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ОглавлениеEsperaba volver a casa después de pasar por el Anzio, para considerar lo que había averiguado y decidir si ir o no a ver a la madre de Craig Kilian. En cambio, me acerqué más al centro de la ciudad, hasta una dirección en Wilshire Boulevard, que era entonces la sede estadounidense de P9, el gigante de los seguros. A finales de la década de los sesenta, P9 tenía en propiedad el segundo edificio más alto de Los Ángeles.
Eran más de las cinco de la tarde pero la empresa estaba abierta, al menos en parte, veinticuatro horas al día por los mercados de valores internacionales. El vigilante se acercó a las puertas de vidrio cerradas y me franqueó el paso sin resistencia. Había ido a las oficinas bastante a menudo porque mi buen amigo, Jackson Blue, era vicepresidente ejecutivo sénior a cargo tanto de procesamiento de datos como de planificación en general.
—¿En qué puedo ayudarte, Easy? —preguntó el vigilante, Philip Channing. Phil, un blanco de pelo entrecano casi en edad de jubilación, formaba parte de la seguridad corporativa y por lo tanto me conocía bastante bien.
—¿Está Asiette?
—Sigue en su despacho, creo.
Cuando conocí a Asiette Moulon ella trabajaba en un despachito detrás de la recepción de la planta baja. Tenía poco más de veinte años. Ahora, unos años después, disponía de un despacho grande al final de un largo pasillo en la tercera planta. Estaba a cargo de todas las admisiones, con más de una docena de personas bajo sus órdenes.
Asiette medía uno sesenta y uno descalza, y tenía un cabello negro que acentuaba sus llamativos ojos violáceos. Francesa oriunda de la Borgoña, se la consideraría encantadora en cualquier idioma o clima, clase o época.
Ese día llevaba un minivestido naranja intenso que se le acampanaba unos centímetros por encima de la rodilla.
—¡Easy! —chilló, y se me echó a los brazos para darme un beso en los labios.
La primera vez que lo hizo, casi la aparté. Había conocido a negros en Texas y Luisiana a los que lincharon solo por fruncir los labios al ver a una mujer blanca.
Pero los tiempos estaban cambiando y Asiette y yo habíamos estado saliendo a intervalos durante el último año.
—¿Cómo estás, cielo? —pregunté.
—Pasa —dijo.
Me llevó al interior de su despacho amarillo intenso y tiró de mí hasta que ambos estuvimos sentados encima de su mesa de color fresa. Tomó mi mano y apoyó la cabeza en mi hombro.
—¿Has venido a verme? —dijo como si les hablara a nuestras manos.
—He venido a ver al jefe de seguridad, pero no se me ocurriría venir sin pasar a saludarte.
—¿Solo a saludarme? —preguntó haciendo pucheros, solo un poquito.
El final de los años sesenta era el centro relleno de crema de la revolución sexual. Asiette y yo habíamos hecho cosas juntos, y con otros, que no se me habría ocurrido imaginar solo cinco años antes.
—Es mi trabajo, cariño —dije—. Ya sabes que todos tenemos que pagar el alquiler.
—¿Quieres llevarme a casa después del alquiler?
Yo tenía cuarenta y nueve años por entonces, por eso sabía que una pregunta así nunca se refería solo a una noche.
—Quizá no pueda hasta mañana —repuse—. Bueno, si no estás ocupada.
Esperaba que la respuesta la hiciera sonreír, pero en cambio frunció el ceño y se puso en pie.
—Yo... —le dijo a mi rodilla, y luego levantó la vista—. He estado viéndome con un hombre.
Como decía, eran los años sesenta. En ciertos ambientes, la gente se «veía» mucho.
—Y te gusta —continué yo, procurando ayudarla.
—Se llama Stefano Lombardi.
—Vale.
—Es jefe de ventas de la sucursal de P9 en Roma.
—Buen sueldo. Un país maravilloso. Pasé por allí de camino a Francia durante la guerra. Incluso entonces se apreciaba la belleza.
Asiette me miraba directamente a los ojos.
—Me ha pedido que me case con él —anunció.
Sentí algo. En realidad, fueron unas cuantas cosas. Me gustaba la compañía de Asiette y había aprendido mucho de ella. Era joven y la apreciaba al menos una parte de lo que quería a Feather. Esos pensamientos se me atascaron en la cabeza y vi que no tenía manera de expresarlos.
—¿Y bien? —me preguntó la francesa en tono de exigencia.
—Cariño... no me corresponde a mí decidir.
La superviviente de la Segunda Guerra Mundial dilató las ventanas de la nariz antes de decir:
—Más vale que vayas arriba, Easy. No querría entrometerme en tu trabajo.
La oficina central de seguridad de P9 en Estados Unidos estaba en la planta treinta y seis.
El presidente y director general de la compañía, Jean-Paul Villard, me ofreció en un momento dado el puesto de jefe de seguridad, pero lo rechacé porque había tenido una racha de suerte hacía poco y había detestado desde siempre tener que rendir cuentas a alguien.
