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La azotea con la rosaleda de la Casa Redonda era el lugar donde más cómodo me encontraba. En el punto más alto de la cuenca de Brighthope, el cielo estaba casi siempre azul. Los rosales se rozaban mecidos por las brisas superiores y yo estaba a solas. Para mí la soledad encierra una profunda satisfacción.

Me asomé por el borde de la torreta y vi al padre del clan Longo, Erculi, andando sin prisa hacia la casa señorial azul y blanca de Orchestra. Aparentaba cincuenta años, pero se acercaba más a los setenta y siempre vestía ropa gris de jardinero. Él y sus cuatro hijos trabajaban en la propiedad, respondiendo a cargos sencillos como responsable de mantenimiento, operario, pintor y chófer. Sin embargo, los Longo eran cualquier cosa menos sencillos. En Sicilia tuvieron una bronca de mucho cuidado con un clan rival. Reynard me dijo que hubo trece muertos entre los Longo y los Trifiletti antes de que Erculi decidiera emigrar con su progenie masculina inmediata a América. Reynard aseguraba que, a lo largo de su vida, Erculi había matado a treinta y un hombres.

Hasta el momento, yo había conseguido que Erculi y Mouse no se cruzaran. No había razón para tentar a la suerte.

Al volver a la cocina media hora larga después, vi que mi hija seguía al teléfono.

—¿Aún no has colgado?

—Es tía Jewelle —explicó Feather tras cubrir el micrófono con la mano—. Creo que quiere hablar contigo.

—JJ —dije por el auricular.

—Hola, guapo —murmuró la magnate inmobiliaria, casi con timidez.

Jewelle adoraba a los hombres, pero no confiaba en el 99,9 por ciento de nosotros, incluidos sus dos maridos. Yo era uno de los pocos que creía que la apoyarían de acuerdo con sus propias condiciones, aunque ni ella misma supiera cuáles eran esas condiciones.

—Me parece que Feather quiere convertir tu casa en un hotel.

—¡Papá!

—Ya sabes que nos encanta que venga, Easy —respondió Jewelle—. Y parece que a su amiga le vendría bien conocer a un hombre como Jackson.

—Invítala si quieres, pero te dejará vacíos el frigorífico y los armarios. Esa chica y sus amigos son pozos sin fondo.

—Papá, ya está bien.

—Pues vale —dijo Jewelle.

Era una seña. Quizá ella no lo sabía, pero siempre que decía «Pues vale», quería decir que había problemas en el horizonte.

—¿Qué pasa, chica?

—Nada.

—Sí, claro, sí que hay algo.

—Esto... Bueno. Tengo un problemilla desde que compré un solar vacío en Flower, en el centro. Jackson dice que es un sitio perfecto para abrir un centro de investigación.

—¿Investigación de qué?

—Ya sabes, cosas de ordenadores. Lo dice porque debido a la mecánica de esos aparatos, tienen que mantener la memoria fría para que no ardan ni se fundan. Y debajo de esa propiedad hay lo que él llama un sustrato de roca que sería perfecto para las unidades de refrigeración, y también prácticamente a prueba de terremotos.

Con una sonrisa, recordé una época en que Jackson y un amigo suyo llamado Toto robaban licorerías para sacar calderilla y vino barato.

—Todo eso parece legal.

—Debería serlo, pero hay un blanco llamado Oliver Shellbourne que tiene en propiedad muchos terrenos por allí. Le gusta dárselas de tipo duro, por lo que no quiere que una tía negra se interponga en sus planes de construir talleres clandestinos y centros comerciales.

—¿Impide la transacción?

—No. Le compré el terreno a un amigo de Jean-Pierre. Shellbourne no podía enfrentarse al director de P9, pero ahora le ha encargado a alguien que haga llamadas amenazantes a mi despacho. No quiero decírselo a Jackson porque acudiría directamente a JP o a alguien como Mouse, y ya sabes qué pasaría entonces.

Mientras formaba parte de la Resistencia francesa, Jean-Paul Villard ejecutó una vez a un simpatizante nazi. Dejó el cadáver del hombre, con el pene cortado en la boca, en la plaza del pueblo. Mouse era de los que superaba aquello.

