Читать книгу Al rojo vivo - Walter Mosley - Страница 7

3

Оглавление

Los cristales a mi espalda retemblaron en los marcos. Noté cómo el aire presionaba mis tímpanos.

No era más que otro estampido sónico, un reactor militar rompiendo la barrera del sonido. Lo había oído tantas veces que no tenía la menor importancia. Pero para el recién licenciado por la Universidad de Vietnam fue cosa de vida o muerte.

En un instante Craig se lanzó por encima de la ancha mesa directamente contra mí.

Me aparté a la derecha, pero no lo bastante rápido.

El poderoso brazo izquierdo de Craig me atrapó y, por un momento, creí que iba a pasar mis últimos instantes en manos de un veterano curtido que había perdido la cordura en las junglas de Vietnam. Pero en vez de acuchillarme, estrangularme o vapulearme, el joven león reculó hacia el rincón más cercano, arrastrándome como si fuera una especie de escudo. Temblaba y de su pecho brotaba un gemido grave, casi un gruñido.

Me zafé de él, y me volví para mirarle a la cara, para protegerle del ataque imaginario. Tenía la cabeza enterrada entre los brazos. Se adueñó de él una inmovilidad sobrenatural.

—Tranquilo, soldado —le dije con calma a su coronilla—. No pasa nada. No ha sido más que un estampido sónico. Un estampido sónico. Estás a salvo. A salvo.

—¿Cuántos, sargento? —preguntó Craig en voz baja—. ¿Cuántos hay?

—Están todos muertos, soldado. Llevan muertos mucho tiempo. Estás a salvo, sano y salvo.

Le puse una mano en el hombro derecho, lo que le hizo sufrir un espasmo y lanzar un grito ahogado.

—No pasa nada —insistí—. Están todos muertos. Muertos y enterrados.

Cuando le puse la mano encima esta vez, no ofreció resistencia.

—Los oigo —dijo—. Los oigo por la noche cuando todos los demás duermen. Los oigo.

Recordé los terrores nocturnos que me asaltaban después de liberar mi segundo campo de concentración; los esqueletos animados de hombres y mujeres que bailaban en torno a los cadáveres de los alemanes que habíamos matado.

—No era más que un estampido sónico —repetí, y Craig levantó la cabeza.

Miró alrededor confuso. Parecía no saber cómo había acabado agazapado en el suelo con un negro arrodillado delante.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó.

—Algún idiota ha roto la barrera del sonido y has tenido un flashback de la guerra.

Asintió y le tendí una mano para ponernos los dos de pie.

—Uno de mis colegas guarda una botella de bourbon bastante bueno en el cajón de su mesa —dije—. ¿Por qué no echamos un trago?

Whisper siempre tenía un quinto de bourbon de malta agria Cabin Still en el cajón de abajo. También tenía vasos. Apuré el primer trago de golpe. Craig me imitó. Le hizo toser bastante. El segundo trago lo tomé a sorbos, pero él también lo apuró de golpe, esta vez atragantándose apenas un poco.

Alargó el vaso para la tercera ronda, pero negué con la cabeza y dije:

—Primero volvamos a mi despacho para averiguar por qué necesitas un detective honrado.

Estábamos otra vez sentados, otra vez en silencio, Craig mirando a todas partes menos a mí. Después de dejarlo estar un rato, le dije:

—Bueno, ¿qué quieres, Craig?

Hizo un gesto avinagrado y apartó la vista, tan inquieto que por un momento tuve la sensación de que iba a abandonar la silla a gatas.

Luego se quedó inmóvil.

—¿Has oído hablar de Blood Grove, el campo de sangre? —preguntó.

—Me parece que no. ¿Alguna batalla en Vietnam?

—No. Es un... es un naranjal allá al fondo del valle de San Fernando. Están especializados en naranjas de la variedad sanguina.

—Bien. ¿Es ese tu problema? —No estaba impaciente, pero a Craig había que tirarle de la lengua o se trababa.

—Me gusta... me gusta ir de acampada allí cuando empiezo a tener pesadillas incluso estando despierto, ¿sabes?

Asentí.

—Allí no hay más que granjas. Y si subes hasta un sitio que se llama Knowles Rock, hay una cabaña que no usa nadie y una zona de acampada donde puedes hacer una hoguera y estar tan solo como si fueras el único hombre en el mundo entero. Suelo ir a esa zona de acampada porque me gusta dormir al raso. La cabaña está a unos cuatrocientos metros de allí, más o menos.

—Y el problema que tienes, ¿está relacionado con ese lugar?

Craig me miró y parpadeó.

—Sí —asintió—. Estaba profundamente dormido al caer la noche. Había hecho calor ese día y hay una caminata de algo más de once kilómetros desde donde aparco el coche de mi madre. Me acosté temprano. Pero luego me desperté de pronto al salir la luna. Había una luna llena mirándome directamente a la cara. Y cuando me incorporé, vi que alguien había encendido un fuego en la cabaña.

