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ОглавлениеNiska me caía bien. Analizaba cada problema antes de dar una respuesta y por lo tanto casi siempre hacía un buen trabajo. Pero yo no estaba con ánimo para buenos servicios ni para camaradería. Esa mañana me moría de ganas de estar a solas. El simple hecho de oír sus pasos por el pasillo me fastidiaba. Cuando fue al lavabo por segunda vez tuve que dejar el libro que estaba leyendo debido al lamento de las tuberías y el chasquido de la puerta al cerrarse. Hasta el tenue aroma de su perfume de aceite esencial parecía agobiarme.
A las 10:17 tomé una decisión. Me llevó unos minutos más sofocar la furia irracional antes de salir a la oficina exterior.
Niska estaba escribiendo a máquina a gran velocidad en su IBM Selectric. Mecanografiaba, organizaba y archivaba nuestras notas, correspondencia y diarios de casos. A setenta y cinco palabras por minuto, el veloz tableteo de la bola de letras sobre el papel me produjo dentera.
—Niska.
—¿Sí, señor Rawlins?
Interrumpió el estruendo y levantó la vista con aire inocente.Detrás de una sonrisa forzada, le pregunté:
—A ti te va ese rollo de la meditación trascendental, ¿verdad?
La sorpresa le hizo inclinar la cabeza hacia atrás unos centímetros.
—Hum —dijo—. Sí. ¿Por qué?
—Organizan retiros de dos semanas a los que todo el mundo va a hacer yoga, ¿no?
—Se hacen algunos ejercicios, pero sobre todo se medita. Yo he ido a dos retiros de fin de semana, pero los de una semana son muy caros. Y además solo tengo dos semanas de vacaciones. Estaba pensando en ir a uno en Navidad, quizá.
—¿Cuánto cuesta? —me interesé.
—Ciento treinta dólares, por una semana.
—¿Y si te doy dos semanas de fiesta y dinero suficiente para el retiro, además de tu sueldo? ¿Podrías llamarles e irte esta misma mañana?
—Pero ¿qué pasa con los expedientes y el teléfono?
—Los expedientes pueden esperar y aprendí a contestar al teléfono antes de que tú nacieras.
Esto cogió por sorpresa a la recepcionista-gerente de la oficina, que frunció el ceño y arrugó la pecosa nariz.
—No lo entiendo —dijo.
—Quiero estar solo, cielo. Eso es todo. Whisper y Saul ya están fuera, seguramente durante una temporada. Creo que eso nos vendría bien a los dos.
—Entonces ¿quieres que recoja mis cosas y me vaya sin más?
—En cuanto saque el dinero que necesitas de la caja fuerte.
Protestó, puso reparos y discutió, más que nada porque no había muchos precedentes de un jefe que diera fiesta a sus empleados por capricho allá en 1969. Y doscientos sesenta dólares más el sueldo de dos semanas por hacer algo que te encantaba era inaudito. Pero la oferta era demasiado buena para rechazarla, así que a mediodía se había ido y yo pude volver a mi despacho en soledad.
Me retrepé en mi amplio trono de roble y proferí un sonoro suspiro.
—Por fin solo —dije en voz alta.
«O bien para siempre o bien por poco rato», salmodió una voz incorpórea.
En vida, esa voz era la de un anciano al que solo conocía como Sorry. Era el hombre más sabio de mi infancia, cuyos consejos me vendrían a la cabeza cada dos años o así para recordarme que no lo sabía todo y, por lo tanto, más me valía estar atento a pieles de plátano, curvas sin visibilidad, maridos celosos y esposas atractivas.
Más de una vez me preocupó que esa voz fuera indicio de una grave enfermedad mental. Luego recordaba que vivíamos en un mundo rebosante de locura, en el que la guerra, la amenaza nuclear y las matanzas de niños colmaban de angustia un día tras otro.
En el Estados Unidos que adoraba y detestaba podías hacerte rico o, más probablemente, quedarte sin blanca en un abrir y cerrar de ojos de un magnate desaprensivo. Por eso guardaba un montón de dinero en efectivo en algún lugar seguro y además no pagaba ni alquiler, ni hipoteca, ni impuestos sobre la propiedad. Mi auténtica riqueza era una pequeña familia, un puñado de amigos y un número de teléfono que no figuraba ni en la guía de la policía.
