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1 LUNES, 7 DE JULIO DE 1969

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Estaba mirando por la ventana del despacho de la segunda planta el invernadero construido deprisa y corriendo en el patio vecino que lindaba con nuestra valla trasera. La estructura del vivero estaba construida con tablones de pino. El armazón se encontraba firmemente recubierto de láminas de plástico semiopaco que apenas aleteaban por efecto de la brisa matinal. La estructura me recordaba un barracón del ejército quizá con un tercio de su tamaño. De dos metros de alto por otros tantos de ancho, tenía cuatro veces esa longitud, con un tejado triangular parcialmente aplanado. Los vecinos actuales, siete hippies melenudos, se habían mudado hacía cinco meses. El primer día construyeron el vivero y lo cablearon para que tuviera luz eléctrica de manera perpetua. Prácticamente, todas las horas diurnas desde entonces habían estado trajinando de aquí para allá sacos de tierra, regaderas, macetas de cerámica, mejunjes insecticidas y también herramientas de poda diversas.

Algunas noches celebraban fiestas. Estas festividades solían extenderse al porche y el jardín delanteros, pero nunca al patio de atrás. Excepto los Siete, nadie tenía acceso al invernadero.

Eran una cuadrilla de aspecto interesante. Tres mujeres y cuatros hombres; todos más o menos veinteañeros. Todos blancos salvo un joven negro. Vestían vaqueros bordados y camisetas raídas, casi todas las tardes pasaban una hora o así sentados alrededor de una mesa de pícnic de secuoya comiendo platos preparados, servidos y compartidos por las mujeres. Escanciaban vino de garrafones de vidrio verde de cuatro litros de tinto Gallo y hacían rular cigarrillos liados a mano en un círculo interminable.

Me caían bien los granjeros urbanos. Me recordaban la vida en mi hogar de infancia: New Iberia, Luisiana.

Los Ángeles era una ciudad de paso por aquel entonces. La gente iba y venía con regularidad predecible. Cinco meses era una larga estancia para inquilinos sin lazos de sangre ni hijos.

Cuando se abrió la puerta de la casa de los hippies miré la esfera blanca de mi Chronometer mit Kalender Gruen. Eran las 7:04 del lunes, 7 de julio de 1969. El hippie al que había apodado Stache salió del dúplex de estilo ranchero solo con los vaqueros puestos. El apodo se debía al abundante mostacho que lucía. Me encontraba detrás de la ventana porque Stache aparecía todas las mañanas bien temprano con una regadera de hojalata de cuello largo, sin camiseta ni zapatos. El ritual había activado mi instinto de investigador.

Cuando Stache se agachó a coger la manguera, me aparté de la ventana, pero me quedé de pie detrás de la mesa de escritorio extragrande. Un caso me había llevado a Las Vegas durante la semana anterior. Era mi primer día en la agencia desde mi regreso y de momento yo era el único allí esa mañana.

Por un instante me planteé sentarme y dejar por escrito los aspectos concretos del caso Zuma, pero los detalles, en especial el problema del pago, se me hacían una carga excesiva para el primer día. Así que, en vez de eso, decidí darme un garbeo y volver a familiarizarme con las oficinas antes de que llegasen mis colegas.

Nuestra agencia ocupaba toda la planta superior de lo que antaño fuera una casa grande en Robertson Boulevard, un poco más arriba de Pico. Mi despacho era el dormitorio principal al fondo del todo. Enfilando el pasillo desde allí pasé primero por la oficina de Tinsford Natly. A Tinsford se le conocía por lo general como Whisper y su sala dejaba bien a las claras que el apodo de «Susurro» si acaso se quedaba corto. Este despacho era pequeño y sin ventanas, amueblado con una mesa de roble baqueteada poco más grande que el escritorio que cabría esperar encontrarse en un aula de secundaria. Había dos sillas de madera con respaldo recto, una para Tinsford y otra para acomodar a cualquier visita o cliente que se abriera camino hasta él. Rara vez hablaba con más de una persona al mismo tiempo porque, según decía, «Demasiadas cabezas enturbian el agua».

