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ОглавлениеUnos minutos después de encontrarme con Oktai, llegué a la casa que estaría a mi nombre y luego al de mi hija durante los siguientes noventa y ocho años y cuarto.
Era de tres plantas y cilíndrica, estaba pintada de color blanco misión y envuelta esporádicamente en hiedra y enredaderas de fruta de la pasión. Había ventanas, tanto grandes como pequeñas, a intervalos extraños y de distintas formas. El sendero que llevaba a la puerta principal, pavimentado con baldosas de mármol blanco, lo flanqueaban melocotoneros enanos de metro y medio a un lado y ciruelos al otro. El jardín que antes rodeaba la construcción estaba ahora formado por hileras ondulantes de alubias, tomates, ñames, patatas, cebollas, ajos, una incipiente parcela de espárragos y guindillas de Luisiana. Yo pasaba el rato en el huerto todas las mañanas que podía. Y si estaba fuera, uno del clan Longo se aseguraba de que las malas hierbas no se desmadrasen y las plantas y los árboles estuvieran regados.
En la azotea de la casa, en grandes macetas de terracota, estaba cultivando veintisiete clases distintas de rosales.
Volver a casa siempre me hacía sonreír.
Fui hacia la gruesa puerta de madera de palo fierro sin adornos como si me diera la bienvenida una vieja amiga.
Mi amiga estaba entreabierta.
El vestíbulo de la casa no tenía paredes, sino que era un simple estrado que quedaba tres palmos por encima del resto de ese piso. Toda la planta baja de nuestra torreta era diáfana, con alguna columna de apoyo aquí y allá. Era una especie de laberíntica sala de estar dividida en secciones dependiendo de cómo se dispusiera el mobiliario. Si celebrábamos una fiesta, toda la planta era un espacio. Pero las más de las veces, había pequeñas áreas donde Feather recibía a sus amigos y yo a los míos.
Lo más asombroso de esa sala, y de la casa entera, era un arroyo que la cruzaba siguiendo un sinuoso cauce. El lecho del riachuelo se había cavado toscamente en la roca de la montaña. El agua manaba de un pozo subterráneo de una montaña vecina más alta. Era lo bastante fresca para beberla y la corriente en sí discurría poco caudalosa hasta que alcanzaba el estanque de carpas koi de colores cerca de la terraza al aire libre al fondo de la casa.
Seguí los cuarenta y un pasos de longitud del culebreante sendero que conducía a la galería iluminada por el sol y el estanque circular de cinco metros de ancho por uno de profundidad. Había más de ochenta carpas koi brincando en el agua. Los peces eran de color blanco, negro, azul, amarillo, crema, naranja, rojo y muchas combinaciones de todos ellos. Las grandes carpas de llamativos colores se paseaban y revoloteaban por el agua como si fueran ángeles de tiempos más antiguos, más sofisticados. Algunas medían bastante más de treinta centímetros. Mi sombra les hizo pensar en comida, por lo que se arracimaron en la superficie a mis pies.
Nuestro perrito amarillo, Frenchie, se acercó tambaleante a la orilla del agua imaginándose un pez dando coletazos entre sus dientes. Pero Frenchie era demasiado viejo para eso, y no lo bastante grande. Hubo una época en que me detestaba, pero los años lo habían apaciguado, y aunque rara vez salía a recibirme, ya no gruñía al olerme.
Al otro lado del estanque de carpas estaba la terraza exterior, más grande que mi primer apartamento cuando tenía catorce años y vivía por mi cuenta en Fifth Ward, en Houston. El patio estaba enlosado con baldosas azules y rojas de México y tapiado por una gruesa barrera de vidrio verde de metro cuarenta de alto.
Ella estaba allí de pie con un vestido rosa pálido que le llegaba hasta la mitad de unas pantorrillas bien torneadas. Con una mano en la repisa de ladrillo de vidrio verde, contemplaba el descenso hacia el océano de las montañas litorales.
—La puerta estaba sin cerrar otra vez —observé.
Volvió el cuerpo sin mover los pies, sonrió y dijo:
—Hola.
Ese movimiento lo confirmó. La hija de mi corazón se estaba convirtiendo en una mujer.
—La puerta —insistí.
—Papá, estamos en la cima de una montaña y conocemos a todos los vecinos. Si alguien llama, no pregunto quién es. Abro sin más.
Estaba pensando en Craig Kilian y la puerta de nuestra agencia, que permanecía abierta durante las horas de atención al público. Lo recordé abalanzándose sobre mí por encima de la mesa.
—A veces nuestros vecinos tienen invitados —señalé— y aunque conocemos a la gente a nuestro alrededor, eso no significa que lo sepamos todo de ellos.
