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Me senté a la mesa de Whisper y le dejé a Craig la silla de las visitas. Le advertí que bebiera poco a poco porque no le iba a servir más.

Parte de su relato tenía visos de ser cierto, quizá incluso la mayor parte. Pero, sobre todo, creía en la bondad innata del soldado traumatizado.

«Bondad» es una palabra complicada en mi profesión. Hombres y mujeres buenos pueden ser culpables de delitos terribles, igual que hay gente con malas intenciones cuya culpabilidad nunca se llega a demostrar ante los tribunales. En un libro que había leído recientemente, el protagonista, Billy Budd, era tan buen hombre como el que más, pero asesinaba a un canalla llamado Claggart. Bondad y culpabilidad a menudo van de la mano.

—Bueno, ¿qué quieres de mí? —pregunté.

La primera reacción del veterano fue la misma que si lo hubiera abofeteado. Echó la cabeza hacia atrás y asomó a sus ojos un destello de furia. Pero en algún momento de su trayectoria Craig Kilian había podido controlar el mal genio. Respiró hondo y se estremeció.

—Eres detective —contestó—. De los buenos, según me han dicho.

—Un tipo del que no he oído hablar nunca.

—Quiero que averigües si maté a ese hombre y qué le ocurrió a la mujer. ¿Qué estaban haciendo allí?

—¿Cuál de ellas?

—¿Quieres decir que esas personas podrían haber ido por razones distintas?

—No. Me refiero a qué cosa es más importante. Si murió el hombre o si la mujer sobrevivió y está bien. O por qué estaban allí.

—Lo más importante es si lo maté —aseguró—. Pero me gustaría saberlo todo. Creo que tengo la obligación de saberlo.

—¿Dijo Alonzo el nombre de ella?

—No.

—¿Te golpeó ella o seguía atada?

La pregunta cogió a Craig por sorpresa. Se lo pensó un momento, un momento más. Por lo visto, la respuesta era muy importante.

—Estaba atada, sí, con cuerdas, pero estaban un poco flojas. Podría haberse desatado.

Me repantigué y sopesé sus palabras. Era un caso de esos que ni siquiera debería haberme planteado aceptar. Pero había algo...

—¿Por qué necesitas esas respuestas? —quise saber.

—Porque no puedo dormir. No he pegado ojo ni diez minutos desde esa mañana.

—¿Cuántos días hace que ocurrió?

—Tres. Tres días.

—Mira, tío, te metiste en una pelea, quizá acuchillaste a un tipo y luego te dejaron sin conocimiento. Despertaste y no había cadáver ni nadie que pudiera haberse llevado de allí a un hombretón como aquel. Probablemente ella era su novia y quien le ayudó a escapar. Es lo que suele suceder. Un hombre y una mujer se pelean. Él la zurra y ella pide ayuda a gritos, pero si alguien se entromete, la chica se vuelve en su contra. Le da en toda la cabeza con una piedra.

—¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—¿Por qué hay jóvenes como tú matando a mujeres y niños en Vietnam? —dije a modo de respuesta.

Craig frunció el ceño. Estaba pensando en algo. Sus pensamientos no se tradujeron en palabras. Luego asintió. Tuve la sensación de que casi lo había convencido, casi había esquivado el balazo de la corazonada que me impulsaba a aceptar su caso.

—Hum —murmuró—. Entiendo lo que dices, pero ¿puedes hacerme un favor?

—¿Qué clase de favor?

—¿Hablarás con mi... mi madre?

—¿Tu madre?

—Ajá.

—¿Por qué?

—Creo que ella te lo explicaría mejor que yo.

—¿Estaba allí tu madre?

—No. Pero me conoce. Puede explicarte lo que pido.

—¿Qué puede decirme ella que no puedas decirme tú? —Estaba totalmente desconcertado.

—Llámala. Llámala y sabrás a qué me refiero.