Encima de la mesa no había nada, cosa poco habitual. Que yo recordara, Whisper siempre tenía una sola hoja de papel centrada encima de su escritorio. Era una hoja distinta cada vez con algo escrito que parecía prosaico, pero a menudo albergaba significados más profundos. No había fotografías en las paredes, ni archivadores ni alfombra. Su despacho era como la celda monástica en la que un clérigo sin edad estudiara las Sagradas Escrituras; un versículo, a veces una palabra cada vez.

Un poco más adelante, en el otro lado del pasillo, el despacho de Saul Lynx era el triple de grande que el de Whisper y la cuarta parte que el mío. Su mesa era de caoba y en forma de riñón. Tenía un canapé azul y un sillón tapizado de color verde hoja para los clientes. Detrás de su lustrosa mesa, cubierta de chismes y fotografías de su esposa negra y sus hijos multirraciales, había una silla giratoria de color borgoña. Había al menos doscientos libros en las estanterías que bordeaban la ventana. Tenía cinco archivadores de arce, un enorme globo terráqueo de pie y una mesita de trabajo con una lámpara de techo donde cartografiaba sus campañas de investigación.

El despacho de Saul estaba atestado pero limpio. La mesita y el escritorio estaban a menudo desordenados porque Saul generalmente tenía prisa por salir a la calle, donde los investigadores como nosotros teníamos que lidiar con los encargos que aceptábamos. Pero ese lunes por la mañana todo estaba en su lugar indicado, casi como si se hubiera ido de vacaciones.

Fui de los despachos de atrás al vestíbulo reconvertido, donde estaba la mesa de Niska Redman.

Niska era nuestra secretaria, recepcionista y gerente. Unos años antes, Tinsford sacó a su padre de un embrollo y ella entró a trabajar para él. Cuando yo tuve un golpe de suerte y decidí abrir la Agencia de Detectives WRENS-L, ella vino con su jefe. La joven mestiza de color caramelo era perfecta para lo que necesitábamos. Era alumna nocturna de penúltimo curso en Cal State, simpática y totalmente de fiar. Conocía todas nuestras rarezas y necesidades, nuestros temperamentos y costumbres. Niska era ese tipo de empleada poco común que hacía su trabajo sin supervisión y era más que capaz de pensar por su cuenta.

Me senté a su impecable mesa de cerezo encarada hacia la puerta de entrada a nuestras oficinas. Respiré hondo y fui consciente de lo agradable que era estar solo y no tener prisas. Todo iba bien, así que no estoy seguro de por qué me vino a la cabeza semejante negrura...

Hacía cuatro años, me emborraché por primera vez en muchos años y conduje descalzo por la autopista de la costa del Pacífico de noche, muy por encima de la maleza rocosa a lo largo de la orilla. Intenté adelantar a un semirremolque y, como me encontré con tráfico en dirección contraria, me vi obligado a salir de la calzada hacia un arcén sin pavimentar. A continuación me sumí en la nada.

Unas horas después me localizó Mouse, que había seguido las indicaciones de la bruja Mama Jo.

El coma duró semanas, pero permanecía en cierto modo consciente bajo aquella mortaja, con la sensación de haber cruzado mucho más allá del límite de expiración. El suelo alrededor de mi lecho de muerte estaba sembrado de instantes de una vida desperdiciada.

Esos mismos restos me rodearon cuando estaba en la mesa de Niska iluminada por el sol. Empezó a costarme respirar y tuve la sensación de que, desde una profundidad insondable, me atrapaba entre sus garras el recuerdo de una vida llena de dolor y muerte. Era como si hubiera muerto en el accidente y, por tanto, cada vez que el espectro de esa época regresaba tuviera que luchar de nuevo contra el deseo de dejarme ir. Podría haber exhalado mi último suspiro en ese preciso instante. Luego me habrían encontrado mis amigos, tras haber fallecido sin motivo aparente.