—Estás paranoico.
—Es posible, pero aun así necesito que me respetes y hagas lo que digo.
Feather acabó de dar su media vuelta para tomarse en serio mis palabras.
—Te respeto —afirmó.
—Pero además tienes que cerrar la puerta.
—¿Qué ha pasado hoy, papá?
Respiré hondo. Mis dos hijos adoptados, Jesus y Feather, eran en muchos aspectos más inteligentes y, desde luego, más maduros que yo.
Jackson Blue, que había leído y retenido todos y cada uno de los libros importantes de la biblioteca central, me dijo una vez que cuando un niño queda huérfano a edad temprana, gran parte de su psique permanece fijada allí.
«Es como si el niño se convirtiera en adulto de repente en vez de madurar hasta llegar a serlo», dijo.
Yo llevaba solo desde los ocho años.
Le conté a Feather lo de Craig Kilian y cómo había sufrido una crisis al oír el estampido sónico. Cuando terminé, ella me sonrió y dijo:
—Tendré cuidado de cerrar la puerta a partir de ahora.
Tardé un minuto en lograr que los miedos y el enfado se atenuaran, y luego otro en apreciar que Feather consideraba un deber calmarme cuando me preocupaba por ella.
—¿Quieres que te prepare un té de naranja? —se ofreció.
Asentí.
—Vamos arriba.
Todas las escaleras de la Casa Redonda, como habíamos dado en llamar nuestro domicilio, ascendían pegadas a las paredes exteriores en curva. Las escaleras de madera de serpiente con refuerzos de acero de sesenta centímetros de ancho sobresalían de los muros blancos como de adobe acompañadas por barandillas de latón curvo con dos anclajes: uno en una planta y otro en la superior.
El primer piso era nuestra área de cocina y comedor. La cocina de ocho fogones tenía encimeras de roble de más de medio metro de ancho por tres lados, lo que constituía una especie de mesa. Toda la estructura ocupaba el centro de la zona de cocina. También había un enorme horno con parrilla empotrado en la pared central.
Me senté a la mesa-cocina mientras Feather trasteaba con el hervidor, el té a granel y las tazas.
—¿Qué has hecho hoy? —le pregunté, una vez superado el miedo provocado por una puerta abierta.
—Matteo me ha llevado a casa de Dawn Westerly. Su padre ha instalado una piscina olímpica, así que hemos hecho largos durante hora y media.
Matteo Longo era, entre otras cosas, el chófer de los inquilinos de Brighthope. Excepcionalmente alto, era un hombre de piel pálida con la cara cubierta de cicatrices y cráteres de acné adolescente. Le encantaba contar chistes, de modo que tenía mejor dominio del inglés que su padre o cualquiera de sus hermanos.
Matteo me había llevado a mí a trabajar esa mañana.
—¿Cuántos largos?
—No los hemos contado.
—¿Cómo vas a ganar la medalla de oro si no los cuentas?
—Papá —dijo con fingida exasperación.
Dejó una tetera llena y una taza grande de cerámica blanca ante mí y dijo:
—Déjalo reposar seis minutos.
—Esos sí tengo que contarlos, ¿eh?
Puso los ojos en blanco y ocupó el taburete al lado del mío.
—Bueno, ¿para qué te has vestido ahora? —le pregunté a la chica de trece años y medio y de piel de color crema tostado.
—¿No te acuerdas? Dijiste que podía ir a casa de Anita esta noche.
—¿Quién de todas ellas es esa? —pregunté procurando fingir que no me sonaba el nombre.
—Ya sabes. Anita Kolor. Sus padres tienen esa casa en Malibu Beach.
Conocía a Anita, a su madre, Mary-Margaret, y a su padre administrador, Keith Kolor. Saul Lynx llevó a cabo una verificación de antecedentes cuando empezó a estar claro que Anita y Feather se estaban haciendo amigas.
—Ah, claro —dije—. Ya sabes que me pone un poco nervioso que salgas con todos esos niños ricos de esa escuela tuya tan elegante. Bueno, es que no quiero que pienses que estamos forrados solo por esta casa.
—Es una escuela cara, papá. Esa es la razón por la que van chicos ricos. Por eso me enviaste allí.
—Hay chavales con becas y ayudas —señalé como posible alternativa.
—Cinco —dijo Feather, a la vez que me enseñaba todos los dedos de la mano izquierda—. Seis contándome a mí. Kenisha Richards, Bob Cho, Lana Sizeman, Bic Roan y Pookie. Los conozco a todos. Me llevo bien con dos. ¿Estás insinuando que solo puedo hacer amistad con ellos?
