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SCENA PRIMA
ОглавлениеRoma. — Jardín de Bruto
Entra BRUTO
BRUTO. — ¡Eh, Lucio, hola! No puedo apreciar por la marcha de las estrellas cuánto falta para que apunte el día. ¡Lucio, digo! Quisiera tener el defecto de dormir tan profundamente. ¡Vamos, Lucio, vamos! ¡Despierta, digo! ¡Eh, Lucio!
(Entra Lucio.)
LUCIO. — ¿Llamabais, señor?
BRUTO. — Lleva una vela a mi estudio, Lucio, y cuando esté encendida ven y avísame.
LUCIO. — Lo haré, señor.
(Sale.)
BRUTO. — ¡Tiene que ser con su muerte! Y, por mi parte, no conozco causa alguna personal para oponerme a él sino la pública. ¡Quisiera ceñirse la corona! pl caso está en saber hasta qué punto pueda modificar ello su naturaleza. El claro día es el que hace salir al áspid, y esto aconseja proceder cautelosamente. ¿Coronarlo! Eso. Y de este modo le damos, de seguro, un aguijón, con, el que pueda crear peligros a su voluntad. El abuso de la grandeza viene cuando se separa la clemencia del poder. A decir verdad, nunca he visto que las pasiones de César dominasen más que su razón; pero es cosa sabida que la humildad es una escala para la ambición incipiente, desde la cual vuelve el rostro el trepador; quien, una vez en el peldaño más alto, da entonces la espalda a la escala, tiende la vista a las nubes y desdeña los humildes escalones que le encumbraron. Igual puede César; luego evitémoslo antes que lo hiciere. Y pues los motivos de queja que tenemos contra él no justifican ninguna hostilidad, démosles esta forma, diciendo que si se aumenta lo que es, surgirán estas y aquellas desgracias, y, por lo tanto, debe considerársele como al huevo de la serpiente, que, incubado, llegaría a ser dañino, como todos los de su especie, por lo que es fuerza matarlo en el cascarón.
( Vuelve a entrar Lucio.)
LUCIO. — La vela está encendida en vuestro aposento, señor. Buscando un pedernal en la ventana, hallé este papel, sellado, como veis. Tengo la seguridad de que no estaba allí cuando fui a mi lecho.
(Le entrega la carta.)
BRUTO. — Vuélvete a la cama; aún no es de día. ¿No son mañana los idus de marzo, muchacho?
LUCIO. — No lo sé, señor. BRUTO. — Mira en el calendario y ven a decírmelo. Lucio. — Lo haré, señor.
(Sale.)
BRUTO. — Los meteoros que suban en el aire lanzan tanta luz, que bien puedo leer con ella.
(Abre la carta y lee.)
«Bruto, duermes. Despierta y mírate. ¿Deberá Roma...?, etc. ¡Habla, hiere, haz justicia! Bruto, duermes. ¡Despierta!» Con frecuencia se han colocado instigaciones semejantes donde he debido tomarlas. «¿Deberá Roma...?, etc.'» Es preciso que lo complete así: ¿Deberá Roma permanecer bajo el terror de un hombre? ¿Qué? ¿Roma? Mis antepasados fueron los que arrojaron de las calles de Roma a Tarquino cuando era llamado rey. «¡Habla, hiere, haz justicia ¿Se me suplica que hable y hiera? ¡Oh Roma! Te lo prometo. ¡Si ha de ser para alcanzar justicia, recibe de las manos de Bruto cuanto le pides!
(Vuelve a entrar Lucio.)
LUCIO. — Señor, estamos a catorce de marzo.
(Llaman dentro.)
BRUTO. — Está bien. Ve a abrir; alguien llama.
(Sale Lucio.)
¡Desde que Casio me excitó contra César no he podido dormir! ¡Entre la ejecución de un acto terrible y su primer impulso, todo el intervalo es como una visión o como un horrible sueño! ¡El espíritu y las potencias corporales celebran entonces consejo, y el estado del hombre, semejante a un pequeño reino, sufre entonces una verdadera insurrección!