Lo que sí hice, no obstante, fue sugerirle a quién contratar.
En la puerta de vidrio de doble hoja estaban estarcidas las palabras SÉCURITÉ POUR L’AMÉRIQUE DU NORD en letras doradas y escarlatas. A través del cristal se veía la moqueta color borgoña y las estanterías de madera oscura pegadas a las paredes de la amplia área de recepción. En el centro de la sala había una mesa grande de caoba. Detrás estaba sentado un joven que leía con atención las páginas de un fino expediente de color verde apagado.
No llamé, pero el joven percibió mi presencia y se levantó de un brinco como el soldado que era, listo para entrar en acción.
Sonreí y saludé con la mano al robusto espécimen con traje de Sears de treinta dólares.
Se acercó a la puerta, cogió un llavero grande e introdujo una de las llaves en un pequeño círculo plateado en el otro extremo de la entrada izquierda. Luego abrió esa puerta, puede que unos diez centímetros.
—¿Sí? —preguntó como si hablara con un desconocido.
—¿Está en su despacho, Edmund?
—El comandante Black está trabajando.
—¿Aquí o en otra parte?
—¿Tiene cita?
—No la necesito.
Los ojos del veterano se llenaron de resentimiento.
—Voy a ver si quiere recibirle —dijo Edmund Lewis.
Cerró con llave la puerta de vidrio, dio media vuelta y fue hasta otra puerta al fondo del área de recepción. Llamó con los nudillos y luego entró. No más de medio minuto después el recepcionista militar volvió y me dejó pasar a sus dominios.
—Ha dicho que le haga pasar —me informó Edmund.
—Ya sé el camino.
Edmund se movió para cortarme el paso y añadió:
—Se supone que debo acompañarle.
—¿Eso ha dicho el comandante?
La pregunta bloqueó al teniente Lewis.
—No —continué—, no lo ha dicho. Lo que pasa es que crees que cuando accedo a tu espacio, tengo que acatar tus órdenes, y no es así. Así que, ¿por qué no te haces a un lado?
No sé por qué estaba tan furioso ni, de hecho, por qué estaba intentando buscar pelea con un soldado de combate que había estado en Vietnam tan recientemente como Craig Kilian. Por suerte para mí, nuestra confrontación se vio interrumpida.
—Más vale que le hagas caso, Ed —aconsejó una voz con aplomo—. Igual vences a Easy en el cuerpo a cuerpo, pero es como el Vietcong; si no los matas, vuelven a por ti una y otra vez.
Christmas Black estaba plantado en el umbral del fondo. Al no entrar yo de inmediato, se dio cuenta de que nuestras naturalezas opuestas habían chocado en la oficina exterior.
—Sí, comandante —dijo Edmund, que se puso más firme y, sin embargo, mostró más subordinación.
—Señor Black —saludé, sobre todo para demostrarle a Edmund que no me atenía a la nomenclatura militar.
—Adelante, Easy —dijo el comandante.
Sin que mediara indicación alguna ocupamos nuestros asientos convenidos.
El despacho de Christmas era más pequeño y espartano que la sala de Edmund. El suelo era de pino claro y en el único cuadro de la pared se veía a un soldado negro que arremetía contra dificultades nebulosas, en apariencia insuperables. Su escritorio era una mesa de madera de cerezo. Mi silla estaba hecha del mismo material.
Con el paso de los años el eterno héroe de guerra (retirado) había aprendido a respetarme, de ahí la comparación con el Vietcong. Yo sabía que respetaba al Vietcong y a sus aliados norvietnamitas como grandes soldados en el ejército más grande hasta la fecha en el siglo XX.
Christmas era un hombre grande; uno noventa y cinco descalzo y con hombros de gigante. Tenía la piel de color marrón medio y los ojos de un castaño más claro de lo que hubiera cabido esperar. Tenía cicatrices aquí y allá y carecía por completo de sentido del humor. Su hija adoptiva de siete años y medio, Easter Dawn Black, era una refugiada vietnamita. Christmas mató a sus padres en un ataque secreto del gobierno. Ella era una niña pequeña y, por lo tanto, no lo recordaba. Pero ese acto le llevó a renunciar a la profesión que casi todos los miembros masculinos de su familia habían desempeñado desde antes de la Revolución.
—¿En qué te puedo ayudar, Easy? —preguntó el hombre al que yo había recomendado para el puesto de coordinador de seguridad de P9 en Estados Unidos.
—El cabo Kirkland Larker.
El nombre provocó una chispa en la mirada del soldado. Se planteó quién era yo, sopesó adónde podía llevar la discusión y luego cambió de tema.
—Tienes bastante buen aspecto, sargento mayor —dijo—. ¿Has estado haciendo ejercicio?
—Antes era ejercicio lo que hacía desde el instante que despertaba hasta las tantas de la noche con mi chica, o la de mi mejor amigo.
Dijera lo que dijese, no conseguiría hacer sonreír a Black.