—A cuatrocientos metros de allí —dije solo para demostrar que escuchaba.

—Sí. Miré la luna y luego el fulgor del fuego y fue como si me sintiera atraído; como una especie de mariposa nocturna o así. Y entonces oí a una mujer gritar: «¡Alonzo! ¡Alonzo!». Llegaba atenuado por la distancia y los árboles, pero lo oí. Seguramente había estado gritando y fue eso lo que me despertó.

»Antes de darme cuenta estaba de pie en calzoncillos largos y camiseta corriendo hacia la cabaña. Cuanto más me acercaba, más fuerte sonaban los gritos. Parecía estar loca de miedo.

Craig se interrumpió para ponerse la mano derecha sobre la boca y la nariz. Pensé que iba a tener que instarle a seguir otra vez, pero entonces dijo:

—Estaban fuera de la cabaña. La mujer tenía toda la ropa desgarrada. Un hombretón negro de melena lisa la había atado a un árbol. Tenía un cuchillo. Cuando quise darme cuenta, iba corriendo hacia él.

Craig dejó de hablar porque estaba recordando lo sucedido en el naranjal. Estaba hechizado, jadeante también.

—¿Qué pasó entonces? —pregunté.

—Le agarré. Intenté quitarle el cuchillo. Caímos al suelo y la mujer, una chica en realidad, gritaba: «¡No, no hagas eso! ¡No te metas!».

—No te metas ¿en qué?

—No lo sé —respondió casi suplicante—. No lo sé.

Eso dio pie a una pequeña pausa en la historia. Me alegré de haber enviado a Niska a otra parte.

Unos instantes después, dije:

—¿Por qué no acabas de contarme lo ocurrido, Craig? Acaba la historia y nos tomamos otro trago.

—Rodábamos por el suelo, peleando por el cuchillo, y la chica gritaba... y entonces lo volteé.

—¿Como con una llave de judo?

—Qué va. Intentaba ponerse encima de mí, pero antes de que lo lograra tomé impulso y caí sobre él. Fue entonces cuando noté que el cuchillo se le hundía el pecho. Abrió los ojos de par en par como lo hace un hombre cuando sabe que ha recibido una herida grave.

Craig Kilian se levantó y retrocedió, derribando la silla. Retrocedió hasta la pared que estaba a un metro largo, a su espalda. Me dio la sensación de que habría recorrido un kilómetro si no hubiera habido nada que lo detuviese.

—Me levanté por encima de él y vi que estaba aferrado al mango de la bayoneta, bueno, del cuchillo. La chica gritó: «¡Alonzo!».

—¿Alonzo? —pregunté.

—Yo iba a llamar a gritos a un médico, pero entonces algo me golpeó. —Se llevó la mano al moretón de la sien. Le resbalaban lágrimas de los ojos, pero, aparte de eso, no daba señales de estar llorando; no movía los hombros arriba y abajo ni gemía.

Casi podía ver al hombre agonizante tendido ante la mirada de Kilian. Llevaba a cuestas la Guerra de Vietnam con todos sus muertos, sus bombardeos de saturación y sus pesadas botas. A lo lejos, mucho más distantes en el tiempo, imaginé Corea y Auschwitz, Nagasaki y diez mil barcos de esclavos en el lejano horizonte procedentes de los mares de África.

—Señor Kilian. —Llevaba unos minutos sin articular palabra—. Craig.

Levantó la vista del suelo donde yacía agonizante un hombre llamado Alonzo. Me vio, pero no tuve claro que supiera a qué se debía mi presencia.

—¿Qué?

—¿Qué pasó después de que te golpearan?

A juzgar por su expresión, la pregunta no parecía tener sentido.

—Después de que acuchillaras a Alonzo —añadí.

—Perdí el conocimiento —dijo—. Al despertar era por la mañana. Las seis, más o menos. Había salido el sol.

—¿Y qué hay de la chica y el tipo acuchillado?

—No había nadie —recordó a la vez que meneaba la cabeza—. Nadie más que el perro.

—¿Qué perro?

—Un pequeño cachorro negro que me lamía la cara. No estaban la chica blanca ni el negro. Ni siquiera vi rastros de sangre en el suelo.

—¿Había desaparecido todo?

—Solo estaban el perro y como un millar de mariposas de la col blancas revoloteando sobre la hierba.

—¿La mujer blanca era grande y fuerte? —indagué.

—Qué va. Era pequeña.

—¿Y cómo era Alonzo?

—Un poco más alto que yo y corpulento. Ya sabes, noventa kilos o más.

—Venga —dije—. Vamos a echar otro trago de bourbon.

Al rojo vivo

Подняться наверх