No eran más que precauciones normales. Algo que nunca olvidaba era mi condición de hombre negro en Estados Unidos, un país que había construido su grandeza sobre los baluartes de la esclavitud y el genocidio. A pesar de eso, y aunque tenía muy presentes los crímenes y a los criminales de Estados Unidos, no podía por menos de reconocer que nuestra nación ofrecía un futuro prometedor a cualquier mujer u hombre con cerebro, empeño y algo más que un poquito de suerte...
Escuché un sonido en la otra punta del pasillo que iba hacia la oficina principal. Probablemente, una de las grietas de los cimientos que se afianzaban. Pero también era posible que no fuera un sonido en absoluto, sino solo mi intuición.
Levanté la vista y vi la sombra de un hombre plantado a unos pasos del umbral, en la única salida de mi despacho.
«Ve hacia la izquierda o la derecha, pero nunca avances de frente, a menos que no haya otro remedio —aconsejaba a menudo el señor Chen en su clase de autodefensa—. Busca obtener ventaja en lugar de demostrar que eres el más fuerte. El otro siempre es más fuerte, pero tú le superarás por la derecha o por la izquierda».
El problema era que estaba sentado en una silla detrás de una mesa con la pistola más cercana en el cajón de abajo. Quienquiera que hubiese entrado era bueno; apenas había hecho ruido. Por mucho que me agachase hacia la derecha y abriera el cajón, él podría haberme disparado atravesando la madera.
Dio un paso adelante. Vi que era alto y delgado, y tenía andares de pantera, pero sus rasgos seguían ocultos en la penumbra.
—¿Easy Rawlins? —preguntó.
Con esas palabras, la visita inesperada cruzó el umbral. Tenía poco más de veinte años, el pelo corto tirando a rubio y un feo moretón en la sien izquierda. Llevaba una camisa de manga corta de cuadros blancos y color melocotón encima de una camiseta blanca. Sus vaqueros estaban rígidos y desembocaban en unas silenciosas zapatillas de deporte blancas. Ya sabía que era blanco por cómo había pronunciado sus palabras.
—¿Siempre abordas a la gente por sorpresa? —repuse.
—La puerta no estaba cerrada —contestó—. He saludado al entrar.
Dio otro paso y volví a sentarme. Dejó las manos vacías a los costados.
—Soy Rawlins. ¿Tú quién eres?
Dio otro paso a la vez que decía:
—Craig Kilian.
Un paso más. Por lo visto, tenía intención de llegar hasta mi mesa.
—¿Por qué no te sientas, señor Kilian?
El ofrecimiento pareció confundir al joven. Miró a su izquierda e identificó la silla de nogal de respaldo recto. Un momento después ejecutó los movimientos necesarios para sentarse.
—¿Acabas de dejar el ejército, Craig?
—Ajá. ¿Lo dices por el pelo al rape?
—Sí. Claro.
La mirada de Kilian tenía un aire de angustia que seguramente seguiría allí aunque no le hubieran golpeado en la cabeza. Durante toda la Segunda Guerra Mundial me había encontrado soldados a ambos lados del campo de batalla que tenían ese aire, que habían quedado destrozados por el estruendo de la guerra.
Craig cogió un paquete de tabaco True del bolsillo de la camisa. Sacó el pitillo con los labios, extrajo un librito de cerillas del envoltorio de celofán del paquete. Lo encendió, se llenó los pulmones de humo y exhaló.
Luego me lanzó una mirada inquisitiva y preguntó:
—¿Te importa que fume?
Me importaba. Llevaba un par de años intentando dejarlo. Pero había algo en el ceño fruncido de Craig que me empujó a dejarle un poco de margen.
Al verle dar chupadas al cigarrillo, me vino a la cabeza una primera hora de la mañana de octubre de 1945. Me encontraba a las afueras de Arnstadt, en Alemania, y estaba de guardia tras una larga noche de fuertes lluvias. La guerra acababa de terminar, por lo que ya no estábamos tan alerta como lo habíamos estado en batalla. Mi marca era Lucky Strike. Mientras fumaba, me preguntaba lo que sería volver a mi casa en Texas después de flanquear y vencer al hombre blanco, y también hacer buenas migas con sus mujeres.