—Pero contestando tu pregunta —continué—, estoy yendo a ese local que me recomendaste en artes marciales. Son Chen me tiene haciendo flexiones y sentadillas, y me ha enseñado que solo un idiota cree que puede superar a cualquier enemigo con un enfrentamiento directo.
Christmas sonrió al oír la frase, que sin duda también le enseñó a él Chen, de ochenta y dos años, cuando era más joven.
—Larker es un inútil —afirmó el asesino confirmado de hombres, mujeres y niños por órdenes del gobierno—. Bebía antes de las misiones y robaba en el economato militar.
—Asegura que le diste mi nombre para ayudar a un amigo suyo.
El comandante levantó la vista hacia un punto por encima de mi cabeza. Lo interpreté como que intentaba atisbar algo en el pasado. Y, puesto que se le veía una insinuación de desagrado en la comisura de la boca, supuse que no le gustaba lo que estaba viendo.
El ensueño se prolongó unos segundos más antes de que dijera:
—El cabo Larker estaba en mi pelotón en Vietnam. Eso fue hace nueve años, al inicio de la intervención estadounidense. Iba a hacer que lo transfirieran el primero del mes siguiente. Teníamos dos semanas de permiso, por lo que no iba a tener que preocuparme de que causara problemas sobre el terreno.
»Pero entonces el teniente general Reeves recibió el informe de que había un polvorín del Vietcong a solo treinta kilómetros de Saigón. No tenían una ubicación exacta, de modo que un bombardeo quedaba descartado. Si Reeves enviaba un regimiento, correría la voz y se adelantaría cualquier ataque que tuviesen planeado. Así que...
Me preguntaba cómo iba a conducirme el relato de Black hasta el negro de pelo liso llamado Alonzo que podía o no estar muerto.
—... ordené a mi pequeño pelotón que se preparara y emprendimos una misión de búsqueda y destrucción. —Christmas no mostraba mucha alegría—. Encargué a Larker que se ocupara de la radio. —Me miró directamente por primera vez desde el inicio de la narración—. Bueno, ¿qué problemas podía causar con una radio que el Vietcong no oiría?
Me encogí de hombros.
—Nos lanzamos en paracaídas a las veinticuatro horas y para las tres habíamos localizado el nido —continuó Christmas—. Teníamos la munición necesaria para eliminarlos. Lo único que necesitábamos era acercarnos lo suficiente. Saltaba a la vista que era el comienzo de una gran ofensiva, porque había al menos un centenar de hombres desplegados, dispuestos para repeler cualquier ataque. Pero no repararon en un pequeño grupo de hombres bien armados que descendía por el centro del río Ben Hai.
»La jungla era muy tupida, así que nos acercamos quizá a unos setenta metros del objetivo. Estaban disponiendo los lanzacohetes portátiles cuando pisé una trampa de red. La hijaputa se me vino encima y activó una puñetera alarma vietnamita en plan gong. Empezaron a dispararme desde todas partes. Me tenían pillado. Grité para que abrieran fuego los lanzacohetes. Me alcanzaron en el brazo derecho y la pierna izquierda. Entonces algo, alguien, se abalanzó sobre mí y empezó a disparar. Era como si disparase hacia todas partes al mismo tiempo. Siguió haciéndolo hasta que uno de nuestros cohetes alcanzó el punto más débil del arsenal del Vietcong. La explosión fue como si una bomba revientamanzanas se lo montara con su hermana la incendiaria. Cuando se produjo la explosión, cesó el fuego y el que había venido a rescatarme me sacó de allí.
Christmas estaba sudando. Eso era algo que nunca había visto.
—Era Larker —dijo el comandante—. Solicitó un ataque aéreo, luego saltó sobre mí y abrió fuego, me liberó, me vendó las heridas y me llevó a rastras hasta el río.
En la quietud de la habitación reverberaban explosiones y muerte, y había aroma a pólvora con una insinuación de sangre.
—Enfermo fingido, embustero, ratero y mentiroso. Kirkland Larker es todo lo que desprecio, pero me salvó la vida aquella noche. Su comportamiento fue... heroico.
—Y te dijo que su amigo necesitaba que alguien averiguase lo que ocurrió después de una pelea en el bosque —concluí.
—Ni siquiera eso, Easy. Dijo que un amigo necesitaba localizar a alguien, un negro. Le pregunté si tenía algo que ver con una venganza y aseguró tajantemente que no. Así que le facilité tu nombre.
—¿Por qué no me llamaste?
—Quería darle una oportunidad al tipo. No se había puesto en contacto conmigo desde que dejé mi puesto. Puede que hubiera cambiado. Sea como sea, sabía que te darías cuenta de inmediato si representaba algún quebradero de cabeza.
Suspiré y me puse en pie.
Christmas Black me miró.
—¿Esto te va a suponer algún problema, sargento mayor?
—Es probable, pero los problemas son mi pan de cada día.
—Si necesitas algo, basta con que llames.
—Gracias —dije. Y salí del despacho.