—¿No se identifica? —pregunté.

—No. No es más que otro blanco grosero.

—¿Qué dice?

—No puedo repetirlo.

—¿Oliver Shellbourne?

—Sí.

—De acuerdo. Me ocuparé de ello —aseguré—. No puedo decirte cuándo, pero pronto.

—Gracias, cariño —dijo, y no me hizo falta más para sonreír.

Fui con Feather hasta el pie de nuestra montaña y dejé que se marchara con Matteo hacia su ajetreada vida adolescente. Después de haberse ido, permanecí allí un rato aprestándome para la transición de la dicha hogareña a la guerra.

El Little Anzio no era un sitio de esos que frecuentaría alguien con un lujoso Rolls-Royce. El club de veteranos ad hoc estaba situado en Western, en medio de una manzana donde había dos callejuelas inhóspitas, un club de estriptis sin gorila en la puerta, otro bar al lado de una licorería y un taller clandestino de siete plantas que contrataba a chinas y mexicanas para hacer algún tipo de trabajo de seis de la mañana a nueve de la noche.

El bungalow que albergaba el Little Anzio no había sido diseñado para ser un bar. Había grandes ventanales en la fachada cubiertos de arriba abajo por persianas venecianas hechas polvo de color verde y ocre. La puerta principal, en el lateral izquierdo del edificio de una planta, era metálica y estaba pintada de rojo óxido. Al tirar de ella para abrirla se notaba el peso de la escotilla.

El bar olía a partes iguales a sudor, piel vieja y el humo de más cigarrillos de los que había fumado en toda su vida Nat King Cole. La luz de los fluorescentes era radiante, casi cegadora, y había unos veinte clientes, todos hombres. La mayoría tendría entre mi edad y los ochenta, pero había también un puñado de jóvenes, exmilitares que habían cumplido servicio en Corea, Vietnam y otras campañas menos publicitadas. Eran de todas las razas, detalle insólito en reuniones de militares en la turbulenta década de los sesenta.

—¿Quién coño eres tú? —me espetó un tipo.

Estaba plantado con la espalda apoyada en la barra de roble, que le llegaba a la cintura, a unos nueve pasos largos de mí.

Me fulminaba con la mirada. Se la sostuve.

—Te he hecho una pregunta —dijo. En realidad, no gritaba, pero tenía la voz centrada y cortante.

Era blanco, de cuarenta y tantos años, a una década de distancia de su mejor momento de forma física. Pero supuse que recordaba bastante bien el baile.

Aun así, no contesté.

Se apartó de la barra con un ligero impulso y dio el primero de los nueve pasos. Los cinco o seis hombres que estaban en la barra le miraron avanzar.

—¿Estás sordo? —preguntó con voz todavía ronca y sin duda amenazante.

—No, no lo estoy.

Los veteranos me prestaron atención, preguntándose, supuse, si iba a haber pelea.

—Lo que pasa —añadí— es que mi madre me enseñó que no tengo por qué contestar cuando alguien se dirige a mí sin educación.

—¿Tu madre? —dijo mientras daba tres pasos más.

Retrasé el pie derecho medio palmo, de modo que mi hombro izquierdo señalara hacia delante. Eso le haría creer que reculaba y me permitiría lanzar con más impulso un gancho de derecha, si era necesario.

Pero antes de que el desaliñado borracho diera el séptimo y el octavo pasos, un caballero entrado en años se interpuso entre nosotros con agilidad. Cada vez tomaba parte en el baile más gente.

—Alto ahí, Bernard —dijo el anciano, que señalaba con el índice de la mano izquierda. Tuve la sensación de que el que nos había interrumpido era diestro y por tanto usaba la misma treta que yo.

—Aparta, Cletus —le advirtió Bernard.

—Este hombre es un invitado en nuestro pequeño club y no te ha hecho nada.

Cletus también era blanco, en algún punto entre los setenta y los ochenta años. Eso podía convertirlo en un superviviente de la Primera Guerra Mundial, lo que antes llamaban la Gran Guerra.

—No responde mis preguntas —repuso Bernard.