No sé qué me impulsó a mirar hacia la derecha —un sonido, una intuición—, pero vi a un soldado alemán con el uniforme sucio y andrajoso que se abalanzaba sobre mí con una bayoneta en alto. Me volví justo a tiempo para agarrar la mano que blandía el cuchillo por la muñeca. En ese instante nos encontramos aferrados el uno al otro, trabados, casi inmóviles, en una lucha a muerte. Mi cigarrillo cayó sobre la manga de su tabardo. No sé qué aspecto tenía yo a sus ojos, pero su rostro demacrado se veía desesperado y, cosa curiosa, casi suplicante. Apretaba cada vez más, pero yo me mantenía a su altura, tendón a tendón. Seguramente el factor decisivo en la reyerta fue que yo estaba bien alimentado y él no. Quizá había intentado matarme con la esperanza de conseguir unas cuantas raciones.
La manga que ardía sin llama empezó a humear y me cegó el ojo izquierdo. Hice una mueca de dolor y él apretó con más fuerza. Los dos temblábamos por el esfuerzo, literalmente encendidos. Reparé en que le resbalaba una lágrima del ojo. Al principio pensé que era una reacción al humo, pero luego vi, y sentí, que estaba llorando. Empezó a temblar más y logré tumbarlo contra el barro empapado de lluvia. Así obtuve ventaja y llevé el filo de la hoja hacia su cuello. Hacía todo lo posible por protegerse sin dejar de lloriquear.
Podría haberlo matado tal como había matado a una docena más en combate cuerpo a cuerpo. Dar muerte era algo que se hacía sin pensar después de años en el campo de batalla. En cambio, le aparté el brazo de la bayoneta, al golpeárselo contra la tierra mojada y así se extinguió el fuego. Soltó el cuchillo, se hizo un ovillo y lloró con todas sus fuerzas. Permanecí sentado a su lado largos minutos. Cuando por fin se incorporó, le di mis raciones y le indiqué que podía marcharse. Debería haberlo hecho prisionero de guerra, pero últimamente nuestras tropas habían estado ejecutando a todo aquel que considerasen nazi.
Craig Kilian me recordó al soldado al que había perdonado. Traumatizado por la guerra y aturdido por la vida civil, vivía en un mundo propio, e intentaba todavía encontrar el camino de regreso a casa. Había miles de jóvenes como Craig que volvían de Vietnam. Inocentes, asesinos y niños, todo entremezclado en cuerpos de veteranos curtidos por la guerra que no tenían ni idea de lo que habían hecho ni por qué.
Metí la mano en el cajón de la pistola y la saqué con un cenicero que guardaba ahí para cuando venía de visita mi amigo Mouse. Al tiempo que dejaba el recipiente de cerámica delante de Craig, dije:
—Adelante.
Dio otra calada al cigarrillo bajo en alquitrán y le propinó un toquecito para dejar caer la ceniza gris en la porcelana blanca.
Nos quedamos ahí sentados; él inclinado hacia delante, fumando, y yo retrepado, preguntándome si debería haber sacado la pistola del cajón.
Transcurrieron quizá dos minutos.
—¿Por qué estás aquí, señor Kilian?
—Me... me dijeron que... que eres buen detective y, hum, hum, honrado.
—¿Quién te lo dijo? —pregunté, con la mayor corrección.
—Un tipo llamado Larker. Kirkland Larker.
—No conozco a nadie que se llame así.
Kilian se me quedó mirando como un ciervo petrificado ante los faros de un coche.
—¿Es un veterano? —pregunté.
—Sí.
—¿De qué guerra?
—Vietnam.
—Yo no he estado allí. ¿Es negro?
—¿Puedes ayudarme? —preguntó Craig en vez de contestar.
—Supongo que buscas a alguien honrado porque hay que investigar algo cuestionable.
—¿Por qué lo dices?
—El moretón en la cabeza. Estás dándome largas en lugar de decirme a qué has venido. El detalle de que no me miras a los ojos.
—Necesito alguien en quien confiar —dijo mientras me miraba de hito en hito.
—¿Para hacer qué?
La pregunta podría haber sido un par de cables pelados en contacto con sus maxilares. Su rostro sufrió unas contracciones exageradas, como un malvado de dibujos animados que, pese a toda su fuerza bruta, no habría sido capaz de vapulear a Popeye.
Todo eso fue el simple preludio a la súbita y atronadora réplica de la explosión que resonó en el despacho.