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Fue más o menos en la calle Dieciocho cuando decidí ir a ver a la madre de Kilian. Tomada esa decisión, ya podía pensar en mi destino.

El Rolls-Royce Phantom VI de 1968 amarillo pálido estaba en el taller para su puesta a punto trimestral. Tenía en mi posesión un contrato según el cual el coche se me había arrendado durante un año mediante el pago de un dólar. Si, al final de ese periodo, Chuck Zuma no me abonaba como mínimo sesenta mil dólares, el vehículo pasaría a ser de mi propiedad.

Una manzana después de Sawyer, en el lado oeste de La Cienega, estaba la angosta entrada de un garaje mecánico con un cartel rojo y amarillo que rezaba SERVICIO Y REPARACIÓN DE COCHES DE IMPORTACIÓN sobre la persiana metálica cromada. Pasada la entrada, había una zona de trabajo ampliada para albergar tres elevadores hidráulicos rodeados de estanterías profundas abarrotadas de piezas y herramientas de automoción. El negocio era cosa de dos. El primero era un hombre de cincuenta y cuatro años llamado Lester Pineman, el dueño original, que ahora pasaba casi todo el tiempo sentado en una banqueta de metal sin respaldo en el rincón de un despacho a la entrada. Bajo, rechoncho de cintura, con manos poderosas y, por lo general, con un puro entre los dientes.

—Rawlins, ¿verdad? —preguntó con voz ronca. Imaginé que debía de tener la laringe lubricada con aceite de motor pesado después de tantos años en el garaje.

—Sí —dije con buen ánimo. Siempre estoy contento cuando he tomado la decisión y tengo el trabajo por delante.

—¡Lihn! —gritó Lester.

—¿Qué? —respondió una voz decididamente femenina desde las entrañas del taller.

—Es ese tipo que viene por el seis.

De detrás de una columna de hormigón apareció una figura baja con mono de color verde azulado. Se estaba quitando de las manos unos gruesos guantes de lona y meneaba la cabeza para retirarse el tupido pelo moreno hacia atrás. Era Vu Von Lihn, una refugiada vietnamita de treinta y siete años. Su historia consistía en que, de 1965 a 1967, había trabajado para Nguyên Van Thieu y su gabinete. Lester y Lihn se habían repartido el trabajo de modo que él mascaba puros, recogía el dinero y pontificaba mientras ella reparaba los elegantes automóviles.

Lihn era menuda y esbelta, fuerte y sensual. Tenía una cicatriz en forma de relámpago en la mejilla derecha que le había dejado el ojo de ese lado reducido a un globo inservible de color azul pálido. Tenía labios carnosos y un gesto natural de desdén que daba a entender que cualquier beso que diera podía entrañar una dentellada.

—Hola, señor Rawlins —dijo al tiempo que se me acercaba y me tendía la mano.

—Señora Vu Von —repuse.

—Puedes llamarme Lihn —contestó, casi como si lo tararease.

—¿Cómo está mi pequeño?

Se volvió para dirigirse al fondo del taller. Allí ella, y yo, encontramos el Rolls. El largo morro y la cabina clásica casi anunciaban elegancia a gritos. Tenía el chasis torneado y el capó y el techo negros, con los laterales amarillo pálido. Con solo mirarlo me quedé sin aliento.

—Está en perfectas condiciones —aseguró Lihn—. He hurgado un poco en el motor para que la calibración resista más que en la mayoría de estos desastres V8.

Asentí con la mirada fija en el coche, pensando en la mecánica.

—Dime una cosa, Lihn.

—¿Qué, señor Rawlins?

—Easy.

Me dirigió esa sonrisa peligrosa y dijo:

—Easy.

—Si solo hace uno o dos años que viniste de Vietnam, ¿cómo es que hablas tan bien inglés?

—Mi madre me mandaba a una escuela estadounidense por las mañanas en Saigón. Mi padre me enseñaba a reparar coches por las tardes.

—Ah. ¿Algún otro detalle que deba saber? —pregunté.

—No dejes que Lester te cobre. Todo lo que he hecho lo cubre la tarifa de mantenimiento que nos paga el señor Zuma.

Rodeé el coche planteándome dar unos puntapiés a los neumáticos. Luego me puse al volante de un salto y removí el trasero para ponerme cómodo.

—¿Seguro que te las puedes apañar con el volante a la derecha? —se interesó Lihn por la ventanilla abierta.

—Conduje una camioneta de reparto de hielo con el mismo sistema.

La explicación hizo sonreír a la mecánica.

—¿Sabes algo de Raymond? —me preguntó.

Cuando me entregaron el coche tuve que llevarlo al garaje. Mi buen amigo Raymond Alexander me siguió para llevarme de regreso a casa. Cuando se miraron él y Lihn, ocurrió algo, algo profundo: almas gemelas que se encontraban por primera vez. Mouse —ese es el apodo de Raymond— me dijo que podía quedarme su coche porque a él lo llevaría la mecánica.