—Yo tampoco te contestaría, si me hablas con ese tono.

En 1969, incluso en California, seguía siendo una experiencia poco común que a un negro lo defendiera un blanco de otro blanco.

Cuadré los hombros y dije:

—Me llamo Easy Rawlins. Fui sargento mayor durante la mayor parte de la última gran guerra. Entré a luchar a las órdenes de Patton y salí sin un solo rasguño en el cuerpo ni contra mi buen nombre.

La ojeriza que asomó a la cara oronda de Bernard me permitió ver que le había parado los pies. Lo insulté aún más al tenderle una mano en señal de amistad.

—Venga, Bernard —le instó Cletus—. Estréchale la mano a este hombre.

A regañadientes, Bernard me cogió la mano y luego la soltó.

—Dejadme que os invite a los dos a una copa —dije.

El rencor que reflejaba el semblante de Bernard se atenuó un poco con el ofrecimiento.

El camarero era un chaval cetrino llamado Meanie. Nos puso las copas con aire profesional.

—Sí, señor, fui a la guerra el 1 de agosto de 1914 —me estaba contando Cletus Brown después de que nos sirvieran. Bernard, que se apellidaba Michaels, estaba sentado al otro lado de él, velando su whisky con aire pensativo.

—Yo pensaba que no le declaramos la guerra a Alemania hasta 1917 —señalé.

Cletus Brown me sonrió. Los pocos dientes que le quedaban parecían lo bastante fuertes para masticar la cecina de las raciones militares.

—Eso es, hijo —respondió—. Eso es. Tuve que ir a Francia para alistarme allí. Aprendí el idioma, cogí una ametralladora Bergmann y nunca volví la vista atrás.

Estábamos plantados más o menos en el centro de la barra, que era poco más que un gran cajón de roble. Al otro lado del enfurruñado Bernard, en el otro extremo del largo mostrador, un blanco greñudo estaba apoyado en la pared conversando con un negro de piel clara; ambos eran tirando a jóvenes. Hablaban entre ellos, pero el blanco me miraba de soslayo de vez en cuando.

—... los alemanes odiaban la libertad —decía Cletus— y mi gente, desde la Revolución Americana nada menos, han luchado por la liberté, égalité, fraternité. La guerra por la libertad es una vocación que no todo el mundo siente...

Un hombre alto de piel aceitunada se acercó y le puso una mano en el hombro a Cletus.

—Este es nuestro teniente Brown —anunció la nueva visita—. El hombre más viejo, más valiente y más honorable de esta sala.

El anciano sacó pecho.

Aprecié el respeto del recién incorporado, aunque sospeché de sus intenciones.

—Easy Rawlins. —Le tendí una mano.

—Norman Toll. —Aceptó el ofrecimiento y me dio un fuerte apretón—. ¿Qué haces aquí, sargento mayor?

Era la misma pregunta que me había hecho Bernard y tenía el mismo origen: una desconfianza innata hacia los recién llegados.

—Me pidió que viniera un joven llamado Craig Kilian. Dijo que un tipo llamado Kirkland Larker podía facilitarme cierta información.

—¿Qué clase de información?

Norman Toll era unos años mayor que yo y se le veía seguro de sí mismo tal como lo estaban los blancos en Estados Unidos desde que se autoproclamaron la raza superior de esta magnífica tierra.

—Eso es asunto de Craig.

Al voluntarioso veterano no le hizo gracia mi respuesta, pero la aceptó.

—Cabo Larker —llamó al blanco que me observaba desde el final de la barra.

—¿Qué?

—Este hombre quiere hablar contigo. Dice que tiene algo que ver con el soldado Kilian.

Kirkland Larker me sostuvo la mirada unos tres segundos más de lo que dictaba la cortesía. Luego se apartó de la pared. Pensé sinceramente que iba a huir. Pero después de sorber por la nariz y resoplar, vino hacia mí con aire más o menos militar.

Cuando llegó hasta nosotros, Cletus se fue hacia la otra punta de la barra y Bernard, después de pedir otro whisky con Coca-Cola a mi cuenta, se alejó cual cangrejo unos pasos.