(Vuelve a entrar Lucio.)
LUCIO. — Señor, el que llama es vuestro hermano Casio, que desea veros.
BRUTO. — ¿Viene solo?
LUCIO. — No, señor; hay otros con él.
BRUTO. — ¿Los conoces?
LUCIO. — No, señor. Llevan los sombreros calados hasta las orejas y la mitad de sus caras ocultas en los mantos; de suerte que era imposible haberlos podido descubrir por sus facciones.
BRUTO. — Déjalos pasar.
(Sale Lucio.)
Son los conjurados. ¡Oh conspiración! ¿Te avergüenzas de mostrar tu peligrosa frente de noche, en que la maldad vaga más libre? ¡Oh! Entonces, ¿dónde hallarás de día una caverna bastante lóbrega para esconder tu rostro monstruoso? ¡No la busques, conspiración! Enmascárala con sonrisas y afabilidad, porque si te dejas ver bajo tu natural semblante, ni el Erebo mismo tendría suficientes tinieblas para substraerte a la prevención.
(Entran los conspiradores CASIO, CASCA, DECIO, CINA, METELO CÍMBER y TREBONIO)
CASIO. — Temo que nuestro demasiado atrevimiento turbe vuestro reposo. Buenos días, Bruto. ¿Os importunamos?
BRUTO. — Hasta ahora he estado en pie, despierto toda la noche. ¿Conozco a estos que os acompañan?
CASIO. — Sí, a todos ellos, y no hay ninguno que no os honre, y cada cual quisiera que tuvierais de vos mismo la opinión que tiene todo noble romano. Éste es Trebonio.
BRUTO. — Bien venido sea.
CASIO. — Éste, Decio Bruto.
BRUTO. — Bien venido también.
CASIO. — Éste, Casca; éste, Cina, y éste, Metelo Címber.
BRUTO. — ¡Bien venidos todos! ¿Qué vigilantes afanes se interponen entre vuestros ojos y la noche?
CASIO. — ¿Permitiréis una palabra?
(BRUTO y CASIO cuchichean.)
DECIO. — ¡El Oriente cae de este lado! ¿No es aquí por donde despunta el día?
CASCA. — No.
CINA. — ¡Oh! Perdón, señor, pero sí es; y aquellas franjas grises que ribetean las nubes son mensajeras del día.
CASCA. — Habréis de confesar que uno y otro estáis equivocados. Aquí, donde apunto con mi espada, se alza el Sol, que avanza rápidamente hacia el Sur, llevando en pos de sí la estación temprana del año . Dentro de un par de meses presentará su fulgor más hacia el Norte. ¡El alto Oriente está allí, en dirección del Capitolio! .
BRUTO. — ¡Dadme todos vuestras manos, uno por uno!
CASIO. — ¡Y juremos cumplir nuestra resolución!
BRUTO. — ¡No, nada de juramentos! ¡Si la mirada de los hombres, el sufrimiento de nuestras almas, los abusos del presente no son motivos bastante poderosos, separémonos aquí mismo y vuelva cada cual al ocioso descanso de su lecho! ¡De este modo dejaremos organizarse el despotismo previsor, hasta que sucumba por turno el último hombre! Pero si estos motivos, como estoy seguro de ello, poseen sobrado ardor para inflamar a los cobardes y dar una coraza de bravura al desmayado espíritu de las mujeres, entonces, compatriotas, ¿qué necesidad tenemos de más estímulo que nuestra propia causa para decidirnos a hacer justicia? ¿Qué otro lazo que el de romanos comprometidos por el secreto, que han empeñado su palabra y que no la burlarán? ¿Y qué mejor juramento que el pacto de la honradez con la honradez para llevar a cabo la empresa o sucumbir en la demanda? Que juren los sacerdotes, los cobardes y los hombres cautelosos, los decrépitos, los corrompidos y esas amias que sufren resignadas el ultraje, y que juren también en favor de malas causas los desdichados que inspiran dudas a los hombres. Pero no empañemos la serena virtud de nuestra empresa ni el indomable temple de nuestro ánimo suponiendo que nuestra causa o su ejecución necesitaban jurarse, cuando cada gota de sangre que todo romano lleva, y lleva noblemente, sería culpable de diversas bastardías, si quebrantara la más mínima parte de su promesa.