Ahí estaba, ahora igual que a las 7:04 de la mañana, esperando a ver cuándo salía el hippie con la regadera de cuello largo. Había algo en Craig Kilian que me intrigaba.

—¿Y cómo me has encontrado? —pregunté.

—Ya te lo he dicho. Kirkland Larker. Dijo que eras un buen detective, que eras de color y quizá podrías localizar al tal Alonzo.

—Pero yo no conozco a ningún Kirkland.

—Pues él te conoce.

—¿De qué le conoces tú? —pregunté buscando una razón, cualquier razón. En un sentido u otro.

—Hay un bar en Western que se llama Little Anzio. No es un sitio oficial ni nada, pero van sobre todo veteranos.

—No he estado nunca allí, pero lo conozco. ¿Ese Kirkland lo frecuenta?

—Sí. Sí, lo conocí allí.

—No aparentas la edad suficiente para entrar en un bar.

—Tengo veintitrés años.

—¿Cuántos periodos de servicio?

—Tres.

—¿Qué clase de misiones?

—Las dos últimas de búsqueda y destrucción. —Al hablar de la guerra dio la impresión de sentirse más seguro.

—¿Y conociste al tal Kirkland en el Little Anzio?

—Me invitó a una copa un día. Nos pusimos a hablar.

—¿Cuándo fue eso?

—Quizá hace cuatro meses. Algo así.

—¿Y le contaste hace unos días lo de Alonzo y la chica blanca?

—Sí.

—Y fue la primera vez que me mencionó.

—Sí. Le conté que me había peleado con un... un negro por una chica blanca. Le dije que me noquearon y quería que alguien averiguara si ella estaba bien. Hizo una llamada y me facilitó tu nombre.

Iba a decir «Me había peleado con un negrata». No me cupo la menor duda.

Le sostuve la mirada y se inquietó un poco.

—Que yo localice a ese Alonzo, vivo o muerto, no puede traer nada bueno —le advertí—. ¿Quieres acabar en la cárcel por no haber podido dormir unas cuantas noches?

Craig se removió en la silla. Ese movimiento solo se podía describir como una ondulación; igual que si una criatura que había estado dormida en su interior despertase de repente.

—Bueno, ¿llamarás a mi madre?

—No.

La conmoción que reflejó su semblante casi me hizo reír. Fue como si un crío de ocho años acabara de abrir su corazón. Ni se le había pasado por la imaginación que yo pudiera rechazarlo.

—Si llegamos a hablar, tengo que verla en persona —aclaré—. No puedo fiarme de una voz que hable por teléfono de un asesinato.

—Ah, vale —dijo—. Claro. No hay problema. ¿Quieres que te dé la dirección? La llamo y le digo que vas a ir.

Pensé que quizá también debería decirle a ella que yo era un idiota. Quizá eso también.

Saqué una hoja de papel y un lápiz amarillo del número dos del cajón superior de Tinsford. Al hacerlo, caí en la cuenta de que sabría que había usado su despacho y me había bebido su bourbon. Esperaba que no le importase.

Le ofrecí el papel y el lápiz, y le dije:

—Anótalo. Dile que me pasaré a lo largo del día de hoy. Dame su teléfono también. Llamaré, pero solo para decirle cuándo voy. Ya que estás, podrías darme indicaciones para llegar a la zona de acampada, por si decido echar un vistazo.

—Podemos ir a ver a mi madre ahora mismo.

—Ahora tengo otros asuntos.

—No vas a ir con el cuento a la poli, ¿verdad?

Kilian se tensó en la silla y tuve dudas de que mi preparación en autodefensa fuera suficiente para contenerlo.

—¿Y qué les diría? —repuse—. ¿Que un chico blanco veterano de Vietnam dice que acuchilló a un tipo llamado Alonzo en otro condado, que lo dejaron inconsciente y que luego, cuando volvió en sí, el tipo acuchillado se había ido?

—No sé. Quizá.

—Anota esas indicaciones y el nombre de tu madre, su número de teléfono y su dirección. Dile que me pasaré luego.