—Cabo primero Kirkland Larker —dijo Toll—. Te presento al sargento mayor Easy Rawlins.

Nos estrechamos la mano y Toll se fue a una mesa alejada.

—¿Te pongo algo? —le preguntó Meanie a Larker.

—Invito yo —añadí.

—Tequila solo —le pidió Kirkland a Meanie.

—Yo sigo con el bourbon —dije.

A solas el cabo y yo observamos nuestras copas y tomamos unos sorbos. Yo no tenía prisa y él parecía preocupado. El whisky no era malo. Y el camarero no me había cobrado aún.

Me gustaba el Little Anzio. No era más que otra de las diez mil joyas ocultas de Los Ángeles. Pero, además, parecía acogedor. Si se pasaba por alto la necesidad de confrontación de Bernard, era un garito ideal para un hombre como yo, un día festivo.

Pero no era un domingo por la tarde.

—¿Te suena mi nombre? —le pregunté al bebedor de media tarde.

—No nos conocemos ni nada.

—No te he preguntado eso —dije—. Craig Kilian vino a verme y dijo que necesitaba ayuda. Le pregunté quién le había facilitado mi nombre y me dio el tuyo.

Kirkland se puso algo más tieso. Tenía poco más de treinta años y era delgado. Igual jugaba al baloncesto o algo parecido para mantener un mínimo de tono muscular, pero su primer instinto no parecía ser la violencia.

—¿Hablaste con Craig? —se interesó.

—Estoy aquí.

—¿Vas a ayudarle?

—¿Ayudarle con qué?

—Dijo que se metió en, ya sabes, una pelea, un altercado o algo así, y que fue con un tipo negro. Me pareció que necesitaba ayuda.

—¿Qué clase de ayuda?

—No lo dijo específicamente, solo que se peleó o algo y que necesitaba averiguar si el tipo... No sé, quizá saber si el tipo iba a darle problemas.

Kirkland parecía un tanto furtivo, pero eso no revelaba lo que sabía o ignoraba ni, de hecho, cuáles eran sus motivos.

—La cuestión es —dije—, ¿cómo es que le diste mi nombre?

Kirkland me miró a los ojos, vaciló y luego confesó:

—Chris... Christmas Black.

Mi idea del perfecto investigador privado era un hombre que nunca dejaba que su semblante reflejase lo que sentía o pensaba. Algo así no le resultaba difícil a alguien como yo porque era lo más habitual entre los negros criados en el Sur. Averiguaras lo que averiguases, no podías dejar que se interpusiera en tu trabajo, en las responsabilidades que tenías. Pero el nombre de Christmas Black me pesó en el ánimo. Era el soldado de los soldados. En sus tiempos en el ejército, lo lanzaban a cientos de kilómetros más allá de las líneas enemigas, y allí mataba a quien hubiera que matar y luego se buscaba la vida hasta que volvía a su cuartel.

Christmas Black era un guerrero, así que cualquier cosa que tuviera que ver con Craig Kilian tenía potencial para convertirse en guerra.

Me enorgullece decir que, si bien me sorprendió cómo había obtenido Kirkland mi nombre, me mantuve lo bastante alerta para darme cuenta de que mi testigo reculaba un poco.

Me aparté aprisa de la barra improvisada, apenas un momento antes de que Bernard Michaels intentara darme con una botella de Coca-Cola vacía en la cabeza. Lanzó la cobarde agresión con todo el peso de su cuerpo, de modo que se desequilibró y se golpeó la cabeza contra el duro canto de madera de la barra. Cayó al suelo hecho un guiñapo, sangrando del cuero cabelludo y sin intención de levantarse antes de que acabara la cuenta hasta diez.

—Lo he visto todo —aseguró Norman Toll, que se nos acercaba. Otros veteranos se ocuparon de Bernard.

—Ha intentado golpearte por la espalda —añadió Toll—. Un cobarde traicionero.

Oí las palabras y coincidí con ellas, pero tenía la mirada fija en Kirkland.

—¿Lo has visto? —le pregunté al cabo.

—Sí, pero, hum, me ha parecido que solo quería unirse a nosotros —mintió Larker.

Al rojo vivo

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