CASIO. — ¿Qué hacemos de Cicerón? ,¿Le sondeamos? Creo que se pondrá decididamente al lado nuestro.
CASCA. — No debemos excluirle. CINA. — ¡No, de ningún modo!
METELO. — ¡Oh! Contemos con él, pues sus cabellos de plata granjearán una buena reputación, consiguiendo que se levanten voces para realzar nuestros hechos. Se dirá que sus juicios han dirigido nuestras manos. Nuestra mocedad y audacia, lejos de mostrarse, desaparecerán bajo su gravedad.
BRUTO. — ¡Oh, no le nombréis! ¡No nos comuniquemos con él! ¡Jamás se adherirá a cosa alguna empezada por otro!
CASIO. — Entonces, dejémosle.
CASCA. — Verdaderamente, no nos conviene.
DECIO. — No habrá de tocarse a ninguna otra persona, con la única excepción de César?
CASIO. —. ¡Bien pensado, Decio! No creo oportuno que Marco Antonio, tan querido de César, deba sobrevivir a César. Tendríamos en él un intrigante astuto, y no ignoráis que si pusiera en práctica sus recursos, puede ir tan lejos que nos diera a todos que sentir. En evitación de esto, ¡que Antonio y César caigan juntos!
BRUTO. — Nuestra conducta parecería demasiado sangrienta, Cayo Casio, al cortar la cabeza y mutilar después los miembros, como si diéramos la muerte con ira y a ella siguiera el odio, pues Antonio no es esto, buenos días a todos.
(Salen todos, menos BRUTO.)
¡Muchacho! ¡Lucio! ¿Dormido como un tronco? Pero no importa. Goza el dulce y pesado rocío del sueño. ¡Tú no tienes ni los cálculos ni las fantasías que el afanoso cuidado hace brotar del cerebro de los hombres! ¡Por eso es tu sueño tan profundo!
(Entra PORCIA.)
PORCIA. — ¡Bruto, mi señor!
BRUTO. — ¿Qué os sucede, Porcia? ¿Por qué os levantáis ya? No es conveniente para vuestra salud exponer así vuestra delicada complexión al crudo frío de la madrugada.
PORCIA. — Ni para la vuestra tampoco. Os habéis deslizado del lecho furtivamente, Bruto, y anoche, durante la cena, os levantasteis de pronto y, cruzando los brazos, os pusisteis a pasear, cavilando y suspirando, y al preguntaros qué os sucedía, me mirasteis severamente. Redoblé mis instancias, entonces despeinasteis vuestra cabeza y, muy impaciente, golpeasteis el suelo con el pie. Insistí de nuevo, y ni aun me respondisteis, sino que, con un gesto de mal humor, me hicisteis señas con la mano de que os dejara. Así lo verifiqué, temiendo acrecentar vuestra impaciencia, que ya creía irritada en exceso, y presumiendo que todo ello no sería sino un efecto de humor, al que están a veces sujetos los hombres. Pero eso no os impedirá comer, hablar, dormir, y si hubiera trastornado vuestro semblante como ha hecho cambiar vuestra condición, no os conocería, Bruto. Mi querido señor, permitidme que sepa la causa de vuestro pesar.
BRUTO. — No estoy bien de salud, eso es todo.
PORCIA. — Bruto es discreto, y si no gozase de buena salud buscaría los medios de recobrarla.
BRUTO. — Pues eso hago, buena Porcia, volved al lecho.