Aunque asediado por la desesperanza, no tenía miedo. El sufrimiento de mi gente y mi vida me presionaban como minúsculas ascuas que consumían esa liberación que prometía el entumecimiento de la muerte. Mi pecho y mis hombros ascendían y descendían lentamente. En los haces de sol que atravesaban la ventana veía motas de polvo iluminadas por la luz. Esas briznas flotantes estaban acompañadas de insectos inconcebiblemente pequeños que acometían su búsqueda alada de sustento, socorro y sexo. Al oír los crujidos intermitentes de la casa, causados por la brisa matinal, volví a acoplarme de alguna manera al ritmo de la vida.

Después de todo eso me sentí agotado y al mismo tiempo aliviado. Me había recordado que las batallas más desesperadas se libran en los corazones y las almas, y que la muerte no es más que el truco final de la mente.

—Hola, señor Rawlins.

Consulté mi reloj de esfera blanca antes de mirar a Niska Redman. Eran las 8:17. Había pasado casi una hora desde el momento en que me había sentado en su silla de oficina.

Niska llevaba un vestido verde trébol de una pieza que no llegaba a cubrirle las hermosas rodillas. Me gustaban sus pecas en torno a la nariz y su sonrisa que daba a entender que se alegraba sinceramente de verme. Colgado del hombro izquierdo llevaba un bolso de lona bastante grande de color ante.

—Hola, N. ¿Cómo te va?

—Bien. Anoche preparé pudin de arroz integral. —Dejó el bolso de bandolera encima de la mesa y lo abrió de par en par. Vi en su interior su monedero de lunares blanco y azul, unos libros, una esterilla para hacer ejercicio, un peine afro y otro de púas finas, dos cepillos, una bolsa de maquillaje y un túper de un litro. Sacó este último objeto y lo dejó delante de mí.

—¿Quieres un poco? —preguntó.

—Quizá después.

Me levanté de su silla y ella se acercó para quedarse al lado.

—¿Buscabas algo en mi mesa?

—No. Solo quería tener una perspectiva diferente, nada más. ¿Dónde está Tinsford? Creo que nunca había llegado antes que él, a no ser que él estuviera fuera trabajando en algún caso.

—Ajá, perdona, pero tengo que ir al servicio.

Se fue por el pasillo de los despachos hasta la puerta que había después de la de Whisper. Cogí una silla para las visitas de la pared contraria y la dejé delante de su puesto de trabajo, notando aún los temblores tras mi batalla a muerte con los demonios del pasado.

El teléfono sonó una vez y alargué el brazo para contestar.

—Agencia de Detectives WRENS-L.

—¿Easy?

—Hola, Saul. ¿Desde dónde llamas?

—¿No te lo ha dicho Niska?

—Acaba de llegar.

—Estoy en el norte. En los astilleros de Oakland.

—¿Oakland?

—Llamaron de la AI el miércoles pasado —dijo—. Tienen entre sus asegurados a la compañía naviera Seahawk. En los últimos dieciocho meses les ha desaparecido mucha carga y quieren que echemos un vistazo.

La AI era en realidad la CAI, siglas de la Corporación Aseguradora Internacional, una proveedora de indemnizaciones propiedad de Jean-Paul Villard, presidente y director general de P9, uno de los consorcios aseguradores más importantes del mundo. El segundo al mando de J. P. era Jackson Blue, un buen amigo mío. La CAI nos tenía contratados a comisión, de modo que cuando llamaban, uno de nosotros respondía.

—¿Te suena un grupo llamado los Panteras Invisibles? —preguntó Saul.

—No.

Al fondo de las oficinas se oyó la descarga de la cisterna del servicio.

—¿Quiénes son? —pregunté.

—Dicen que son una especie de grupo político de izquierda que no quiere darse a conocer.

Niska vino por el pasillo y se señaló la oreja con un gesto de interrogación.

—Es Saul —le dije. Y luego le pregunté a él—: ¿Es una organización estrictamente política?