El semblante de Craig dio a entender que quería discutir. Otra vez fue el intento de un crío de ocho años de salirse con la suya.

—Lo tomas o lo dejas —dije.

Un momento o dos después, empezó a escribir.

La entrada a nuestras oficinas daba a un hueco de escalera independiente que descendía hasta la calle. Acompañé a Craig Kilian a lo alto de las escaleras y lo seguí con la mirada al bajar. Por el ventanuco cuadrado que había frente a la puerta principal vi cómo cruzaba la calle y se montaba en un Studebaker de color cáscara de huevo. Pasaron tres minutos antes de que el motor arrancara y el coche se pusiera en marcha.

Una vez se hubo ido, volví a entrar y me cercioré de que la puerta quedara cerrada. Luego lavé los vasos de Tinsford y los dejé en el cajón. En el pequeño retrete hice mis necesidades y me aseé. En el espejo se reflejaban los rostros de muchos hombres: un negro de mediana edad en bastante buena forma pero cansado, un veterano no muy distinto de Craig Kilian, y un tipo que iba por libre y solo aceptaba órdenes por amor, obligación o, más veces de lo debido, como consecuencia de un sentimiento de culpa.

Quizá doce minutos después de que se hubiera ido mi cliente en potencia, caminaba hacia el sur hasta Pico y luego hacia el este. Al llegar a La Cienega, volví a tomar dirección sur.

No dejaba de preguntarme por qué no había rechazado la petición del veterano. No me traería más que problemas ir en busca de un hombre al que habían acuchillado en medio de un naranjal. Un hombre negro y una mujer blanca que bien podían haber sido alucinaciones, pero, teniendo en cuenta mi suerte, probablemente no lo fueran.

Habría rechazado su encargo sin pensármelo dos veces de no ser por la idea que tengo de un país como Estados Unidos que adoro y detesto a partes iguales.

En Estados Unidos, todo gira en torno a la raza o el dinero, o alguna combinación de ambos. Quién eres, qué tienes, cuál es tu apariencia, de dónde proceden los tuyos y qué dios protegía a su estirpe: esas eran las preguntas más importantes. Hay que sumar a eso que existe una raza de hombres y una raza de mujeres. Los ricos, famosos y poderosos creen que tienen una raza y los pobres saben con seguridad que la tienen. Lo que ocurre es que la mayoría de la gente tiene más de una raza. Los blancos tienen italianos, alemanes, irlandeses, polacos, ingleses, portugueses, rusos, españoles del Viejo Mundo, ricos del Nuevo Mundo y muchas combinaciones de todos ellos. Los negros tienen una paleta de colores que van desde el amarillo dorado hasta la noche sin luna, desde el mulato con una octava parte de negro al congoleño más profundo. Y los españoles del Nuevo Mundo tienen todas las naciones de México a Puerto Rico, de Colombia a Venezuela, cada cual una raza por derecho propio; por no hablar de los imperios, del azteca al maya o al olmeca.

Yo soy un negro más cercano a la medianoche de Mississippi que a su luna amarilla. También soy más del oeste, californiano oriundo del sur: Luisiana y Texas para ser exactos. Soy padre, lector e investigador privado, y veterano.

Soy veterano de la hostia.

Desde la arena sembrada de cadáveres el día D (ese día mi raza, durante un breve instante, fue estadounidense hasta los tuétanos) hasta la batalla de las Ardenas con sus ciento cincuenta mil muertos, o hasta las masas de cadáveres en los huesos, vivos y muertos, en Auschwitz-Birkenau. Las explosiones en los oídos, la muerte en las manos y el olor a pólvora y masacre me hermanaron con cualquier hombre, mujer o niño que alguna vez se alzó en armas o fue víctima de un alzamiento.

Debido a ese sangriento historial, Craig Kilian era tan hermano de sangre mío como cualquier negro estadounidense. Tenía que ayudarle porque veía su dolor al mirarme al espejo.

Al rojo vivo

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