PORCIA. — ¿Bruto está enfermo? ¿Y es saludable ir descubierto y aspirar las emanaciones de la húmeda alborada? ¡Qué! ¿Bruto está enfermo y abandona su sano lecho para exponerse al pernicioso contagio de la noche y desafiar a la humedad y al aire viciado, que aumentarán su mal? ¡No, Bruto mío! , ¡Vos encerráis alguna amarga dolencia dentro de vuestra alma, la cual, por los derechos y prerrogativas da mi puesto, me corresponde conocer! Yo os conjuro, en nombre de la hermosura que en algún tiempo se me ponderaba, por vuestras protestas de amor y aquel solemne juramento que nos incorporó, haciendo de los dos uno solo, que me confiéis a mí, que soy vos mismo, vuestra mitad, por qué estáis tan triste y qué hombres fueron los que se dirigieron a vos esta noche, pues había seis o siete que ocultaban sus rostros aún a la misma obscuridad.
BRUTO. — ¡No os arrodilléis, gentil Porcia!
PORCIA. — ¡No lo necesitaría si fuerais vos el antes gentil Bruto! En el contrato de matrimonio, decidme, Bruto, ¿se estipuló que ignorase yo secretos que os concerniesen? ¿Soy yo vos mismo, pero con ciertas restricciones, como acompañaros a la mesa, compartir vuestro tálamo y hablaros tal cual vez? ¿No hay lugar para mí sino en los arrabales de vuestra buena condescendencia? Sí no soy más que eso, Porcia es la querida de Bruto, no su mujer.
BRUTO. — ¡Tú eres mí leal, mi honrada esposa, tan amada por mí como las gotas de sangre que afluyen a mi afligido corazón!
PORCIA. — ¡Si así fuera, conocería entonces ese secreto! Que no soy más que una mujer, lo admito, pero una mujer que Bruto eligió por esposa. Acepto que no soy más que una mujer, pero una mujer bien reputada, ¡la hija de Catón! ¿Pensáis que no soy superior a mi sexo teniendo tal padre y tal esposo? Confiadme vuestros proyectos, no los divulgaré. Para daros una prueba de mi firme constancia, me herí voluntariamente aquí, en el muslo. ¿Puedo llevar esto con paciencia y no los secretos de mi esposo?
BRUTO. — ¡Oh dioses! ¡Hacedme digno de tan noble esposa!
(Llaman dentro.)
¡Escuchemos! ¡Escuchemos! Alguien llama. Porcia, retírate un instante y pronto compartirá tu pecho los secretos de mi corazón. ¡Te explicaré todos mis compromisos y la tristeza que puedes leer en mi frente! ¡Déjame aprisa!
(Sale PORCIA.)
¿Quién llama, Lucio?
(Vuelve a entrar Lucio con LIGARIO.)
Lucio. — Aquí hay un hombre enfermo que quiere hablaros.
BRUTO. — Cayo Ligario, de quien habló Metelo. Retírate, muchacho. ¡Cayo Ligario! ¿Qué.hay?
LIGARIO. — Aceptad el saludo matinal de una lengua débil.
BRUTO. — ¡Oh, qué tiempo habéis escogido, bravo Cayo, para llevar pañuelo! ¡No quisiera veros enfermo!
LIGARIO. — ¡No lo estoy si Bruto se propone realizar alguna proeza digna de gloria!
BRUTO. — Tengo entre manos un asunto de tal género, Ligario, que os comunicaría si tuvierais salud para oírlo.
LIGARIO. — ¡Por los dioses todos que veneran de rodillas los romanos, aquí depongo mi dolencia! ¡Alma de Roma! ¡Hijo valeroso, descendiente de antepasados ilustres! ¡Tú, como un exorcista has conjurado mi amortecido espíritu! ¡Mándame ahora y emprenderé lo imposible, más: lo superaré! ¿Qué hay que hacer?
BRUTO. — ¡Una labor que devolverá la salud a los hombres enfermos!
LIGARIO. — Pero ¿no hay ningún sano a quien debamos bamos hacer enfermar?
BRUTO. — ¡También habremos de hacer eso! Lo que sea, querido Cayo, te lo explicaré conforme vamos hacia aquel en quien deba realizarse. v
LIGARIO. — ¡Adelante, y, con el corazón recién , enardecido, os seguiré para llevar a cabo lo que ignoro, pero me basta con que Bruto me guíe! BRUTO. — ¡Seguidme, entonces!
(Salen.)