—Estaba bien la última vez que le vi —dije—. De hecho, solo recuerdo unas cinco veces en los cuarenta y dos años que hace que lo conozco en que no estuviera contento y feliz.

—Dios no ha creado a muchos como él —afirmó con objetividad contundente.

—Y solo creó a un Ray —rematé.

Sonrió de nuevo y me sentí un poco celoso de mi perfecto, homicida y quizá incluso psicópata amigo.

Al salir por la puerta principal al volante de mi pedazo de paraíso, le dije a Lester que Lihn me había advertido que no adeudara los trescientos cincuenta dólares que me pedía. Frunció el entrecejo y mascó el puro, pero me las arreglé para irme sin que se liara a palancazos con el mejor coche que yo había tenido nunca.

Decidí tomar La Cienega en dirección a Sunset antes de dirigirme al oeste hacia mi nueva casa. Conducir ese coche era como navegar en yate por la calle; así de suave iba. El éxtasis secreto de haber alcanzado por fin el éxito colmaba el interior de ese Rolls.

Dejé atrás Pico y Olympic y crucé por fin Wilshire para llegar a Beverly Hills. Había avanzado un par de manzanas más cuando aparecieron las luces rojas centelleantes en el retrovisor extraamplio. Era una de esas llamadas de atención que reciben los hombres y las mujeres negros en Estados Unidos cuando cometen el error de creer que han alcanzado la libertad.

Me detuve junto al bordillo, puse ambas manos sobre el volante y permanecí sentado esperando con paciencia que se hiciese patente el cálculo de mi situación. La operación era una simple suma: Rolls-Royce + hombre negro sin gorra de chófer + cualquier día del siglo = dar el alto y cachear, interrogar y sojuzgar. Y, como el valor de pi, ese proceso tenía potencial para prolongarse eternamente.

Los polis optaron por la clásica maniobra de flanqueo. Uno se acercó a la ventanilla del lado del conductor mientras su compañero se aproximaba por detrás del coche para cerciorarse de que no tenía a un ejército escondido en el asiento trasero.

El poli que me encaraba me hizo el gesto de que bajara la ventanilla. Eso hice, notando la presión de los ojos del otro poli en la nuca.

—Carné y documentación del vehículo —me pidió el hombre de la ventanilla.

Era alto y delgado, de treinta y tantos y bronceado.

—¿No son de la Policía de Los Ángeles? —pregunté en lugar de obedecer.

—¿Qué más da? —En la placa del nombre ponía L. BOWEN.

—Estamos en Beverly Hills.

—Podemos efectuar detenciones fuera de nuestra jurisdicción cuando se trata de una persecución.

Se le escapó una sonrisa.

—¿Una persecución de qué? —pregunté pensando en la Declaración de Derechos.

—Han dado parte de que un hermano ha robado un Rolls-Royce.

Nos sostuvimos la mirada por encima de su mentira. Entonces se dio cuenta de algo.

—Oye... tú eres ese negrata, ¿verdad?

«O America, my America».

—¿A cuál se refiere? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta a la pregunta. Me reconoció como el asesor especial esporádico del comandante Melvin Suggs, que ocupaba el tercer rango más importante en el cuadro de mandos de la Policía de Los Ángeles.

—No te hagas el listillo conmigo —me advirtió L. Bowen.

Tenía el carné y los documentos encima del salpicadero. También tenía el título de propiedad firmado por Charles Zuma en el bolsillo de la pechera. Se los tendí a un hombre que de algún modo se las había arreglado para despreciarme sin conocerme en absoluto.

L. Bowen y su compañero, E. Simmons, echaron un vistazo a los documentos mientras discutían la suerte que iba a correr. No oía lo que decían, pero imaginé que estaban planteándose si podían emplumarme sin provocar la ira del jefazo de la Policía de Los Ángeles. Al final, L. me devolvió los documentos.

—Ibas cinco kilómetros por encima del límite de velocidad, pero, por esta vez, te vamos a dejar ir con una advertencia —dijo.

—¿Por lo del límite de Beverly Hills o lo de la persecución? —pregunté. No debería haberlo hecho.

Me hicieron bajar del coche y poner las manos en el techo del Rolls mientras me cacheaban. Me pusieron una multa, a sabiendas de que no la pagaría.

Todo el trámite duró en torno a media hora. Si hubiera sumado todas las medias horas de vida que me habían robado la policía, las fuerzas de seguridad, policías militares, burócratas, cajeros de banco e incluso empleados de gasolinera, podría haber salido un chaval de doce años ducho en preguntas inútiles, insultos sin sentido e inquina densa como la brea negra.

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