada del océano Pacífico que se veía entre dos riscos al oeste.

—Cosmo. ¿Qué tal te va hoy?

El inmigrante del sur de Italia llevaba unos gruesos pantalones negros con bragueta de botones y camisa blanca de un tejido bastante más basto que el de sus primas americanas. Sus pies descalzos eran más grandes que la mayoría de los zapatos.

—Le estoy tallando un crucifijo a mi tía de Cefalú.

Sacó una piedra granate de moderado tamaño que estaba transformando poco a poco en el icono religioso. Era a un tiempo ornamentada y primitiva, algo que hacía pensar en otra tierra natal, una que yo no había conocido.

—Precioso —dije.

El viril guardia sonrió y asintió. Luego dijo:

—Ha llegado hace unos quince minutos.

Sacó una llave de un bolsillo oscuro y la utilizó para abrir la puerta del tamaño de un hombre existente en la estructura metálica más grande. Me indicó que pasara y fuimos hasta la ladera de una colina de granito casi vertical en la que había un funicular. El lateral derecho del transporte de doble cabina era de vidrio tintado de color latón, cobre pulido y madera de ébano. Era precioso hasta el último detalle, lo que resultaba muy adecuado para su destino.

Levanté la vista ladera arriba hacia nuestra izquierda y dije:

—Seguro que Gaetano está en ese roble grande a medio camino.

—Ni siquiera está en esa colina —respondió Cosmo, riéndose de mi pésima suposición.

Siempre había dos guardias de apellido Longo en Brighthope Gate. Uno estaba en la garita de bambú esperando a inquilinos, visitantes, trabajadores y, naturalmente, invitados no deseados. Otro de los hermanos se ocultaba en algún lugar de las colinas circundantes con un rifle de largo alcance para proteger a su pariente y la entrada.

Cosmo abrió la puerta corredera del funicular y me hizo pasar. Una vez dentro, con el cinturón de seguridad puesto, activó el mecanismo que hacía subir mi cabina al tiempo que el contrapeso, la cabina izquierda, descendía de nuevo.

La pendiente era muy pronunciada, un ángulo de cien grados, y la vista a través de los cristales tintados de color tabaco era espléndida. A mi derecha se abría el océano Pacífico, un gigante dormido en el fin del mundo. A la izquierda estaba el paisaje en constante crecimiento de Los Ángeles, extendiéndose tan lejos hacia las colinas que los márgenes desaparecían entre la neblina y el esmog.

En la cima de la elevación estaba Brighthope Canyon, que en realidad no era un cañón, sino una hondonada no muy profunda abierta en la cumbre de una montaña costera, una exuberante depresión que albergaba seis casas conectadas entre ellas por senderos adoquinados desde hacía tres cuartas partes de siglo. La mayoría de los edificios no se veían, pues quedaban ocultos detrás y debajo de árboles y demás vegetación vital. Solo resultaba evidente una asombrosa mansión victoriana blanca y azul. Esa casa señorial era la capital del pueblecito donde Orchestra Solomon, Sadie, vivía con su alma gemela gay, Reynard Khan, un hombre de setenta y un años. Aunque Reynard nunca tocaba a Sadie, llevaba décadas a su lado.

Eran los propietarios de toda la finca, o más bien lo era ella. Sadie, y su padre antes que ella, ofrecían contratos de arriendo gratuito durante «noventa y nueve años hasta la muerte» a todos los que vivían allí. El anterior inquilino de mi domicilio se llamaba Norman. Murió a los ciento dos años. Norman había vivido tanto tiempo allí que nadie recordaba su apellido.

Heredé su casa después de que me presentara a Orchestra una magnate inmobiliaria menor llamada Jewelle Blue, amiga mía y esposa de Jackson. Reynard, que por entonces mantenía su sexualidad en secreto, estaba siendo chantajeado por un joven con una cámara: George Lund. George, conchabado con un hermoso joven de nombre Laurent, tenía a Reynard de rodillas. Yo me ocupé de ayudarle a ponerse en pie sin que nadie supiera de mi implicación. Fue una coordinación compleja, pero mis contactos en la policía, Melvin Suggs y Anatole McCourt, accedieron encantados a trincar y vapulear al extorsionista. Por lo que respecta a Reynard, el problema simplemente se esfumó. Orchestra se mostró sumamente generosa conmigo por mi sensibilidad. También creo que no descartaba tener que acudir en busca de ayuda a un hombre como yo de vez en cuando.

Así pues, decidió ofrecerme la casa de Norman, que llevaba vacía seis años.

Acepté el ofrecimiento de Sadie porque me preocupaba la seguridad de mi hija viviendo en alguna casa común y corriente en las calles de Los Ángeles. Mi trabajo como detective podía resultar bizantino e incluso, en ocasiones, directamente mortal. A menudo tenía la sensación de haber pasado por la vida como un surfista loco intentando sortear un monstruoso tsunami. Si vivíamos en la cima de la montaña, protegida por cinco guardaespaldas sicilianos, al menos Feather podía tener la sensación de llevar una vida normal: oliendo las flores y reflexionando sobre las ideas de Euclides y Shakespeare que le enseñaban en la escuela y las obras de W. E. B. DuBois y Sojourner Truth de mi biblioteca y la de Jackson y Jewelle Blue. Además, ningún otro barrio que pudiera permitirme dejaría que un hombre cultivara un huerto tanto en el jardín delantero de su casa como en su azotea.

La salida al final de los raíles verticales era una plataforma de hormigón grande y de forma irregular muy salpicada de piedras semipreciosas, discos de hierro con las figuras estampadas de docenas de criaturas salvajes y emblemas religiosos diversos reproducidos en toda suerte de metales, del cobre al zinc pasando por el oro.

Un sendero largo, curvo y en pendiente de ladrillo azul llevaba de la plataforma al pasaje adoquinado que serpenteaba entre las casas medio ocultas. Bajo la sombra de tres cipreses me encontré con Oktai Lorenz, un español de piel cobriza con ojos negros ligeramente asiáticos. Oktai tenía más de cincuenta años, era profesor especializado en historia de la guerra en la Universidad de California, en Los Ángeles, y coleccionista de mariposas. Medía uno noventa y cinco y tenía una constitución adecuada para llevar a la práctica la asignatura que impartía.

—Señor Rawlins.

—Señor[1] Lorenz.

—¿Cómo van las hostilidades por allá abajo?

—Se cuecen a fuego lento, pero no parece que vayan a hervir.

—Me alegro —dijo a mi paso.

La cuenca de Brighthope era en muchos aspectos un lugar tan excéntrico como los barrios negros de chabolas que conocí en los tiempos que estuve vagando por el este de Texas y el sur de Luisiana.

Al rojo vivo

Подняться наверх