—Creía que jugabas al tenis con Anita —dije en lugar de iniciar la discusión que debía guardarme para mí mismo.
—Sí —confirmó—. Eso es. Pero se supone que vamos a cenar temprano y luego he pensado que igual después tú o Matteo podíais llevarme a casa de tía Jewelle y tío Jackson. Hago de canguro y me quedo a dormir allí. E igual puedo hablar en francés con tío Jackson.
El genio cobarde, Jackson Blue, hablaba con soltura ocho idiomas, sin incluir el código binario de los ordenadores y las matemáticas puras. Hubo una época en que no le hubiera dado la espalda a Jackson, pero, pese a la lógica común, hay gente que cambia. Su mujer, Jewelle, antes casada con el administrador de mis propiedades, el difunto Mofass, era una de las personas más brillantes y tenaces que había conocido nunca. Jackson logró llegar a algo en la vida gracias a su mente inabarcable y al amor que sentía por Jewelle.
—Hoy he aceptado un caso —le anuncié a mi hija.
—¿El del tipo que ha tenido una crisis nerviosa en tu despacho?
—Es un veterano y lo compadezco. Pero eso significa que igual no puedo pasar a recogerte.
La simple negativa me entristeció.
—No pasa nada. Ya se lo he pedido a Matteo y me ha puesto en la agenda. Iba a preguntarle a tío Jackson si puede reservar los martes por la tarde para darnos clase de francés a Pookie y a mí.
Michelle Fontelle, Pookie, había nacido en Lafayette, Luisiana, y se trasladó a Watts con su madre, Morona, a los nueve años. Pookie era un genio de las matemáticas y quizá aún mejor artista. Morona había sobrevivido a situaciones que hubieran destrozado a la mayoría de los hombres, solo para conseguir que su hija accediera a esa escuela. Y era evidente que Feather quería que su amiga de catorce años dialogara con su «tío».
Suspiré y meneé ligeramente la cabeza.
—¿Qué pasa? ¿No quieres que vaya?
—¿Por qué llevas ese vestido?
—¿No te gusta? Lo eligió para mí tía Jewelle.
—No sé si le pega mucho a una chica de tu edad.
—Ya lo sé, ¿vale? —Sonrió, se levantó y dio una vuelta para que la viera—. Pero los Kolor celebran un cóctel y Anita me ha pedido que me ponga algo bonito. Ha dicho que así no se sentiría rara.
Cuando yo era joven, en Houston, las mujeres me traían de cabeza. Bastaba con que una chica susurrara mi nombre para estar dispuesto a rendirme. Feather me causaba ese mismo efecto, pero estaba seguro de que hubiera preferido morirse a mentirme. Todo ello me inspiraba un sentimiento que no hubiera sabido describir con exactitud.
Estaba intentando expresar con palabras ese sentimiento cuando sonó el teléfono.
Mi coqueta y sofisticada hija se levantó de un brinco del taburete y corrió hasta el teléfono instalado en la pared mientras gritaba: «¡Ya lo cojo yo!».
Podía relajarme. Durante un ratito Feather sería una niña de nuevo y yo quedaría liberado de esas partes de mi cerebro veladas por mis temores en torno a su seguridad.
—¿Sí? ¿Connie? Ajá. Claro, chica. ¿Eso hizo? Vaya, ¿cómo se le ocurre pensar que ella saldría con él? —Prorrumpió en una risa histérica—. Mi padre diría que no pudo evitarlo. Pero yo creo que le hace falta alguien que le ayude a evitarlo...
Sus palabras, su tono de voz e incluso su postura eran distintas. Meneé la cabeza de nuevo y enfilé la segunda escalera a la planta superior, donde estaban los dormitorios. Luego subí por una escalera de incendios vertical hasta la salida a la azotea.
La corona circular de la Casa Redonda albergaba mis veintisiete rosales en sus sencillas macetas de arcilla. Desde la variedad de color luz de luna de la rosa almizcleña hasta el rojo intenso de la variedad rubor de doncella, desde el coral pálido de las flores del bourbon hasta el apasionado amarillo de las molineux.
Iba a ver mis rosales todos los días. Se mostraban radiantes para mí, entonaban sus colores para mí. Y me ofrecían un sitio y un momento donde fumar mi único pitillo del día. Lucky Strike, LSMFT,[2] el mejor cigarrillo que pudiera desear un trabajador.
El beneficio añadido de fumar una sola vez al día era que el primer pitillo es de largo el mejor. Esa primera calada es elegante al tiempo que extática. ¡Mmm!