—No lo sé, la verdad. Quizá paramilitar. ¿Está Niska contigo?

—Sí.

—Salúdala de mi parte.

—Esos grupos radicales de ahí arriba son peligrosos. Quizá deberías ir acompañado. Puedo decírselo a Fearless.

—No. Al menos no todavía. Solo estoy estableciendo contactos comprando productos electrónicos japoneses en el mercado negro. No hay nada de lo que preocuparse, de momento.

—De acuerdo. Pero no te arriesgues demasiado.

—No te preocupes. Dile a Niska que guardo los informes de gastos para cuando vuelva a casa.

—Vale. Ya hablaremos.

—¡Adiós, señor Lynx! —gritó Niska antes de que yo colgara.

—Dice que traerá los informes de gastos cuando vuelva.

—Eso dice siempre. Tinsford también se ha ido.

—¿Adónde?

Niska empezó a organizar su mesa mientras contestaba mi pregunta.

—El martes pasado vino una señora blanca mayor llamada Tella Monique —dijo—. Quería que Tinsford buscara a su hijo Mordello, porque su esposo lo desheredó y lo echó de casa cuando se casó con una católica hace nueve años.

—¿Nueve años?

—Ajá. Pero ahora que su marido ha muerto, quiere recuperar a su hijo y su familia.

—Entonces ¿adónde ha ido Whisper para ocuparse de todo eso? —pregunté.

—Está en Phoenix porque el hijo andaba por allí metido en una banda de moteros llamados los Snake-Eagles, o algo parecido.

—¿Una banda de moteros negros?

—No creo.

—Mierda. Espero que tenga el testamento al día.

Niska sonrió y dijo:

—Al señor Natly no lo ve nadie nunca. Ni se enterarán de que pasó por allí.

—¿Alguna noticia para mí?

—No, la verdad. ¿Has recibido el cheque del señor Zuma?

—Hum...

Charles Zuma, Chuck para los amigos, era un millonario con una hermana melliza llamada Charlotte. Durante la mayor parte de sus treinta y tantos años, Charlotte se ventiló su mitad de la considerable herencia. Luego se sirvió de un resquicio legal en el fondo fiduciario de la familia para convertir los veintiocho millones de Chuck en títulos al portador. Y después, Charlotte Zuma desapareció.

Su hermano me ofreció dos décimas partes del uno por ciento de todo el dinero que consiguiera recuperar. Acepté el trabajo porque no estaba relacionado con ningún crimen violento. Intentaba ocuparme de encargos fáciles que no incluyeran, por ejemplo, bandas de moteros y grupos paramilitares izquierdistas.

—¿Has conseguido el dinero? —insistió Niska.

—En teoría.

—En teoría, ¿cuánto?

—La hermana aprendió de sus años de despilfarro —expliqué—. Sus asesores de inversión incrementaron el dinero de Chuck hasta casi los cuarenta millones.

—Eso son unos honorarios de ochenta mil dólares.

Hizo el cálculo sin usar los dedos.

—Los cuarenta millones están en fondos que tiene que desenmarañar todo un ejército de contables forenses.

—Pero tú solo necesitas ochenta mil.

—Chuck está sin blanca. Vive con un primo rico al norte de Santa Bárbara.

—Entonces ¿no cobramos?

—Pasará al menos un año antes de que él recupere lo suyo y nosotros lo nuestro. Pero me ha dado una garantía.

—¿Qué clase de garantía?

—Un Rolls-Royce Phantom VI de 1968 amarillo pálido. — Quizá sonriera un poco mientras recitaba el nombre.

—¿Un coche?

—Solo se fabricaron un centenar —dije—. Y ninguno en Estados Unidos. Vale por lo menos el doble de lo que nos debe Zuma.

—Pero un coche no se puede ingresar en el banco.

—Puedo venderlo.

—Un coche.

—Sí.

—¿Lo has aparcado abajo?

—Está en el taller.

—¿Un coche que ni siquiera funciona?

—Estaré en mi despacho.

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